Cuando la arquitectura no termina. Álvaro Siza y los paisajes

Como
Wright, como Aalto, como Sota, Álvaro Siza es un arquitecto de pocas palabras y
menos teorías. Sin embargo, las reflexiones del maestro portugués poseen una
poderosa fuerza suasoria que proviene, cabalmente, de que sus proyectos no sean
nunca la ejemplificación de una doctrina universal, sino el fruto de la
atención a lo específico y lo inesperado, a esa compleja y abierta constelación
de situaciones que Ortega llamó el ‘yo y su circunstancia’. El yo y la
circunstancia son, en efecto, palabras clave para Siza, un arquitecto que
ejemplifica como pocos la idea del ‘autor’ sin dejar por ello de hacerlo desde
la modestia, es decir, desde el profundo entendimiento de los lugares.
Siza no tiene teoría, pero tiene estilo. Y su estilo se sostiene sobre un primer momento creativo que, si bien no es aún plástico, ya es estético: la atención al contexto. Por supuesto, tal momento no es genuino; proviene de una larga tradición. En 1731, Alexander Pope escribió al conde Burlington sobre la necesidad de “escuchar al genio del lugar”, declaración retórica que amplificaba las doctrinas clásicas sobre el genius loci y otros espíritus tutelares de la naturaleza y la casa, pero que no por ello dejaba de proponer todo un programa estético e ideológico, si no es que de algún modo político: la de tratar amistosamente los paisajes. Con Pope y con las aportaciones de la pléyade de filósofos, estetas, artistas y arquitectos que buscaron después belleza en la contemplación desinteresada de lo natural, nuestra modernidad se enriqueció con una tradición que, comenzando en los jardines pintorescos, continuó con la invención de lo sublime, avanzó con la proliferación de los grandes parques urbanos y la domesticación plena de la naturaleza, se reforzó con la irrupción de las nuevas visiones geográficas, y acabó dando pie, entre otras familias, a las muchas estéticas ambientales de la arquitectura del siglo XX: el organicismo de Wright y Zevi, la “acústica del paisaje” de Le Corbusier, el genius loci de Norberg-Schulz, y todos los enfoques contextualistas que quedaron entre medias, unos fructíferos, los otros retóricos.
La atención al lugar sobre la que se sostiene el estilo de Siza tiene que ver con esta tradición, pero a la vez la desborda. Tiene que ver con ella en la medida en que asume sin afectaciones la posición de la escucha, que es en potencia la del diálogo, en este caso con la naturaleza y con la memoria, dotada también de sus paisajes. Y la desborda de una manera harto personal, por cuanto para Siza —gran artista y, por tanto, gran deglutidor de materiales— el respeto al paisaje y a la preexistencia, lejos de ser un fin en sí mismo, es una herramienta puesta al servicio de un proyecto mayor: el acto creativo. De ahí que la actitud de escucha en Siza no tenga que ver con la humildad, sino con la modestia o, mejor, el pudor: es la contención, la honestidad, el recato, de quien reconoce que el mundo ni ha empezado ni acabará con él pero que no por ello renuncia a tratarlo, sabiendo que sus manos expertas tendrán fortuna a la hora de enriquecer la realidad.
Álvaro Siza aprendió pronto la buena costumbre de la exploración, esas prácticas del caminar que con tanta vehemencia defienden hoy Rebecca Solnit, David Le Breton y otros filósofos, y en las que de manera intuitiva son duchos los mejores arquitectos. Como antes que él su mentor Fernando Távora, Siza se pasea por los sitios donde va a construir. Mira arriba y abajo, delante y detrás, contempla lo lejano y lo cercano, y la actividad de sus ojos se compadece con la de las manos que presionan el cuaderno de apuntes y con las de los pies que hollan el suelo y dejan un rastro que a veces es una anticipación de esos recorridos laberínticos que definen sus edificios. Siza, sin duda, escucha. Pero lo relevante de su actitud no está en la humildad de labriego con la que se planta en el paisaje, sino en el siguiente paso, que ya no es físico sino mental: la interiorización de todo este aprendizaje contextual, reduciéndolo, decantándolo en una quintaesencia que al final queda almacenada en el inconsciente. En Siza, la escucha del lugar, que es en principio una actitud activa, muta en un fondo pasivo que enriquece el acto de creación pero no lo determina. Para el portugués, el lugar es un poco como aquella escalera conceptual de la que hablaba Wittgenstein en su Tractatus: la herramienta que le permite alzarse hasta una posición privilegiada desde la cual puede ya prescindir de ella. Pues no se trata tanto de respetar el mundo de la preexistencia cuanto de incorporarlo como memoria al mundo nuevo que surgirá de él. El propio Siza, tan parco en palabras, ha sabido explicarlo con precisión: el arquitecto debe ir “desde la atención al lugar hasta la disolución de ese lugar”. Por ello, nunca podremos clasificar a Siza entre los contextualistas, cualquiera que sea lo que esto signifique. Para él, la preexistencia, el lugar, es siempre potencia, nunca acto.
