Ábalos & Sentkiewicz, mostruos termodinámicos

A Iñaki
Ábalos y Renata Sentkiewicz les
gusta dejar claro que su trabajo conjunto no comenzó en 2006 —tras la
disolución de Ábalos & Herreros—, sino en la etapa previa de Sentkiewicz en
el estudio. Por ello, no les cuesta reconocer lo mucho que deben a aquella
época, y suelen poner el énfasis más en las continuidades que en las rupturas.
Sin embargo, resulta evidente que hay cosas que han cambiado. Es cierto que
perdura aquel irrenunciable compromiso con la técnica que, heredado de su
maestro Alejandro de la Sota, supieron hacer suyo Iñaki Ábalos y Juan Herreros.
Pero otros temas de entonces, como la fascinación por lo pintoresco —tratada
hasta ahora como una cuestión más bien intelectual—, se han convertido en
verdaderas herramientas de proyecto, adquiriendo un protagonismo que ha crecido
en paralelo al de nuevas preocupaciones, como el proyecto de traducir la
sostenibilidad a un lenguaje que vaya más allá del banal funcionalismo, o la
búsqueda de prototipos de usos mixtos que resulten válidos en los escenarios
inéditos de la globalización. Todo ello con un lenguaje más orgánico y
desinhibido, y con una aptitud cosmopolita que está a gusto en lugares muy
distintos, ya sea Madrid, Taipei, Biobío o, por supuesto, Harvard, de cuya
escuela de arquitectura Ábalos es decano desde 2013. La entrevista comienza,
precisamente, tirando de este hilo...
Eduardo Prieto (EP): Me gustaría comenzar por el final, y preguntar sobre vuestra experiencia en Harvard. ¿Cómo se ve la arquitectura española —afectada hoy por el desánimo, incluso por un cierto masoquismo— desde la perspectiva norteamericana?
Iñaki Ábalos (IA): Es cierto, y se ha dicho mil veces, que la arquitectura
española tiene un prestigio evidente y, sin duda, legítimo, fuera de España. No
sólo por todo lo que se ha conseguido a lo largo de estos años, sino por el
modo en que se ha hecho. En este sentido, fuera sorprende mucho la capacidad de
los arquitectos españoles para desarrollar complejos encargos públicos a una
edad en la que los profesionales de otros países ni siquiera han terminado la
carrera. Con todo, el peligro para la
arquitectura española es quedarse ensimismada, ser incapaz de desarrollar más
allá de la dimensión local líneas de investigación que tengan una proyección de
futuro, que se alejen de lo ya conseguido. Es ahora cuando se puede notar más
la debilidad de los discursos teórico-prácticos, en el sentido de que hemos
sido todos incapaces de dar con una forma de trabajo que sea, por ejemplo,
exportable.
EP: La crisis, hasta cierto punto, lo ha puesto en evidencia…
IA: En efecto. Las grandes empresas constructoras han sido capaces de encontrar maneras de relocalizarse, mientras que los arquitectos, salvo excepciones, somos incapaces de competir en el escenario internacional. Y esto ocurre tanto desde el punto de vista de la estructura profesional como del discurso.
EP: ¿En qué sentidos se necesitaría redefinir el discurso de la arquitectura?
IA: Mi perspectiva del asunto es, por supuesto, parcial. Para mí, el escenario actual, al margen de crisis y estallidos de burbujas aquí y allá, da cuenta de un hecho muy significativo: la decadencia de esa condición dual que tenía la profesión hace muy pocos años, completamente escindida entre los ‘icónicos’ y los ‘performativos’, por emplear dos términos comunes en EE UU. Desde la incorporación de los instrumentos digitales en la Universidad e inmediatamente después en los estudios, se ha producido un cisma clarísimo entre aquellos que entendían los nuevos instrumentos como herramientas para producir formas e imágenes y claramente estaban interesados en los aspectos de un diseño casi sin materia, sin tectónica, poniendo todo el énfasis en lo expresivo, y los que utilizaban las herramientas de una forma simplemente instrumental, como modos de parametrizar los datos objetivos de los proyectos. Esto dio pie a la idea del arquitecto como pseudovanguardista, formalista inocuo respecto a un Sistema que le utiliza simplemente como un ‘decorador de exteriores’. El hecho es que otros profesionales con formación más técnica han ido suplantando al arquitecto prácticamente en todas las áreas que antes eran de su competencia. Lo que ahora está cambiando es, precisamente, esta situación.
