Antonio Fernández Alba, la última entrevista

Antonio
Fernández Alba ha decidido no ceder un palmo en su excéntrica condición de
arquitecto humanista. Hablando con él, se percibe nítidamente tanto su
curiosidad irrefrenable —irrefrenable e inesperada en una persona de 92 años—
como su voluntad férrea de entender lo que ocurre alrededor y examinar con
pasión el tiempo que a uno le ha tocado vivir o que le queda por vivir: ese
pensar a través de juicios intelectuales a los que los viejos griegos se
referían con la palabra, hoy poco entendida y a la vez añorada, de ‘crítica’.
Hay, en efecto, mucha crítica en las opiniones de Fernández Alba, pero también hay pasión. Pasión por la arquitectura y por el arte, se entiende; pero tal vez aún más pasión por las palabras, por la versatilidad de los signos, por su precisión, por su enjundia, también por sus nieblas y trampantojos. Se trata de un amor literario, el de Fernández Alba, que se muestra, para empezar, en los títulos de los libros que ha publicado y que tiene intención de seguir publicando. Títulos que a veces parecen de poeta y otras veces son literalmente de poetas, y cuyo significado él mismo comenta con una fruición admirable y obsesiva: Al norte del futuro, el signo del tiempo bello e inquietante; Quiebran los albores, el momento justo en que la luz de la mañana rompe la línea del horizonte; Helada negra, el carámbano que, al clarear el día, transparenta la sombra del humus en el terrón…
Fernández Alba ha construido todos los edificios y ha recibido todos los honores, pero, cuando se dialoga con él, todo su pasado de industrias y oropeles es como si desapareciera, velado por el interés particular en una palabra, en una idea y, sobre todo, en un libro. Acaso en las postrimerías de su lucidez, en ese momento melancólico y exacto en que uno ya no puede disimular lo que siente ser, Antonio Fernández Alba se reconoce menos como arquitecto que como simple lector. De modo que esta conversación, que pretende esbozar una biografía intelectual del maestro, no puede por menos que comenzar indagando en su afinidad por las palabras, las ideas y los libros, tan natural y profunda en él pero no por ello menos rara hoy en un arquitecto…
Antonio Fernández Alba (R): Me gusta esa expresión, “postrimerías de la lucidez”, porque encierra el recorrido ya efectuado en el tiempo, al tiempo que sugiere el poder de la reflexión. Siempre he tenido un interés por la lectura y la escritura, y creo que en el despertar de esta afición tuvo un papel fundamental Miguel de Unamuno, o mejor dicho: la sombra o el aura que Unamuno y otros pensadores habían dejado en la Salamanca de los años 1940, la época de mi adolescencia.
Eduardo Prieto y Salvador Guerrero (P): ¿Tan alargada era esa sombra?
R: Unamuno era la figura que enlazaba, durante ese periodo de duelo, con una esperanza angustiada. Me dejó marcado, allá por mis trece o catorce años, la Vida de Don Quijote y Sancho, que leí en la vieja Colección Austral, libro de un idealismo matizado por la angustia que me llevó a las lecturas de los existencialistas, en particular a Kierkegaard —a quien tanto admiraba Unamuno— y también a Ángel Ganivet, aquel diplomático romántico que se arrojó al río en Riga. Todo esto fue, por supuesto, antes de que llegara la oleada existencialista francesa, la liderada por Jean Paul-Sartre, tan trufada de marxismo y que observé desde mayor distancia intelectual.
P: En tu generación
desempeñó un papel importante el marxismo, ¿fuiste ajeno a él?
R: Mis lecturas en
el entorno de la dialéctica materialista fueron tangenciales en aquellos
tiempos del duro ingreso en la Escuela de Arquitectura: se trató de lecturas
muy sectoriales de los grandes filósofos, Me interesó particularmente Walter
Benjamin, ese apasionado transeúnte que nos dio grandes lecciones sobre la
ciudad y la técnica. También frecuenté a Karl Kosik autor de un libro de título
muy arquitectónico, La dialéctica de lo
concreto, que me recomendó Gui Bonsiepe, profesor en Ulm y amigo de Tomás
Maldonado. Sin entenderlos mucho, leí también muchos apartados de Kant, Hegel,
la Escuela de Frankfurt…
P: Unamuno, Benjamin, Kosic… es una mezcla ecléctica.
R: Lo es porque mis lecturas no fueron sistemáticas, sino que se dejaron llevar por el azar de la vida, de los contactos, de los intereses, y también por el hecho de encontrarme con los libros casi por casualidad. Mi mundo han sido las librerías, ese territorio de lo imaginario.
P: ¿Cómo llegaba la información de fuera?
R: Entré muy pronto en relación con el librero Inchausti, a través de cuyo establecimiento, situado en la calle de Alcalá, muy cerca de Cibeles, me fueron llegando títulos importantes. Mi padre me había abierto una cuenta en esa librería durante mi periodo de formación y me siento afortunado por ello. Los libros eran, casi todos, franceses e italianos. El procedimiento era sencillo, pero eficaz: si encontrabas —a través de las reseñas de las pocas revistas extranjeras que nos llegaban, como Domus o L’architecture d’aujourd’hui— algún libro interesante, se lo pedías a Inchausti, y este, acababa consiguiéndolo. La precariedad intelectual era entonces muy grande. No solo en la arquitectura: leer a algún autor ‘antisistema’ era una odisea.