La roca y el muro. Nostalgia de la continuidad.
Si
el lugar es potencia, la clave estaría en adivinar el mundo de anticipaciones
que ese lugar contiene, porque hay lugares que cobijan semillas de éxito y los
hay que de antemano están como orientados al fracaso. Lo sabían bien los
romanos y los labriegos: elegir un buen lugar es empezar a construirlo, y la
elección no es sencilla. Esta constatación explica la afinidad de Siza por
Távora, un arquitecto hábil como pocos cuando de lo que se trata es de escuchar
los lugares gracias a un especialísimo instinto para “ver el primero” hecho
tanto de la sensibilidad paisajística como de la experiencia perspicaz que
dictamina de antemano qué acabará bien o mal. Son cualidades, la sensibilidad y
la experiencia —también la perspicacia— que en Siza se dan de una manera
exacerbada para ponerse al servicio de un propósito más ambicioso: el de que
los edificios, sirviendo de medios entre el mundo preexistente y el mundo
transformado, entre el antes y el después, favorezcan las continuidades.
El anhelo de continuidad es una actitud posmoderna. Si los grandes maestros del Estilo Internacional y sus glosistas académicos, renegando de las genealogías clásicas, construyeron una historia rápida y de rupturas, la continuidad y su historia lenta volvió a ser el leitmotiv de los adalides de la posmodernidad, cuya influencia fue tan poderosa que ni siquiera la retórica del nomadismo—y con ella la no en vano llamada ‘desterritorialización’— consiguió desactivarla del todo, aunque durante el proceso la continuidad como proyecto quedara disuelta en la continuidad como nostalgia. Es probable que esta nostalgia explique la obsesión de Siza por llenar sus dibujos de figuras y objetos a veces crípticos que aluden a la memoria del lugar. Pero la suya no es una nostalgia narcisista y paralizante; más bien al contrario: el portugués traduce la nostalgia —el sentimiento vívido de la ausencia de continuidades— en una búsqueda activa y optimista; la convierte en un ideal de proyecto que no se funda en los ‘grandes relatos’, sino en la necesidad de trabajar con lo circunstancial y concreto, incluso con lo inesperado y azaroso. Por eso, la continuidad que interesa a Siza no es tanto la del lenguaje ni la de los tipos, cuanto otra más abierta: la de los paisajes, las ciudades, los territorios.
La busca de la continuidad paisajística es precisamente el tema de la primera obra maestra de Álvaro Siza: el restaurante Boa Nova en Leça da Palmeira, no lejos de Oporto. Se trata de una continuidad doble. Es, en primer lugar, la continuidad del territorio físico, una costa agreste, más bien dura, que había quedado casi virgen debido a su condición de área militar y cuyo carácter estaba amenazado por cualquier intervención, por nimia que fuese. Para mantener la continuidad de este enclave, Távora —el inspirador del proyecto— supo “ver el primero” eligiendo un lugar que otros había rechazado: un promontorio rocoso y difícil donde se erigía esa modesta capilla de granito y cal que al cabo haría las veces de pendant de la intervención. La elección fue feliz: situado en un extremo de la costa, con vistas a la playa virgen por un lado y por el otro a las grúas y almacenes del puerto de Matosihnos, el lugar funciona como una especie de anfiteatro donde se representa el drama del encuentro entre la arquitectura y la naturaleza y se evoca por medio de la capilla la impronta humana en el lugar.
