Arcadias bajo el vidrio. Breve historia de los invernaderos

Tal vez emulando los ingenios solares descritos por Plinio en sus Cartas, los arquitectos y jardineros del
Renacimiento y el Barroco idearon lujosas orangeries
para abastecer con naranjas y limones las mesas de reyes y príncipes.
Artefactos con razón de ser gastronómica, las orangeries fueron una anécdota entre los muchos y también
anecdóticos menus plaisirs de los
reyes absolutos, y nunca tuvieron
sentido fuera de los grandes conjuntos palaciegos. De ahí que, aunque se suela
citarse a las máquinas cortesanas de suministro cítrico como precedentes de los
invernaderos modernos, éstos fueron fruto, en rigor, de la conjunción de dos
circunstancias a finales del siglo xviii:
de un lado, el desarrollo de nuevas técnicas de fabricación de hierro y vidrio;
del otro, la moda, científica y burguesa a la vez, de las colecciones
botánicas.
La novedad del ímpetu taxonómico que alentó la construcción de grandes invernaderos no estribó tanto en recolectar y ordenar especies vegetales exóticas (algo que se venía haciendo, compulsivamente, desde finales del siglo xvii) cuanto en el hecho de que tales especies se recolectasen vivas, para ser trasplantadas en climas que, como el británico o el francés, poco tenían que ver con el de los biotopos originales. En la transformación de los herbarios portátiles de plantas secas típicas de los siglos xvii y xviii a esos museos vivos que pretendían ser los invernaderos de principios del siglo xix, tuvieron una papel importante los grandes viajes emprendidos en la época —desde los periplos de James Cook por Oceanía hasta las travesías americanas de Alexander von Humboldt o el viaje del joven Darwin alrededor del mundo—; ejemplos mayores de las copiosas expediciones tropicales en pos de especies desconocidas que, a partir de 1800, serían financiadas no sólo por los Gobiernos ilustrados, sino también por aristócratas dispuestos a invertir grandes sumas en sus aficiones botánicas.
Conforme la demanda de espacio para las nuevas colecciones vegetales vivas fue aumentando, los retos arquitectónicos implicados en la construcción de los invernaderos se hicieron mayores. Por supuesto, las orangeries y sus variantes quedaron obsoletas. En poco menos de treinta años —los que van de 1800 a 1830, aproximadamente— los invernaderos (jardins d’hiver, stoves, hothouses, greenhouses, palm houses) modificaron radicalmente su tipo tradicional y su tecnología: dejaron de ser construcciones modestas formadas por una estufa, un muro y un plano vidriado sostenido por pies derechos de madera, y concebidas con el fin de albergar flores, arbustos y algunos árboles frutales, para devenir inmensos tinglados de acero cuyas superficies por completo acristaladas protegían ecosistemas complejos poblados por infinidad de especies, desde las cotizadísimas orquídeas y camelias hasta los grandes ejemplares de palmera tropical. Lo más sorprendente de los invernaderos no fueron, sin embargo, el ingenio y la pericia con que se construyeron, sino sus formas desprejuiciadas que, sin atender a ningún precedente estilístico, respondían a un objetivo radicalmente funcional: la optimización del rendimiento energético del edificio para crear en su interior un verdadero microclima; caso límite frente al cual las normas de composición tradicionales resultaban impertinentes.
En el diseño de los invernaderos, todas las decisiones —desde la disposición volumétrica hasta la elección de materiales, pasando por la solución estructural— trabajaban de consuno para atenuar el gradiente generado entre las condiciones del clima local y las del microclima encapsulado o, mejor dicho, ‘trasplantado’. Esto explica por qué, pese a algunas vacilaciones formales (por ejemplo, el invernadero en Carlton House, de 1808, trasunto de una iglesia con bóvedas de abanico), el proceso de maduración del nuevo tipo fue extraordinariamente rápido.
En las primeras propuestas, un tanto rígidas, del primer gran visionario de
los invernaderos, John Claudius Loudon, se advierten ya las características que
más tarde resultarían inconfundibles en las formidables construcciones de
Joseph Paxton y Decimus Burton. En primer lugar, su rotundidad formal, que
respondía al reto de conseguir un volumen máximo capaz pero con el mejor
coeficiente de forma, de manera que la mayor capacidad posible se conjugase con
las menores pérdidas de calor a través de la envoltura de cristal. Esto condujo
a un repertorio figurativo limitado pero fructífero y eficaz, formado en la
etapa de madurez de los invernaderos por casquetes esféricos y cilindros de
directriz circular o elipsoidal. Combinados entre sí, éstos generaban figuras
compactas y extraordinariamente atractivas, con un excelente comportamiento
termodinámico pero también mecánico, por cuanto las superficies curvas,
convenientemente arriostradas entre sí, resultaban muy estables por su propia
forma.
La segunda de las características de los invernaderos —el uso extensivo del vidrio como material de revestimiento— respondía asimismo a un requerimiento de índole energética. A mediados del siglo xviii, el alpinista y prestigioso físico Horace de Saussure, aprovechando el conocimiento empírico atesorado desde finales del siglo xvi merced a las pequeñas orangeries de los palacios (inspiradas a su vez, como ya se ha señalado, en las descripciones de invernaderos contenidas en las Cartas de Plinio), y tras apercibirse de los poderes de los sistemas de concentración solar (inventados, según la tradición, por Arquímedes), aplicó las leyes del hoy denominado ‘efecto invernadero’ a primitivos paneles de captación térmica, por él llamados ‘cajas solares’, artefactos capaces de calentar de manera natural un fluido hasta los 120º C. Así, constataba Saussure en 1767, «es un hecho sabido y probablemente lo ha sido desde hace mucho tiempo, que una habitación, un carruaje o cualquier otro lugar, está más caliente cuando los rayos del sol penetran en él a través de un cristal.» Fue el origen de la mecánica solar que iría desarrollándose a lo largo del siglo xix, desembocando en los motores solares de Mouchot y las bombas y paneles termosolares que empezarían a aplicarse en el ámbito doméstico en la década de 1930. Sin embargo, las aplicaciones más tempranas y revolucionarias del efecto descrito por Saussure, los invernaderos, tenían ya una larga prosapia, pese a que cuando se inventó el primitivo panel termosolar ni siquiera pudiera sospecharse el extraordinario desarrollo que pronto iban a experimentar aquel tipo de edificios.
