Cuando la memoria no encuentra casa

La función de un monumento es hacernos recordar:
guardar la memoria de las cosas que merecen salvarse de la quema del tiempo.
Para lograr algo tan difícil, los seres humanos hemos creado depósitos que atesoran
formas intemporales y palabras cuyo mensaje se graba en superficies de piedra con
la esperanza de que queden ahí para siempre. Las formas pueden ser las de las
pirámides o los dólmenes, y las palabras, las que se escriben en esos arcos del
triunfo, columnas conmemorativas y peanas de esculturas que intuitivamente hoy
seguimos asociando a la idea de “lo monumental”.
Hay tantos monumentos como tipos de recuerdo y, siendo
la inventiva humana tan grande, sería casi imposible describir los modos y
lugares en que podemos recordar a un héroe mítico, una batalla eminente, una
gran derrota o una hazaña intelectual por medio de estatuas de reyes abúlicos,
figuras de mílites gloriosos de guerras ya olvidadas o bustos de poetas más
bien irrelevantes.
Diversos por sus formas y temas, los monumentos
pueden, sin embargo, clasificarse en familias. Una sería la de los monumentos
conmemorativos, que evocan un hecho o persona del pasado. Otra, la de los
artísticos, que dependen del valor estético que les adjudiquemos. Y la última y
más paradójica, la de los monumentos históricos, que, sin haberse concebido en
origen para conmemorar y sin tener por fuerza mérito artístico, consideramos como
tales solo por el hecho de ser antiguos.
De estas familias, la que más consenso concitan son
las dos últimas. En nuestros tiempos de superstición por el patrimonio, poco nos
atreveríamos a discutir que una construcción del pasado merece salvaguarda, más
aún si es artística. De ahí que los problemas tengan que ver sobre todo con los
monumentos genuinos, los conmemorativos: son estos los que tienen el potencial
de producir incomodidad o rechazo en cuanto testimonios de valores distintos a los
nuestros, cápsulas del tiempo que nos arrojan a la cara toda suerte de
ideologías. Basta con pensar, sobre esto, en el interés que la cultura de la
cancelación pone en las lápidas, bustos y estatuas de personajes que un día se
reverenciaron como próceres, hasta hace poco tratábamos con indiferencia y hoy muchos
juzgan con severidad: Cristóbal Colón manchado de pintura roja, el general Lee
descabalgado, el marqués de Comillas confinado en un almacén municipal.
Esta inquina retrospectiva no hace sino confirmar que
los monumentos, incluso los más modestos, pueden desplegar toda su potencia evocadora
a poco que los reconozcamos como tales. Y aquí es donde surge la paradoja:
nuestra época, que se interesa por los monumentos como casi ninguna otra, no
sabe en general construir monumentos nuevos. Ha olvidado en qué consiste su
fuerza simbólica.
Para ilustrar esta paradoja, se puede acudir a dos
ejemplos recientes: el desmantelamiento del monumento a las víctimas del 11M en
Atocha y la transformación de la pirámide de Enver Hoxha en Tirana. El artefacto
madrileño no se ha cancelado porque lo exigiera la ampliación de una línea de
metro, tal y como se ha dicho. Se ha eliminado porque nadie ha sabido o podido verlo
“en cuanto monumento”, es decir, como algo capaz de transmitir cierta memoria.
Ni su forma abstracta y arbitraria, ni su disposición lobotomizada con una
parte enterrada y casi inaccesible y otra parte situada en una rotonda de
tráfico, han sido capaces de concitar ningún sentimiento, de sugerir ninguna
idea. Y la consecuencia es que la pieza al 11M dirá más una vez demolida —comunicando
desde la ausencia— que cuando, de un modo forzado, se quiso convertir en
monumento.
El caso de Tirana es el opuesto. Su problema no estriba
en la falta de poder simbólico, sino en su exceso: en el disgusto que los
monumentos producen cuando ya no se ajustan a los valores de una sociedad. La
llamada “pirámide de Tirana” se construyó en 1988 como mausoleo al dictador
comunista albanés Hoxha y, con la caída del Telón de Acero, se convirtió en un
problema. Muchos abogaron por su demolición, pero al final se optó por cancelar
sus valores monumentales. El empeño ha sido exitoso: los arquitectos holandeses
MVRDV han convertido, añadiendo rampas e insertando volúmenes de colores, la
plúmbea pirámide en un divertido y luminoso, casi ingenuo, “Centro de
tecnologías para jóvenes”. Se trata de un buen ejemplo de desactivación
monumental por medios festivos, hábil porque evita la violencia de la
demolición al tiempo que no deja rastro simbólico del edificio original. ¿Les
espera un destino semejante a nuestros monumentos más incómodos, desde el Valle
de los Caídos hasta el Arco de la Victoria en Madrid?
Pero no todo ha sido atrofia monumental. La modernidad
ha sabido construir algunos excelentes monumentos, y es imposible no recordar
con admiración los océanos de cruces junto a la playa de Omaha, el Monumento al
Holocausto en Berlín, los spomeniks en el paisaje de la antigua
Yugoslavia, el memorial a los muertos de Vietnam en Washington o incluso
el del 11M en Nueva York. En su abstracción intuitiva, en su diálogo
inteligente con el contexto, en su sentido cívico, todos ellos saben evocar el
pasado hasta el punto de producirnos escalofrío. Son serios, poéticos y eficaces,
aunque, al contemplarlos, uno no pueda dejar de pensar en que su virtud está en
traer a la memoria nada más que guerras, crímenes y devastaciones. ¿Por qué los
monumentos modernos solo parecen funcionar cuando conmemoran la muerte?