P: La filosofía al completo se desmontó al final de la guerra, y costó tiempo recuperarla…
R: Sí, pero, a cambio, la novela enriquecía el acontecer pasmado de la época, y eso alentó mis lecturas: El hombre sin atributos de Musil, La muerte de Virgilio de Broch, La montaña mágica de Mann, también cosas de Proust… ¡Qué lecciones para ilustrar la formación del arquitecto, que lección, por ejemplo, sobre la épica del muro!: “Si la fuerza solo se neutraliza con la fuerza, la cultura es exhibición”. Se trataba de mensajes que, en mi caso, se enriquecían con la poesía de los místicos: San Juan de la Cruz, sobre todo, y también el romanticismo de poetas como Hölderlin o Novalis, a los que me sentía próximo tal vez por mi carácter. De forma soterrada, se evidenciaba en las minorías de arquitectos de aquellas décadas de 1950 y 1960 un arte y una arquitectura de la emoción frente a una arquitectura de frialdad extrema cuyas deficiencias yo intentaba compensar, del lado cultural pero de manera personal, con cierto romanticismo. En este sentido, hubo otros dos libros que me marcaron durante el periodo de maduración de mi orientación crítica: Paideia, de Werner Jaeger, un volumen que me regaló la gerente del Fondo de Cultura Económica cuando les construía su tienda en Madrid, y que me acompañó durante mis afanes pedagógicos; y El otoño de la Edad Media, de Huizinga, un libro que no tenía nada que ver con la arquitectura pero cuya prosa bellísima evocaba un mundo a punto de desaparecer, y que me atraía por su estética y su rigor histórico: bella prosa que editó Ortega y Gasset en Revista de Occidente.
P: ¿Cuándo comenzaste a relacionarte con filósofos?
R: Desde muy joven, cuando comencé a asistir a los cursos de Xavier Zubiri con el arquitecto José Luis Fernández del Amo. Debo reconocer que nunca llegué a entender bien sus ideas, pero la filosofía en general me atraía porque me llevaba a un universo abierto y apasionante, muy distinto al que nos rodeaba durante los años en que preparábamos el ingreso en Arquitectura, tan arduo y limitado. No llegué a ir a las pocas conferencias que dio Ortega y Gasset a su regreso a Madrid, pero sí estuve en su entierro. En fin, en un contexto donde la represión era sistemática, cualquier ejemplo de sinceridad, de singularidad, de excepción, era para mí bienvenido. Más tarde, comencé a frecuentar la amistad de filósofos, críticos de arte, poetas y novelistas cuyas ideas me han enriquecido mucho a lo largo de mi vida, en especial mi admirado amigo el profesor Emilio Lledó.
P: ¿Te influyó algún otro pensador extranjero contemporáneo?
R: Hay un pasaje en el que María Zambrano habla de la conciencia del hombre moderno, de cómo ha perdido contacto en el resto de su ser, y se siente extraño. Algo así nos pasaba a nosotros: la conducta impuesta y alienante nos transformaba en peregrinos en busca de las fumarolas del saber. No eran muchos los momentos en que pudiéramos respirar aire fresco intelectual y, en este sentido, recuerdo especialmente la llegada a Burgos de Henri Lefebvre, filósofo marxista que, de manera encomiable, había invitado el profesor Luis Martín Santos a un congreso en Burgos. En el mundo de las artes plásticas, estos acontecimientos eran más frecuentes: Pamplona, Ibiza…
P: ¿Seguían algún hilo conductor tus aproximaciones a la filosofía?
R: Siempre he echado
de menos una formación filosófica más académica. Justo al terminar la carrera,
intenté enmendar mis lagunas acudiendo a unos cursos que impartía en la
Facultad de Letras José Luis López Aranguren y que frecuentaba un grupo
heterogéneo de artistas, críticos y estudiantes. Se trataba de unos seminarios
con buena voluntad crítica, social y artística, donde pude encontrar a
universitarios que después serían animados profesores en las diferentes
facultades, como Francisco Calvo Serraller, Simón Marchán, Ángel González o el
ya consagrado catedrático Antonio Bonet, valiente siempre a la hora de abrir
caminos.
Influencias sin ansiedad
P: ¿Fue también
ecléctica tu aproximación al pensamiento arquitectónico?
R: Mi perspectiva —y creo que en buena parte la de otros arquitectos de mi generación— estaba muy centrada en las publicaciones y libros que procedían de la América hispana, Italia, Francia y algo también Inglaterra: seguía a Zevi, por supuesto, pero también frecuentaba a los clásicos de la estética como Croce y Castelli, así como a Eugenio d’Ors. Leía asimismo con detenimiento los artículos que publicaba una revista a la que entonces estaba suscrito, Civiltà delle macchine, muy próxima al mundo técnico. Pronto comenzaron a llegarnos otras ideas procedentes del mundo anglosajón, sobre todo en las traducciones argentinas de Nueva Visión. De Estados Unidos conocía, por supuesto, la figura del Wright mediada por Giedion, y, de los gigantes constructores de rascacielos americanos, conocí a Sullivan. Más tarde, fue muy importante para mí el rigor y la frescura de otros arquitectos, como Louis Kahn…
P: ¿Conociste personalmente a Kahn?
