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Data centers, donde habita la nube

Eduardo Prieto

Nos parece que el mundo digital no tiene cuerpo, que nuestros datos se mueven por un éter desmaterializado, una nube por la que volamos tan livianos como los ángeles. Es una falsa impresión. Aunque ya no se agavillen en libros, carpetas y legajos, los datos siguen pesando. De hecho, se acumulan y procesan en edificios mucho más grandes que las bibliotecas y los archivos; edificios que, por otro lado, consumen mucha más energía que cualquier construcción del pasado. La actividad computacional de estos centros de datos —data centers, server farms— se ha quintuplicado en los últimos diez años, y se estima que la cantidad de energía exigida anualmente por el proceso ronda los 400 teravatios, es decir, el 2% de la consumida en el mundo, buena parte de la cual procede de fuentes no renovables.

La nube digital se sostiene en verdaderos rascacielos horizontales que se tumban sobre el suelo y que no solo pesan, gastan energía y contaminan como las peores fábricas, sino que resultan tanto más inquietantes cuanto que no son controlados por organismos públicos. Un dato al respecto: los data centers de Amazon Web Services, Google Cloud y Microsoft Azure procuran en torno a dos tercios de la computación comercial. Son, además de verdaderos monopolios, inmensos icebergs repletos de servidores que, pese a su ambición, renuncian a salir a la superficie. Son gigantes que prefieren el disimulo.

¿Por qué el disimulo? Suele decirse que, a diferencia de los poderes tradicionales, que eran duros, el nuevo poder se ha vuelto blando, incluso gaseoso, para poder infiltrarse mejor en chats, redes sociales y teléfonos de ministros. Esto explica el tono menor de la arquitectura de los centros de datos. Se trata de edificios que no han dejado de proliferar a los largo de la última década (solo en Estados Unidos hay tres millones) y pueden ocupar kilómetros cuadrados de superficie. Lo supo ver ya el arquitecto Rem Koolhaas en su exposición ‘Countryside: the Future’, donde advertía de que el campo, colonizado por inmensos server farms con la forma equívoca de invernaderos, se está convirtiendo en el humus de una suerte de agricultura poshumanista y digital.

La imagen de Koolhas es sin duda poderosa, pero nadie que atraviese los desiertos de Nevada o los campos de Albacete y se tope con las gigantescas naves de datos que si unas veces parecen invernaderos otras se camuflan como oficinas y naves industriales, pensará que, tras toda esa banalidad arquitectónica, se esconden los edificios que sustentan el poder contemporáneo. Edificios que, como advierte el arquitecto y periodista Niklas Maak en su agudísimo ‘Server Manifesto–Data center Architecture and the future of democracy’, se ocultan porque el poder prefiere hoy la discreción, incluso el anonimato.

Los centros de datos son como esas cajas de los aviones que registran los datos de vuelo; cajas que en principio fueron negras pero se acabaron pintando de naranja porque, tras los accidentes, costaba mucho encontrarlas. La diferencia es que los centros de datos, pese a todo el poder que propician, siguen siendo negros. Se parecen, en este sentido, al Aleph de Borges: aquel agujerito que nadie veía pero a través del cual podía verse el mundo. De ahí que sean tan inquietantes. Inquietantes en unos tiempos de crisis geopolítica en los que la dependencia económica, industrial y digital se pone en entredicho (¿hasta qué punto podemos permitirnos que nuestros datos se almacenen en alephs anónimos y remotos?). E inquietantes porque, como no deja de denunciar Maak, la opinión pública desconoce que la red no es una nube sin cuerpo sino una trama de millones de edificios interconectados. La pregunta resulta inevitable: ¿no deberían los centros de datos volverse visibles, hacerse más democráticos?

La respuesta depende de la política, pero también de la arquitectura. Los edificios para procesar datos no deberían parecer lo que no son —invernaderos y naves industriales—, sino convertirse en emblemas de lo que son: centros de poder. Desde siempre, los arquitectos se han preocupado de que las formas de sus edificios expresen los usos, ‘hablen’ de las funciones. ¿Cómo debería ser la “arquitectura parlante de los datos”? Maak pone el ejemplo de las antenas de televisión de todas las capitales del mundo, que recuerdan la influencia de los mass media. Pero el acervo de la arquitectura de la información es mucho más extenso, y abarca desde el monumental tabularium que se levantó en la Roma antigua para archivar la memoria de la ciudad hasta los rascacielos de los grandes periódicos neoyorquinos, pasando por las torres monacales donde monjes como Jorge de Burgos custodiaban los manuscritos o las grandes bibliotecas construidas por las democracias burguesas del siglo XIX como símbolos del poder ilustrado.

Pese a esta tradición, apenas hay ejemplos contemporáneos que visibilicen el poder de la nube. Por eso son tan importantes proyectos pioneros como el Centro Nacional de Computación de Barcelona, ubicado en una antigua capilla donde el superordenador MareNostrum se presenta a los ojos del visitante tras un inmenso escaparate de vidrio. Más allá del hallazgo irónico de colocar la sublime maquinaria digital tras los muros de una iglesia, la metáfora del escaparate resulta evidente: la nube, como la democracia, necesita transparencia. Y aunque esta visibilización tenga mucho de supersticiosa —crear una estética física de los datos no alterará el sistema de poder que sostiene la red—, sí puede ayudar a que los ciudadanos tomaran conciencia de que sus datos, hoy contados, pesados y almacenados en alephs inexpugnables y oscuros, podrían llegar a ser mañana los pequeños e innumerables ladrillos de la democracia digital.