Bruno Latour, profeta del Reino Medio

Bruno
Latour ha sido uno de los últimos ejemplares de una especie antaño pujante y
hoy al borde de la extinción: el intelectual. En concreto, un ejemplar típico
de una subclase no menos prestigiosa y amenazada que la del simple intelectual:
el intelectual francés.
En efecto,
Latour pertenecía, para empezar, al grupo de quienes hacen del conocimiento, de
las letras, menos un trabajo especializado y propiciador de endogamias
académicas, que una actividad pública cuyo objeto es poner en tela de juicio
los dogmas, ideales o simplemente los conceptos con que nos manejamos todos. Y
Latour pertenecía, para continuar, a la nómina de intelectuales franceses —de
Sartre a Revel, pasando por Camus, Malraux o Aron— que supieron dar el tono
‘espiritual’ de su época, al mismo tiempo que —o precisamente porque— esgrimían
contra ella su acerado escalpelo crítico.
Puestos a
clasificar, puede decirse que Latour —intelectual e intelectual francés—
perteneció asimismo a otro género más sesgado, más confuso y acaso más dudoso:
el de los filósofos que gustan a los arquitectos y que, por un tiempo,
consiguen infiltrarse en los congresos y las revistas de la disciplina. Latour
no fue en esto original, en cuanto eslabón último o penúltimo de toda una
cadena de pensadores franceses con influencia en la arquitectura. Una cadena
que había comenzado con Bachelard y Merleau-Ponty en los tiempos de la
fenomenología y el existencialismo, había seguido con Foucault y Barthes en los
años del estructuralismo y la semiótica, y había acabado entroncando con
Derrida y Deleuze cuando se puso de moda la deconstrucción y el hoy tan cacareado
poshumanismo.
Si Latour
no fue original como intelectual francés que interesó (por un tiempo) a los
arquitectos, sí lo fue por los temas que trató y, sobre todo, por el modo al
mismo tiempo distante y comprometido con que nos hizo enfocar uno de nuestros
problemas más acuciantes: la crisis medioambiental. Más allá de los tecnicismos
incómodos con los que se manejó Latour, su perspectiva, alejada por igual del
romanticismo new age y del negacionismo a là Trump,
se sostenía en una constatación que no podía ser más polémica: “nunca hemos
sido modernos”. ‘Modernos’ en el sentido de haber superado las dos grandes y
viejas dicotomías platónicas que seguían estructurando el pensamiento
occidental: el objeto contra el sujeto, la sociedad contra la
naturaleza.
Para
Latour, no se trataba solo de que estas dicotomías no se reconocieran como lo
que, a su juicio, eran: rémoras ideológicas. Lo fundamental era que nos volvían
incapaces —también a los arquitectos— de pensar los problemas inéditos a las
que deben enfrentarse las sociedades contemporáneas. Problemas que tienen que
ver, precisamente, con objetos que es difícil asociar con uno de los dos polos
de las dicotomías clásicas: un virus, el agujero de ozono, los robots, las
emisiones de gases de efecto invernadero… Objetos que no son ni puro artificio
ni naturaleza pura, sino otra cosa ‘entre’. Esos objetos que, con humor
tolkieniano, Latour adscribió al ‘Reino Medio’, el reino de lo híbrido.
Pensar lo
híbrido —lo complejo, lo insoportablemente interrelacionado, lo real— fue el
propósito que Latour acometió en los muchos libros que fue publicando a lo
largo de su larga y polémica carrera. Desde sus, más bien ilegibles, estudios
de metodología o epistemología científica, o el Nunca fuimos modernos (1991)
que le hizo célebre, hasta los últimos, más ensayísticos y claros (con el
tiempo, Latour llegó a ser un buen escritor), como ¿Dónde aterrizar? (2018),
en el que analiza las implicaciones políticas del cambio climático, o ¿Dónde
estoy? Una guía para habitar el planeta (2021), que es una suerte de
versión de la Metamorfosis de Kafka en la que el escarabajo,
que se despierta tras la pesadilla del covid, somos todos nosotros.
Con su
peculiar jerga, Latour conminaba en estos libros a distinguir menos entre
sujetos y objetos que entre ‘humanos’ y ‘no humanos’; a tomar conciencia del
carácter ideológico y aun político que inevitablemente tiene toda disciplina
humana —la ciencia y por supuesto también la arquitectura—, y, sobre todo, a
‘resituar’, ‘recolocar’ o ‘aterrizar’ sobre un plano cercano la frágil y
ligeramente achatada esfera en la que vivimos. Los de Latour son términos
crípticos (nuestro hombre era, a fin de cuentas, un filósofo francés de hoy);
términos que, por otro lado, los sociólogos y los profesores de arquitectura, a
fuerza de repetirlos sin tino, han desvirtuado y vuelto banales. Esto, sin
embargo, no resta crédito al mensaje fundamental de Latour, que resulta meridianamente
claro en cuanto se limpia de aderezos tecnicistas: solo hay un mundo bajo la
atmósfera, el mundo en el que vivimos y con el cual estamos profunda,
inevitablemente, entrelazados. De ahí nuestra responsabilidad… ¡cuidémoslo!