EP: ¿Aquí o en EE UU?
IA: En cualquier sitio se percibe en los alumnos de arquitectura tanto el desinterés por lo puramente icónico como el desinterés por lo meramente tecnocrático. Se intenta redefinir la disciplina a partir de los instrumentos nuevos, pero con una sensibilidad, por decirlo así, tradicional, procurando controlar el conjunto de aspectos que atañen a la arquitectura y no sólo los parámetros objetivos o las formas.
EP: En este sentido, ¿qué crees que puedes aportar a Harvard?
IA: Mi caso no es único; resulta semejante al de otros españoles en EE UU, como Alejandro Zaera o Iñaki Alday. Estoy dirigiendo un departamento que tiene tres grandes áreas de conocimiento: historia, tecnología y diseño. Estos bloques no siempre han colaborado porque, entre otras cosas, no interesaba que las ideas circulasen entre ellas. Creo que lo que aporto es, precisamente, una especie de transversalidad, algo que, por otro lado, y lejos de ser un problema, para mí constituye una situación ideal: poner a trabajar a todos en sintonía. En estos momentos, hay gente de historia que está trabajando en áreas de diseño de la escuela, hay quienes están reformulando sus seminarios con temas relacionados con la termodinámica, igual que los más ‘tecnológicos’ están aprendiendo a desconfiar de las simulaciones y, paralelamente, van confiando más en la idea de que la arquitectura debe considerarse desde un punto de vista amplio, cultural.
EP: ¿Cuáles son las continuidades y diferencias que existen entre el trabajo
de Ábalos & Herreros y el de vuestro estudio, Ábalos + Sentkiewicz?
IA: Renata entró en Ábalos + Herreros en 1999, e inmediatamente pasó a formar parte del equipo de diseño de casi todos los proyectos que son conocidos desde entonces, y no como una parte secundaria, sino como diseñadora principal. Esto explica que cuando Juan y yo decidimos escindirnos en dos estructuras diferentes, tanto Renata como yo nos dimos cuenta de que mostrar discontinuidades donde no las había hubiera sido un acto impostado y dirigido a los demás más que a nosotros mismos. Lo que sí es cierto es que uno de los motivos por los que decidimos separarnos fue que Juan y yo habíamos aprendido todo o casi todo el uno del otro, lo cual era mucho; de hecho, llevábamos un buen tiempo trabajando de manera completamente independiente en la oficina. Había obviamente diferencias en cómo enfocar el futuro, y decidimos emprender trayectorias separadas porque teníamos la sensación de haber cerrado un ciclo. Comparando nuestro caso con el de otros compañeros que se han separado y que parecen manifestar una cierta ansiedad por que su trabajo parezca diferente para satisfacer quizá las expectativas ajenas en lugar de las propias, creo que nosotros hemos hecho la transición con mucho esfuerzo pero con tranquilidad, manteniendo la idea de lo que siempre hemos querido hacer: pocas pero buenas obras, y a cada una de ellas darle la atención exacta que requiere, controlando todo el proceso… Ahora han pasado los suficientes años para que las nuevas ideas den una cierta orientación, unos rasgos reconocibles a nuestro trabajo.
EP: ¿Cuáles son esos rasgos?
Renata Sentkiewicz (RS): Yo creo que una de las ideas más recurrentes es la de estudiar bien los procedimientos de diseño. No se trata, por supuesto, de algo explícito; no es que nos sentemos en la mesa y digamos ‘vamos a estudiar los procedimientos de diseño’, pero tenemos bastante claro que hay procedimientos que nos llevan a resultados claros y otros que no. Ahora sabemos con mayor precisión qué temas nos interesan y dónde y cómo los abordamos, qué asesores necesitamos según qué materias, cuándo se incorporan al proyecto y el grado en que influyen en el diseño.
