Cuando París se convirtió en París

Los escritores entendieron pronto que no hay mundo más
rico, universo más propicio a la ficción, que la ciudad, hábitat y relato en sí
mismo donde vivimos y soñamos. Aunque durante mucho tiempo las calles, las
plazas y los edificios se trataron en novelas y poesías como una suerte de
escenarios de cartón piedra, poco a poco la ciudad fue convirtiéndose en un
actor más y, con Balzac y Baudelaire, llegó a ser al fin protagonista, papel
que nadie le ha arrebatado desde entonces, tal vez porque escribir de lo urbano
sea escribir sobre casi todo. A la ciudad nada de lo humano le es ajeno.
Que quien novela la ciudad tiene mucho ganado lo
entendió bien Émile Zola, develador de las hipocresías del imperio burgués de Napoleón
III, y cuya gran novela La jauría ha rescatado la editorial Alba junto
con otros títulos de la monumental serie ‘Los Rougon-Macquart’. Libro poderoso
y turbio, La jauría responde al proyecto de retratar descarnadamente la
época merced al peculiar método de su autor: “Abrir las ventanas cada mañana y
mirar el París que tengo delante”.
¿Qué contemplaba el Zola asomado al balcón? Contemplaba
el momento álgido de las demoliciones propiciadas por el barón Haussmann,
prefecto del Sena e inventor de la urbe moderna. Contemplaba el momento en que
la capital francesa estaba dejando de ser la ciudad sucia, anacrónica y misteriosa
que había fascinado a los románticos, para devenir en la metrópolis
limpia, monumental y capitalista que enseguida haría las delicias de un Monet o
un Pissarro, y que hoy seguimos admirando. Contemplaba el momento en que París se
convertía en París.
La gran metamorfosis de París tiene por
supuesto sus especialistas. Pero no deja de ser sintomático que quienes se
interesaran primero en ella fueran filósofos como el Walter Benjamin del Libro
de los pasajes, y antes que ellos literatos como Zola. De hecho, y como bien
ha señalado Juan Calatrava —pionero en el estudio de las relaciones entre arquitectura
y literatura—, quienes escriben sobre la ciudad suelen ver más cosas que
quienes la construyen, y lo que vio Zola en el París de entonces fue tanto una historia
urbana como una historia moral cuyo tema, como el de otras grandes historias, es
la codicia humana y, con ella, el hastío y la deshumanización.
El protagonista de La jauría, Saccard,
consigue atesorar una fabulosa fortuna gracias a sus especulaciones en el
París demolido y reconstruido por el “ejército de obreros, alguaciles,
accionistas, ingenuos y ladrones” de Haussmann y sus ingenieros. La novela da
cuenta de este ascenso por medio de pasajes memorables, como el que describe a
un Saccard medio muerto de hambre que, contemplando la ciudad desde Montmartre,
sabe ya imaginarse París “troceada a sablazos, con las venas abiertas,
alimentando a cien mil cavadores y albañiles”, y se figura que de esas heridas
no manará sangre sino una lluvia fina de monedas de veinte francos. Una lluvia
que, junto con los monumentos y los bulevares, traerá consigo alcantarillas,
inodoros, salones, galerías, alcorques, farolas y esos invernaderos tropicales
y boudoirs de mármoles carnales donde los otros dos protagonistas de la
novela, la esposa de Saccard y su hijastro, consuman su adulterio incestuoso,
como si el dinero fuera cifra de la iniquidad moral.
La visión prospectiva y casi a vista de
pájaro de París que ensaya Saccard tiene algo de las fotografías que por
entonces hacía Nadar desde la barquilla de un globo. Pero Zola no se limita a
retratar la visión cenital de la urbe, sino que lleva al lector a ras de suelo
para pasearlo por los escenarios de destrucción creados por los afanes
reformistas: avenidas de barro, edificios destripados, cajas de escaleras
vacías, habitaciones al aire como si fueran cajones de un mueble feo. Se trata
del espectáculo de las ruinas del progreso; panorama que, a diferencia del que
contempla el Ángel de la Historia de Benjamin, no causa melancolía o desolación,
sino placer estético. Como siempre han sabido los Saccard de turno, cuando se
gana dinero todo acaba resultando hermoso.
No deja de ser inquietante que La jauría,
ficción más real que la realidad, tuviera como contrapunto una realidad más
ficticia que la ficción: la crónica de la Comuna de París escrita por Edmond de
Goncourt en 1871, el mismo año en que Zola sacaba a la luz su libro. En él, el
célebre memorialista no narra la destrucción del París medieval, sino la del novísimo
París de Haussmann, y lo vive como un pequeño apocalipsis burgués: por un lado,
las devastaciones de las decenas de miles de obuses lanzados sobre la ciudad
por los prusianos vencedores que acababan condenar al exilio a Napoleón III;
por el otro, los estragos de la revuelta
anarquista, las barricadas, los árboles arrancados de cuajo y destinados a las
hogueras, los animales del zoo sacrificados para vender su carne a precio de
oro, la columna Vendôme por el suelo, el Hôtel de Ville incendiado, y por
doquier un escenario de ruina que resultaba parecido al de las demoliciones especulativas
que no hacía nada tipos como Saccard habían contemplado con gozo.
Zola y Goncourt, como antes de ellos
Victor Hugo y Baudelaire, supieron ver en París el laboratorio de las construcciones
y destrucciones sobre las que crecía la ciudad moderna. El siglo xx, con los
bombardeos aéreos, los urbanistas dementes y los especuladores aún más cínicos
que Saccard, no hizo sino confirmar sus pronósticos.