La maduración del modelo
Al principio, las hothouses consistían en meros desarrollos de los
captadores solares ingeniados por los jardineros reales en la Francia de
mediados del siglo xvii, y
perfeccionados, entre otros, por John Evelyn —que en 1699 propuso un innovador
esquema de invernadero con estufa centralizada—, por Linneo en su Caldarium
construido en Upsala en 1745, por Williams Chambers en 1763 —que desarrolló las
ideas de Evelyn— o por Michel Adanson y Philip Miller, autores de dos
importantes tratados de horticultura publicados, respectivamente, en 1763 y
1768. En ellos se recogía ya el más importante principio de diseño de los
invernaderos: la inclinación de las cubiertas de vidrio con el fin de recibir
«el mayor beneficio de los rayos solares en función de cada estación del año»,
según constataba Miller. La conclusión de dichos tratados era que la forma de
los invernaderos debía responder, en lo esencial, a razones de geometría solar
y que, entre todas las composiciones posibles, la óptima sería aquella en las
que las paredes de vidrio se dispusiesen prácticamente perpendiculares a la
dirección de los rayos solares durante la mayor parte del año. De ahí que, como
señalaba Miller, se prefiriesen «los invernaderos formados por paredes
verticales de vidrio, sobre las cuales se dispondría una cubierta inclinada», de manera que,
durante el invierno o las tardes de primavera u otoño, cuando el sol estuviese
bajo, la radiación pudiera ser capturada a través de los paramentos verticales,
mientras que en verano, la disposición en diente de sierra («ridge and furrow»)
de la cubierta, permitiría un ángulo de incidencia sobre el vidrio mucho más
oblicuo, atenuando por lo tanto el recalentamiento.
Los estrictos principios de diseño solar desarrollados por Adanson y Miller fueron compendiados por Loudon en tratados de gran éxito entre sus contemporáneos, como A short treatise on several improvement recently made in Hot-house (1805) —en el que se daba cuenta de semilleros semejantes a las ‘cajas solares’ de Saussure— y, sobre todo, Remarks on the Construction on Hothouses (1817), un riguroso manual que iría actualizándose a lo largo de treinta años, recogiendo recogía la evolución del nuevo tipo para dar cumplida cuenta de la casuística derivada de un esquema general, en principio, muy sencillo: el invernadero formado por paredes de vidrio —rectas o curvas— inclinadas en función de la orientación y la latitud, y combinadas de maneras diversas con muros verticales de fábrica que dotaban de rigidez mecánica al conjunto y funcionaban, gracias a su masa e inercia térmica, como acumuladores y dosificadores de calor. A este esquema solía añadirse una pequeña estufa.
En su configuración primitiva, los invernaderos respondían, por tanto, a un esquema anisótropo, orientado al Sur y formado por una mezcla heteróclita de materiales que, en último término, se explicaba tanto por la falta de disponibilidad de vidrio a un precio razonable como por el uso pragmático de la capacidad térmica de los gruesos muros tradicionales. Con el tiempo, y conforme aumentaba el tamaño de las colecciones botánicas y el vidrio comenzaba a fabricarse en formatos mayores y más baratos (gracias a los procesos de fabricación de cilindro a mano importados del continente por los Hermanos Chance, de Birmingham), los invernaderos fueron abandonando su originaria y modesta condición de hotwalls (según el término de Loudon) o de conservative walls (palabra que acuñaría Joseph Paxton en 1848), para volverse piezas muchos más grandes, simétricas, isótropas espacialmente y homogéneas en relación con los materiales con que estaban construidas.
Los primeros ejemplos de esta nueva concepción de los invernaderos fueron los diseñados por el propio Loudon después de que hubiese patentado un sistema de barras de acero forjado, muy ligeras y que podían curvarse a voluntad para generar superficies de directriz esférica, cilíndrica e incluso cónica. La nueva flexibilidad formal en las envolturas dio pie a construcciones inéditas, curvilíneas, plegadas, bulbosas y revestidas con una increíblemente liviana piel de vidrio (parecen, de hecho, anticiparse un siglo a las formas cupuladas y tecnocráticas de las casas de Buckminster Fuller). Determinada rigurosamente por «jardineros científicos» como Loudon, la geometría de estos invernaderos respondía al propósito fundamental de conseguir el máximo soleamiento y las mínimas pérdidas de calor, y también de lograr un comportamiento estructural impecable. El objetivo era acentuar el efecto de calentamiento natural aprovechando la disponibilidad de vidrio, material con el que ya no se revestía sólo un paramento —como en las ‘estufas’ de Linneo o Miller—, sino todas las superficies del invernadero. Por mor de la transparencia, los vidrios que se empleaban eran de buena calidad, y para evitar el cualquier sombreamiento producido por un plano opaco, el acristalamiento se resolvía con estructuras muy ligeras, apenas visibles, de acuerdo a un principio de economía que era a la vez mecánico, energético y económico. De ahí el protagonismo de las estructuras tipo cascarón —superficies cilíndricas o esféricas— que, además de asegurar un buen coeficiente de forma, producían sólo esfuerzos en el plano, minimizando así las tracciones, algo de gran relevancia en estructuras configuradas con materiales que, como el vidrio y el hierro fundido o forjado, son muy frágiles.
