Arthur C. Danto y el fin de la belleza

No hace mucho, la belleza aún era
considerada el baremo casi unánime del arte; hoy el mundillo artístico la
considera un concepto prescindible, un fetiche, cuando no directamente un
delito. Esta transformación se debe en parte al filósofo norteamericano Arthur
Coleman Danto, fallecido el 25 de octubre de 2013 a los 89 años.
Autor de obras como La transfiguración del lugar común, El abuso
de la belleza o El fin del arte —a menudo criticadas desde el
ámbito académico europeo, pero tremendamente exitosas entre los gestores de
museos cuyas prácticas contribuyó a apuntalar—, Danto reconoció en una de sus
últimas entrevistas que su caída del caballo ideológico se produjo en 1964,
cuando se topó en una galería neoyorquina con una ‘escultura’ de Andy Warhol
titulada Brillo Box. Ya saben: esa pila de paquetes de detergente
exactamente iguales que los fabricados por una conocida marca comercial. El
hecho de que una pila de paquetes de detergente pudiera llegar a ser arte minó
radicalmente sus principios, de suerte que pronto llegó a la conclusión de que
aquella extraña transmutación alquímica sólo podía explicarse desde una
perspectiva antiestética.
“Pensándolo bien”, se dijo, “lo importante de una obra de arte no son sus valores formales, su belleza, sino su contenido, su significado”. Pero hablar del ‘significado’ en vez de la ‘belleza’ no le pareció en el fondo un gran progreso, salvo si se recaía en el sociologismo marxista más plano, por aquella época en boga merced a las obras de Arnold Hauser y sus mediocres acólitos. Danto fue hábil: sorteó el peligro de llenar su ‘significado’ con infraestructuras económicas, contenidos materiales o cosas por el estilo, pero a cambio acabó explicando el ‘significado’ en los términos, no menos aburridos, del llamado ‘mundo del arte’. Formado por los creadores y los críticos, por los marchantes y los comisarios (pero no por el público lego), el Mundo del Arte —más conocido en España como ‘mundillo del arte’— era el que decidía si un objeto tenía o no un ‘significado’ más del puramente funcional y, por tanto, también si constituía una genuina ‘Obra de Arte’. Antes de la Obra del Arte estaba el Mundo del Arte: y esto era así fuese tal obra bonita o fea, mimética o grotesca, o incluso aunque careciese —como en el arte conceptual más extremo— propiamente de forma. Bastaba con que la ‘Institución Arte’ —el nombre pomposo que también recibe el ‘Mundo del Arte’— dictaminara ‘esto es arte’, para que, por arte de alquimia o de magia ostensiva, aquello acabara siéndolo.
Por supuesto, Danto no es culpable de la banalidad y del caos que esta
convicción ha provocado en la autista Institución, Mundo o mundillo, ni tampoco
del foso de incomprensión que hoy separa al presunto arte genuino de los gustos
del ‘vulgo’. Simplemente se limitó a dar testimonio de un proceso al parecer
imparable, y a describirlo con términos afortunados. «Intento explicar, desde
el punto de vista de la historia del arte, por qué se fue la belleza y nunca
más volvió», declaraba poco antes de morir. Por eso sorprende que, también al
final, nuestro filósofo a martillazos acabara reconociendo que sus obras
preferidas eran las de Cy Twombly, Sean Scully y la pintura abstracta en
general. ¡La pintura abstracta! Precisamente la única que, pese a todos los
envites conceptuales y neodadaístas de las neosupervanguardias de la segunda
mitad del siglo XX, no se había movido ni un palmo de su insoslayable condición
estética: la única que, pese a todo, sólo quería seguir siendo bella.