Con sus volúmenes quebrados que se cierran en hemiciclo, sus cubiertas inclinadas que parecen brotar del suelo, sus muros que se acomodan a los cambios de nivel, su planta que de algún modo sigue la traza rocosa, el restaurante Boa Nova apunta a una de las ideas más sugerentes de Siza: que “la arquitectura no termina en ningún punto”. Es decir: que no termina físicamente, porque los límites de los edificios no son los de los muros y cubiertas, sino los del paisaje abierto y cambiante que contribuye a construir; y que tampoco termina cronológicamente, porque los edificios no empiezan desde la nada, sino desde la preexistencia, de igual modo que ellos mismos abren el camino a otras arquitecturas por venir. En este sentido, la continuidad física que busca Siza tiene su correlato en otro tipo de continuidad: la temporal de las tradiciones en las que los arquitectos y los edificios se inscriben. La continuidad del paisaje pero también la continuidad de la memoria.
A propósito de esta continuidad de la memoria se ha señalado que la escala, el lenguaje y la materialidad del restaurante Boa Nova evidencian el influjo que, durante aquellos años, tuvo el discurso de lo vernáculo entre los arquitectos portugueses. Y es cierto: la publicación en 1961 de Arquitectura popular em Portugal abrió los ojos de los arquitectos a unas formas que, más allá del nacionalismo fascista-romántico alentado por el Régimen de Salazar, evidenciaban el firme anclaje que los edificios pueden tener en la cultura material de cada región a través de toda una sabiduría racionalista. En el caso de Boa Nova, sin embargo, la impronta de lo vernáculo no tuvo que ver ni con el nacionalismo de unos ni con el racionalismo de otros —de ahí que para los unos Siza fuera un ‘extranjerista’ y para los otros un ‘romántico—, sino con un proceso de asimilación formal y conceptual. Formal en el uso de ciertos elementos —la cubierta inclinada, la teja, el encalado, la madera, las chimeneas, los socalcos, los muros de granito, la fragmentación, la escala— que recuerdan tanto a soluciones típicas de la arquitectura popular cuanto a ciertos estilemas de los autores preferidos de Siza por entonces, sobre todo Wright y Aalto. Y conceptual en la adopción de una perspectiva que forma parte del mejor Siza: la perspectiva de la lentitud exigida por los difíciles problemas de elegir el lugar, situar el edificio en él y lograr que todas las piezas encajen en una perfecta continuidad y den la sensación de que el edificio era inevitable.
Se trata de una lentitud que cabe asociar también con la modestia, la parsimonia, la flema analítica del constructor popular, siempre tan admirado por el maestro portugués pero cuyas lecciones tuvo que asimilar por la vía indirecta de la nostalgia, pues el mundo moderno —también el de Portugal circa 1960— no lo es de quietudes, sino de aceleraciones. De ahí que las formas quebradas, ancladas al suelo, abiertas al paisaje, del restaurante Boa Nova puedan leerse como una suerte de admirable impostura: son formas que, buscando continuidades y lentitudes, acaban remedando —con sorprendente sabiduría retórica, por precoz— el lenguaje y la cultura material de un mundo en trance de fenecer.
La sutil impostura vernácula deja paso a un lenguaje más maduro —más introvertido y consciente— en la segunda obra maestra de Siza en Leça da Palmeira: las piscinas. En ellas, la continuidad se hace depender menos de las formas tranquilizadoras de la arquitectura organicista que de una estrategia radical de contraste. Tampoco aquí la arquitectura “termina en ningún punto”, pues la clave del proyecto es, de nuevo, la relación con el paisaje. Pero, en rigor, el tema es otro: no tanto incardinar un edificio en la naturaleza cuanto propiamente tratar la naturaleza como un edificio, como arquitectura en potencia, como una especie de objet trouvé del que el arquitecto se apropia para darle nuevos usos y significados. En las piscinas, la apropiación resulta compleja por ser doble: la apropiación de las pozas espontáneas que crea el océano en su encuentro con las rocas —paisaje amorfo y cambiante—; y la del larguísimo muro de hormigón que corre hacia el puerto de Matosinhos separando la carretera transitada de la costa fluctuante. La geología y el muro son, de hecho, los dos “puntos de anclaje” fundamentales —la expresión es del propio Siza— que sostienen las continuidades organizando el proyecto a lo largo de un paseo, de una promenade muy lenta y hecha de zigzags, cambios de cota, compresiones y descompresiones espaciales y fluctuaciones atmosféricas, que conduce desde la poderosa estructura lineal del muro —y, con él, al ruido del tráfico y a la fealdad del desarrollismo— hasta el espacio agreste y hasta cierto punto introvertido de las pozas marinas. No se da aquí ya ningún remedo de formas orgánicas o vernáculas: es la abstracción de la línea recta —en el muro, la rampa, los pabellones, los diques— la que construye el proyecto. Siza lo supo decir más tarde, con la mayor de las concisiones: “Arquitectura es geometrizar”.