Un tipo termodinámico
Gracias a su forma y sus materiales, los primeros invernaderos modernos garantizaban un óptimo aprovechamiento de la radiación solar. Con todo, no llegaban a ser autosuficicientes, habida cuenta de los muchos días lluviosos o neblinosos en los que la radiación muy baja, y de las largas noches de invierno acompañadas con fuertes heladas. En tales casos, los invernaderos seguían siendo hothouses merced a su condición, nunca perdida, de ‘estufas’ (stoves), en la medida en que albergaban sistemas más o menos eficientes de calefacción. Éstos podían ser tan primarios como una gran fogata encendida en el interior del espacio acristalado, solución que, según Loudon, podía llegar a ser atractiva por mor de la «imagen del fuego brillando entre las plantas» —que tenía en sí «algo de social y confortable»—, pero que a la postre resultaba insuficiente en construcciones de gran volumen, en los cuales es muy difícil «homogeneizar la temperatura del espacio calefactado».
Históricamente, en los invernaderos se habían instalado sistemas de producción y distribución de calor basados en el hypocaustum romano, con redes de conductos cobijados en suelos o paredes dobles. Pero en la época de Loudon el hipocausto ya había sido sustituido por calefacciones mecanizadas más eficientes y, por supuesto, muy innovadoras (de hecho, los sistemas de calefacción aplicados en los invernaderos sólo comenzarían a ser instalados en las casas décadas más tarde). Se trataba de circuitos de hierro dulce o plomo por los que se hacía pasar el agua caliente o el vapor, impulsados por una o varias bombas y controlados por válvulas y termostatos susceptibles de «regular la atmósfera» de manera completamente artificial.
Los sistemas eran tantos cuantos variantes de invernaderos había en la época, formando familias semejantes a las botánicas, aunque en este caso se tratara más bien de especies de una tipología termodinámica: invernaderos ‘fríos’ (cold greenhouses); invernaderos calentados sólo en invierno (conservatories); ‘estufas’ en las que la temperatura no debía superar los 30º C en verano y los 20º C en invierno (dry stoves); o invernaderos especiales, como los destinados a las orquídeas (orchid houses o bark stoves), en los que la temperatura debía ser de 32º C en un día de verano, sin bajar nunca de los 20º C en invierno. A las necesidades de climatización se sumaban además los inevitables requerimientos de ventilación, atendidos por medios tectónicos —los invernaderos eran complejos artefactos dotados de paramentos movibles y exutorios— y medios mecánicos, como grandes ventiladores de aspa accionados a vapor.
En el Great Stove , la ‘gran estufa’ construida por Joseph Paxton entre 1837 y 1840 para el duque de Devonshire en Chatsworth, el tipo creado por Loudon —cupulado, isótropo, completamente vidriado y dotado de sistemas de calefacción y ventilación— adquirió una repentina y fenomenal madurez. El esquema de la inmensa construcción —277 pies de largo y 67 de alto— era sencillo, pero muy eficaz: una nave central cubierta con una ligerísima, casi etérea, bóveda de cañón cuyos empujes verticales eran soportados por esbeltos pilares de hierro fundido, mientras que los horizontales eran compensados por dos bóvedas más pequeñas, de sección circular, que hacían las veces de naves laterales. La estructura, con todo, distaba mucho de ser unidireccional, ya que sus testeros se resolvían con una geometría que replicaba el esquema principal: así, mientras que el interior la planta estaba formada por un núcleo rodeado por un deambulatorio, al exterior el invernadero adoptaba una disposición simétrica según dos ejes perpendiculares, y resultaba, de esta manera, casi isótropo.
Los principios de diseño solar eran evidentes por doquier: en la
orientación del invernadero, en el recurso a superficies cilíndricas con un
óptimo coeficiente de forma y, sobre todo, en el empleo de la configuración en
diente de sierra, ahora aplicado sin solución de continuidad en toda la
superficie, no sólo para mejorar la captación solar, sino también para zunchar
el edificio mediante el plegado de la piel, de manera que el vidrio
contribuyese también a la rigidez del conjunto, una medida que, además, permitía
reducir el número de arcos y tensores de acero laminado de la estructura. Los
volúmenes vidriados se apoyaban en un zócalo de mampostería que resolvía la
entrega al suelo, pero que asimismo funcionaba como núcleo técnico, al cobijar
los ventiladores y las ocho calderas que calentaban el edificio a través de un
sistema registrable de tuberías empotradas en el suelo. Ajena a cualquier
precedente estilístico, la forma del invernadero parecía estar dotada de una
indiscutible necesidad interna, pues resultaba óptima para cumplir su función y
era precisa y coherente como un reloj. A fin de cuentas, la Great Stove estaba
concebida como una suerte de máquina de máquinas que estratificaba hábilmente
dos dispositivos de geometrías y sentidos heteróclitos: arriba, los volúmenes
acristalados de la ‘máquina solar’ —ligera, transparente, tectónica y
conservativa—; abajo, los muros de la ‘máquina ígnea’ —pesada, opaca,
estereotómica y regenerativa.
Definida por la Reina Victoria como «la más magnífica y extraordinaria de las creaciones inimaginables» y por Charles Darwin, recurriendo al tópico, como una construcción en la que «el arte vence realmente a la naturaleza», la Great Stove de Paxton pronto sería emulada, incluso superada, por otros grandes invernaderos, como la no menos célebre Palm House de Kew, construida por Richard Turner y Decimus Burton en 1850. Se trataba, en este caso, de una composición de bóvedas cilíndricas cerradas en sus dos testeros con sendas semiesferas, y rematada con una enfática cúpula de rincón de claustro. La bóveda de cañón principal tenía 15 metros de luz y 110 de longitud; la estructura estaba organizada con arcos de acero laminado dispuestos cada 3 metros, y de cabios cada 25.