EP: ¿Son entonces cambios que han afectado a las estrategias más que a los principios?
RS: Cuando me incorporé al estudio de Juan e Iñaki, su trabajo tenía ya unos rasgos muy definidos. Pero creo que, desde entonces, se ha intensificado el diálogo entre diferentes niveles y disciplinas. Los modos en que se tratan en el estudio el paisaje, la energía o la arquitectura son, desde el origen, el resultado de ese diálogo. No se trata de dejar toda la responsabilidad a una persona ubicua en todas las fases del proyecto, a un único ‘creador’, sino de entablar un intercambio entre diferentes intereses, diferentes inputs que nos implican a los dos y a otras personas que vienen de fuera y a las que dejamos bastante espacio, y también desde el principio. A estas alturas de trabajo en común, creo que ya sabemos construir desde el origen un mapa del proyecto que después vamos progresivamente afinando.
EP: Sin embargo, si me permitís,
creo que hay una serie de temas propios de Ábalos & Herreros que en la
nueva etapa parecen haber asumido un protagonismo mayor. Pienso, por ejemplo,
en lo pintoresco, que en vuestros últimos proyectos no es sólo una referencia
intelectual, como había sido antes, sino una herramienta para hacer frente a
problemas que rebasan la escala del edificio, como los propios de la ciudad o
de la incorporación de la naturaleza, y que además poseen un innegable
componente medioambiental. Mi impresión en este sentido es que las estrategias
pintorescas os están sirviendo para trabajar en contextos muy diferentes a los
tradicionales.
IA: Es completamente cierto y, de hecho, el impulso de introducir estos temas en los proyectos procede de Renata. Si uno observa la trayectoria de Ábalos & Herreros, hay un punto de inflexión clarísimo en el que estos temas comienzan a infiltrarse en los proyectos, y coincide con la incorporación de Renata al estudio. Mi aproximación a lo pintoresco había sido hasta ese momento más intelectual, el de una persona fascinada por estos personajes maravillosos del siglo xviii. Renata, por el contrario, lleva estos temas en su código genético de arquitecto. Me alegra que te refieras a lo pintoresco en un sentido amplio, porque muchas veces se entiende como una categoría estético-floral, cuando en realidad fue una forma increíble de entender la relación con el contexto. Paradójicamente, aunque lo pintoresco se asocie de manera intuitiva a lo simplemente pictórico es, en realidad, una sensibilidad nueva y muchísimo más abierta hacia la tradición occidental, hacia las relaciones cambiantes entre la cultura y la naturaleza, y es esa parte la que nos interesa.
EP: En sus escritos, Iñaki insiste mucho en que lo pintoresco es un modo muy intuitivo de entender que, en realidad, el paisaje, quizá también la naturaleza, es un concepto construido culturalmente. ¿Refleja bien todo lo que implica para vosotros el concepto de lo pintoresco la estación intermodal en Logroño?