La huerta y el jardín. Ángeles destructores, ángeles constructores
Las
dos obras en Leça da Palmeira evidencian la riqueza de recursos arquitectónicos
con los que, desde el inicio de su carrera, Siza supo responder a su anhelo de
continuidad paisajística. Tanto la piscina como el restaurante son espacios de
contacto, arquitecturas de umbral “que no acaban en ningún punto”, pues nacen
del paisaje natural y se proyectan en él. Pero, ¿qué ocurre cuando el paisaje
no es el virgen o el levemente antropizado de un promontorio rocoso o una
playa, sino el construido laboriosa, lentamente por la memoria? Ocurre que la
actitud esencial de Siza no cambia —su anhelo, su nostalgia, sigue siendo la
continuidad—, pero sí mutan las formas, las escalas, los materiales, que ya no
buscan manifestar el encuentro respetuoso con un polo natural más o menos
virgen —y sugerir esa sensación de inevitabilidad, tan del maestro— sino
prolongar un lugar contaminado por la acción humana, construido por el albur de
la historia, tal y como ocurre en dos museos ejemplares: la Fundación Serralves
en Oporto y el Museo de Arte Contemporánea de Santiago de Compostela.
La Fundación Serralves se inserta en uno de los paisajes más frágiles de Oporto: el cinturón de quintas de cultivo y recreo que un día colonizaron los alrededores de la ciudad y del que hoy apenas quedan vestigios. La quinta de Serralves, cercada y plantada con una exuberante fronda, conservaba bien las huellas de su carácter señorial, sobre todo en el edificio ecléctico que sigue coronándola: una suerte de pequeño Versalles déco. En Serralves, la pregunta clave de cómo insertar un gran edificio en un espacio histórico y botánico dotado de mucho carácter, comenzó a responderse —como en tanto proyectos de Siza— con un acto de escucha topográfica y, después, con la elección del lugar adecuado: una gran huerta que, ocupando el flanco superior de la parcela, se extendía por el paisaje sinuoso hasta alcanzar el punto más alto, donde el terreno se encuentra con la calle. Fue sobre esta huerta —tan lejos del petit Versalles como para no quebrar su escala pero lo suficientemente cercano para asegurar la relación con él— donde Siza situó un edificio muy largo y antropomórfico que se tumba con naturalidad en el terreno, girando la cabeza, alargando el cuello y abriendo las piernas.
Hay en la Fundación Serralves dos niveles de continuidad: el de la escala, que Siza resuelve mediante fragmentaciones, dislocaciones y enterramientos parciales que se enriquecen gracias al sistema de ojos, poros y protuberancias loosianas que envuelven el edificio para ajustar su tamaño al cuerpo y al paisaje; y el de un recorrido doble que, si por un lado, desvela el interior del museo por medio de pasadizos, umbrales, atrios y salas, por el otro lo circunda en una promenade. Si la continuidad de la escala se experimenta como una suerte de laberinto compuesto por esos zigzags que tan inquietante y atractiva hacen a la arquitectura de Siza, la continuidad del recorrido funde al museo con el paisaje a través de una percepción lenta, ceremoniosa, pues el edificio nunca se expone a la mirada como un todo acabado, sino merced a las visiones parciales que va componiendo la memoria a lo largo del paseo, en la mejor tradición pintoresquista. Serralves es, de hecho, una de las obras más pintoresquistas de Siza, aunque el suyo sea un pintoresquismo más bien conceptual, es decir, un pintoresquismo que, más allá de complacencias formales, se sirve de herramientas sin connotación estilística: el movimiento lento, la visión parcial, la escala amable, la irregularidad premeditada, el moderado efecto sorpresa.