A diferencia de Chatsworth, en Kew el conjunto no estaba rigidizado por el plegado en diente de sierra, sino mediante correas dispuestas longitudinalmente que se postesaron para zunchar el edificio por su perímetro. Por lo demás, el invernadero resultaba semejante a la Great Stove: la relación superficie/volumen minimizaba las pérdidas de calor; su forma y orientación garantizaban el máximo soleamiento; las superficies curvadas eran fácilmente drenantes; el agua se recogía en canalones perimetrales y se conducía hasta depósitos de riego; y el gran volumen acristalado se posaba sobre un zócalo pétreo. En él se situaba una suerte de gran suelo radiante, cuyo efecto se complementaba con una corriente de convección producida por una serie de trampillas exteriores, de tal modo que el aire caliente subía hacia el claristorio, barriendo la superficie de las paredes de vidrio y ayudando así a evaporar el agua de condensación. Las calderas, se colocaron lejos del cuerpo acristalado: un pequeño tren subterráneo conectaba éste con aquéllas.
La utopía del clima artificial
Hacia 1840, los grandes invernaderos habían dejado de ser los artefactos
anecdóticos típicos de los palacios barrocos para convertirse en una empresa
seria y ambiciosa que daba cuenta a un tiempo de la afición burguesa por las plantas
tropicales y de la ambición científica por aclimatar cualquier especie, por
lejana o complicada que fuera, para su estudio riguroso. Tal ambición se
traducía de un modo muy expresivo en la propia palabra ‘aclimatación’, es
decir, la posibilidad de modificar la hasta entonces inalterable geografía de
los climas merced a los poderes de los invernaderos. La tradición clásica,
inspirada en lo esencial en Hipócrates, había dividido la Tierra en tierras
templadas, frías y cálidas, de las cuales sólo las primeras de creían
habitables. El determinismo climático se aplicaba también a una escala menor,
por cuanto dentro de las propias zonas templadas había unas más favorables que
otras (de hecho, estas zonas tocadas ‘por la mano de Dios’ se asociaron a la cuenca
del Mediterráneo, sobre todo a Grecia e Italia, lugares de donde, no por
casualidad, procedían los tratadistas clásicos).
Con su capacidad para poner entre paréntesis la rígida geografía del clima, los grandes invernaderos traían aparejadas nuevas nociones que iban más allá de lo puramente técnico. Entre ellos, convalidaban con formidable eficacia una posibilidad que, desde entonces, se ha convertido en una de las utopías de la modernidad, si bien de un modo solapado: la utopía del clima absoluto. El ambiente ideológico para propiciarla se venía caldeando desde finales del siglo xviii, con la recuperación de las viejas tesis del determinismo climático y los primeros estudios sobre la relación entre la atmósfera natural y el ambiente humano. Pueden citarse algunos ejemplos que hablan por sí solos: en 1791, Herder, en los primeros capítulos de su obra mayor, de gran influencia en el primer Romanticismo, definía la cultura humana como la historia de la pugna con el ambiente y el clima, y concluía que los hombres eran, en rigor, “discípulos del aire”. En 1821, Hegel incluyó el dominio de la atmósfera entre los fundamentos del Derecho (“incluso el aire cuesta, pues hay que calentarlo”, escribió); en 1808, Fourier, explicó su plan para incrementar el efecto de las auroras boreales de manera que el norte de Canadá pudiera tener una temperatura como la de la Costa Azul, para hacer del mundo un “clima perfecto”.
No es casualidad que esta cronología coincida con el desarrollo y maduración de los grandes invernaderos, que, convertidas en una dotación cada vez más imprescindible, desde 1820 aproximadamente fueron construyéndose en todas las capitales europeas. De hecho, el invernadero como gran artefacto de ‘aclimatación’ se asoció desde muy pronto con la utopía del ambiente controlado a través de la técnica, y lo más notable es que tal asociación no se debió a los filósofos (no de momento, al menos), sino a los propios jardineros e ingenieros que construían los grandes artefactos de hierro y cristal y que, al cabo, eran hombres al tanto de las ideas de su tiempo. En 1817, el propio Loudon, en un pasaje contenido en los miles de páginas que constituyen sus obras, anticipó, muy en la línea de Fourier, el día en el que los “climas artificiales” de los invernaderos ya no estarían abastecidos de pájaros, peces y animales inofensivos, sino de ejemplares de las especies humanas [sic]”. Una generación más tarde, en 1844, una vez que la sensibilidad ambiental condujo al fenomenal desarrollo de los sistemas de ventilación y climatización, el médico y mayor especialista en ingeniería higiénica de la época, David Boswell Reid, se preguntaba, muy en la línea de Hegel, por qué, siendo el “aire invisible” tan importante para los espacios habitados, no se empezaba a considerar la arquitectura como “el cuerpo de esa atmósfera interior sin la cual no podría darse la vida”.
En la Inglaterra polucionada y anublada como nunca del siglo XIX, la utopía higiénico-atmosférica era casi un lugar común. Esto explica el simbolismo que sus contemporáneos dieron a la que sería la mayor obra de arquitectura del siglo xix y, sin duda, la más relevante de la tipología solar que aquí se está describiendo: el Crystal Palace construido por Joseph Paxton para la Exposición Universal de 1851. Como la historia del edificio es conocida, bastará con recordar, en primer lugar, las dimensiones de su huella, 1848 pies de largo y 408 de ancho (esto es, un poco mayor que el Palacio de Versalles), y su altura máxima de 108 en el transepto (es decir, más alto que la Abadía de Westminster). Después puede mencionarse su plazo de ejecución de 6 meses, lo que da cuenta del grado de madurez constructiva y de capacidad logística de su autor y de los jardineros, arquitectos e ingenieros que le ayudaron a levantar el edificio. La singularidad del Crystal Palace no estribó en su esquema, un tanto rígido e inspirado, en realidad, en las plantas basilicales de la tradición clásica; tampoco en el hecho de que estuviera construido enteramente con hierro y cristal, como los grandes invernaderos o las estaciones de ferrocarril. Su radicalidad consistió en el modo en que, con estas premisas, el edificio puso en crisis los lenguajes de la arquitectura tal y como se había concebido hasta el momento, y todo ello desde un modo de proyectar que había tenido en la disponibilidad de nuevos materiales pero, sobre todo, en la atención a la geometría solar, sus verdaderas y prácticamente exclusivas guías.