RS: Logroño es, en efecto, un proyecto especial. Por su tamaño y su relación con la ciudad implica muchos problemas, y resume muy bien nuestras preocupaciones, particularmente el entralazamiento entre el artificio y la naturaleza, entre lo que pasa dentro de la estación y lo que ocurre fuera. En ella el carácter híbrido de lo pintoresco resulta evidente en asuntos tan llamativos como que el parque surge de la triangulación de la estructura de acero de la estación-cueva, mientras que la cueva es, en realidad, una cueva de aluminio…
EP: Se ha criticado que en este proyecto vuestras alusiones al mundo cristalino o las cavernas se traduzcan en esta ‘cueva de aluminio’, como si hubieseis ‘traicionado’ a Taut o a Scheerbart…
IA: Digamos que si uno se fija en otras de nuestras obras anteriores, el Centro de tratamiento de residuos de Valdemingómez por ejemplo, siempre hemos intentado ser un poco paradójicos, y nunca asumir sin más el discurso un tanto ‘buenista’ de los ecologistas a tiempo completo ni el material al modo fenomenológico de Zumthor. Hibridación es una palabra que siempre hemos utilizado. La hibridación de programas, la hibridación de materiales, nos parece que da cuenta de la condición contemporánea de una manera muy expresiva. Cuando en Valdemingómez utilizamos policarbonato y cubiertas vegetales estábamos ya advirtiendo que el nuestro no era un discurso ‘verde’ y estrecho de miras. Creo que en Logroño hemos seguido la misma estrategia: no queremos una naturaleza completamente natural, ni un artificio totalmente artificial. La contraposición entre las lamas y la vegetación nos parecía que expresaba muy bien una cierta amplitud de miras, y por otro lado permitía resolver con pragmatismo varios problemas: sugerir la atmósfera de un espacio cerrado respetando la geometría de la estructura de la estación, pero sin someterse al dictado de las instalaciones, de todo aquello que no podíamos controlar… Además, una cueva que por dentro parece una cueva no nos interesa nada. Un parque que imite los procesos de la naturaleza a la manera de Gilles Clément me parece que puede tener interés desde un punto de vista biológico, pero no desde el punto de vista urbano. Siempre intentamos mantener un discurso crítico frente a los literalismos.
EP: La intervención en Logroño, sin embargo, es más que una estación y un parque. Ha implicado un proceso complejo de soterramiento de las vías y forma parte de una propuesta que deberá completarse con varias torres de usos mixtos. ¿Hasta qué punto habéis aprendido del salto de escala que Logroño ha supuesto respecto de obras anteriores, para enfrentaros en contextos muy diferentes? Estoy pensando en vuestros proyectos en China…
RS: Es verdad que en otros proyectos fuera de España hemos cambiado de escala, pero no creo que la diferencia sea, en realidad, muy relevante, porque los principios de los que partes y los elementos con los que juegas para enfrentarte al proyecto son, en buena medida, los mismos…
IA: Estoy de acuerdo, pero con matices, sobre todo en lo que tiene que ver con los materiales. Hay arquitectos que asumen mal la diáspora en el sentido de que su arquitectura está muy dirigida a sus conciudadanos, y hay otros que asumen el cambio de contexto con mayor naturalidad porque, aunque trabajen en un pueblo remoto, no renuncian a expresarse con un lenguaje universal. No quiero decir, por supuesto, que unos sean mejores que otros. Hay magníficos arquitectos localistas (uno de mis maestros es Peña Ganchegui y admiro mucho, por ejemplo, a Josep Llinàs), pero nosotros siempre hemos intentado trabajar con una visión más universal, y con la ambición de tocar las escalas grandes, así que, en alguna medida, estábamos preparados para cambiar de tamaños y de sitios. Lo que sí es cierto es que cuanto mayor es la distancia a la que tienes que trabajar, más importantes resultan las estrategias materiales. Si tienes un proyecto en China no puedes confiar en que el control de otros sobre la obra vaya a ser el mismo que el tuyo; todo debe confiarse a la elección de pocos materiales, pero muy relevantes, materiales reconocibles en distintos contextos…
EP: ¿Quieres decir que existe un código material compartido aquí y en China? Me refiero, por ejemplo, al muro cortina…
IA: Entendemos perfectamente la pertinencia del muro cortina. No creo que sea corporativo por sí mismo; es corporativo sólo cuando se utiliza de forma banal. El muro cortina es uno de los grandes inventos del siglo xx y seguirá siéndolo por mucho tiempo. El muro cortina es maravilloso para construir a distancia: con un solo perfil extruido puedes operar a miles de kilómetros porque hay muy pocas boquillas de extrusión, algo semejante a lo que ocurre con los motores de los coches, que en realidad responden a pocas patentes. Y luego está el vidrio, que afortunadamente ya no es el vidrio de 1900 ni 1950, y que también garantiza un estándar de calidad a distancia.