R: Lo conocí en un viaje a finales de la década de 1960. La primera referencia sobre su obra la obtuve a partir de las revistas italianas y francesas a las que estaba suscrito por entonces. Un día, en clase, proyecté imágenes de algunos de sus edificios y de sus dibujos extraordinarios, y Juan Daniel Fullaondo se acercó para preguntarme cómo me había hecho con aquel material. Después, el propio Fullaondo me pasó algunos de los artículos escritos por Kahn. Se trató de un viaje, por mi parte, improvisado en compañía de Carlos Saura, el escultor Martin Chirino y el neurólogo Alberto Portela, que residía en Filadelfia y tenía cierta proximidad a la familia de Kahn. Le visitamos en su estudio una larga tarde de domingo, y nos acogió bien, muy interesado como estaba por los jardines andaluces y la Alhambra. Nos mostró detalles de los trabajos de Luis Barragán en los espacios públicos de los Laboratorios Salk.
P: ¿Y en cuanto a Alvar Aalto, otro de los referentes de tu obra?
R: Conocí a su segunda mujer, que nos atendió muy amablemente las tres veces en que les visitamos en su estudio con los alumnos de la Escuela. La primera visita fue en 1960, cuando vimos, entre otros edificios, el Ayuntamiento de Sainatsalo. Fueron viajes muy interesantes porque los hicimos en autobús atravesando Europa (Berlín en Ruinas), unos viajes que sugieren la importancia que entonces tenían los libros para conocer la arquitectura in situ: de hecho, llegué a la obra de Aalto a través de una de las primeras y espléndidas monografías sobre su obra, que mostraba bien cómo la obra de los grandes maestros se forja en los detalles. Era una arquitectura de entrañable encanto y lógica construcción.
P: ¿Esto fue antes de la visita de Aalto a España?
R: La invitación a España vino del Colegio de Arquitectos de Barcelona. En cualquier caso, en Madrid se encargaron de acompañarle el director de la revista Arquitectura, Carlos de Miguel, y el profesor Fernando Chueca. Fue una visita con muchas notas pintorescas, como la visita al Monasterio de El Escorial, o el recorrido por los mercados populares de Madrid, donde Aalto eligió como recuerdo unas castañuelas, que le parecían un diseño muy logrado en cuanto a la función y la forma: no en vano, Aalto había escrito aquello de “Sin arte la vida se transforma en mera mecánica, y acontece la muerte”. Escribí, por entonces, bastantes artículos en la revista Arquitectura sobre la tensión entre “arte y maquina”. Eran otros tiempos.
El camino de la crítica, la utopía del arte
P: Todas estas referencias, y todas estas lecturas precoces y variadas, ¿fueron las que te llevaron a escribir?
R: Tal vez, pero la tensión de la escritura fue una demanda más profunda. Los primeros testimonios escritos que publiqué, todavía muy joven, fueron varios artículos en el periódico de Salamanca El Adelanto. El primero de estos ellos tenía un título literalmente peregrino, “Teresa de Jesús, peregrina en Castilla”, y a este siguieron otros de preocupaciones más previsibles en un futuro arquitecto, “La ciudad de Berlín”, una ciudad que, para la Salamanca de entonces, resultaba tan distante como Marte. Cuando vine a Madrid, empecé a relacionarme con otros medios, y de ahí surgieron mis colaboraciones con Carlos de Miguel y la revista Arquitectura, con Juan Daniel Fullaondo y Nueva Forma y, algo más tarde, con Acento cultural y Cuadernos para el diálogo, de Pedro Altares. También escribí para otras publicaciones generalistas, algunas importantes como la revista Triunfo y después El País, Diario 16 Culturas, Saber leer, o incluso en revistas técnicas como Informes de la construcción. Siempre tuve libertad para escribir sobre lo que quise, que no era otra cosa que aquello que me encontraba en mi tiempo. El mundo del periodismo ha sido, dentro de lo limitado de mi aportación, un apasionado complemento intelectual.
P: ¿Cuáles fueron tus temas como crítico incipiente?
R: Podría decir que la preocupación por la hegemonía del maquinismo moderno, por la generalización de la arquitectura como producto simplemente funcional y ajeno al sentimiento. El racionalismo que empezaba a proliferar en la arquitectura española de las décadas de 1950 y 1960 no era el racionalismo ‘limpio’ de la primera experiencia europea, sino un racionalismo demasiado próximo a la especulación inmobiliaria, un racionalismo que se traducía en una modernidad con pocas ideas, simple en su innovación constructiva pero que utilizaba el repertorio formal de los elementos modernos simulando el marchamo de ‘moderno’…
P: ¿Un racionalismo puramente estilístico?
R: Ni siquiera eso. Era un racionalismo de catálogo, solamente productivo, estereotipado con la ventana modular de 1,20 metros o la terraza volada entroncada en el paramento vertical. Aquello era la banalización de lo moderno. La otra opción era la arquitectura “oficial del monumento a la ruina”, aunque haya que reconocer que fue en el ámbito del proyecto oficial donde podemos encontrar las mayores y dignas obras de arquitectura. Mi respuesta a aquel contexto fue buscar una alternativa proyectual, indagando en una literatura fundamentalmente crítica que me permitiera ganar perspectiva, y eso fue lo que intenté a través de mis breves textos críticos. En este contexto, la revista Arquitectura resultó fundamental en la construcción de una primera crítica reflexiva, en la medida en que su director, Carlos de Miguel, tenía devoción por los arquitectos jóvenes, y dio cabida a todo tipo de voces…
P: ¿Formabais una red esos jóvenes inquietos?