Proyectado a partir de un módulo de 24 pies, y con series de piezas iguales determinadas por la longitud máxima de los paneles de vidrio (un metro y medio, aproximadamente), el Crystal Palace fue el resultado de un método de prefabricación industrial y de ensamblaje hasta entonces inédito en la historia arquitectura. No fue, sin embargo, su lógica constructiva, que permitía que el edificio pudiera desmontarse completamente y rehacerse a otro lugar (como ocurrió, literalmente, con su traslado de Hyde Park a Sydenham en 1853), sino su imagen tecnológica expresada por el hierro y el vidrio, así como su concepción tipológica —un gran contenedor neutro—, los que harían fortuna en la arquitectura inmediatamente posterior. Basta con mencionar, al respecto, el edificio homónimo construido en Nueva York en 1854 o la larga serie de grandes pabellones que, de la mano de arquitectos e ingenieros como Horeau, Dutert y Contamin o Eiffel, entre otros, irían surgiendo en el continente con ocasión de las innúmeras exposiciones universales celebradas a lo largo del siglo xix.
El Crystal Palace como pseudomorfo
Más allá de sus deudas con las construcciones precedentes (fundamentalmente, hothouses y greenhouses de acero y vidrio, pero también estaciones de ferrocarril), buena parte del éxito del Crystal Palace dependió de una fructífera descontextualización, que señalaba el paso del invernadero botánico al contenedor social o, empleando las elocuentes palabras de un contemporáneo del edificio, a un «gran invernadero metropolitano» (Pevsner 1979: 294). Sin embargo, en este proceso de descontextualización algunas cosas se quedaron por el camino; y no fueron menores. La principal fue que el Crystal Palace perdió la condición de ‘arquitectura parlante’ que habían tenido previamente los invernaderos, por la cual la razón solar o energética del edificio resultaba legible de un vistazo.
La obsesión funcional originaria —recrear en la fría Europa los complejos ecosistemas tropicales— dejó así paso a un propósito menos determinista: construir un gran contenedor para personas, mercancías y también para arquitecturas pues, como se sabe, el Crystal Palace albergó durante la Great Exhibition de 1851 y aun después toda una serie de pabellones: pompeyano, bizantino, gótico, renacentista, islámico, egipcio, chino, e incluso prehistórico, este último ilustrado con modelos a escala real de los dinosaurios, lo que confería al espacio acristalado no ya un carácter fantasmagórico, que diría Walter Benjamin, sino francamente surrealista. Lo relevante, en cualquier caso, era la flexibilidad tipológica y constructiva del nuevo tipo edificatorio, y su indiferencia estética, que lo habilitaba para presentar los diferentes estilos históricos, sin competir con ellos. De este modo, en el Crystal Palace —una especie de pseudomorfo cuyo primitivo sentido energético sólo quedaba como vestigio formal—, el eclecticismo victoriano hallaba un nuevo lenguaje: el de la neutralidad pura de la transparencia o, lo que es lo mismo, la ‘falta de estilo’.
Pese a que el Crystal Palace fue aceptado sin reservas por el gran público, que lo admiró a través de las anteojeras del Romanticismo (el edificio se vio como «un arco resplandeciente», como «un palacio para un príncipe encantado», en palabras del poeta Thackeray, en general los arquitectos no lo valoraron más que como un salvaje fruto del eclecticismo industrial. Tal era la opinión incluso de Gottfried Semper, que había trabajado en el diseño de algunos pabellones históricos del edificio, y que al cabo había descubierto allí la cabaña de los indios caribes que celebraría en sus escritos. A Semper le resultaba desconcertante y traumática la inmaterialidad del pseudoinvernadero londinense, su atmósfera disuelta por la luz, su condición de ‘vitrina’ o mero «vacío cerrado por un cristal», libre del contrarresto benéfico de las formas pesadas de la mampostería. De hecho, Semper —adalid, por otro lado, del principio del revestimiento y de la espacialidad en la arquitectura— nunca reconocería la ejecutoria estética de las construcciones de hierro y vidrio, cuyas aspiraciones como tipo independiente y replicable le parecían peligrosas, y cuyo «estilo al modo del ferrocarril» encontraba detestable. Conviene detenerse en sus razones, pues dan cuenta de los modos en que la arquitectura ‘solar’ amenazaba por entonces a la arquitectura ‘seria’.
Oponiéndose a aquellos que, como Zola, consideraban que había llegado el momento de que «el hierro acabase con la piedra», Semper consideraba que la construcción metálica, excepto en los edificios puramente funcionales como las estaciones de ferrocarril, era incompatible con la monumentalidad, pues daba pie a edificios leves, transparentes, casi invisibles, en los cuales el ojo perdía las referencias materiales o tectónicas propias de la ‘verdadera’ arquitectura; una constatación que refrendaría más tarde Louis-Auguste Boileau en su visita a la Galería de las Máquinas de la exposición parisina de 1887: «El espectador no es consciente del peso de las superficies transparentes, que son para él aire y luz, es decir, un fluido imponderable». A tal fluidez imponderable correspondía, según Semper, una intolerable indefinición de la planta, esquemática al modo del Crystal Palace o incluso «mediocre y sin forma» como en el Jardin d’Hiver que Charpentier acababa por entonces de construir en París. Se trata de una impresión convalidada por otro observador contemporáneo del edificio, Richard Lucae, que vio en la inmensa obra el primer ejemplo de un “ambiente creado de manera artificial”, un ambiente en el que “como ocurre en un cristal, no hay un interior o un exterior verdadero”, de manera que nos sentimos “separados de la naturaleza, sin apenas darnos cuenta”, como si “estuviéramos en la sección de una atmósfera”.