EP: ¿Determina este lenguaje constructivo ‘universal’ la forma de vuestros proyectos? La pregunta, en realidad, es la siguiente: ¿en qué medida estáis ‘vendidos’ por el hecho de trabajar a distancia?
IA: Hasta el momento el trabajar a distancia, en Nanjing, en Taipei, en Biobío, nos ha obligado a desarrollar dos cosas: una arquitectura más masiva porque nos están tocando unos climas en los que la masividad puede ser interesante como estrategia pasiva, y en paralelo unos sistemas constructivos mucho más prefabricados, como los del muro cortina. En este sentido, antes confiábamos más en una arquitectura de detalle técnico, controlada concienzudamente a pie de obra; ahora ya no podemos hacerlo en todos los casos. Asumirlo desde el inicio del proyecto es una parte importante de la ecuación.
RS: En realidad, nos hemos visto obligados a simplificar, pero en el buen sentido de la palabra, simplificar para controlar más el proyecto, para reducir la incertidumbre.
EP: Alan Colquhoun solía contraponer dos aptitudes frente a la técnica: la actitud tensa de los europeos, preocupados por subsumir lo técnico en lo formal; y la relajada y desprejuiciada de los americanos, a quienes, por ejemplo, dejar vista una torre de refrigeración en la cubierta del edificio no les causa ningún remordimiento. En este sentido, ¿os consideráis europeos o americanos?
IA: Déjame responder con otros términos. Hablamos de la técnica siendo artistas, con perdón de la palabra. Es decir, no hablamos de la técnica como técnicos, y esa es la diferencia. Creemos que la técnica es una clave fundamental en la ecuación de la arquitectura (y no sólo en la arquitectura, también en el mundo contemporáneo), pero nos permitimos pensar en ella desde ‘fuera’ de ella. Y eso es lo que hace posible superar el discurso tecnocrático. En alguna medida, la cita perfecta para explicar nuestra posición sería la de Bruno Latour en el catálogo que escribió sobre la obra de Olafur Eliasson: ‘Nos guste o no, nos tenemos que poner la bata blanca todos, porque el laboratorio ha dejado de estar apartado de la vida; el laboratorio es el mundo’.
EP: Pero, en el caso de la arquitectura, el debate sobre la técnica no es algo nuevo. Desde hace un par de siglos al menos, los arquitectos han procurado justificarse con metáforas científicas o técnicas —la máquina, la analogía con la vida, los nuevos sistemas constructivos—, y no siempre con éxito. ¿Creéis que la introducción de la termodinámica en la arquitectura, según la defendéis vosotros, va a ser tan intensa como para transformar la disciplina?
IA: Quizá no haya sitio para lo nostalgia hoy en día, y por ‘nostalgia’ entiendo aquí los discursos fenomenológicos, matéricos, basados en la luz, el espacio o la forma. No digo que estos conceptos no existan ni que no dejen de ser centrales, pero el problema de la arquitectura fenomenológica es que habla una lengua muerta, incapaz de comunicar nada nuevo, y a veces también cursi. Entiendo perfectamente que los arquitectos sigan enamorados de los asuntos fenomenológicos, que son bellísimos, pero el lenguaje que emplean, según en qué momentos, resulta patético. Por tanto, creo que no se trata de que la técnica vaya a transformar la disciplina, sino que considero que hay discursos que ya no son operativos y que hay que introducir nuevas palabras, nuevas actitudes, nuevas formas, en definitiva, de entender los procesos arquitectónicos.
EP: Supongo que aquí es donde juega un papel muy importante vuestra idea de la ‘belleza termodinámica’.
IA: Sí, en el sentido de que, en realidad, para nosotros la palabra ‘termodinámica’ significa integrar conocimientos científicos en la arquitectura de una manera imaginativa, una manera que no sea meramente técnica, sino cultural.