Como en las piscinas de Leça da Palmeira, en Serralves la continuidad con el paisaje no se da por asimilación, sino por contraste. Un contraste sostenido en los poderes de la geometría —en la mano que dibuja con libertad una vez que el lugar ha pasado al inconsciente— y que es afín al que Siza aplica también en uno de sus edificios más complejos: el Museo de Arte Contemporáneo de Santiago de Compostela, verdadero crisol de artificios y memorias. Si en Serralves la elección del ámbito de actuación —la huerta de la quinta— fue fundamental para hacer posible la ‘destrucción creativa’ asumida por el proyecto, en Santiago lo fue aún más si cabe. El alcalde —y arquitecto de profesión—, Xerardo Estévez, quería acentuar el carácter simbólico del monasterio de Santo Domingo de Bonaval —panteón de Rosalía de Castro y de las letras gallegas— construyendo un edificio dedicado al arte contemporáneo; pero, temeroso del efecto devastador que la intervención hubiera podido tener en enclave tan frágil, quiso en principio que el museo se retranqueara respecto de la calle para mantenerse en un decoroso segundo plano respecto a la fachada barroca del monasterio. Siza consiguió convencerle de lo contrario, de suerte que el museo pudiera extenderse a lo largo de la calle para acabar alineado con el convento al tiempo que se separaba un tanto de él. Este cambio afirmó la presencia cívica del edificio, pero supuso un reto compositivo que Siza resolvió con su estrategia habitual de fragmentación sabia y difícil: formado por la macla de tres volúmenes de la que emanan unos bellísimos espacios interiores, el proyecto se tensiona en la esquina, justo en el lugar donde la cercanía entre el museo y el monasterio es mayor, abriendo su extraño acceso a la plazuela surgida entre ambos. El de acceso es un espacio que cabe interpretar como una suerte de propileos de granito que, si por un lado evocan esas plazas barrocas de Santiago que tanto gustaban a Rossi, por el otro conservan la modestia de las encrucijadas rurales, tan típicas de Galicia y el norte de Portugal.
¿Dónde conduce la encrucijada, la puerta pública, el ágora en miniatura que se abre entre el convento y el museo? Al terreno que no queda ocupado por el edificio un lugar descuidado pero lleno de historia y construido a fuerza de destrucciones: el jardín potencial sobre el que también acabó trabajando Siza. De hecho, la geometría del jardín de Bonaval es casi tan bella como la del museo, aunque las estrategias seguidas en uno y otro caso no puedan ser más distintas. Si el museo se aborda como un problema estricto de composición, de enlace deconstructivo entre formas platónicas, en el jardín Siza actúa con el cuidado de un topógrafo o arqueólogo que conoce hasta el más nimio detalle del lugar donde trabaja. Por ello, antes de diseñar el jardín, Siza y su colaboradora local, la arquitecta Isabel Aguirre, se propusieron la difícil tarea de descoser las cicatrices, abrir las grietas de un enclave que había sufrido como pocos en Santiago los envites de la entropía: primero, debido a la transformación del territorio por los monjes labradores; después, por las ampliaciones y renovaciones del Barroco y la Ilustración; más tarde, por causa de las demoliciones de la desamortización eclesiástica; tras ellas, a consecuencia de la apropiación de los espacios por parte de particulares poco escrupulosos y la construcción de un modesto cementerio parroquial; finalmente, a raíz del impacto del feísmo desarrollista. Lo que apareció tras la criba fueron los materiales de un verdadero jardín de la memoria: los socalcos donde plantaban los monjes; los muros de piedra que sostenían las plataformas de cultivo; los sillares de los edificios auxiliares; los preciosos canales de riego; los nichos vacíos del camposanto… La visión retrospectiva, el litigio poético a la entropía que Siza ensaya en Santiago es tan poderoso como para que nos preguntemos si no estaría equivocado Walter Benjamin con su alegoría de la historia: si, junto con el ángel arrastrado de espaldas por el ímpetu del progreso y que contempla alucinado el panorama de destrucciones que deja tras sí, no sería posible concebir un ángel constructor que volara en sentido opuesto para recomponer lo que el soplo de la historia quiso arruinar.
El acueducto y el plinto. Monumentos en tono menor
El
anhelo de Siza por la continuidad puede ceñirse a un paisaje en sentido
canónico; en tal caso, su arquitectura se inserta en un paisaje natural con
carácter, poderoso y al mismo frágil, como el de Leça de Palmeira. La
continuidad puede tener que ver también con lugares donde el paisaje natural
convive con la memoria consolidada; entonces el problema se vuelve más complejo
y delicado, como ocurre en la Fundación Serralves y el museo de Santiago. Hay
casos, sin embargo, en los que la continuidad, más que como la busca de una
transición coherente, tiene que abordarse como un problema de arraigo en
terrenos poco firmes: de arraigo en un paisaje que no tiene carácter por ser
fruto de la tabula rasa o porque la
erosión moderna lo ha privado de sus atributos. Esta es, precisamente, la clase
de continuidad difícil que se da en dos proyectos en apariencia disímiles de
Siza: el barrio de la Malagueira a las afueras de Évoca, y el conjunto
parroquial de San Marcos de Canaveses, cerca de Oporto.