Para Semper y, en general, para los arquitectos ‘serios’ formados en la Academia, el problema del Crystal Palace no consistía en el uso del hierro y el vidrio en sí mismo; estribaba en la pretensión de convertir invernaderos y edificios análogos en tipos arquitectónicos independientes y dotados, por tanto, de legitimidad estética. Para el autor de Der Stil, tales construcciones tenían una condición esencialmente subalterna: sólo se justificaban en cuanto que complementos pintorescos y funcionales añadidos a verdaderas arquitecturas, igual que «el jardín exige necesariamente una casa a la que ser adosado». Por ello proponía que los tinglados de hierro y vidrio, presuntuosamente ‘arquitecturizados’ como el Jardin d’Hiver parisino, retornasen a su primitiva condición de ‘simples invernaderos’: ingenios concebidos para captar la radiación, «dotados de carpinterías y separaciones móviles» y tan ligeros y tan grandes como se quisiera, siempre y cuando estuviesen vinculados a construcciones masivas más importantes. La jerarquía representativa impedía, de este modo, que el invernadero —ya fuera en su expresión literal o en variantes pseudomorfas como el Crystal Palace— fuera autónomo desde el punto de vista estético: el invernadero debía renunciar a ser ‘verdadera’ arquitectura, limitándose a complementar y poner a ésta en contacto en la naturaleza, al modo de una máquina pintoresca.
Máquinas
pintorescas y ‘ready-mades’
Pese a las reticencias de Semper y, en general, los arquitectos formados en
los estilos históricos, la influencia del Crystal Palace y, a la postre, la del
invernadero moderno como tipo arquitectónico, fue considerable, dando pie a dos
nuevas familias: la de los grandes pabellones de exposiciones universales de la
segunda mitad del siglo xix; y las
‘casas solares’ que comenzarían a proyectarse mucho más tarde, ya madura la
modernidad.
Adoptando la estética del vidrio y el acero de los invernaderos, pero olvidando su sentido energético, los pabellones de exposiciones se tradujeron en nuevos tipos de sesgo ingenieril concebidos con afán de competencia tecnológica, pero prudentemente alejados de lo que por entonces seguía considerándose la arquitectura ‘seria’, la de las academias y los estilos históricos. De hecho, las plantas esquemáticas e informes de estos grandes pabellones, su espacialidad indefinida y su indiferencia estética fueron a la vez un problema para los defensores de los estilos históricos y un aliciente para los adalides del estilo ‘moderno’, pese a que éstos acabaran inspirándose en ellos sólo de una manera analógica, como coartada intelectual. Hubo que esperar a la década de 1960 para que la vieja idea del contenedor indefinido y vidriado reviviese en utopías tan celebradas como el Fun Palace de Cedric Price, una pieza cuya estética era, por otro lado, bien diferente a la del Crystal Palace. Más afines a éste serían otros edificios ya descaradamente posmodernos, como la facetada Iglesia de Garden Grove (1980), de Philip Johnson y, sobre todo, el literalmente ‘paxtiano’ Palacio de Convenciones de Nueva York, construido por I. M. Pei en 1986, poco antes de erigir su polémica pirámide de vidrio en el corazón del Louvre parisino.
Al igual que lo había sido tempranamente el Crystal Palace, todos los edificios que acaba de mencionarse son pseudomorfos: manifiestan su configuración solar sólo como vestigio de una primitiva razón funcional ya perdida. En ellos, el tipo se ha independizado de los requerimientos originales para comenzar su andadura formal por sí solo. En otros casos, los vínculos entre la forma y la función, entre el programa y el tipo, se mantuvieron, y no sorprende la afinidad casi mimética de los ‘primitivos’ invernaderos del siglo xix con muchas de las construcciones tecnológicamente más avanzadas del siglo xx; una semejanza que sugiere la continuidad de la tradición innovadora vinculada a las razones solares.
Entre tales construcciones se encuentran, por supuesto, las que han prolongado y actualizado en nuestros días el viejo modelo de los invernaderos, como la Academia de Ciencias de San Francisco, de Renzo Piano —formada por una rotunda cúpula perforada para buscar la luz y semienterrada para mejorar su aislamiento térmico—, el Jardín Botánico de Gales (2000) de Norman Foster, y, sobre todo, el Proyecto Edén (2004), de Nicholas Grimshaw, un gran invernadero de estructura mínima y piel de colchones de ETFE concebido con las mismas razones solares y estructurales de las ‘estufas’ de Paxton y Burton, aunque su geometría bulbosa se inspire ahora en las formas espontáneas de la naturaleza, como las pompas de jabón, las células y los radiolarios. Sin embargo, donde de una manera más evidente pervivieron las viejas razones solares y estructurales de las hothouses victorianas (acaso a su pesar) fue en la obra de Buckminster Fuller, en especial las cúpulas geodésicas que depuraban los esquemas decimonónicos, conservando lo más valioso que había en ellos: la íntima afinidad entre energía y geometría. De hecho, por su economía constructiva, por su carácter industrializado y transportable y, sobre todo, por su excelente relación superficie/volumen, las cúpulas fullerianas siguen siendo hoy utilizadas para generar condiciones de confort en climas extremos (proyectos en el Ártico y en la Antártida, pro ejemplo), haciendo las veces de invernaderos habitados.
