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Cuatro ciudades, cuatro arquitectos

Eduardo Prieto

Las ciudades son fruto de la conjugación de la política con la economía. Una conjugación difícil, porque las necesidades sociales no suelen coincidir con la voluntad política, como tampoco suele coincidir la voluntad política con la voluntad económica de los grandes grupos financieros de los que depende el crecimiento urbano. En este contexto —que con la globalización se ha vuelto más enrevesado si cabr— los arquitectos muchas veces no encuentran acomodo más que como consejeros de lujo a los que se les escucha educadamente, pero cuyos dictámenes no se siguen. Consejeros a los que, en el mejor de los casos, se compensa con algún encargo singular, muy visible y en ocasiones incluso monumental, que los políticos y los financieros utilizan como coartada visual de los proyectos urbanos que han promovido siguiendo otros criterios.

Esto no significa que los arquitectos no puedan tener un papel protagonista en la ciudad. Significa solo que su protagonismo depende de otros medios para ser efectivo: medios que tienen que ver menos con el diseño urbano que con el diseño de edificios. De hecho, hay arquitectos cuyo trabajo edificio a edificio, extendido a lo largo de décadas y desarrollado sobre todo para clientes privados, ha llegado a transformar sus ciudades, si no en términos cuantitativos, sí en cuanto a la idea que los ciudadanos tienen de ella. Cuando ejercen como ‘profetas en su tierra’, los arquitectos de genio pueden llegar a definir radicalmente la imagen urbana, hasta el punto de que su trabajo implique un antes y un después en la historia de la urbe donde construyen. Fue el caso de Bernini en Roma, de Schinkel en Berlín o de Gaudí en Barcelona. Y es el caso también los arquitectos y ciudades que se presentan en estas páginas: Herzog & de Meuron en Basilea, Antonio Palacios en Madrid, Gio Ponti en Milán y Hugh Maaskant en Rotterdam.

Herzog & de Meuron en Basilea

El ejemplo de Jacques Herzog y Pierre de Meuron es el más singular de los cuatro. Singular porque Basilea —la localidad natal de la pareja de suizos, donde tienen su estudio desde 1975— no es una ciudad en construcción o en reconstrucción, sino una urbe fundamentalmente acabada cuyas piezas es difícil tocar o cambiar. Es cierto que Basilea y Suiza en general han experimentado cierto crecimiento urbano los últimos años, pero no es menos cierto que este crecimiento ha estado definido, a diferencia del de otras ciudades como Londres o Madrid, por la moderación. Una moderación que define también su arquitectura, constreñida de un lado por las exigencias de conservación monumental del casco histórico, y definida del otro por la austeridad formal de la que presumen los profesionales suizos.

En Basilea, esta tendencia a la moderación se ha contrarrestado con la voluntad de cosmopolitismo y sofisticación. Situada en la confluencia entre Suiza, Francia y Alemania, la ciudad ha sido desde siempre un centro económico importante, abierto a todo tipo de intercambios. Basilea también presume de ser una ‘ciudad de la inteligencia’, por cuanto por su universidad han pasado figuras de la talla de Erasmo de Rotterdam, Daniel Bernoulli, Leonhard Euler, Jacob Burckhardt o Friedrich Nietzsche. Ha sido sobre este sustrato de cosmopolitismo, sofisticación y orgullo local sobre el que Herzog & de Meuron han sabido trabajar, sintonizando con el espíritu local de moderación pero sin renunciar a una experimentación plástica que, desde el principio, han entendido y apreciado clientes muy diversos. El resultado han sido una colección de edificios de escalas y tipos no menos diversos, desde la ya mítica Estación de señales hasta la propia Fundación que Herzog & de Meuron han regalado a la ciudad, pasando por los hitos más importantes construidos en Basilea en los últimos años veinte años: el mediático Estadio de fútbol de St. Jakob, la colosal Messe o la polémica sede de Roche, un rascacielos cuya altura ha superado con creces la de la catedral gótica que desde el siglo XIV había sido la cumbre de la pujante y cosmopolita ciudad suiza.

Antonio Palacios y Madrid

Aunque no resulte conocido internacionalmente, Antonio Palacios definió buena parte de la imagen de Madrid, al menos del Madrid que más valoran tanto los turistas como los propios madrileños: el Madrid de la Gran Vía. Especie de pendant corporativo de Gaudí, Palacios fue un arquitecto superdotado cuyo éxito descomunal no se vio acompañado de fortuna historiográfica hasta hace relativamente poco. Amante de las columnas monumentales, de los huecos ciclópeos, de los zócalos poderosos, de las estereotomías implacables, Antonio Palacios, fallecido en 1945, fue quizá el último gran arquitecto de la tradición ecléctica europea. Tomó como referencias la tradición española y el Sezessionstil, amén de la Escuela de Chicago y de un expresionismo de tintes a la vez centroeuropeos y personales. Es decir, un cajón de sastre de estilemas y vocación monumental que hicieron que Palacios fuera visto por las primeras generaciones modernas españolas como el maestro por antonomasia del anacronismo.

