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¿Cómo vivir juntos?

Eduardo Prieto

Winston Churchill escribió aquello de que nosotros construimos los edificios y luego son ellos los que nos construyen. Y tenía razón, aunque en esto se le hubiera anticipado un improbable precursor, Friedrich Engels, para quien dotar a los obreros de una vivienda digna era uno de los modos de construir conciencia de clase y propiciar la revolución. Que las opiniones del británico y el prusiano coincidieran en asunto tan delicado puede entenderse como simple curiosidad histórica o bien de un modo más sutil: como una muestra de la confianza que conservadores y comunistas, ‘hunos’ y ‘hotros’, tirios y troyanos, han tenido en el poder de la arquitectura como una herramienta de control de nuestros modos de vida, de nuestros paisajes existenciales.

Las maneras con que secularmente se ha ejercido este poder son conocidas y variadas, y se ejemplifican en las pirámides, la Torre de Babel, el Partenón, las catedrales góticas o el palacio de Versalles. Que todas ellas resulten hoy inverosímiles no significa que el poder de la arquitectura haya menguado. Por el contrario, es probable que este no haya hecho sino crecer, y una buena prueba de ello son los edificios en los que más se han implicado gobiernos y promotores a lo largo del último siglo, los que más interés han despertado en los arquitectos, y los que al cabo mayor impacto ha tenido en sectores amplios de la población: las viviendas colectivas.

‘Colectivo’ puede tener varios significados, pero el que interesa aquí es el que alude al hecho de que en tales viviendas se vive ‘en común’, se comparten cosas. Pero la colectiva no es solo la vivienda de una comunidad, ‘comunitaria’; puede ser también aquella en la que vive una comuna —la vivienda ‘comunal’ que habría preferido Engels—, y es en cualquier caso la vivienda ‘común’, predominante. Por otro lado, la palabra ‘común’ o ‘comunitario’ apunta a la vida difícil y a la vez jocosa en la vivienda colectiva. La vida que muestran, con rasgos casi siempre esperpénticos, series y películas como La comunidad, Malditos vecinos o la muy popular La que se avecina. ¿Qué muestran todas ellas? Que vivir juntos, aunque llegue a ser divertido, es en rigor un problema. La vida comunitaria es un hervidero de conflictos personales que hay que dirimir: un pequeño laboratorio social.

Los arquitectos del siglo XX aspiraron a la condición de ‘ingenieros sociales’, en su confianza de resolver los problemas de una tacada y de arriba abajo. Esto explica su interés en la vivienda colectiva, el gran laboratorio de la ciudad. Un interés pertinaz y complejo en el que hubo tanto de presunción como de filantropía. De presunción en la medida en que estaban convencidos de que los problemas sociales podrían resolverse por medio de edificios funcionales, como creía el Le Corbusier que en 1923 proclamaba “¡Arquitectura o Revolución!”. Y de filantropía, porque el empeño de moldear la sociedad con arquitectura se sostenía en un ambicioso programa de higienización y dignificación de la vida cotidiana, sobre todo la de los más desfavorecidos.

En su proyecto presuntuoso y filantrópico, los arquitectos tuvieron que responder a la pregunta fundamental de ‘lo comunitario’, una pregunta que es en el fondo filosófica y política: ¿Cómo vivir juntos? Unos lo hicieron por medios higiénicos y contables, asignado a cada tipo de familia una superficie mínima pero suficiente, y empaquetando las viviendas en esos bloques casi todos blancos y orientados al sol y los vientos, que en la década de 1930 comenzaron a proliferar en la visionaria Frankfurt de Ernst May para adaptarse más tarde al Madrid de los franquistas poblados dirigidos, antes de degenerar en el modelo banal que tanto gustó durante los años del desarrollismo, por ser una excelente ocasión de negocio. Otros arquitectos optaron por el lado comunal del asunto, ora en la versión visionaria de la Rusia soviética —cocinas, retretes y salas compartidas—, ora en la versión dura del estalinismo —bloques prefabricados para camaradas estandarizados—, ora en la versión dirigida pero aún democrática de los bloques-isla, tal y como los concibió Le Corbusier en su Unité d’Habitation de Marsella. Hubo arquitectos que optaron por versiones más amables cuyo propósito fue fundir naturaleza y ciudad. Sus edificios, dotados de huertos y vegetación, tuvieron tanto de románticos como de higiénicos, y dieron forma a la tradición de las ciudades jardín, desde la Lechtworth de Ebenezer Howard hasta las siedlungen de Bruno Taut en Berlín.

En todos estos casos, la pregunta de ‘¿Cómo vivir juntos?’ implicó también una respuesta urbana, habida cuenta de que la vivienda colectiva construye en buena medida la ciudad. Pero las respuestas fueron dudosas: los bloques higienistas dieron pie a los anónimos barrios de las periferias; las utopías comunales acabaron erigiendo el infierno del urbanismo soviético; y el sueño romántico de las comunidades en el campo se tradujo en ese otro infierno para las clases medias que es el sprawl estadounidense y sus muchas variantes globalizadas. El infierno del coche y el centro comercial.

Hoy, después de varias crisis económicas, expuestos a una creciente crisis climática, en plena crisis política y acaso nuclear, e inmersos en una profunda crisis de identidad democrática y social, el debate sobre la vivienda colectiva —la pregunta de ‘¿Cómo vivir juntos?’— resulta más pertinente que nunca. No extraña así que los últimos años —tiempos de crítica y crisis— hayan sido excepcionales en lo que toca a la reflexión sobre la arquitectura comunitaria. Los arquitectos han revisado los viejos paradigmas y, haciendo gala de una sensibilidad que tiene poco que ver con la de los viejos ‘ingenieros sociales’, han escuchado más a la gente del común. Se han atendido las demandas de los nuevos modelos familiares, que exigen flexibilidad de uso. Se ha escuchado a quienes han querido recuperar las tradicionales comunales por la vía de un nuevo cooperativismo. Se ha tenido mayor conciencia climática, que no tiene que ver tanto con la ‘sostenibilidad’ tecnocrática —otro estupendo negocio— que con el reaprendizaje de ciertas tradiciones en el trato con el clima. Y, sobre todo, se ha intentado dar prioridad a la ciudad por encima del edificio, en la convicción de que una urbe compacta y bullente es la mejor manera de proteger la vida en común.

Es cierto que un cambio de sensibilidad no es, en sí mismo, garantía de éxito. Al final, las soluciones son imperfectas, los resultados discutibles y es el mercado el que sigue imponiendo sus criterios. Pero el debate sirve al menos para recordarnos que cada vivienda colectiva, incluso la más banal, contiene una pequeña utopía. Tenía razón Churchill: construimos edificios y al cabo son ellos los que nos construyen a nosotros.