El barrio de la Malagueira fue un reto en la carrera de Siza. No solo porque implicó el trabajo con escalas mayores sino también por su condición eminentemente social, en cuanto proyecto participativo de los tiempos de la Revolución de los Claveles. En lo que toca a la participación, Siza fue escéptico: aunque intentó dar respuesta a las demandas de la comunidad —“el arquitecto es la mano del pueblo”—, se mantuvo firme a la hora de deslindar las competencias, dejando claro que quien manejaba el lápiz y el compás era, en primera y última instancia, el autor. Más difícil de abordar fue el problema de la escala, pues el ámbito de actuación se extendía por 27 hectáreas dispuestas entre dos barrios informales a las afueras de Évora y que conformaban poco más que un agro seco en el que podían encontrarse —un poco a la manera de las descripciones arbitrarias de Borges— un arroyo agostado, los restos de unos baños árabes, una vieja quinta, un naranjal, un depósito de agua, un gran alcornoque y, al fondo, los bloques de siete plantas que la modernidad había plantado en la periferia de Évora. Aunque se tratara de un acervo bien pobre, amén de disperso, antipoético e incapaz de estructurar por sí mismo el paisaje, Siza se ciñó a él con voluntarismo, de manera que el arroyo sirvió para estructurar el eje Este-Oeste, en tanto que las huellas de los caminos espontáneos que ligaban los dos barrios informales dieron pie a un eje Norte-Sur de comunicaciones. Después, sobre este cardo y este decumanus incardinados sobre un cuasi no-lugar, Siza dispuso una densa malla de casas-patio con paredes enjalbelgadas y trazas modestas pero amables: versión alentejana y povera de las mitificadas siedlungen, y eco posmoderno de los no menos mitificados ‘pueblos de colonización’.
La referencia a las siedlungen y los ‘pueblos’, más allá de ser una modesta demostración de pedantería, sugiere un problema común: el de cómo evitar la monotonía formal y la anomia simbólica. Siza era consciente, en este sentido, de que romper la trama homogénea de casas recurriendo solo a medios estéticos hubiera sido incurrir en la caricatura; de ahí que su búsqueda de continuidad cívica se tradujera en una estrategia de extrañamiento que consistió en canalizar las infraestructuras de la colonia —agua, electricidad, saneamiento, teléfono— por medio de un artefacto levantado del suelo y dispuesto a lo largo del decumanus. El resultado fue una suerte de acueducto que, además de aludir al de Évora, tenía otras virtudes: la de trascender la escala de lo individual —la casa— con la escala de una infraestructura que podía leerse en clave colectiva; la de incorporar un sistema non finito de espacios crecederos bajo el acueducto; y, sobre todo, la de sugerir cierta monumentalidad. Una monumentalidad ligada a la doble interpretación del acueducto como artefacto funcional y patrimonial, y que, si bien puede considerarse un tanto impostada y retórica, en ningún caso resulta avasalladora o enfática. La del acueducto de la Malagueira —posmoderno en su vocación, moderno en su forma— es una monumentalidad en sordina, decorosa, en tono menor: acaso la única monumentalidad posible hoy en día.
También monumental a su manera es el conjunto parroquial de San Marcos de Canaveses, aunque aquí la retórica sirviera menos para generar identidad en un paisaje sin atributos que para recuperar la identidad perdida o cuando menos amenazada de un paisaje en transformación. En efecto: no puede calificarse sino de amenazado el entorno de Marco de Canaveses, población de unos diez mil habitantes que ha sufrido, como tantas de la periferia de Oporto, el embate de un desarrollismo casi siempre aliado con el feísmo. El feísmo del lugar no tiene que ver con el delicado paisaje agrario del norte de Portugal, que aún perdura, sino con los procesos de proliferación y emergencia que definen cualquier enclave ‘moderno’: la proliferación urbana que tiende a colmatar las parcelas disponibles y a romper el sabio equilibrio de casa y terreno que definió antaño el entorno; y la emergencia de tipos e infraestructuras nuevas — bloques de viviendas, centros de salud, bibliotecas, almacenes, centros comerciales, autopistas— cuyo lenguaje y cuya escala dañan de inmediato a la vista. Si no fuera porque nuestra globalización valora tanto lo entrópico y lo descompuesto, el paisaje en mutación y con tendencia a la vulgaridad de Marcos de Canaveses podría tildarse, simplemente, de caótico, y quizá esto explique que, a la hora de intervenir en él, Siza optara por una estrategia tan antigua como la propia arquitectura: la instauración de un orden.
