Ciudades in vitro

Las
ciudades crecen a golpe de burbujas. Si no fuera por el impulso ascendente que,
en su tendencia a cambiar de estado, ejerce el capital, acabaría siempre
prevaleciendo la inercia garantista de nuestros sistemas democráticos. Hoy no hay
nada que aspire tanto a perseverar en su estado como una urbe occidental, y
esto es así no tanto porque los ciudadanos se sientan satisfechos con la
realidad en la que viven, cuanto porque las redes de vigilancia democráticas
son tan tupidas que cualquier decisión de calado que afecte a lo público acabará
sometida a la fiscalización de los partidos políticos, los medios de
comunicación, las comisiones de patrimonio, las pandillas digitales, los
colectivos de toda laya, y a veces, desgraciadamente, también los propios fiscales.
El resultado puede llegar a ser la parálisis. La parálisis que sufren los
ciudadanos cada vez más exigentes en sus demandas, que sufren los políticos
cada vez más incapaces de sacar adelante grandes proyectos, y que sufren también
los urbanistas cada vez más descolocados en un contexto donde los plazos de
gestión tienden a ser casi tan largos como los de la construcción de una
catedral gótica.
Por supuesto, esta tendencia a la inercia, esta lentitud intrínseca a la hora de construir la ciudad, es un signo de salud democrática. Un sociólogo de gatillo fácil podría decir, en este sentido, que el totalitarismo capitalista es veloz, mientras que la verdadera democracia es lenta. O de otro modo: que el capitalismo sin ley tiende al estado líquido o incluso al gaseoso, en tanto la democracia garantista es proclive a la cristalización. Lo interesante es que, en lo esencial, el paralelismo resulta atinado. Las autocracias de China y del Golfo Pérsico —líderes de la globalización rápida— se han sometido con gusto a la burbuja constructora del capitalismo y cambian radicalmente sus urbes e incluso producen otras nuevas desde la nada. Es su particular utopía. Libres de cortapisas democráticas, se han entregado al desenfreno del construir, mientras que las sociedades de Occidente, todavía heridas por el recuerdo de la crisis financiera y atenazadas por sus mecanismos internos de control, por fuerza han acabado elogiando la mesura y el sosiego, hasta llegar incluso a ver con buenos ojos el decrecimiento, un concepto hasta ahora tabú para el capitalismo.
Sabemos cómo son las ciudades del Occidente lento, pero ¿cómo son las urbes que proliferan en el Oriente acelerado? Podría decirse que son tan diversas en ritmos y formas como lo es la propia globalización. Las hay focales y densas, como las ciudades fabriles de China o la India. Las hay laboriosas y refinadas como Singapur. Las hay financieras y pulcras como Taipéi, y fangosas y desbordantes como Kuala Lumpur. Y las hay también que son verdaderas megalópolis dotadas de larguísimos tentáculos territoriales, como Shanghái, cuyo desarrollo reproduce a gran velocidad el que tuvieron las urbes de Occidente y que, como antaño éstas, responde a un propósito doble: dar cobijo a los millones de obreros procedentes del campo en los miles de bloques de apartamentos de cien metros de altura que hormigonan el suelo; y dar cobijo a los billones de yuanes generados en el babilónico cinturón industrial que envuelve la urbe, al que avituallan los ciclópeos portacontenedores que entran y salen cada día por el río Hungpu. Desde la perspectiva occidental, es difícil hacerse una idea del ritmo de crecimiento de Shanghái, una ciudad que en treinta años ha incrementado en 13 millones su población hasta alcanzar los 24, y que de presumir de un recoleto centro colonial art déco ha pasado a ostentar un centro financiero que pretende clonar la imagen sabiamente caótica (y por ello tan difícil de imitar) de la ya vieja capital del capitalismo, Nueva York.