EP: Soléis hablar de la vacuidad de ‘lo sostenible’ empleado como un concepto genérico que sirve para todo, desde reciclar residuos hasta colocar sin más en las cubiertas paneles fotovoltaicos, pero que resulta en general inoperante cuando tiene que habérselas con los aspectos específicos de la disciplina. Por eso, cuando utilizáis un término tan provocador y anacrónico como ‘belleza’ en combinación con ‘termodinámica’ inevitablemente se tiende a pensar en otro término no menos problemático: el ‘estilo’. ¿Podría hablarse de un ‘estilo termodinámico’?
RS: Es complicado hablar de un ‘estilo’ tanto por el momento que atraviesa la profesión como por la pluralidad de códigos presentes en todo el mundo. Quizá podríamos llamarlo de otro modo: tendencias, códigos…
IA: Lo que sí que es cierto es que un código formal sólo triunfa si es reconocible como un ‘estilo’. Respecto a esto no tengo la menor duda. Tomemos el caso de nuestros alumnos de Harvard: están habituados a trabajar con complejos programas de simulación, pero consideran los datos obtenidos a partir de ellos como la emergencia de un posible estilo…
EP: ¿Los estudiantes creen que la forma o el estilo puede derivarse directamente de los datos?
IA: En una discusión que tuve con Matthias Schuler, el ingeniero especialista en sostenibilidad, afirmaba que desde el punto de vista científico un edificio con un programa y un determinado volumen, acotado por las limitaciones básicas de las ordenanzas, sólo tiene una solución. Yo le respondía que tal cosa no sólo era un error, sino que era lo que hacía imposible que los ingenieros tomasen la alternativa a los arquitectos, porque es una opinión absolutamente inocente. Es no entender la termodinámica como un proceso que afecta a la sociedad, a la cultura y a los parámetros objetivables a la vez, sino considerar que tiene que ver sólo con esos parámetros objetivables. No creo, por tanto, que introducir la termodinámica pueda dar lugar a un estilo, a un patrón uniforme, pero sí a soluciones muy diferentes a las que se han hecho hasta el momento.
EP: Pero siempre que se reconozcan como algo nuevo…
IA: Exactamente, y en esto consiste el discurso pragmático. Lo más importante es hablar otro lenguaje y producir otras formas. Esas formas irán construyéndose a sí mismas, velozmente o poco a poco, como sucedió durante el periodo expresionista, el moderno o durante cualquier otro periodo, y siguiendo distintos caminos se diversificarán, pero habrá un pliegue en el tiempo, un antes y un después. La clave es hablar de otro modo, valorar las figuras y las materias de otras maneras.
EP: Al comienzo de la entrevista habéis reconocido que uno de los aspectos que definen el trabajo de Ábalos + Sentkiewicz es el desarrollo de un nuevo método de proyecto, un método que asume la termodinámica como leitmotiv e incorpora conscientemente la transversalidad entre disciplinas. Vuestro último libro, que incluye los resultados del trabajo con alumnos de Harvard, da algunas pistas al respecto. Allí habláis de un proceso doble y paralelo: la invención de prototipos y la construcción de protocolos.
IA: El trabajo académico es apasionante en este sentido que mencionas. La idea de prototipo es binaria: da cuenta del viejo sentido estructuralista del ‘tipo’ arquitectónico, y a la vez se refiere a la clave empirista que sugiere el prefijo, el ‘proto-’, el primero de su clase. Y esto explica muy bien la condición de la arquitectura: necesitas una base histórica, saber lo que se ha hecho antes de ti, y por qué se ha hecho (cuáles son, por ejemplo, las leyes que hacen que el rascacielos moderno o la casa-patio sean de una determinada forma), para poder luego modificarlo utilizando los medios técnicos de que dispones y la perspectiva cultural y social del momento. Es decir: modificar esa sabiduría previa que tiende a ser estática. Para mí, este es el interés del prototipo: su carácter dual, que te lleva a la vez hacia delante y hacia atrás en el tiempo.
EP: ¿Asumís entonces que, en cuanto tales, esos prototipos que desarrolláis en el estudio o con vuestros alumnos puedan ser productos fallidos? Dicho de otra manera, ¿qué ocurre cuando al aplicar el método con rigor el resultado no es, por decirlo así, el esperado, porque resulta inadecuado o porque, simplemente, es feo?