La tradición de la arquitectura solar inaugurada a principios del siglo xxi no sólo ha perdurado en estos ejemplos de continuidad casi literal; también ha fructificado en las arquitecturas que han adoptado el modelo del invernadero como una parte u órgano especializado en el contexto de una construcción más amplia. Los antecedentes principales de estas disposiciones híbridas son, por supuesto, los pasajes de las capitales del siglo xix, formados por la unión —un tanto surrealista o ‘fantasmagórica’ al modo de Baudelaire y Benjamin— de grávidas fachadas dibujadas por oropeles eclécticos y ascéticas y etéreas cubiertas de hierro y vidrio. La hibridación es también evidente en los invernaderos domésticos (conservatories) que solían adosarse a las mansiones victorianas. En todos estos casos, las construcciones de hierro y acero —pseudomorfos del invernadero al cabo— se comportaban como Semper habría esperado: como maquinarias pintorescas subordinadas a la ‘verdadera’ arquitectura.
Máquinas pintorescas son también los invernaderos añadidos en muchas de las casas de la primera Modernidad. La Casa Citrohan (1927) de Le Corbusier está resuelta al mediodía con un doble acristalamiento separado por una cámara-invernadero de unos cincuenta centímetros de ancho, solución que cabe interpretar, por un lado, como una versión miniaturizada de los conservatories victorianos y, por el otro, acaso como una premonición del futuro mur neutralisant. Algo semejante cabe decir en el invernadero integrado en la fachada sur de la Casa Tugendhat de Mies van der Rohe (1928) y también en otros proyectos donde la asunción de la tradición del invernadero fue aún más premeditada.
Fue el caso de la Wachsende Haus (casa crecedera) que Martin Wagner construyó para la exposición ‘Sonne, Luft und Haus für Alle’ (1932), cuya fachada dejaba patente su intrínseca razón bioclimática. Estaba formada por una piel de vidrio inclinada respecto de la horizontal para optimizar la captación solar, de acuerdo a una solución que, lejos de ser innovadora, conocían ya los jardineros de la generación de Loudon (es decir, los jardineros que habían precedido a la modernidad en un siglo); solución que, convenientemente descontextualizada, podía presentarse como inédita. En cualquier caso, en la Wachsende Haus las prestaciones energéticas de la arquitectura solar se ponían al servicio del ideal de autosuficiencia propio de la época, no en balde marcado por las carestías energéticas y alimentarias provocadas por la I Guerra Mundial y la subsiguiente crisis económica. La incorporación del invernadero se justificó, así, tanto por razones estéticas como funcionales, pues la pequeña ‘estufa’ que envolvía la casa podría cobijar también un pequeño huerto doméstico. La mecánica solar adoptaba, de este modo, tintes organicistas.
Casas solares y ‘détournements’ bioclimáticos
Mientras en Europa se quería domesticar el sol con fines estéticos y sociales reinterpretando —aunque sin reconocerlo— la vieja tradición de los conservatories victorianos, en los Estados Unidos se había emprendido, a través de prototipos, el estudio científico de las ‘casas solares’, la segunda de las familias derivadas, en último término, de las utopías climáticas del siglo XIX. La historia de los ingenios solares comienza con el construido en 1939 por un grupo de investigación del MIT, que en lo fundamental se derivaba de una propuesta presentada en 1930 por Mickelson, en el Instituto de Agricultura de Moscú, y denominada retóricamente ‘Casa solar’, aunque en realidad se tratase de un esquema bastante simplista para incorporar en una cubierta inclinada una superficie de paneles termosolares conectados a una bomba de calor.
La MIT Solar House I, de 1939 (a la que siguieron las versiones II, III y IV de 1947, 1948 y 1950 respectivamente), desarrolló el diagrama ruso, combinando la cubierta inclinada de captadores termosolares con un sistema de acumulación de calor situado bajo rasante, a los cuales se añadía un pequeño invernadero orientado al Sur. Por supuesto, este esquema, presentado en su momento como una gran novedad (igual que hoy se siguen presentando como inéditas tantas soluciones relacionadas con la arquitectura solar), no era en el fondo más que una reinterpretación, no muy sofisticada, del añejo tipo de los conservative walls y de las hothouses dibujado por Loudon un siglo y medio antes. Como los primeros invernaderos modernos, las casas solares de la MIT y otros ejemplos coetáneos más desarrollados estéticamente —la Casa Howard Sloan (1940) de G. F. Keck, la Casa Tucson (1945) de Arthur Brown y, sobre todo, la Casa Dover (1948) de E. Raymond— eran construcciones muy compactas, abiertas con largueza al mediodía, pero cerradas al septentrión y parcialmente soterradas. Pese a que estas casas solares norteamericanas eran esquemáticas y resultaban funcionalmente inferiores a los invernaderos decimonónicos (especialmente en todo lo relacionado con la ventilación), dieron pie a un fructífero debate, aún pertinente, sobre los modos de combinar o integrar en la arquitectura los viejos esquemas tipológicos del diseño solar pasivo con la nueva tecnología de captación activa fundada en los paneles termosolares, los depósitos de acumulación y la nueva maquinaria de producción de calor o frío.
El de las ‘casas solares’ fue un nuevo tipo arquitectónico que, olvidado al calor del consumismo basado en la energía barata, comenzaría de nuevo a dar juego con ocasión de las sucesivas crisis energéticas producidas desde la primera de 1973. Con todo, en Europa, la arquitectura solar se mantuvo reticente a la hora de abandonar el viejo esquema formal de los invernaderos por los nuevos artefactos basados, cada vez más, en la difícil integración de gadgets bioclimáticos. Fruto de esta reticencia fue la nueva generación de pseudomorfos solares, basados en descontextualización o puesta al día formal de los viejos esquemas.