R: No formábamos un grupo organizado, por supuesto, pero sí una trama subjetiva y personal tejida a partir de nuestras afinidades. En este sentido, escribir en la prensa nos permitió a mí y a otros acercarnos a un abanico de temas e intereses más amplios; vincularnos, a través de la escritura, con un tiempo que sentíamos que no era el nuestro, pero que nos resultaba, paradójicamente, lejano. En esta búsqueda personal de otros intereses, de otra “modernidad”, fue también muy importante el arte. Así que interesarme por el arte fue un modo de dar horizontes a estas inquietudes. Desde una introspección personal, creo que nunca me he sentido adscrito a grupos, tendencias o cofradías; las redes, si se conformaban, correspondían a intereses que se vislumbran en lo que podíamos denominar el “proyecto civilizatorio” cultural de la modernidad, que en arquitectura tenía amplias escuelas y que no fueron temas que pudieran ser objeto de debate en las aulas. Solo los episodios sociales, las protestas opositoras al Régimen, los discursos de resistencia… eran entendidos como alternativas de emancipación. En esta búsqueda personal de otros intereses, de otra modernidad, fue también muy importante el arte. Interesarme por el arte fue un modo de darle una salida a mi inquietud.
P: ¿Por qué este interés por el arte? ¿Buscabas una disciplina menos manchada de productivismo que la arquitectura?
R: El arte por entonces nos parecía la actividad más pura, la menos contaminada… ignorábamos ciertos escollos de la ideología neoconservadora de la modernidad, que construye formas y símbolos que se levantan en lugares de ficción. En un panorama universitario como el entorno de las Escuelas Especiales, después Politécnicas, las humanidades eran barnices sobre maderas sin lijar, ausentes, porque lo exigía el mercado de títulos técnicos. En las clases de proyectos, abandonadas de espíritu crítico o compendiado este por la protesta política, se borraba definitivamente la llamada ética del proyecto arquitectónico. De modo que la mirada del arte y sus afinidades representaba un horizonte ante el desencanto utópico, donde el alumno dibujaba sueños para obtener el ansiado título de arquitecto autónomo. El encuentro con el arte, con el diseño, con el acento de las vanguardias, nos atraía…
P: En relación con el arte, creo que puede establecerse un paralelismo interesante entre tu época de juventud y hoy: antaño, arrimarse al arte era tal vez una manera de separarse de la mecanización y el productivismo de la arquitectura; hogaño, y por mucho que se pretenda ‘político’, el arte se ha entregado al mercado, es un producto más del capitalismo: ya no es una salida para nada o al menos no lo es en el sentido romántico que tú ambicionabas…
R: Lo que dices es exacto. De hecho, en mi generación nos llevamos pronto muchas decepciones, no solo por el “realismo social” del socialismo, sino por la degradación a la que el capitalismo ha acabado conduciendo al arte. El artista hoy se ha convertido en un simple productor, en un mero colocador de productos en el mercado. Hay mucha impostura y lo señalo con dolor, ya en el invernadero del tiempo.
El paso por El Paso
P: ¿Fue esta insatisfacción romántica la que te llevó a relacionarte con los artistas con los que después formarías el grupo El Paso?
R: Fue la insatisfacción y la casualidad. El Paso, que luego se ha mitificado tanto, fue en origen un grupo de pintores afines en su expresión plástica al que después se unieron algunos escultores y pintores. Cuando llegué a Madrid a estudiar, allá por 1947, fui a ver al arquitecto Luis Fernández del Amo, con el cual mi padre tenía amistad y que me recibió con mucha calidez. Fernández del Amo era un hombre de espiritualidad social, muy ilustrado y sensible al mundo del arte, y comprometido con las prioridades de la modernidad. Fernández del Amo había estado en Granada y allí entró en contacto con artistas jóvenes como Rivera y Guerrero… Al venir a Madrid, no abandonó su afición al arte, y fue, de hecho, uno de los promotores y director del Museo de Arte Moderno en los espacios de la Biblioteca Nacional. Fue él quien, en realidad, me introdujo en el mundo del arte moderno.
P: ¿Te presentó Fernández del Amo a los artistas de El Paso?
R: No, fue el azar quien lo hizo. Yo frecuentaba por entonces las exposiciones de arte que se organizaban en Madrid, que no eran muchas. Me llamó la atención la de un pintor joven al que, por supuesto, no conocía: Antonio Saura. Antonio, autodidacta total, un hombre de una inteligencia fantástica, había pasado entonces por una larga convalecencia médica. Uno de los frutos creativos de aquella convalecencia fue esta exposición en las salas de la Biblioteca Nacional. Expuso cuadros inmensos en sintonía con el primer informalismo, que yo no entendía muy bien. En la exposición no había nadie salvo yo mismo y otro joven al que confundí primero con un guía, pero que acabó preguntándome: ‘¿Eres pintor?’. ‘No, estoy preparando el ingreso en Arquitectura, pero me interesa mucho el arte’. ‘Bueno, es que yo soy el autor de la exposición’. Y me invitó a su estudio. Fue el comienzo de nuestra amistad. Pronto conocí a su hermano Carlos, por entonces matriculado en Ingeniería Industrial y hoy conocido director de cine. Antonio Saura ya en los primeros escritos, anticipaba una personalidad de singular atractivo, intelectual y plástico, que plasmó, entre otros documentos, en Programio el catálogo que recogía los escritos e imágenes de su exposición.
