Café Houellebecq, 1: Premios y concursos

Iñaki Ábalos (IA):
Los premios de arquitectura no han dejado de devaluarse a lo largo de la última
década. Y también los concursos, que son la otra cara de la moneda, pues unos y
otros han ido dejando de ser los mecanismos mediante los cuales podían destacar
en la profesión los arquitectos que carecían de contactos o que no podían o no
querían convertirse en empresarios.
Eduardo Prieto (EP):
Es cierto: los premios y concursos tienen mucho de justicia distributiva, de
elitismo sostenido en el talento y que en buena medida se resiste a ese fluir
normal de la arquitectura que consiste o por lo menos tiende a consistir cada
vez más en dar una respuesta poco problemática, y en general mediocre, a las
exigencias de los inversores. Y esto siempre ha sido así…
IA:
¿Hay una historia de los premios?
EP:
Los primeros premios de arquitectura, los Prix d’architecture, los dio la École
de Beaux Arts para reconocer a los estudiantes con mayor proyección artística
y, más allá del reconocimiento en sí mismo, comportaban una beca —una
‘pensión’, se decía entonces— para que el premiado pasara una larga estancia de
estudios en Roma y luego volviera, enriquecido, para ponerse al servicio del
país. Esta derivada económica se sugería con la propia palabra ‘premio’, que
etimológicamente significa ‘beneficio’ o ‘ventaja’. A lo largo del siglo XIX,
este modelo se generalizó al calor de las grandes exposiciones, y más tarde fue
asumido por el Estado para adjudicar proyectos de especial dificultad o
relevancia cívica. La historia de los premios y concursos refrenda, sin duda,
esta idea de elitismo cívico, de meritocracia, que mencionabas al principio.
IA:
Y sugiere también que la esencia de premios y concursos tiene que ver con
varias características muy sencillas de entender pero que no han dejado de
desvirtuarse: favorecer el talento de los mejores, sobre todo si son jóvenes, y
sostenerlos moral y económicamente. Comparado con esto, me atrevo a decir que
los premios hoy no son premios, si no castigos. Sobre todo porque la idea de
premio ha quedado desligada de cualquier retribución económica, y se confunde
con un papel que expide algún señor de la Administración que probablemente sepa
poco de arquitectura. Lo sorprendente es que la profesión haya acatado con
tanta naturalidad la ideal del premio como acreditación burocrática. Frente a
los falsos premios, que miran hacia atrás, que simplemente convalidan lo que
hay, los verdaderos premios sirven siempre para proyectar las carreras hacia
adelante, tanto por medio del reconocimiento como del apoyo económico.
EP:
Los premios hoy tienden a evitar el riesgo, y creo que esto contradice su
esencia. Convalidar la carrera de un gran maestro o incluso de un arquitecto
muy reconocido a través de un premio puede ser un acto de reconocimiento al
talento, pero, en la medida en que ese talento se reconoce a posteriori, ni
supone mucha valentía. Y aquí cabe preguntarse si cuando una institución premia
a una gran figura no hace en el fondo otra cosa que premiarse a sí misma, pues
da poco a cambio de absorber el aura del premiado. Y al final puede darse el
caso incluso de que se decida premiar al organismo premiador porque lleva
muchos años premiando: una suerte de metapremio que raya ya en la caricatura.
IA:
Hay cada vez más premios que se premian a sí mismos, y con ellos muchos
especialistas en salir en la foto. Y en la arquitectura, la cosa resulta
sangrante, porque la proliferación de premios coincide con una época
especialmente mala de la profesión. La falta de oportunidades pare reconocer el
talento, o para construir edificios de cierta importancia mediante la sana
competencia cuando se carece de pedigrí, se está traduciendo en mediocridad. Y
es una tragedia para los jóvenes.