Es el caso de la Facultad de Historia de la Universidad de Cambridge (1968), de James Stirling, un proyecto tan relevante como controvertido. En esta obra, el esquema del invernadero, despojado de sus funciones originales y considerado como pura forma, se yuxtapone a una estructura maciza que parece sostenerlo y con la cual entra en diálogo merced al contraste de materiales y calidades. Protegido por la cubierta, el vacío de la ‘estufa’ da cuenta de lo público, como si fuese una plaza o un pasaje, mientras que el prisma de ladrillo opaco alberga lo ‘privado’. Pese a que la composición entre ambos elementos sigue manteniendo la lógica de la máquina pintoresca semperiana (es decir, la decorosa yuxtaposición del artefacto acristalado a la arquitectura masiva), el presunto invernadero parece interesar a Stirling menos por sus prestaciones térmicas que por sus cualidades estéticas. De hecho, el edificio, insuficientemente ventilado e insoportablemente ruidoso los días de lluvia, fue, desde el punto de vista del confort, un fracaso rotundo.
La lógica de la descontextualización planteada en ejemplos como el de la Facultad de Historia puede llevarse más lejos, para adquirir el cariz de una apropiación, incluso de un extrañamiento o détournement. En tales casos, el invernadero deja de ser considerado como un simple pseudomorfo (es decir, un objeto en el que perviven formas con una primitiva razón funcional ya perdida), para recuperar su condición de elemento autónomo y funcionalmente coherente. Se convierte en un objeto de apropiación que puede transformarse merced a la duchampiana varita mágica del arquitecto. El ‘invernadero’ es trasladado, así, de un campo semántico a otro, pero se respeta su anatomía, su integridad de objeto. Concebido como una especie de ready-made, el invernadero llega a ser, sin más, el ‘edificio’. En este proceso de cambio de contexto no hay manipulaciones de escala y función (como en el Crystal Palace) o dislocaciones estilísticas (como en la Facultad de Historia de Cambridge): la técnica, la funcionalidad y la estética del objeto se asumen con una literalidad a la cual no se ponen más límites que los de la oportunidad del proyecto.
Sin duda, los mejores ejemplos de esta estrategia de détournement se encuentran en la obra de Anne Lacaton y Jean-Philippe Vassal, para quienes el invernadero —óptimo en su construcción, económico en su coste y flexible en su organización espacial— es la machine à habiter por antonomasia, acaso la definitiva. Lo es también por sus prestaciones energéticas, que contribuyen a mejorar la atmósfera de las viviendas, y que, además, contiene un rico potencial de uso. Como escribe el propio Vassal, «el clima europeo, en algunas épocas, no es agradable. Para sentirse a gusto hay que adaptar climáticamente la casa. Y esta adaptación climática favorece fundamentalmente la arquitectura del invernadero. Uno de los productos más novedosos es una casa con una cubierta de plástico que se puede plegar o desplegar en tres minutos. Su uso como vivienda es prometedor porque proporcionar exactamente la protección que, en un momento dado, se necesita. Una arquitectura de este tipo tiene más que ver con el vestido, todo lo contrario de lo que sucede con la arquitectura tradicional.»
La alusión al vestido no resulta banal. Lacaton & Vassal adoptan el principio de revestimiento (bekleidung) semperiano en un sentido extremo para que prevalezca lo ligero sobre lo pesado, lo evolutivo sobre lo estático, lo mestizo sobre lo genuino. En algunos casos, la apropiación consiste, sin más, en convertir el invernadero en una casa a través de un cambio intencionado de contexto, como ocurre en la Casa en Coutras (2000), un tinglado hortícola que ‘ya estaba ahí’ antes de que el détournement lo convirtiera en ‘otra cosa’. Pero la apropiación no tiene que ser siempre tan modélica; de hecho, suele implicar de algún modo u otro una manipulación. En la Casa Latapie (1993) el invernadero ya no es una pieza autónoma, una casa al completo, sino una parte del todo doméstico que se contrapone a otras por las cualidades de sus materiales y su sentido energético. El esquema de la máquina pintoresca aparece también en las viviendas en Mulhause (2005) o Trignac (2010) —formadas por la composición de una rotunda estructura de vigas prefabricadas (la ingeniería civil también puede ser una fuente de ready-mades) con una serie de pequeños invernaderos de policarbonato—, y en la Torre Bois-le-Prêtre (2011) en París, surgida de la macla de severos microinvernaderos (más bien conservatories) con una rotunda estructura preexistente de hormigón armado.
En todos estos casos, las estrategias de manipulación tienen que ver con el reciclaje. Recuerdan, en este sentido, al collage, pero también al bricolaje, en la medida en que no implican tanto un pensamiento creativo, ingenieril y consistente con una lógica medios-fines, cuanto un reúso pragmático de materiales disponibles para resolver nuevos problemas. El proyecto estético deviene, así, una cuestión de elección técnica y al mismo tiempo ideológica, como técnicos e ideológicos han sido siempre los modos de enfrentarse a las cuestiones del clima en la arquitectura.
Con su inédita conjunción de lo técnico, lo estético y lo ideológico, los invernaderos que comenzaron a construirse a finales del siglo xviii propiciaron la que a la postre sería una de las utopías más características de la modernidad: la utopía del control artificial del clima. Más allá de su función primaria (la aclimatación de especies vegetales), el nuevo tipo termodinámico constituido por las greenhouses, hothouses, palmhouses, jardins d’hiver y todos sus derivados experimentó un primera y radical desfuncionalización en el Crystal Palace, pseudomorfo de invernadero del cual partieron buena parte de las familiares tecnológicas alumbradas a lo largo del siglo siguiente. Entre ellas cabe citar, por un lado, los grandes contenedores de acero y cristal y, por el otro, las llamadas ‘casas solares’, que han funcionado como correa de transmisión entre la vieja obsesión climática del siglo xix y la preocupación contemporánea por el medio ambiente. Como todas las verdaderas historias, la aquí esbozada no es lineal, y sus ramificaciones siguen alimentando el debate contemporáneo sobre la arquitectura.