Más allá de Shanghái, la emulación imposible de Manhattan está también detrás de otro tipo de megalópolis globalizadas que resultan aún más sorprendentes e inquietantes: las ciudades ‘in vitro’. Se trata de urbes probeta levantadas sobre la nada o sobre lo más parecido que hay a la nada, el desierto. ¿Qué define una ciudad in vitro? En primer lugar, el crecer sobre el vacío y estar fuera de la historia, es decir, el ser lo más distintas posibles de las ciudades de Occidente. En segundo lugar, el haber brotado gracias a los poderes del capital pero con la connivencia protagonista de un autócrata fundador. Finalmente, el construirse a una velocidad pasmosa pero disfrutar desde el principio de una imagen con carácter: una imagen fabricada y reconocible que las sitúa de inmediato en una casilla preferente del tablero simbólico por el que se mueven las ciudades de la globalización.
A pesar de tener cierta historia, Dubái es un buen ejemplo de ciudad in vitro. Lo es porque se ha construido en el desierto, se distingue por su imagen icónica y es fruto de ese especialmente rentable capitalismo patrimonial en el que las fuerzas financieras resultan indistinguibles de las fuerzas políticas (el emir y su familia son los mayores empresarios del país, algo así como si Amancio Ortega fuera el Jefe del Estado autocrático en España). La imagen reconocible de Dubái es la silueta de un Manhattan entrevisto a través de las tormentas de arena y donde la falta de vida urbana se compensa con colonias de millonarios y con edificios como la Burj Khalifa, tan alto como dos Torres Gemelas superpuestas. Lo relevante es que esta imagen no es espontánea, como en el caso de Nueva York, sino que procede de una premeditación político-financiera que busca convertir los rascacielos —la mayor parte de ellos financiados por el Estado-empresa de los jeques— en atractivos turísticos de aires cosmopolitas que tranquilizan por resultar familiares al occidental, y que al cabo hacen más presentable al régimen político que los subvenciona.
Así y todo, hoy la ciudad in vitro más característica no es Dubái, sino Astaná. Construida en poco menos de treinta años sobre un poblachón perdido de la estepa de Kazajistán, se ha convertido en una de las ciudades monumentales más señeras del Asia globalizada, y ello a fuerza de petróleo, metales preciosos, turistas extraviados y divisas rusas no menos extraviadas. Lo que la distingue como verdadera ciudad in vitro es que, a diferencia de Dubái, Doha y otras capitales del Golfo Pérsico, Astaná no pretende camuflarse tras un manhattanismo espectacular en lo visual pero neutral en lo político, sino que responde a un monumentalismo rancio y literal que asimila la imagen de la ciudad al poder que la ha fundado.
Planificada al detalle por tecnócratas (entre otros por el metabolista japonés Kisho Kurokawa), Astaná es un plasma ecléctico-kitsch en cuyo ADN se han inoculado genes cuidadosamente escogidos. Genes que toman la forma de monumentos tan previsibles como eficaces: el Palacio del Gobierno, con su estilo pompier un poco como de casino de Las Vegas; el Palacio de la Paz, proyectado por Norman Foster, que alberga su extraño programa en una colosal pirámide cristalina que es a medias faraónica y a medias high-tech; o el recinto ferial, de aires democráticos y ligeros gracias a su cubierta tensada que se ilumina para favorecer las fotografías epatantes que luego se difunden por las redes. Se trata de un monumentalismo de probeta que se extiende asimismo a la aparentemente anodina traza urbana, en la que algunos admiradores de Astaná han llegado incluso a encontrar arcanos simbolismos bíblicos: las calles bendecidas con agradables fuentes (S. Juan, 7:37 y Jer. 2:13) o el bello río Ishim que fluye tranquilo (S. Juan, 7:38) para separar la vieja urbe de la nueva (Carta a los Hebreos, 7:19). Todas ellas son referencias que sirven a un fin mayor: ensalzar a Nursultán Nazarbáyev, el primer presidente de Kazajistán y fundador de esta ciudad in vitro, El mismo que acaba de dimitir por voluntad propia y en cuyo honor —y con gran coherencia— Astaná va a pasar a llamarse a partir de ahora Nur-sultán. La ciudad del pater patriae kazajo, Nursultán: una especie de Alejandría, de San Petersburgo o de Stalingrado de los tiempos del capitalismo triunfante.
Los caminos de la democracia petrificada y lenta pueden llevar a ningún sitio; los de la globalización líquida y vertiginosa resultan inescrutables. ¿Por cuáles aventurarse?