Ciudades digitales

Hay un cuento de Borges, por casi todos conocido, que
es difícil de entender, quizás por ser demasiado cerebral o tal
vez porque su singular trama contribuye a cargar la lectura de extrañeza. El Aleph, sin embargo, es un relato
fascinante y uno tiene que preguntarse entonces el porqué del ensalmo. La
primera y casi banal respuesta consistiría en achacarlo a la magia estilística
de su autor. Podrían aducirse, sin embargo, otras causas ajenas a lo meramente
literario, pero no menos justificadas. Entre ellas, la hipótesis de que el
relato es, en el fondo, una alegoría de nuestra condición moderna.
El aleph, ese agujerito transdimensional, ese ojo contenedor de mundos, es un organismo que prefigura a sus antecesores. Su prosapia es ilustre y sostiene una de las ramas más fecundas de la modernidad. Quisiera aquí desmentir las historias al uso y proponer que esta modernidad de la que escribo, nuestra desfalleciente modernidad, no nació con Baudelaire, como suele convenirse, sino que vio la luz a finales del siglo XVIII, más concretamente en 1787, año en el que casualmente se hicieron públicos dos inventos: el panorama y el edificio panóptico.
El panorama contribuyó a educar nuestra mirada en lo virtual, en este caso a través de esos grandes telones pintados que representaban ciudades o montañas, imágenes envolventes por las que el espectador podía casi pasearse, y que suponen, sin duda, el primitivo precedente del cine y de nuestra realidad digital. El panorama constituiría así la rama lúdica o artística de la ‘genealogía del aleph’. La otra línea es más siniestra, pero no menos moderna. Se trata de la inaugurada por los edificios panópticos, pensados por primera vez por el sabio utilitarista Jeremy Bentham. Debemos a Michel Foucault (Vigilar y castigar) las mejores ideas sobre los panópticos, que son propuestas que inauguran tipos arquitectónicos tan fecundos como la cárcel, el reformatorio o el colegio (en este orden), edificios orgánicamente centrados en torno a un foco de visión total, un punto adimensional en el que no podemos menos que reconocer a un primo hermano del aleph. Lo más importante que Foucault nos desvela es que la pretensión que se oculta tras la idea panóptica —el control total de las actividades humanas a través del ojo— es una de las principales pulsiones de la modernidad, una consecuencia de esa primacía de lo óptico que, desde el Renacimiento, viene siendo asumida progresivamente por nuestra cultura y que hoy se actualiza de un modo paradójico y peculiar.
Utopías digitales y pesadillas panópticas
Lejos de debilitarse, la pulsión panóptica moderna —debidamente metamorfoseada y adaptada evolutivamente a la nueva coyuntura— presenta hoy unos signos evidentes de fortaleza. La razón de su actualidad debe buscarse en el ocaso del espacio como instancia mediadora entre los hombres y sus instituciones. No en vano el siglo XX —el siglo de los totalitarismos vesánicos— ha sido una época obsesionada con el control y el dominio de lo espacial: fronteras cuyo movimiento iba marcando con cicatrices la superficie de los países, ciudades zonificadas y estólidas donde han menguado las posibilidades de vivir en lo indeterminado, presidios tecnificados, campos de concentración o de exterminio desalmados y eficaces... No es de extrañar, por tanto, que el propio espacio se haya visto arrastrado por el descrédito de esta modernidad cínica, desenmascarada con lucidez por T.W. Adorno y M. Horckheimer en su Dialéctica de la Ilustración. En este contexto, la emergencia y el desarrollo de los sistemas digitales han supuesto una potente alternativa a los tradicionales mecanismos físicos o espaciales. El contacto físico, la condena espacial, el control y el rigorismo visual podían así eludirse por las nuevas redes de comunicación no jerarquizadas y, por lo tanto, muy difícilmente controlables, ‘estructuras desestructuradas’ que garantizaban —con otros medios— un cierto equilibrio entre los ciudadanos y las instituciones y que daban cuenta analógicamente de los nuevos modelos más ‘democráticos’ de conocimiento presentados con metáforas tan conocidas como el ‘rizoma’ de Deleuze y las ‘cajas negras finalmente abiertas’ de Bruno Latour.