P: ¿Cómo se formó El Paso?
R: Fue un grupo exclusivo de pintores que necesitaban encontrarse con su tiempo. La formación de El Paso, en buena medida cuestión de amistad personal, siempre lo entendí como el encuentro —utilizando la expresión de T. S. Elliot— del “punto inmóvil sobre un mundo en rotación”. Formaban parte del grupo el crítico de arte José Aiyon y el poeta Manolo Conde; posteriormente se unieron algún pintor de París y escultores como Pablo Serrano y Martín Chirino. A Luis de Pablo y a mí nos unía la comunión emancipadora, la ruptura académica, la nueva síntesis formal y la expresividad simbólica, pero no fuimos en realidad compañeros de jornada, sino —sobre todo en mi caso— simples compañeros que vivían y trabajaban en una casa proyectada por mí en la calle Hilarión Eslava de Madrid en 1959, que es donde sigue estando mi estudio.
P: ¿Os reuníais en tu estudio de Hilarión Eslava?
R: Las reuniones eran en algún café al que a veces invitaban a gente de París, y la primera exposición se celebró en la librería Buchholz que estaba junto al Ministerio del Ejército en el Paseo de Recoletos. En realidad, no sé muy bien cómo, aparte de la amistad, estuve tan próximo al grupo de El Paso: Antonio Saura y otros colegas habían insistido en que yo, en cuanto arquitecto, debía formar parte de la aventura, tal vez por los ecos históricos de la Bauhaus. En cualquier caso, el grupo, a pesar de su origen un tanto marginal, pronto consiguió hacerse un hueco en la España de aquellos años. En especial, gracias al apoyo oficial de Fernández del Amo.
P: Aquello parece hoy un poco extraño, una difícil relación de conveniencia: por un lado, la oposición privada al franquismo; por el otro, la utilización de las redes promocionales del régimen…
R: Era, simplemente, el fruto de una sociedad en duelo pero llena de culpa no liberada por su complejidad, y en lo artístico diría que un época interesante. Es sorprendente cómo ese grupo de jóvenes pintores consiguieron hacerse un lugar tanto dentro como fuera de España… El problema, a la hora de abordar aquella época, es que se sigue haciendo a través de crónicas personales, espontáneas, como la mía ahora. La historia intelectual del franquismo aún no está sedimentada, y no se cuenta bien. En lo personal, para mí aquellos años fueron muy ricos, muy activos, aunque todo estuviera oscurecido por un fondo de malestar al que se unía la angustia de los años de ingreso en Arquitectura, y el aburrimiento académico y burocrático de la enseñanza de numerus clausus, tan degradada como la titulación masificada de hoy.
Amor a la pedagogía
P: ¿Volcaste esa insatisfacción crítica en la docencia? Acabas de mencionar la pobreza intelectual de la Escuela de Arquitectura de Madrid durante aquellos años…
R: Para mí, la enseñanza —una vocación inducida por mi padre, un ejemplo siempre presente de voluntad creadora— ha sido fundamental. Desde que entré a dar clases en 1959 con el profesor Antonio Cámara, intenté de un modo u otro introducir algún postulado pedagógico, pero trabajaba un poco en el abismo. Solo comencé a conseguir ciertas cotas cuando llegué a encargado de cátedra, primero, y después a catedrático de Elementos de Composición en 1970. Mi preocupación principal fue dotar al proyecto de arquitectura de un contexto cultural. Lo habitual entonces era trabajar con el programa puro y duro y en los temas compositivos, siempre dentro de una torre de marfil que, debido a la influencia de la modernidad, comenzaba a transformarse en una torre de cristal. Traté de derribar, en mi interior, aquellas torres, o al menos orearlas bien, introduciendo la crítica, el pensamiento y el diseño. Por ejemplo, si se ponía como tema de proyecto una iglesia o un convento, reflexionaba con los alumnos y profesores sobre el espacio sagrado, sobre la mística, sobre el silencio; si el programa era un hospital, intentábamos analizar la percepción del espacio desde la línea horizontal del dolor o entender lo que supone la soledad para un enfermo en espacios tan comunitarios. Era como buscar las claves del acontecimiento del dolor y la vida y materializarlas a través de la arquitectura. Y estas reflexiones las ejemplificábamos con los edificios de Wright, Le Corbusier, Aalto, Asplund o Kahn…
P: Pero, repasados tus ‘cuadernos de cátedra’, la impresión que uno tiene es que no se trataba solo de una exploración humanística o de ideas, ¿qué papel asignabas al dibujo en tu pedagogía?