RS: Atrévete a decirlo: cuando lo que nos sale son monstruos…
EP: Sí, monstruos termodinámicos… ¿Cuánto hay de provocación en ello?
RS: No sé si hay provocación, pero sí intención en el hecho de que esos proyectos sean ‘feos’. Lo que se pretende es romper, en cierto sentido, con lo que se entiende por ‘diseño’.
EP: Supongo que te refieres al ‘diseño’ como algo cerrado, perfectamente controlado por el arquitecto.
RS: Así es. Más que de diseño, nosotros preferimos hablar de acumulación de datos, de un embrión o un ADN que contiene un conjunto de datos que aún tiene la capacidad de convertirse en cosas diferentes. Algo que está en proceso y que, por tanto, todavía no tiene una forma ‘bella’. Desde este punto de vista, la ‘fealdad’ resulta importante.
IA: Una fealdad que, paradójicamente, permite una nueva forma de belleza.
EP: O sea, una fealdad que, por decirlo así, contiene en su interior un conocimiento que hace posible el aprendizaje…
IA: Efectivamente. Nuestros alumnos nos han ayudado a entender bien el asunto. Al principio son extraordinariamente reticentes a la idea del ‘monstruo’, pero luego se entregan en cuerpo y alma a ella. El modelado de monstruos es una técnica pedagógica de primer orden. Primero les obligamos a que sigan procedimientos puramente aditivos: ‘Despreocúpate de todo; simplemente ves añadiendo datos (temperatura, humedad, radiación, velocidad del viento, lluvias). Construye la cosa sin prejuicios, sin a prioris. Deja al monstruo que crezca solo’. Pero llega un momento en que hay que desengañarles pues, en realidad, la naturaleza no sigue procesos aditivos. Necesariamente hay que ser sintético. ‘Ahí tienes el monstruo: ¿Qué vas a hacer con él?’ Puedes dejarlo reposar, para familiarizarte con él. Después pueden pasar dos cosas: que las cicatrices del monstruo acaben pareciéndote bellas, o que, definitivamente, confirmes tu impresión inicial de que el monstruo es horriblemente feo. En el primer caso, debes mantener la tensión entre los parámetros que han considerado inicialmente, de manera que no se pierda el hallazgo formal; en el segundo, debes intentar modificarlo, ‘corregirlo’, dándole más importancia a unos parámetros sobre otros. En cualquiera de los dos casos, pasas a hablar de temas compositivos, materiales, relacionados específicamente con la arquitectura, pero siempre trabajando sobre la condición estética que hay en esa fealdad originaria, por decirlo así. La primera fase es seca, técnica; la segunda, fundamentalmente cultural y plástica.
EP: En realidad, este proceso de prueba y error es lo que vosotros llamáis ‘protocolo’…
RS: El protocolo es una necesidad de resolver la complejidad del proyecto. Es necesario desglosar todos los problemas (clima, orientación, programa, volumen…) y responder específicamente a cada uno de ellos. No es posible responder a todos a la vez. La cuestión es simplificar: en la primera fase, no existe nada dentro; sólo una membrana genérica que se deforma por influencia de los parámetros exteriores.
EP: ¿En qué momento introducís la forma como un factor determinante?
IA: Hay un momento en que los datos recogidos y analizados, que siempre intentamos controlar a mano, se jerarquizan para determinar cuáles son los más relevantes, porque en este tipo de procesos aditivos el arquitecto tiende a ponerlo todo, dando palos de ciego, cuando la mentalidad de eficiencia más básica exige que se tenga en cuenta lo realmente relevante. Dependiendo del clima y el uso, siempre hay un parámetro más importante que los demás.
EP: Es eso que los ingenieros llaman con precisión el ‘óptimo de Pareto’: el problema del que depende el 90 % de la solución…
IA: Exacto. Por eso la jerarquización de los datos es importante: gracias a ella se encuentra una dirección clara para el proyecto.
