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Café Houellebecq 2: Ideologías y territorios

Eduardo Prieto

Iñaki Ábalos (IA): Que los arquitectos tengan conciencia de que su trabajo se inserta en una red de intercambios energéticos y materiales, en una red territorial, es sin duda algo muy necesario que podría devolverle a la arquitectura parte de su relevancia. Pero me pregunto si, con esta atención al territorio cercano, no corremos el riesgo de caer en los regionalismos del material, de lo vernáculo, pasados ahora por una pátina medioambiental que hace que los miremos con buenos ojos. Nos referimos, por ejemplo, a los arquitectos que, sobre todo en el Levante español, están trabajando con la piedra y la madera de una manera, a mi juicio, conservadora…

Albert Cuchí (AC): Como tecnólogo, a mí me interesa el conocimiento tradicional, cómo se ha codificado, cómo se utiliza, cómo se transmite, y, por tanto, los arquitectos que mencionas tienen para mí interés en la medida en que, trabajando con técnicas vernáculas, plantean un manifiesto que dice: “Se puede hacer arquitectura más allá del Movimiento Moderno. Una arquitectura tradicional que, sin embargo, es radical, y que trabaja con lo cercano”. Puede haber muchas exageraciones en ella, como esa voluntad esteticista de dejarlo todo visto, pero, como mínimo, esta arquitectura nos sugiere que se están discutiendo nuevos modelos, que hay todavía mucho camino por recorrer.

IA: Me intriga que esta arquitectura, de muros de piedra y forjados de madera, pueda encajar en los precios de protección oficial.

AC: El problema, en realidad, está en lo que consumimos realmente, no en los precios. Pongo el ejemplo de las emisiones de CO2 y el precio de sus ‘externacionalizaciones’. Cuando construimos un edificio, no incluimos en el presupuesto el coste de las emisiones que ha supuesto su construcción y que supondrá a lo largo de su vida útil. Un precio que, desde el principio, pagamos todos. Y, si no cuantificamos este valor permanece invisible, aunque eso no quiera decir que no exista. La arquitectura, como todo nuestro entramado industrial, es también una tecnología de exportación de impactos ambientales, energéticos y sociales. Por eso es tan importante buscar alternativas en las que el precio asuma los costes ambientales. Solo así podremos saber dónde estamos.

Eduardo Prieto (EP): ¿Pero, se puede resolver el problema, simplemente, creando un catálogo ambiental, y yo diría que ético, de materiales ‘buenos’ y materiales ‘malos’?

IA: Trabajes con el material que trabajes, tendrá sus problemas. Lo difícil es saber cuándo uno es más problemático que otro, porque el asunto depende de aspectos complejos y mezclados entre sí: la extracción, el rendimiento energético, el impacto en la salud, la transformación y puesta en obra, su posible reciclaje. Reducir el catálogo a materiales como la piedra y la madera implica una visión nostálgica y localista. No digo que esto esté bien o mal: digo que esta visión se da y que hay que tenerla en cuenta críticamente, como cualquier otra. Uno de los grandes expertos en energía, Matthias Schuler (Transsolar), afirma que los tres materiales que, en verdad, merece la pena reciclar son el hormigón, el acero y el aluminio. Si pudiéramos reciclarlos dentro de una escala territorial acotada, especialmente en el entorno de las ciudades, el problema medioambiental de la construcción quedaría, en lo fundamental, resuelto. No es una opinión de aficionados, como sabéis, y su aplicación es global.

EP: Centrarse en los materiales más empleados no deja de ser una variante de la idea del ‘óptimo de Pareto’, el economista. Para responder de manera eficiente a un problema complejo, multifactorial, Pareto creía que bastaba con actuar sobre los elementos fundamentales, aquellos que, por ejemplo, se llevaban el ochenta por ciento del problema, y afirmaba que intervenir sobre el veinte por ciento restante no merecería la pena, pues no mejoraría la eficiencia de manera proporcional. Se trata de una manera inteligente de abordar la cuestión, pero, como la arquitectura no es solo economía, ni siquiera técnica, no puedo dejar de preguntarme si, cuando hoy optamos por materiales como la madera o la piedra, no nos estamos dejando llevar por cierta superstición ética: más que un material real parece que buscamos una fórmula mágica que lo resolverá todo. Sin embargo, los problemas, sobre todo los complejos, no pueden encararse con magia. Los materiales forman parte de una intrincada red de recursos dentro de un entramado que es económico y tecnológico, pero también social y cultural. Cuando construimos un edificio construimos un territorio, una historia, una cultura. Por eso nuestras decisiones deben estar razonadas y pensadas a medio plazo. No valen las recetas.

IA: La receta de la madera se ha convertido en emblema de la nueva sensibilidad por el territorio. Lo cierto, sin embargo, es que hoy apenas hay empresas en España que lo suministren en formato industrial y con garantías de explotación: la mayor parte proviene de Austria y Finlandia. A esto se suma que la industrialización de la madera depende de pegamentos que se comportan mal en climas cálidos, y el cambio climático está haciendo que el material esté más expuesto a las plagas. Cuando convertimos la madera en el material noble por antonomasia —y lo dice alguien que es sensible a su belleza— podemos estamos cayendo, en buena medida, en la superstición.