R: Un papel fundamental. Tanto en mi trabajo de profesor como en mi trabajo profesional, he dado al dibujo la mayor importancia. Por mucho que me obsesione el poder de la palabra, reconozco que el dibujo es el lenguaje del arquitecto, con su capacidad para crear esas alegorías gráficas construidas que en el fondo son los edificios. Dibujar siempre me ha parecido un delicado ejercicio en la mano del arquitecto, que debe saber formalizar la abstracción, los contenidos y necesidades para la construcción real del edificio. El itinerario recorrido para levantar lo dibujado se va alejando de los primeros esbozos, de las demandas primigenias, de aquellos fragmentos de la memoria que suscitaron su nacimiento. De manera que, en mi manera de proyectar, cierta niebla invade todo el recorrido que lleva hasta la razón de ser del proyecto, que es envolver los materiales con esa caricia gráfica que dibujamos, con cierta poética de los materiales. Esto es lo que intentaba transmitir a los alumnos, acompañado de esa voluntad humanística que me parece indispensable para que el arquitecto no devenga en simple promotor mercantil. Pero debo reconocer que, hoy, aquel idealismo me parece excesivamente provocador.
P: ¿Cómo fue recibida esta pedagogía?
R: A veces, nos alejábamos bastante de la realidad y había alumnos que se quejaban de que no entendían nada. Pero, pasado el tiempo, en algunos encuentros después de muchos años, quienes no percibían con claridad las clases se han acercado para agradecerme ese compromiso con la ética de la forma, con la lógica de su construcción y la reflexión. Lo triste es que, cuando hablo con estos exalumnos, siempre tengo la impresión de que ven aquellas clases como una especie de recuerdo conservado en la memoria, como una reliquia, es decir, como algo que, al fin y al cabo, no ha llegado a impregnar su trabajo profesional. De algún modo, interiorizaron aquellas enseñanzas teóricas, pero no pudieron nunca llevarlas a la práctica. Esa es la tragedia del profesor, y sustenta el fondo de melancolía de las ideas que a uno le queda después de haber estado tantos años dedicado a la enseñanza. Pero creo que, por lo menos, pudimos hacer algo por sacar del marasmo en que había estado sepultada la enseñanza de la arquitectura en las décadas de 1940 y 1950.
P: ¿Tan terrible era aquella Escuela de Madrid?
R: La Escuela de la década de 1950 fue, en parte, la de los profesores de la Guerra. Había profesionales, como Leopoldo Torres Balbás, Luis Moya, Fernando Chueca, Antonio Cámara, Francisco Javier Sáenz de Oíza y Javier Carvajal, muy brillantes y buenos arquitectos, pero no recuerdo a muchos profesores que estuvieran a la altura de aquella Escuela de “ático estilo y elegancia romana” que querían suscitar los programas de enseñanza. Moya, Oíza, Carvajal…, como profesores, pasaban desapercibidos en aquella Escuela tan gris. Además, la Escuela era un laboratorio donde se sacrificaba a la gente joven. Al alumno que llegaba a la universidad prácticamente sin saber dibujar se le pedía, de la noche a la mañana —en los cursos de ingreso—, que se convirtiera en un asalariado dibujante renacentista. Años y años en las academias chupando pincel para hacer los lavados y, cuando aprobabas, se suponía que estabas capacitado para empezar a diseñar descomunales edificios simétricos. Pero, aparte de recibir una formación más bien inútil en matemáticas, física y química, el alumno no se instruía en idiomas, menos aún en la coherencia de su trabajo, en filosofía, en historia, en toda esa parte, en definitiva, que impide que el arquitecto se acabe convirtiendo en un simple titulado. Aquello formaba parte del caos en que —por desgracia, tal vez menos que ahora— estaba sumida la universidad española. Lo peor es que el proceso dejaba fuera a gente extraordinaria: eran leyenda, en aquellos años, Eduardo Chillida, Pablo Palazuelo e incluso Rafael Sánchez Ferlosio, con el que coincidí en el curso preparatorio. En arquitectura, ya se sabe, el tiempo opera como función económica y el espacio como forma simbólica, y es evidente que en este tipo de instituciones es muy difícil conquistar la independencia creativa. Por cierto, conocí bastante a Ferlosio, no solo por coincidir en los cursos de ingreso, sino por mediación de la que sería su mujer Carmen Martín Gaite, que, como yo, era de Salamanca. En realidad, la aproximación de Ferlosio a la arquitectura era sui géneris, en la medida en que estaba totalmente mediatizada por la literatura. Basta al respecto una anécdota: al salir de un examen especialmente difícil de química, le pregunté qué había puesto, y él, muy tímido, me respondió que había escrito la descripción larguísima de unos pájaros posados sobre unos hilos de telégrafo…
P: ¿Te relacionabas con más literatos?