Tildado de anacrónico, Palacios fue sin embargo uno de los arquitectos más comprometidos con su tiempo: esa época optimista y fructífera —esa verdadera ‘Edad de Plata’— que abarca las tres primeras décadas del siglo XX, y durante la cual Madrid se convirtió en una gran capital. Este afán tardío de modernización y monumentalización llevó a consolidar los ensanches burgueses de la ciudad y a conectarlos mediante la Gran Vía, arteria principal hecha a imitación de los grandes bulevares parisinos pero dotada de una peculiar atmósfera americana (de hecho, en ella se levantó en 1930 el primer rascacielos europeo, el Edificio para Telefónica). Palacios dejó su huella en la Gran Vía a través de una serie de edificios excepcionales por su calidad, y que la ciudadanía, desde el principio, vio como algo propio: el Casino de Madrid (frecuentado por la burguesía), el  Palacio de Telecomunicaciones (que un Trotski asombrado tildó de catedral contemporánea), el Banco Español del Río de la Plata (homenaje sui generis al otro gran arquitecto de Madrid, Juan de Villanueva), las bocas del Metro (símbolo de la modernidad madrileña) y, finalmente, el Círculo de Bellas Artes (innovador edificio de usos mixtos que frecuentaron artistas como Federico García Lorca y que hoy sigue siendo la sede de la entidad cultural privada más importante de Madrid).

Gio Ponti y Milán

Milán, la ciudad natal de Gio Ponti, vivió entre 1950 y 1970 uno de los periodos más brillantes de su historia. El desarrollo económico había hecho de la capital lombarda el motor de la reconstrucción del país tras la II Guerra Mundial, sin que dejara por ello de seguir desempeñándose como un gran foco cultural en el que la aristocracia y la burguesía locales, desde siempre sofisticadas, mimaban el arte, la música y el cine. También mimaron la arquitectura: en la década de 1950 confluyeron en Milán un grupo de arquitectos—Ponti, Caccia Dominioni, Gardella, más tarde también Rossi— que trascendieron el racionalismo para asumir una postura más abierta a la cultura popular y a la historia, una postura que, en el caso de Ponti, se tradujo en un fructífero y sensual eclecticismo.

El eclecticismo que en aquellos años le reprocharon a Ponti los guardianes de las esencias del Movimiento Moderno explica probablemente el éxito que tuvo en su ciudad natal, donde construyó en 1925 —tres años antes de fundar la revista Domus— su primera obra, la historicista Casa en via Randaccio. A partir de aquí, Ponti, a lo largo de los casi cincuenta años de su carrera, no hizo sino adaptar con gran talento talento su estilo a los tiempos y las necesidades de sus clientes, explorando con éxito tipos arquitectónicos de gran diversidad: si el barrio Harar era la versión monumental del racionalismo, la iglesia de San Lucas Evangelista, con sus formas plásticas, atendía al espíritu reformista del cardenal Montini, en tanto que el Edificio de oficinas Montedoria —el último que construyó en su ciudad natal — suponía un intento de asimilar cierto brutalismo al contexto local. Sin embargo, el edificio con el que Ponti dio su icono al Milán moderno fue la celebérrima Torre Pirelli (1960), primer rascacielos de la urbe, símbolo del desarrollismo económico de la Italia de la dolce vita, y cumbre de la metrópolis lombarda hasta 2009, cuando fue rebasada por otro gigante mucho menos elegante y simbólico, el Palazzo Lombardia.

Hugh Maaskant y Rotterdam

El 15 de mayo de 1940 noventa bombarderos nazis descargaron su carga sobre Rotterdam. Murieron unas mil personas, 70.000 se quedaron sin hogar, y fueron destruidas casi 25. 000 casas. El casco de la ciudad fue barrido por el fuego, y la antigua y orgullosa Rotterdam medieval y renacentista, una de las cunas del humanismo europeo, dejó de existir para siempre. Sus ruinas fueron la tabula rasa sobre la que se erigió la extraordinaria carrera de Hugh Maskaant, hecha a partes iguales de tecnocracia y de genio.

Con las decenas de fábricas, oficinas, hoteles, sedes corporativas y edificios públicos que construyó en su ciudad natal, Maaskant hizo de Rotterdam un fructífero injerto americano en el corazón de Europa. Un injerto que llevaba a la ciudad portuaria más importante del viejo continente la savia nueva de la ‘modernidad de consenso’ que entonces representaban Gropius, Mies van der Rohe o SOM, pero que no dudaba en recurrir a las superposiciones estructuralistas o a la escala brutalista nacidas en Europa para generar imágenes urbanas tan poderosas como inquietantes, a veces casi surrealistas. La nómina de los edificios de Maaskant en Rotterdam es larguísima, pero encuentra sus cimas en obras como Hotel Hilton, la torre deportiva Akragon y, sobre todo, el extraordinario Groofhandelsgebouw, el edificio de comercio al por mayor que se alquilaba por pisos, y en el cual plantó Maaskant su estudio, al que accedía montado en su automóvil, directamente desde el montacargas.

Los tiempos posmodernos y antimodernos condenaron la obra de Maaskant. Hubo que esperar a que las nuevas generaciones holandesas, con todo su pragmatismo, redescubrieran el talento formal y el espíritu emprendedor del inclasificable maestro corporativo, y, con él, redescubrieran también la belleza amorfa y capitalista del Rotterdam surgido de las ruinas de un ominoso bombardeo nazi.