EP: La relación supersticiosa con los materiales ‘especiales’ puede suponer un doble riesgo: por un lado, el de convertir la técnica en argumento único de la arquitectura, y en este caso hablaríamos de un funcionalismo ambiental donde todo se supedita a un discurso sostenible que ignora la estética y la cultura, aunque en realidad cualquier elección material o energética es siempre una elección simbólica y cultural; y, por otro lado, el riesgo de buscar un “material mágico” que, de un modo algorítmico, en cualquier situación y escala, y diríamos que casi sin pensar, permitiría dar una respuesta formal coherente atendiendo solo  al buen rendimiento del material en cuestiones como los GEIs o el ciclo de vida.

AC:  El ejemplo de la madera nos sirve, en efecto, para hablar del ciclo de vida. Más allá de los peligros que mencionas, los materiales deben considerarse a largo plazo y de una manera transversal, pero la noción de ‘ciclo de vida’, siendo tan amplia, está lejos de tener el mismo sentido para todos. Para un ingeniero químico, se resolverá al nivel de la composición interna, pero un arquitecto lo tendrá que considerar desde la escala territorial. La cuestión de la escala es clave y pueda abordarse de una manera complementaria. Pongamos el ejemplo de la dieta: día a día comemos ciertas cosas que constituyen la base de nuestra alimentación; pero en ocasiones, los días de fiesta, nos damos el lujo de comer algo especial. La cosa vale también para la arquitectura: una cosa es la arquitectura común, la que se hace todos los días en la mayor parte de los sitios, y otra cosa es la arquitectura especial, la ambiciosa que puede contar con estrategias y materiales distintos. Yo pienso que la arquitectura de cada día no puede construirse con materiales que no sabemos de dónde vienen y qué impacto tienen. El reto hoy es identificar esta ‘dieta’ arquitectónica.

EP: Sobre esto podemos pensar en la dialéctica entre la arquitectura culta y la arquitectura popular. La diferencia entre ambas no solo estaba en las formas y los estilos, sino en la posibilidad de ir más allá del contexto para importar tecnologías distintas y materiales nuevos. Ahora estamos en un paradigma global, de entrecruzamiento de posibilidades técnicas y materiales, pero al mismo tiempo estamos volviendo a mirar con ojos renovados las tradiciones vernáculas que trabajaban con los materiales cercanos, la masa, la inercia térmica y a partir de esto sabían crear cultura…

AC: Yo tengo la hipótesis de que los grandes problemas de la arquitectura se solucionan ‘abajo’, en lo cotidiano, en la tecnología aplicada. Y esto depende, en buena medida, de la escala industrial y metabólica de la que dependen hoy nuestras sociedades. El metabolismo es la capacidad doble de la sociedad para extraer recursos y excretar residuos por medio de un proceso en el que intervienen todo tipo de flujos internos y externos y, desde esta perspectiva, en las ciudades no hay ecosistemas, porque no existen fronteras acotadas. Ni siquiera cuando las ciudades tenían murallas eran realidades cerradas, pues dependían de la red de cultivos que las rodeaban; tenían una infraestructura territorial que podía ser muy extensa, de cientos de kilómetros. Hoy el alcance es mucho mayor, así que mirar las cosas desde un punto ecosistémico local resulta equivocado. Debemos ser capaces de pensar el metabolismo en un sentido amplio, y esto depende menos de la constitución de las ciudades que del sistema industrial que lo permea todo: un sistema que da pie a lo que denomino una “construcción implícita” que determina desde el principio qué se puede o no hacer. Tenemos que aprender a salirnos de la jaula, a mirar de otra manera más amplia.

EP: La visión ecosistémica es probable que valga para un edificio completamente acotado o ligado a un entorno pequeño, pero ¿qué ocurre cuando, como está pasando hoy, el ecosistema no es un único ecosistema sino un conglomerado casi infinito de ellos que intercambian información, energía y materiales a escalas globales? ¿Es posible cerrar las fronteras, reconducir el problema a lo local?

IA: Nos guste o no, la realidad que está produciendo el mundo y en la que hay que ponderar los problemas y soluciones en verdad eficaces es la de la pujanza económica de las ciudades de veinte o treinta millones de habitantes que emergen en todos los continentes. A esta nueva escala global, las técnicas y problemas ambientales adquieren perspectivas diferentes. No estoy seguro de que sea bueno salirse de los entramados industriales, ni siquiera que sea posible. La tecnología puede, de hecho, ser un antídoto contra la idea ingenua de que los materiales en sí mismos pueden resolverlo todo y convertirse en emblemas de lo local, emblemas de un nuevo romanticismo.

AC: Sin embargo, pensar que se puede construir localmente puede ayudar a que, en determinados casos, forcemos el sistema a que se adapte a esta manera de construir. Hasta ahora hemos vivido en un régimen industrial y económico que se sostenía en el transporte a gran escala y lo favorecía, con todo lo que esto implica de impactos ambientales. Poner de manifiesto que se puede construir de otra manera es mostrar que hay alternativas a ese régimen, que hay otros paradigmas que pueden ayudar a equilibrar el sistema, a mejorarlo. Vivimos tiempos de cambio y debemos aprender a pensar de otra manera.