EP:
Los premios se han vuelto conservadores, en el peor sentido del término. Y
deberíamos preguntarnos si esta mutación no es en el fondo una consecuencia más
del miedo a la incertidumbre, al riesgo, que atenaza a nuestras sociedades. Más
que en una apuesta de futuro, los premios y los concursos tienden a ser hoy
sobre todo un reconocimiento del mérito a toro pasado: por un lado, el
reconocimiento del mérito profesional traducido en los currículos
desproporcionados que las Administraciones exigen incluso para concursos
pequeños, y por el otro el mérito académico que, de un modo análogo, buscan las
universidades a través de los sistemas de acreditación. En este marco, los
premios se han convertido en simples garantes de solvencia, en disipadores del
riesgo, y sus vínculos con la búsqueda de la excelencia son cada vez más
tenues.
IA:
La excelencia que interesa no es la real, sino la fabricada por el
sistema-arquitectura. Entre los falsos premios, los peores a mi juicio son los
que convocan ciertas revistas y organismos que, aprovechando su posición o su
prestigio, crean una suerte de premios cooperativos que se financian a sí
mismos mediante cuotas de inscripción, y que al final dan pie a nóminas
amplísimas de premiados, para que todo el mundo se quede contento. Estos
premios son castigos a la profesión, y deberían considerarse como tales.
EP:
Al final estos premios que responden a cierta búsqueda de consenso, de
legitimización, van ocupando el lugar de una crítica en retroceso, a la que le
cuesta cada vez más decir por qué algo es bueno, y quiénes son buenos y quiénes
no. El premio tiende a ser ahora una pseudocrítica, una versión devaluada de la
misma, un mecanismo fácil de compensación: un kitsch de la crítica.
IA:
En la noche en la que todo está premiado, todos los gatos son pardos. Ya no te
preocupa que, junto a tu proyecto o tu libro, se hayan premiado otros diez,
otros veinte, en la misma convocatoria del premio: lo que te preocupa es
rellenar la casilla que necesitas para poder acreditar tu currículo ante la
Administración y así poder optar a según qué concursos. Lo grave es que ninguna
de las administraciones o las entidades relacionadas con la profesión hace nada
para combatir una situación que está convirtiendo a los arquitectos en una
suerte de mendigantes de méritos artificialmente concedidos.
EP:
Quizá lo peor no es que exista esta proliferación absurda de premios, ni que
estos hayan perdido su valor, sino que han instalado un modo de pensar y de
hacer que también ha desvirtuado los concursos.
IA:
Los han desvirtuado porque los concursos ya no dan premios económicos, ni se
gradúan, ni admiten ajustes, ni favorecen la meritocracia, ni son un camino
abierto a los jóvenes. Los concursos, también los de la Administración, se han
mercantilizado: dependen cada vez más de grandes fondos de inversión en cuyo
ecosistema no caben los estudios pequeños, sino grandes oficinas que en España
han crecido exponencialmente, a la americana, a lo largo de estos últimos años,
en la misma medida en que menguaban los estudios intermedios. Es muy difícil
competir con estas empresas que están dirigidos por arquitectos que pueden
estar capacitados o incluso ser buenos profesionales, pero que casi siempre
proceden de las élites económicas. El paquete de encargos de la profesión,
antes más repartido, ha quedado en manos de unos cuantos —pocos— apellidos.
EP:
Pienso que esto, en cierta manera, siempre ha sido así. Los lobbies, los
clanes familiares de la burguesía, desde que esta existe han tendido a
repartirse endogámicamente el pastel. Lo nuevo, y lo grave, es que se hayan
socavado esos mecanismos de compensación, de justicia distributiva, que son los
concursos, sobre todo en lo que toca a la parte pública de ese pastel. Y
también es nuevo que la obra que antes era tradicionalmente pública, sea ahora
en buena medida privada, pues tienden a proliferar los consorcios de gestión
coparticipada. Así las cosas, los concursos tienden a convertirse simplemente
en licitaciones.
IA:
Licitaciones a las que, a partir de cierto tamaño, resulta imposible acceder si
no es con la estructura de una gran oficina mercantil. El sistema se alimenta a
sí mismo, todo es más fácil, pero por el camino se ha perdido la meritocracia
y, con ella, la calidad de la arquitectura. Los concursos públicos deberían
recuperar la valentía, pero también la responsabilidad cívica: la voluntad de
que la Administración, buscando el bien de todos, aspire a lo mejor, sea
modélica. Se podrá objetar que esto resulta muy difícil en el marco de la Ley
de Contratos del Estado. Pero esto no quita para que podamos aprender de otros
países, como Francia o Bélgica, que han sido capaces de dar con soluciones más
imaginativas, como estructurar los concursos por experiencia y por escala para
dar cabida a todo tipo de profesionales de una manera sensata y graduada. En
estos sistemas graduables, si eres joven no lo podrás decir todo a la vez, de
una tacada al principio (como ocurría en el antiguo sistema de concursos
español), pero con talento y perseverancia al final podrás tener una carrera
larga y equilibrada de trabajos con la Administración.