El orden que instaura el conjunto parroquial de San Marcos, como tantas veces en la obra de Siza, tiene varias caras. De un lado, es un orden topográfico: el zócalo, protagonista del proyecto, se desliga del nivel de la calle y del ruido de los coches para llevar a la iglesia y al resto de dependencias a un plano superior, un poco como los plintos levantaban a los templos hasta un estrato sagrado. Este aislamiento intencionado es, por supuesto, un gesto de cesura; pero no por ello deja de ser también un gesto de continuidad en relación con otras preexistencias: por un lado, de continuidad geométrica con algunos edificios banales que rodean al conjunto, con los que el zócalo se alinea de manera que su traza no resulte arbitraria; y por el otro, de continuidad topográfica con las terrazas de cultivo o socalcos que hace siglos dieron forma al territorio y cuyas huellas perduran por doquier. Lo relevante es que, en San Marco de Canaveses, lo topográfico acaba siendo un modo de decirse lo simbólico, no tanto porque el plinto sostenga una iglesia cuanto porque inserta en la trama de la población un poderoso polo de referencia, un ‘centro’ en el sentido que dieron al término Sedlmayr o Arheim: un núcleo estructurante de significado. De esta manera, el plinto separa tanto como recompone, ordena y jerarquiza; da voz al lugar y crea un nuevo enclave cívico y paisajístico, pues funciona como una plaza de encuentro y como un belvedere abierto el paisaje caótico pero todavía bello del entorno.
El plinto de San Marco de Canaveses —igual que el acueducto en Évora— es un gesto retórico pero no grandilocuente. Aunque evoca las plataformas de Macchu Picchu —Siza reconoce la referencia—, su escala tiene más que ver con las disposiciones lentas, parsimoniosas y aparentemente inevitables de las mejores tramas vernáculas. La intervención, en cualquier caso, produce un efecto inmediato de orden, singularidad y decoro. Ni siquiera el volumen rotundo de la iglesia rompe la escala; de hecho, logra mantener cierto aire doméstico, igual que tantas casas de Siza tienen cierto aire de monumentalidad. El de Siza es un tono menor: un tono en el que hay tanta confianza en el estilo propio como alergia al exhibicionismo, tantas alusiones al paisaje como prevención ante cualquier complacencia pintoresca. El de Siza es un tono menor que se sostiene en el gusto: el buen gusto ético.
La costura y la trama. Paisajes de la ciudad
La
contención, el tono menor y el buen gusto ético se evidencian aún más cuando
Siza atiende a tamaños mayores y a la presencia consolidada de la memoria:
cuando atiende a los paisajes de la ciudad. El trabajo urbanístico no suele
gustar a los arquitectos —la escala, los plazos, las diligencias, los
presupuestos, parecen trabajar de consuno para diluir el ímpetu creador, para
entorpecer el paso del papel a la realidad—, y es probable que también resulte
incómodo para un creador de formas como Siza. Con todo, sus intervenciones en
tramas urbanas, con ser pocas y un tanto anónimas —o acaso precisamente por
ello— transmiten mejor que sus edificios la idea de que la arquitectura es
hecho colectivo y memoria de lugares. Así, al menos, lo evidencian actuaciones como
la del Chiado en la Lisboa histórica, una intervención que, desde el principio,
estuvo determinada por una inquietante condición reiterativa, como de salto
entre catástrofe y catástrofe. Su objetivo, de hecho, fue paliar las
consecuencias del incendio que en 1988 destruyó parcialmente un enclave que
había sido fruto, precisamente, de la reconstrucción de Lisboa tras otro gran
desastre, el célebre terremoto y tsunami
de 1755.
El objeto de intervención en el Chiado no fue el objeto singular, el monumento concreto, sino esa trama anónima y continua que hace posible que las excepciones simbólicas destaquen en la ciudad y funcionen precisamente como eso, como monumentos. Desde los tiempos de Alberti, sabemos que una de las claves de la continuidad de los paisajes urbanos es la escenografía de sus fachadas, que son piel al mismo tiempo que rostro urbano, y esta es acaso una de las razones de que la conservación del patrimonio se haya convertido hoy en una cuestión de fachadismo. El recurso al fachadismo fue, en rigor, la estrategia fundamental de Siza a la hora de recomponer el paisaje urbano del Chiado. Evocando las llamadas gaiolas (‘jaulas’) —estructuras de madera independientes de las fachadas de fábrica, que se levantaron tras 1755 para que, en caso de un nuevo terremoto, los ocupantes permanecieran a salvo—, Siza concibió un sistema de jaulas de hormigón armado susceptibles de adosarse a todas las fachadas respetadas por el fuego, de manera que lo nuevo quedara enmascarado con la memoria de lo viejo.