Pronto estas esperanzas puestas en el poder
emancipador de lo digital fueron sublimadas en utopías que pretendieron no sólo
combatir el sistema de control espacial propio de las sociedades occidentales
sino sustituirlo, con fruición revolucionaria, por un orden completamente nuevo
construido sobre
Escribo ‘equivocadas’ porque el espectacular desarrollo de las tecnologías digitales y la aparición de tipos inéditos de relación humana no han supuesto ninguna revolución, siquiera leve, de las estructuras políticas dominantes. Como cabría esperarse, la Red —Facebook, Twitter, Ebay— se ha orientado con éxito al ámbito de las relaciones privadas o de lo simplemente lúdico o consumista, sin que la aparición de algunos ‘destellos políticos’ en la Red pueda en absoluto justificar hoy su pretendida fuerza emancipadora (por ejemplo, destellos de ciertos blogs que son capaces de generar verdaderas corrientes democráticas de opinión en Irán, China, Egipto o Túnez, tan eficaces en su poder de convocatoria como muchas veces contrarrestados por ataques cibernéticos o físicos dirigidos desde el Poder). Por el contrario, las nuevas herramientas, lejos de combatir a las antiguas, se combinan con ellas, creando nuevos y potentes mecanismos surgidos de la hibridación de las tradicionales estrategias del control espacial con los nuevos poderes del control digital.
Algunos ejemplos de estas estrategias de control
analógico-digitales hablan por sí mismos. Sabemos, por ejemplo, de la censura
que muchos gobiernos ejercen directamente sobre los juicios aparentemente
libres emitidos a
Panóptica digital
Junto a estos mecanismos panópticos en sentido ‘fuerte’, que se orientan al control de límites físicos vulnerables y extensos, pero claramente definidos en los mapas, conviven otras herramientas de carácter más ‘difuso’, menos agresivas pero mucho más extendidas e invisibles, que pretenden controlar la permeabilidad en esos ámbitos, mucho más líquidos pero cada vez más relevantes, que forman las ciudades contemporáneas.
Los mecanismos utópicos tradicionales —inservibles para los nuevos retos que para el Poder supone el control de lo que está en movimiento, en continuo devenir— se someten a una selección adaptativa en la que, darwinianamente, sólo los más dotados sobreviven. Prueba de ello es la crisis que afecta a todos los panópticos modernos en su relación con el carácter evanescente de nuestras sociedades: banlieues parisinas incapaces de contener a la ‘chusma’ inmigrante de tercera generación; colegios cuya arquitectura sobria y burocrática es desmentida por la indisciplina que albergan las aulas; vallas y muros inválidos que sólo contienen a las masas en la medida en que se hibridan con cámaras y detectores de presencia, etc. Sobre los restos anacrónicos de esta decadencia emerge el poder promisorio de la virtualidad.
Que la digitalización ha tomado el mando es algo que puede probarse sin muchas dificultades. Siguiendo el ejemplo de Estocolmo (¡ay de las democracias nórdicas!), en Nueva York IBM va a instalar 250.000 lectores integrados de programas de análisis en tiempo real, implantados bajo la piel de estas ciudades con cuatro fines extrañamente complementarios: a) detectar fugas de agua; b) reducir el tráfico; c) prevenir incendios; y, finalmente, d) anticiparse a los crímenes mediante —cito textualmente— "la captura de una imagen sospechosa, su análisis por ordenador y la transmisión de información a la policía". Se prevé que este negocio consistente en “crear inteligencia urbana” será de unos 122.000 millones de dólares sólo en los dos primeros años.