EP: Insisto: ¿cuándo comienzan a introducirse las cuestiones formales?
RS: En realidad, cuando el germen del volumen capaz óptimo desde el punto de vista energética comienza a deformarse en función de los parámetros seleccionados. Por decirlo en términos evolutivos, las deformaciones compiten entre sí, y el arquitecto debe seleccionar cuál resulta la más apropiada…
EP: Se trata, entonces, de un método de descarte…
RS: Sí, pero este descarte no proviene de los datos, sino de las intenciones del arquitecto. El resultado es una especie de embrión, de protoforma. Pero, insisto: no puede haber formas o protoformas al margen de las intenciones del arquitecto.
EP: Con la aplicación de este protocolo, ¿hasta qué punto se corre el riesgo de recaer en un determinismo del tipo ‘la forma sigue a la función?
IA: La idea de monstruo es, en sí misma, una manera de combatir ese riesgo. El segundo antídoto consiste en la relativización de todo el discurso de ‘optimización’ de la forma. Conocer, por ejemplo, cuál es la forma óptima para inducir un flujo convectivo en el interior de un espacio no significa necesariamente que ese espacio tenga que construirse literalmente de acuerdo a ella. En este sentido, siempre trabajamos con gradientes entre un polo óptimo y otro pésimo, para luego poder ‘ecualizar’, por decirlo así, la solución. Con todo, es necesario dejar claro que todo este procedimiento no está pensado, en realidad, para una aplicación inmediata en la práctica profesional de los estudios, sino que es una herramienta pedagógica para poner de manifiesto los conflictos entre la cultura arquitectónica y la ciencia. Nadie quiere ser acientífico y nadie quiere ser acultural; lo relevante es cómo se concilian o negocian estas actitudes y contradicciones. El monstruo es, en este sentido, el punto de inflexión en el proceso de diseño en que dejamos de trabajar sólo como ‘científicos’ y nos ponemos a pensar como arquitectos.
EP: ¿Pero hasta qué punto esta revisión de la forma del monstruo desde criterios disciplinares o desde la cultura material del lugar debilita o tuerce la espontaneidad que hacía tan atractivo el método? Al maquillar al monstruo, ¿no corréis el riesgo de volverlo menos característico, el riesgo de que pierda, por decirlo así, su ‘estilo’ propio?
IA: Has mencionado un concepto que es muy importante para nosotros: la ‘cultura material’. Nuestros proyectos nunca violentan o desmienten la cultura material establecida, sino que dialogan con ella. El de ‘cultura material’ es un concepto de origen arqueológico: aprender cómo vivió un pueblo a través de los útiles que se han conservado. Se trata, por tanto, de un término que nos aleja convenientemente de la arquitectura para acercarnos a la vida en sentido amplio. Que los objetos arquitectónicos estén ahí con naturalidad, sin forzar su carga icónica, es para nosotros no sólo algo que tiene que ver con la cultura material, sino con la educación.
EP: Así que, por un lado, intentáis que las formas sean inéditas, que respondan a un cierto ‘estilo termodinámico’, pero, por el otro, queréis respetar la cultura material del lugar huyendo de lo icónico. En este último caso, ¿no corréis el riesgo de que las formas de vuestros edificios acaben resultando anodinas o mudas, es decir, que necesiten, como ocurre con el arte conceptual, de una especie de manual de instrucciones que explique por qué son ‘formas termodinámicas’?
IA: O lo contrario: que sea simplemente la experiencia que tienes de ese espacio la que de forma ‘subliminal’ te haga reconocerlo como termodinámico. Lo importante sería entonces la percepción ambiental o atmosférica de ese espacio, la relación que estableces a través de tu cuerpo con un entorno definido por materiales visibles (el color, las texturas; la condición visual y táctil) pero también invisibles, es decir, los propios de la termodinámica: el calor, la humedad, el movimiento de aire… Con todos estos ingredientes no componemos formas, sino ambientes, experiencias con sentido.