R: En el entorno enrarecido de la ideología los programas de la formación profesional de arquitecto, aparecían grupos aislados de artistas, críticos de arte y periodistas de manifiestos. Por otro lado, la apertura controlada a las publicaciones extranjeras, las revistas de arquitectura bien editadas y las mesas redondas marcaban un periodismo literario critico que representaba un contrapeso ideológico en ciertas facultades y escuelas. Ensayos de opinión, columnas periodísticas, revistas poéticas, aportaban retablos de autores en diferentes formatos y secuencia: Unamuno, Ortega, Lukács, Machado, Blanco White, Madariaga, Castro, Adorno y un sin fin de intelectuales que, con el discurrir del tiempo, distribuía el mercado editorial. En cuanto al proyecto arquitectónico, mucho más tarde, superada la mitología de los maestros constructores, los arcanos de la posmodernidad y los nuevos dioses de las arquitecturas de autor comenzaron a predicar por los templos de la modernidad virtual y de la memoria… Repaso tu pregunta de memoria y me deja un gran vacío: era un tiempo fuera del tiempo, que intentaba recuperar los principios de la racionalidad constructiva con apoyos de la evocación romántica y, trataba de encontrar la riqueza formal que se configuraba por la respuesta técnica de su construcción. Este, nuestro romanticismo moderno de entonces, nos hacía aproximarnos al arte y a la literatura, y en este sentido me influyeron varios nombres del panorama nacional, no solo literatos: los citados Ferlosio y Martín Gaite, Carlos Barral, Antonio Colinas, Tomás Marco y, más tarde, Guillermo Carnero, Ángel Valente, Carlos Castilla del Pino, Luis Mateo, Claudio Guillén… no quisiera caer en estos nominalismos del olvido.
El organicismo como liberación
P: Sorprende hoy que os conocierais todos los miembros de aquella república intelectual de Madrid… ¿era en verdad tan pequeña?
R: ¿Una república intelectual? Buen apodo para este tiempo intransitivo: eran grupos reducidos, una especie de microcosmos. Y esto explica la formación de El Paso, el grupo Alea en música, y otras aventuras intelectuales como Nueva Forma, que fue también el fruto de la conjunción del azar con las afinidades intelectuales compartidas.
P: ¿Cuál fue el
desencadenante de Nueva Forma?
R: Había una revista denominada El Inmueble, dedicada a la promoción de nuevos materiales de construcción pero en la que, en un momento dado, comenzaron a escribir sobre temas del entorno del diseño y crítica de arte autores jóvenes como Adolfo González Amezqueta (después catedrático de Composición en la ETSAM), Santiago Amón (padre del hoy reputado periodista) y, sobre todo, Juan Daniel Fullaondo, compañero y amigo, un personaje para mí fundamental a la hora de entender el panorama intelectual de la arquitectura de aquellos años. Fullaondo, además de un gran actor (era un espectáculo oírle en clase), poseía un caudal inmenso de conocimientos y lecturas: en su cabeza habitaban todas las vanguardias, incluidas las de la música, y esto en aquellos años resultaba excepcional. Llegó un momento en que Juan Huarte, el gran mecenas de Oíza, Palazuelo y De Pablo, conoce a Fullaondo y le encarga una revista. En este empeño, deciden comprar El Inmueble, que pasa a llamarse El Inmueble / Nueva Forma, hasta alcanzar su nombre definitivo. Nueva Forma se editó entre 1968 y 1975, y fue un proyecto descomunal en el que colaboraron, artistas, críticos de arte, escritores, Santiago Amón y yo mismo, pero que, en lo fundamental fue sacado adelante por Juan Daniel y su mujer Paloma Buigas prácticamente solos, sin que ello supusiera ninguna merma notable de la ambición por intentar cubrirlo todo, más allá de sus lógicas preferencias a la hora de dar cuenta de lo que intelectualmente era de interés en la arquitectura de aquellos años, el mundo de las vanguardias y de su actitud ante la historia, los gritos amargos de la ciudad, la incertidumbre del cambio, lo global y la verdad incierta: un manifiesto de bella composición que trataba de iluminar el orden cultural quebrado en aquellos años de búsqueda…
P: Que fueron, no en vano, los años de Bruno Zevi y el organicismo…
R: Bruno Zevi fue una voz fundamental para mi generación, entre otras cosas por la cercanía del idioma y por la relación que Zevi quiso tener siempre con España. Pero no hay que olvidarse de la influencia que, desde Francia, notábamos también de la mano del grupo de L’architecture d’aujourd’hui, liderado entonces por André Bloch y con personajes tan atractivos como Claude Parent (un hombre de gran refinamiento en todos los sentidos, que amaba España) y Paul Virilio (intelectual de rigor), a los que por cierto traté mucho, y a los que Fullaondo dedicó muchas páginas en Nueva Forma. En realidad, cualquier cosa distinta e interesante era bienvenida en aquella España tan falta de referencias intelectuales, más aún si cabe en el mundo de la arquitectura.
P: ¿El organicismo era una liberación?
R: Una liberación con fronteras o, mejor dicho, una vía de escape para los que nos interesábamos por el mundo de la cultura. Se ha escrito en alguna ocasión que optar por las formas fluidas, por el contacto con la tradición popular y por las exigencias de la poética de la materia fue en cierto sentido ejercer una crítica solapada al Régimen que se había consolidado no solo política sino intelectualmente. No te sabría responder a tan precisa interrogación: las corrientes de racionalismo y el funcionalismo, los simbolismos, los organicismos, se habían institucionalizado en los textos históricos. Espacio, Tiempo y Arquitectura era una lectura obligada para entender algo aquellos axiomas del Movimiento Moderno en sus lecturas más líricas; después, los sociólogos urbanos llamaron la atención sobre el uso de lo urbano desde los algoritmos de la movilidad y crecimiento, de manera que el organicismo de críticos e historiadores venía a ser una taxonomía cultural ilustrada. Las corrientes de una arquitectura adjetivada de ‘orgánica’ se presentaban así como el preludio de una crisis de los ideales modernos, de su decadencia y también su éxtasis…
P: ¿Cómo os llegaron las ideas de Zevi?