EP:
Soy un poco escéptico del tópico del concurso como panacea de los males de los
arquitectos, al menos en términos cuantitativos. ¿Qué porcentaje de la economía
de la arquitectura depende hoy de los concursos públicos? Me temo que pequeña
en general, y despreciable para una amplia parte del sector. ¿Podrá recuperarse
esa economía? Me temo que no, pues la época dorada de los noventa y los
primeros dosmil pasó para siempre: no solo por las crisis económicas o de la
profesión, sino sobre todo porque España ya está sustancialmente hecha, como el
resto de países europeos, y aunque es posible que a medio plazo se construya
más vivienda social, seguirá habiendo contención en el tipo de edificios que
más interesan a los arquitectos, las dotaciones públicas. Con todo, si en lo
cuantitativo los concursos no están llamados a ser protagonistas, en lo
cualitativo siguen siendo fundamentales: si la Administración va a construir
poco, que lo que construya sea al menos ejemplar o muy bueno, y desde luego
democrático o, mejor dicho, meritocrático. Lo lamentable es que el sistema
actual de concursos se compadezca bien poco con este principio.
IA:
Y lo peor es que la razón de que
esto sea así no siempre es estructural, sino muchas veces personal. Los que
hemos concursado mucho, sabemos de la falta de diligencia de algunos jurados de
la Administración: funcionarios que pasan por alto los muchas veces excelentes
pliegos de condiciones de los concursos y los fallan con una facilidad pasmosa,
atrabiliaria. No se pueden exigir que los concursantes se ciñan a requisitos
técnicos que luego la Administración ni atiende ni valora.
EP:
Y luego está el caso contrario: jurados que, por evitar riesgos, o en razón de
un mal entendido rigor técnico, atienden escrupulosa, obsesivamente, a los
detalles y dejan de lado lo importante: las respuestas a las preguntas clave
que un buen proyecto debe atender. Un buen ejemplo sería el del reciente
concurso de la Estación de Chamartín, cuyas propuestas, elaboradas por grandes
oficinas y consultorías, dieron una respuesta minuciosa a las exigencias de
tráfico ferroviario, construcción, plazos y sostenibilidad recogidas en el
pliego, pero no supieron responder a la pregunta acaso fundamental que había
que responder allí: la del diseño urbano. Esto nos debería hacer pensar si los
grandes concursos que implican huellas urbanas indelebles durante siglos y
suponen el gasto de cientos de millones de dinero público no deberían ser,
contra lo que suele decirse, más lentos: sostenerse sobre un debate previo que,
más que centrarse en las respuestas más inmediatamente funcionales, planteara
las preguntas intelectualmente más adecuadas.
IA: ¿Por
qué esa obsesión de la Ley de Contratos por exprimir las ofertas económicas
hasta rayar en la obsesión o en la caricatura? ¿Es lo mismo el suministro de
papel de una impresora que el proyecto de un edificio que da forma al espacio
de todos?
EP:
Hoy, cuando el Estado subvenciona tantas cosas, ¿es descabellado pensar en los
concursos como un mecanismo implícito de apoyo cultural, de promoción de lo
cívico y de justicia redistributiva no solo para los estudios más pequeños sino
también para los más jóvenes?
IA:
En el fondo, todo se cifra en un problema de pereza intelectual. En cualquier
caso, cualquiera de las dos taras que lastran hoy a las licitaciones —falta de
rigor técnico e hipertrofia técnica— conduce a resultados mediocres. En
sociedades presuntamente avanzadas como la nuestra, no deberíamos admitir la
mediocridad en los edificios de todos, y esto pasa por tener un sistema
sensato, graduable y cívico de concursos públicos.