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Ábalos & Herreros, ética de la displicencia

Eduardo Prieto

Entre las 16.000 imágenes y 6.000 dibujos que, a modo de final de ciclo, Iñaki Ábalos y Juan Herreros legaron al CCA de Montreal, hay una foto que muestra a dos jóvenes alegres y encaramados a lo más alto de una cubierta gótica, y otra en la que esos mismos jóvenes dialogan frente a frente, con idénticas camisas, mismo mismo corte de pelo y un parecido más que notable. Ahora sabemos que aquella identidad estaba, probablemente, impostada. Tras la separación profesional de los dos arquitectos, el tiempo ha dado a cada uno de ellos la personalidad propia que el trabajo en equipo por fuerza tuvo que desdibujar. Con todo, la fotografía de los dos jóvenes con aspecto de mellizos y en diálogo sigue siendo un buen indicio de lo que un día fueron Ábalos & Herreros, y de la identidad de intereses que ambos arquitectos llegaron a tener.

El primero de los intereses consistió, en realidad, en un desinterés: el que demostraron por teorizar a la manera convencional, lo que se tradujo en un método de indagación basado en el diálogo, en el intercambio abierto de ideas que rehuyó, además, el tono solemne y definitivo tan habitual en las poéticas arquitectónicas al uso. Esto tiene que ver con una toma de postura frente al contexto de la arquitectura española de aquellos años, aunque, más allá de ello, pueda explicarse por esa ambición tan característica de Ábalos & Herreros: ‘reproducir el mundo’, romper las fronteras de la disciplina, indagando en los convencionalismos de la modernidad, apropiándose de planteamientos filosóficos ajenos hasta el momento al contexto español —sobre todo, el pragmatismo estadounidense— o bien reformulando, casi diríamos que ‘desde cero’, categorías estéticas a las que hasta ese momento los arquitectos de nuestro país apenas habían dado importancia, como la de lo pintoresco.

Lo singular es que este ecléctico aparato de referencias no se quedó en el papel, sino que armó la poética de Ábalos & Herreros e informó sus edificios construidos, para acabar dándoles un inconfundible aire de familia. El convencionalismo, el pragmatismo y el pintoresquismo teóricos se tradujeron, así, en la aparentemente despreocupada pero absolutamente buscada estética de sus mejores obras; una estética cuyos rasgos serían la economía de medios y la sintonía irreverente con la cultura material de cada lugar, pero que tal vez definirían mejor la presencia, siempre insoslayable, de la ligereza y la tectónica. Características todas que pueden acrisolarse en un término acuñado, con gracia, por Federico Soriano: el ‘Jai-tech’ (de jai, ‘fiesta’ en vasco): esa tecnología divertida, descarada, que hizo que, en manos de Ábalos & Herreros, los catálogos de sistemas constructivos se convirtieran en canteras de una materialidad híbrida, depurada y a la vez de andar por casa, que muchas veces se sostuvo en instrumentos proyectuales como el ready-made (una referencia, esta última, que habla de otro de los touzudos intereses de Ábalos & Herreros: el arte contemporáneo).

Pero todo este repertorio buscado e indagado, y cuya presunta sencillez era fruto de un concienzudo trabajo de producción de ideas y producción de un ‘estilo’, no podría entenderse sin la singular ética que sostuvo el trabajo del estudio madrileño durante tanto tiempo: la ética de la displicencia.  Fue la displicencia irónica la que en los primeros años 1990, y muy en sintonía con el espíritu de la Movida, animó a Ábalos & Herreros a mofarse del culto cuasi religioso a los Maestros que por entonces —y aun ahora— era tan propio de la llamada ‘Escuela de Madrid’, y fue también la displicencia la que en paralelo les hizo abominar de las composiciones relamidas de volúmenes puros, a las que quisieron oponer tanto la imperfección de una arquitectura vivida e híbrida como la idea de la disciplina concebida como una actividad cultural y cosmopolita que iba más allá de la mera ‘composición’.

Lo interesante es que, vista con perspectiva, esta ética —esta ideología de la displicencia, podríamos casi decir— sigue vigente hoy, cuando a los arquitectos de la generación de la crisis no les ha quedado más remedio que reescribir la profesión en unos términos que tienen mucho que ver con la mirada ácida, el pragmatismo crítico y la sofisticación de andar por casa que un día tuvieron Ábalos & Herreros. Ejercida con talento, la displicencia sigue siendo un arma cargada de futuro.