Desde luego, el concepto de ‘inteligencia’ esgrimido
por los grandes hermanos de la compañía americana tiene más que ver con los
rasgos anticipadores propios de los comportamientos conductista à
Este modelo robotizado ha sido pronto importado por los países ávidos de colocarse a la vanguardia tecnológica. Corea del Sur, por ejemplo, se proclama orgullosa de su ‘ciudad inteligente’, Songdo, diseñada por la empresa CISCO, cuya terminación (¿cómo se termina una ciudad?) se prevé para 2015. Situada a sesenta kilómetros de Seúl, Songdo, será la primera ciudad dotada de un ‘cerebro’, es decir, de una inmensa central digital de operaciones capaz de gestionar por sí misma todos los sistemas del organismo urbano a través de una red neuronal de sensores que conectarán los semáforos, los hospitales, las redes eléctricas y el resto de sistemas formando una estructura ubicua y omnipotente. La ciudad dispondrá, además, de otras innovaciones de gran calado como: a) rascacielos (también) ‘inteligentes’; b) viviendas ‘ecológicas’; c) edificios con certificado medioambiental (al menos un 40%); y, por supuesto, d) un gran parque inspirado en el Central Park de Nueva York... Y esto es sólo el primer paso: si la crisis financiera no lo evita, Songdo será la primera de, al menos, otras veinte metrópolis hermanas, lo que demuestra que la reproducción digital se efectúa, como era previsible, a través de procesos de clonación.
¿Cuántos clones tan 'inteligentes' como Songdo están
ahora gestándose en su particular crisálida in
vitro? Masdar City, por ejemplo, una ciudad diseñada por el equipo de
Norman Foster y donde las estrategias panópticas adoptan una imagen más
equilibrada y cabal, vinculada a la idea de sostenibilidad, proclamándose
enfáticamente como la primera población de tamaño medio que no emitirá ni un
gramo de CO2 a pesar de estar situada en pleno desierto, a unos veinte
kilómetros de Abu Dabi. También la delirante Sky City, diseñada por Viktor
Kirilow, formada por una hipertecnificada megaestructura de
El mito de la neutralidad
Songdo o
Una vez sublimadas, sin embargo, las herramientas digitales tienden, desgraciadamente, a hipertrofiarse peligrosamente y el problema de diseñar la ciudad acaba convirtiéndose en una mera cuestión técnica, en una simple ‘gestión urbana’, como si de un management mercantil del espacio se tratase. De este modo sutil, los tradicionales roles que el político, el sociólogo y, especialmente, el arquitecto había desempeñado en el diseño de las ciudades acaban devaluándose, y se termina por ignorar asimismo el quehacer anónimo de los ciudadanos como verdaderos constructores de la vida urbana. Si la complejidad de la ciudad puede reducirse a la simple gestión habilidosa o digitalizada de problemas materiales y concretos (cuántas emisiones de gases de efecto invernadero emitimos; cuántos crímenes menos se cometen; cuántas fugas de agua pueden detectarse a tiempo) cabe sustituir a los antiguos protagonistas espaciales por estos nuevos (y más inocuos) gestores digitales. Se trata de un fenómeno que se sostiene en lo que podríamos denominar el ‘mito de la transparencia’ o, más sencillamente, de la ‘neutralidad’ de la técnica, consistente en negar cualquier tipo de mediación ideológica o política entre las funciones y la forma de la ciudad.
El sueño panóptico se convierte así en una pesadilla
tecnocrática. La complejidad propia de las ciudades se reduce a la resolución
de una serie de problemas concretos mediante herramientas cada vez más
sofisticadas que, dado su carácter esotérico, exigen para su manipulación el
concurso de técnicos cualificados. Lo urbano se deja así en manos de
‘especialistas’ o de ‘expertos’ y los ciudadanos, de este modo en apariencia
tan ‘racional’, dejan de construir o explorar o alterar inocente y
creativamente a la ciudad, para asumir un papel tan sólo pasivo, como si de
simples móviles (bits de información)
dejados al albur de
Publicado originalmente como parte del libro La
arquitectura de la ciudad global: redes, no-lugares, naturaleza (Biblioteca
Nueva, 2011).