R: Sobre todo a través de su revista L’architettura. Cronache e storia. En el fondo se trataba de una cuestión de cercanía cultural: el pensamiento que enumeraba la arquitectura orgánica era el más accesible, y tal vez la idea que más me impactara de su pensamiento fuera la de entender la arquitectura como complemento de la naturaleza. Eran imágenes, las de Zevi, que humanizaban la idea moderna de la razón constructiva y encarnaban las ideas abstractas en imágenes poéticas. La diferencia con la situación actual, pasados sesenta años de aquello, es que se ha producido una transición desde la razón funcionalista, “razón excesiva”, a la razón instrumental. Hoy todo opera alrededor del territorio emanado por los instrumentos, y el arquitecto se convierte en un mero servidor de esa estructura. El resultado es que, sin un fondo humanístico y ya ni siquiera funcional, el instrumento da pie a simples imágenes, a iconos. Hemos prescindido de la forma racional: hoy trabajamos solo con signos. El poder del signo está colonizando la potencia que encierra la forma.
P: ¿En qué medida eráis conscientes de ser parte de esta reacción organicista? Me pregunto si no ha habido algo en ello de elaboración ideológica…
R: En efecto, todas estas reflexiones nos las hicimos a posteriori, cuando tuvimos perspectiva de lo que había ocurrido. He de reconocer que, durante aquellos años, nuestras preocupaciones, en cuantos arquitectos, eran para algunos puramente formales. Lo que intentabas entonces era justificar desde la palabra lo que no podías expresar a través de la forma. Así me pasó, por ejemplo, con Alvar Aalto, que me interesó más por la poética que por la forma, a diferencia de Utzon, al que siempre admiré desde el punto de vista formal. El Convento del Rollo en Salamanca manifiesta mucho más la deuda con Utzon que con Aalto.
P: ¿Cuál fue el origen de ese encargo tan importante en tu carrera, el Convento del Rollo?
R: Era un modesto monasterio por la comunidad de Franciscanas Descalzas de Salamanca. Las monjas querían algo muy racional, muy tradicional, basado en la organización tipológica de las celdas en torno a un claustro. Mi manera de romper la monotonía fue indagar en algunos trabajos en los que Utzon introduce unas figuras orgánicas sobre el fondo de una retícula estricta, como al final hice con la iglesia del monasterio. Era, por otro lado, un encargo con un presupuesto muy limitado cuya única singularidad era el uso de la piedra local, por entonces un material económico en Salamanca que permitía además relacionar al edificio con el contexto de la ciudad hoy deteriorado por el mercado del suelo y la racionalidad mercantil e instrumental.
P: El carácter contextual del convento, ¿fue fruto entonces de la mera necesidad?
R: De la más estricta atención al programa, salvo en lo que se refiere a los gestos formales de la iglesia. De hecho, el revestimiento de piedra fue también una demanda de la propiedad. Lo que ocurre es que la piedra que utilizamos en el convento es el mismo material de los edificios monumentales de la ciudad, y esto, unido al recurso compositivo de los huecos pequeños con rejas, el claustro, las cubiertas inclinadas y también el hecho de que el edificio, de un modo u otro, se adaptase al suelo, ha dado pie a valoraciones sobre su contextualismo organicista. Había en el convento del Rollo un fondo poético (“Rumor de acacias junto a los trigales del Tormes”), pero, en rigor, el proyecto fue el fruto del más estricto ejercicio profesional.
P: Un ejercicio de la profesión en el mejor sentido de la palabra…
R: En general, a lo largo de mi trabajo, la manera con que he afrontado los proyectos se ha sostenido en la atención a las exigencias de lo que se pide en un encargo público o un concurso —hacer lo que se debe hacer—, lo cual creo que algo ha limitado la capacidad creativa. En ese aspecto, soy consciente de que no he desarrollado lo que tal vez hubiera podido dar de sí la capacidad de innovar, es decir, ese lado creador del proyecto que está próximo a las exigencias del programa. Mi idea ha sido siempre intentar conciliar los dos polos del proyecto, y eso ha hecho que la obra no tenga la suficiente “luz”. Son edificios que simplemente funcionan, económicos, bien construidos y adquieren la virtud de envejecer con dignidad.
P: Eso suena como a reconocer un fracaso…
R: El fracaso como postulado creador, tal vez. Mi ética profesional ha limitado probablemente el desarrollo libre de la imaginación, pero, pasado el tiempo, me he dado cuenta de que estoy conforme con esa postrera ética. En cuanto a mi actitud crítica, debe reconocer que ha sido el resultado de una proposición reflexiva, se ha hecho desde el eclecticismo de las inquietudes personales. Pero, siguiendo con el convento: cuando construí el edificio 1962, se trataba de una pieza integrada en el paisaje agrario de las afueras de Salamanca; hoy, el convento ha sido barrido por la ola de arquitectura banal que ha crecido en las periferias de nuestras ciudades. Me parece casi un símbolo del proceso por el cual, paso a paso pero sin descanso, los pliegues de racionalidad de la arquitectura moderna han sido vencidos por esa razón instrumental tan extrema que ha remodelado, por el momento, esa sociedad del “consumo inapetente”.