El fachadismo no tiene por qué ser sinónimo de impostura. Como Semper antes que él, Siza cree que la piel del edificio puede ser ‘revestimiento’ o ‘máscara’, y que debe ser máscara justamente cuando lo que se dirime es el imaginario social. Por eso, el portugués apuntaló fachadas y reconstruyó puertas, cornisas, guardapolvos, en un empeño obsesivo y eficaz, como si otra vez contara con la ayuda de un ángel constructor que se resistiera al embate de la entropía. Pero Siza no se contentó con restituir imágenes, con recomponer atmósferas, sino que, en buen reformista —heredero de aquel marqués de Pombal que reconstruyó Lisboa tras 1755—, aprovechó la destrucción para instaurar un nuevo orden. Así, suturó cicatrices, cortó tejidos y abrió costuras, descubriendo intersticios, recuperando pasos, abriendo plazas e insertando escalinatas que sirvieron para conectar partes hasta ese momento separadas de la ciudad, y para despejar al cabo cualquier obstáculo a la continuidad urbana. La ciudad de Siza no es ese dédalo de ámbitos desconectados, de mónadas hipervigiladas, que tiende a proliferar en nuestras sociedades miedosas y clasistas; es un paisaje unitario, el ágora de la apertura y la responsabilidad.
Que Siza profese esta idea ilustrada y optimista de la urbe —tan europea y mediterránea, tan afín a las escalas intermedias y a la continuidad con la memoria— explica en parte su fracaso a la hora de trabajar en paisajes donde lo que predomina son las rupturas y las aceleraciones: los paisajes de la globalización. Cuando no puede ‘anclarse’ a las referencias habituales —la metáfora del ancla gusta al maestro—, Siza parece dudar o, cuando menos, sentirse más incómodo, y esto se nota en uno de sus proyectos urbanos más destacados: el plan de ampliación de Macao, antiguo enclave portugués en China. No había aquí grandes referencias topográficas, ni claves paisajísticas, ni apenas memoria como no fuera la silente de la geografía; no había, de hecho, ni siquiera suelo donde trabajar, porque el propósito del proyecto era, precisamente, ganar terreno al mar y construir sobre él un nuevo barrio. Para enfrentarse a la situación inédita de concebir un suelo en lugar de transformarlo —el reto de escuchar un lugar que aún no existe—, Siza recurrió a una estrategia que alió continuidad y ruptura: la ruptura con la línea de costa, de manera que el espacio ganado al mar pudiera distribuirse en dos islas viradas hacia orientaciones diferentes, una suerte de inmensos navíos; y la continuidad por medio de una trama rigurosamente geométrica que se inspiraba en la traza de las viejas ciudades de colonización españolas. Mientras que las dos islas o penínsulas, merced a su independencia formal, mantendrían intacto el precario tejido histórico de Macao, la retícula interior haría posible esa trama homogénea y continua de manzanas —ese fondo de orden— que, según Siza, estructura la vida de las mejores ciudades.
Por supuesto, Siza no tuvo mucho éxito en su empeño, bien porque la altura de los edificios acabara duplicándose respecto a lo previsto en el plan, o porque la retícula, garantía de cierto orden visual, no tiene por qué serlo de la belleza. De manera que Macao, con sus construcciones coloniales y sus aparatosos casinos, acabó asimilándose a tantos otros escenarios de la globalización por la vía del pintoresquismo huero de los rascacielos y las luces nocturnas. Pero incluso para fracasar hay que tener estilo. El fiasco chino orientó el trabajo internacional del maestro portugués hacia encargos más acotados y fáciles —como los teatrales proyectos en Corea del Sur—, pero puso de manifiesto que, ni siquiera en los no-lugares sometidos a las más poderosas corrientes especulativas y a las más delicuescentes maneras de entender la ciudad, Siza es capaz de renunciar a su nostalgia por la continuidad, al militante tono menor, al decoro, al orden poético. A esa sensibilidad, en fin, que sugiere que toda estética es, el fondo, una antigua ética.