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César Manrique y la Utopía Lanzarote

Eduardo Prieto

Intuitiva, meticulosamente, César Manrique se desveló por hacer de Lanzarote una utopía, pero también moldeó, de manera no menos intuitiva y meticulosa, el relato de su figura de artista: la utopía de sí mismo. Desde que en 1516 Tomás Moro buscara la perfección en una ciudad-isla que situó en el terreno improbable de la literatura, la utopía se ha dado de todas las maneras posibles, pero siempre se ha sostenido en dos principios: ser social y mantenerse virgen, es decir, no llevarse nunca a cabo; de ahí que una utopía personal y cumplida resulte ser una cosa agotada y triste. César Manrique se esforzó por demostrar lo contrario: que las utopías pueden instalarse en la realidad y llegar a ser divertidas, incluso placenteras, y depender menos de vagos sueños colectivos que de un implacable sueño personal.

La implacable utopía de César Manrique comenzó antes de él, cuando un punto caliente de la corteza de la Tierra comenzó a dar forma a Lanzarote mediante erupciones que tuvieron su cénit en 1730, momento en el que el suelo de la isla se abrió y durante seis años vomitó lava para modelar ese territorio de catástrofe que hoy nos parece bello y llamamos Timanfaya. Las destrucciones creativas han dado pie a que en Lanzarote la memoria colectiva se alimente de historia geológica, un hecho determinante en la vida de los lanzaroteños y que explica asimismo la idiosincrasia del más famoso de todos ellos.

Nacido en 1919 en Arrecife —por entonces un puerto con camellos y calles cuasi africanas—, Manrique flanqueó pronto los límites blancos de su pequeña ciudad para descubrir las playas respaldadas por volcanes, y los cortantes suelos magmáticos por los que se movían con pericia sus paisanos descalzos. Es probable que estas playas y lavas de sus peregrinaciones por la isla fueran el escenario de la primera iluminación de Manrique, pues se han conservado fotos que muestran a un joven casi imberbe pero ya atildado y vigoréxico que mira el paisaje como si vislumbrara la utopía de un territorio mítico.

Pero, como cualquier gran empresa, el proyecto utópico tuvo que esperar al momento adecuado. Después de quebrar la resistencia paterna, Manrique se afincó en Madrid para estudiar arte, y en la capital descubrió las vanguardias informalistas tanto como descubrió la noche y con ella esa sociabilidad fiestera que habría de convertir en seña de vida. Por estas fechas, Manrique había comenzado a viajar por todo el mundo, y, devenido en artista de renombre, acabó radicándose en el Nueva York de Warhol y Capote, donde se impregnó de cultura pop y vivió unos años intensos que al final le llevaron a la conclusión, entonces no tan previsible, de que el lugar de su utopía personal estaba en Lanzarote.

Estaba en Lanzarote porque la isla era, en sí misma, una utopía espontánea, una suerte de objet trouvé. Pero también porque allí su voz se amplificaba a través de la de su gran amigo Pepín Ramírez, la indispensable figura política de un proyecto que se debió a las coyunturas personales tanto como a los estrechos pliegues que en ciertos lugares el franquismo dejó abiertos a la transgresión. Una transgresión impuesta de arriba abajo pero transgresión al cabo que acabaría resultando en unas intervenciones que no tuvieron par en la España del momento, desde los Jameos del agua —amable domesticación de un tubo volcánico— hasta el Jardín de Cactus —erigido sobre una cantera abandonada— o el Restaurante en Timanfaya —orgánica pieza sobre el inhóspito lugar donde viviera tres décadas un ermitaño alucinado—.

Contra lo que suele decirse, la idea fundamental de la Utopía Manrique no alejar a Lanzarote del desarrollismo; era abrirla a un turismo que no solo dependiese del clima y las playas, sino que colocara al turista en un relato emocional. Un relato de imágenes poderosas que hablaban de paisajes e historias humanas pero asimismo de procesos entrópicos, de agricultura y de ecología, y que no hacía alarde de bucolismos sino que prefería lo sencillo y lo desolado convertidos en el sustrato de una suerte de conciencia insular en la que habrían de caber todos. Dictador estético de Lanzarote, Manrique no pudo ser más militante en el empeño de construir su isla: a las amenazas de quienes aspiraban al pingüe negocio del ‘sol y playa’, nuestro héroe —convertido ya, simplemente, en ‘César’— llegó a responder con actos de sabotaje, como derribar por las noches los carteles publicitarios que se levantaban durante el día junto a las carreteras.

Pero, más allá de los proyectos oficiales y de las polémicas que le acompañaron hasta su imprevista y llorada muerte en 1992, la obra más transgresora de Manrique fue tal vez su casa en Taro de Tahíche, caparazón blanco con el que en 1968 el artista cubrió ocho burbujas volcánicas. La casa no fue solo un manifiesto estético; fue un laboratorio social, si no es que un verdadero laboratorio del yo en el que Manrique —hombre de poder y artista excéntrico y bisexual— escenificó un modo de vida tolerante y hedonista que gustaba de la gruta romántica tanto como la piscina pop, y de la arquitectura tradicional tanto como de los enmoquetados cuartos de baño. La arquitectura de Manrique quería ser comprometida, pero no a la manera triste que por entonces aconsejaba la crítica marxista, sino desde el desenfado y la complejidad. Manrique aspiró a fundir la ecología con la belleza, la arquitectura popular con el placer de los sentidos, la utopía social con la personal.

Cuando este verano pasemos unos días en la tramoya de la ‘España fea’, podremos aferrarnos al recuerdo de la utopía de César Manrique en Lanzarote. Es muy probable que nos embargue la melancolía de pensar que nuestras costas, nuestros territorios, nuestro país, podrían haber sido de otro modo.