Arquitectura al por menor

Para que ‘menos sea más’
ha habido que romper con una larga tradición, la de la poética clásica, que
separó las artes y sus géneros mediante líneas y escalas. Las primeras
segregaban lo ‘elevado’ o ‘sublime’ de lo ‘bajo’ o ‘innoble’; las segundas
distinguían las artes ‘mayores’ o ‘liberales’ de las ‘menores’ o sólo
‘mecánicas’. En la pintura, los géneros mayores eran los religiosos,
mitológicos e históricos, mientras que el retrato, el paisaje y el bodegón se
consideraban menores. Lo mismo ocurría con la literatura: los géneros mayores
eran los excelsos de la poesía épica y la tragedia; los menores, los prosaicos
de la novela y la comedia. Este escalafón valía también para los personajes,
que podían ser principales o secundarios (minor
characters en la elocuente tradición inglesa), y se aplicaba asimismo a la
composición (rimas de ‘arte mayor’ o ‘menor’), a la declamación (‘tonos
mayores’ o ‘menores’) y a la propia música (las claves en modo mayor, alegres,
y las del modo menor, tristes). El ideal jerárquico se completaba con un ideal
orgánico donde el todo primaba necesariamente sobre la parte.
La modernidad fue socavando esta doctrina. Primero relativizó el gusto y despojó al clasicismo de su papel rector. Después niveló los géneros e invirtió los valores hasta el punto de que los modos antes despreciados —el retrato y el paisaje en la pintura; la novela y el cuento en la literatura— pasaron a convertirse en esenciales. En paralelo, la modernidad comenzó a descreer del ideal orgánico, desplazando el interés desde el todo hasta los fragmentos; una tendencia en principio artística que se hizo filosófica cuando los ‘grandes relatos’ acabaron arrumbados por narraciones cada vez más particulares. Y todo esto mientras las artes perdían su impostación para rebajarse a tonos de andar por casa, y mientras lo pequeño crecía en su dimensión simbólica hasta querer ser bello sólo por ser menudo.
En esta historia, lo singular es que el tránsito de lo elevado a lo bajo, de lo mayor a lo menor, de lo grande a lo pequeño y del todo a la parte experimentados por la literatura, el arte y el pensamiento aún no ha alcanzado de lleno a la arquitectura. Es cierto que la modernidad consistió en una negación de la grandilocuencia y en un intento de mezclar lo sublime con la vida cotidiana, pero la búsqueda del despojamiento y el tono menor (el tono aludido por el célebre ‘menos es más’) fue al cabo sólo estilística: no afectó ni los temas ni a los tipos ni menos aún a la ideología de una profesión ‘elevada’; y así, temas, tipos y profesión siguieron siendo ‘grandes’ o ‘pequeños’, ‘eminentes’ o ‘bajos’, ‘mayores’ o ‘menores’. De esta tozuda dicotomía da cuenta hoy la expresión ‘arquitectos estrella’, donde ‘lo estelar’ resulta ser muy semejante a esa condición ‘excelsa’ o ‘sublime’ a la que fiaban todo los tratadistas clásicos. En parte, la preferencia por lo muy grande y la grandilocuencia icónica de tantos productos de la globalización no son sino una versión actualizada y kitsch de los ideales jerárquicos de los viejos clasicismos.
Lo menor puede considerarse, por tanto, una cuenta pendiente de la modernidad; de ahí que resulte difícil resistirse a su atractivo contrafáctico. Algunos han preferido ver lo menor como una cuestión de tamaño y, atrapados por el discurso de ‘lo pequeño es hermoso’, encuentran en lo menudo el último reducto de las esencias arquitectónicas, como antes lo hallaban en la historia o en el genius loci. Otros, como Jill Stoner en su Minor Architecture, han tratado lo menor ideológicamente, dando valor a algo muy distinto: el conjunto de tipos y modelos tenidos por ‘innobles’ —los terrains vagues, las promociones vulgares, la arquitectura de las cadenas hoteleras, los mall abandonados— pero que ponen de manifiesto los fracasos de nuestro sistema y permiten al cabo entender la modernidad desde su negativo o su reverso.
Para otros muchos, sin embargo, lo menor no es más que una condición precaria impuesta por la edad o por la economía: un ecosistema reducido al que han tenido que enfrentarse con tanto pragmatismo como arrojo. Pero con una diferencia esencial respecto a lo que hasta hace poco cabía esperar. En el ‘mundo de ayer’, el arquitecto solía tratar ‘lo menor’ en su juventud: primero, cuando el maestro le confiaba el desarrollo de una parte o un detalle del edificio; después, cuando tenía la ocasión de enfrentarse a sus primeras y pequeñas obras. Con el tiempo, el sistema garantizaba el paso de lo menor a lo mayor, al menos en tamaño. Hoy, por el contrario, el trabajo con lo pequeño ya no es para el arquitecto una pasantía, sino una realidad inexorable, y en los mejores casos esta realidad ‘menor’, ‘pequeña’ o ‘baja’ no resulta una carga —o, al menos, no sólo una carga—, sino un material potencialmente precioso que se puede modelar haciendo de la necesidad virtud. Por supuesto, el riesgo aquí es que la sublimación de lo anodino se convierta en la excusa perfecta para los ejercicios de estilo, para las utopías dibujadas de gadgets y chismes que nadie pide y que se compadecen bien poco —especialmente por su tono— con la humildad del encargo. En estos casos, la vieja grandilocuencia clásica pasa sin más a la pequeña escala, de suerte que el tono sigue siendo tan elevado como el de antes, si no mayor por la presunción latente que hay en convertir lo nimio en una especie de manifiesto.
Con todo, hay otra manera de afrontar lo menor y de acercarse al viejo ideal moderno y nunca cumplido de igualar los géneros: consiste en tratar lo pequeño con la misma seriedad con que se trata lo grande. Aquí, el arquitecto debería hacer como el artista que se puso a pintar paisajes con la misma ambición con que antes ejecutaba cuadros religiosos, como el literato que se enfrentó a la novela con la misma convicción con que hasta entonces había escrito poemas, o como el pensador que se puso a estudiar la cultura popular con la misma gravedad con que antes había escrito sobre Dios. Nivelar el género en la arquitectura significa que no hay encargos mayores o menores —salvo si se pasan por el rasero de la superficie o los honorarios—, sino diferencias de escala donde pueden aplicarse, con todo el rigor y la intensidad posibles, las herramientas de siempre. En este sentido, lo pequeño tiene una ventaja frente a lo grande: como la responsabilidad económica es más liviana y el riesgo técnico se reduce —igual que se encoge el propio alcance del trabajo—, en principio resultaría más fácil trabajar con mayor intensidad en lo pequeño que en lo grande. Cuando así pasa, lo menor muestra mejor que lo mayor el tuétano de la disciplina, y lo relevante es que lo muestra al trasluz de su propia negatividad, de esa resistencia tozuda y creativa a que el encargo pequeño tenga por fuerza que ser banal. Todo ello sin estridencias, sin salidas de tono, con aparente naturalidad.