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Del monumento al icono

Eduardo Prieto

Explicar la relación de la modernidad con la tradición no es tarea fácil. Los comentarios de los protagonistas modernos son la mayor parte de las veces interesados, como lo son también las historias operativas que se han ido construyendo sobre ellas. A ello debe sumarse el hecho de que la dialéctica modernidad/tradición no ha solido tratarse como un verdadero problema, sino como una realidad dada frente a la cual sólo cabía la exégesis en los términos estrechos de dos corrientes enfrentadas: la formalista, atenta a las cuestiones de estilo y espacialidad, y donde la modernidad se considera una ruptura revolucionaria; y la culturalista, atenta a la ideología, y que trata la modernidad como el resultado de un proceso de larga duración. Que tales esquemas interpretativos son insuficientes se evidencia a la hora de tratar uno de los problemas en los la relación entre la ‘tradición’ y la ‘modernidad’ resulta más compleja y al cabo más reveladora: el problema del monumento.

‘Quelque monumentalité assyrienne’

La centralidad que tuvo el problema del monumento entre los primeros modernos se evidencia, por poner un ejemplo de bulto, en la polémica sobre el concurso para el edificio de la Sociedad de Naciones de 1927, manipulada con talento por Le Corbusier y que, a la postre, sirvió de coartada para fundar un años después el que, a partir de entonces, sería la principal herramienta de propaganda del Movimiento Moderno: los CIAM. Le Corbusier tildó de ‘escándalo’ la decisión del jurado del concurso, que había llevado a declararlo desierto antes de entregarlo a las manos del equipo ecléctico que construyó el no menos ecléctico edificio. Y, desde luego, considerando el aburrido palacio neoclásico que puede visitarse hoy en Ginebra no se puede dejar de convalidar su opinión. Sin embargo, la decisión del jurado resulta coherente si se tienen en cuenta las razones implícitas del fallo: la falta de carácter y decoro de las propuestas modernas y, por tanto, la imposibilidad de considerarlas como ‘monumentos representativos’.

Que Le Corbusier era consciente de que el campo semántico donde debía darse la batalla de las ideas era el del monumento queda patente en la campaña que puso en marcha para denigrar el fallo del jurado. Argumentó, en primer lugar, que las recetas compositivas de la tradición académica, aplicadas dogmáticamente en los proyectos tradicionales presentados a concurso, supeditaban la funcionalidad a la simetría. Advirtió después de la imposibilidad de extrapolar satisfactoriamente al caso ginebrino las lecciones monumentales de Versalles (la ribera del lago Lemán era muy distinta de las praderas aterrazadas del conjunto construido por Luis xiv y este hecho impedía el desarrollo de grandes ejes). Y concluyó que el producto de tales extrapolaciones sin fundamento no podía ser otro que la megalomanía, es decir, el hecho de que la soluciones academicistas acabaran sosteniéndose en la tradición, también versallesca, de forcer la nature; una imposición propia del deseo de “conseguir cierta monumentalidad asiria” y que era del todo ajena al pintoresquismo de sesgo rousseauniano (a fin de cuentas, se trataba de Ginebra) que Le Corbusier había dado a su proyecto.

A todo ello había que sumar un argumento de mayor calado que Le Corbusier convirtió en el quicio de su argumentación: el hecho, para él incuestionable, de que, pese a lo que creyera el jurado del concurso y en general los enemigos de las vanguardias, el lenguaje moderno sí podía llegar a tener el carácter representativo exigible a cualquier edificio público. Para Le Corbusier, lo que se dirimía en el debate sobre el Palacio de la Sociedad de Naciones era, de hecho, la mismísima posibilidad del ‘monumento moderno’ y, por tanto, también la posibilidad de que los nuevos lenguajes de las vanguardias pudieran empezar a aplicarse en programas más ambiciosos que los domésticos donde se habían abierto camino, para convertirse al cabo en ese código compartido que parecía exigir el bendito ‘Espíritu de los tiempos’.

El modo en que Le Corbusier planteó la polémica sobre la monumentalidad no era, en rigor, novedoso: se correspondía con un debate de largo recorrido que en los años 1920 había conducido a dos posturas bien diferentes en torno a cual debía ser la relación entre la tradición y la modernidad. La primera, de sesgo continuista, había crecido en el humus de tradición clasicista, sobre todo la alemana; la segunda, rupturista, había sido fruto de la iconoclastia vanguardista; y ambas suponían de hecho los dos enfoques aplicados por entonces, aunque quizá de una manera no consciente, a la modernidad: el enfoque estilístico, donde había más cabida para la idea de revolución; y el ideológico, más afín a establecer continuidades.

Clasicismo por otros medios

En Alemania, los muchos debates producidos a lo largo del siglo xix habían propiciado la creación de un ambiente reflexivo y a un tiempo conservador que, a través de empresas intelectuales y económicas de gran calado, como el Deutscher Werkbund, alentó la posibilidad de un clasicismo moderno incluso en casos tan aparentemente alejados de lo monumental como las fábricas. Prueba de ello son los extraordinarios edificios de Peter Behrens para AEG, en los que la funcionalidad y el simbolismo encontraron una solución de compromiso que ejemplificaba, en último término, una noción por entonces muy influyente: la llamada Kunstwollen, es decir, la voluntad artística que trascendía la idea del edificio como simple resultado de la función, la técnica y la materialidad. Desde este punto de vista, el reto de arquitectos como Behrens y, más tarde, también el primer Gropius, consistió en encontrar la ‘forma artística’ capaz de dignificar y, al cabo monumentalizar, la ‘forma técnica’.

Partiendo de estas premisas, la Fábrica de Turbinas para AEG o la celebrada como ‘maquinista’ Fábrica Fagus se enfrentaron al desafío, inédito hasta entonces, de hacer que los materiales modernos como el acero y, sobre todo, el vidrio —poco propicios, en principio, para sugerir la sensación de corporeidad y gravitas asociadas a lo representativo—, pudieran adquirir una expresión monumental a través de su uso en la fachada. De ahí los redondeos en las esquinas y los juegos con bandas rasgadas que daban profundidad a las envolturas de vidrio, en principio carentes de espesor. Con ello se conseguía mantener la monumentalidad del pasado expresándola a través de materiales y técnicas contemporáneas y usando como campo de pruebas las fábricas, que al fin y al cabo eran los ejemplos genuinos del Zeitgeist

Por supuesto, toda esta compleja elaboración formal y teórica se compadece poco con la versión dada por los historiadores de la modernidad militante, que vieron en la Fábrica de Turbinas de Behrens la premonición teleológica de la modernidad, y en la Fábrica Fagus de Gropius, la expresión genialmente precoz del lenguaje de la abstracción, sin advertir que ambos ejemplos se caracterizaban en realidad por el modo en que intentaban conservar lo más valioso de la tradición: el sentido de la monumentalidad. En puridad, los vínculos de las dos célebres fábricas con la tradición monumental no fueron sólo estilísticos —la reinterpretación de elementos del vocabulario del clasicismo como la pilastra, el frontón o el entablamento—; fueron también ideológicos, pues defendiendo la idea de Kunstwollen se mantenía la primacía de lo artístico sobre lo funcional y, de manera implícita, el campo semántico asociado a la idea del monumento, sostenido en palabras como ‘decoro’ o ‘carácter’.

Ambas nociones, decoro y carácter, resultan fundamentales a la hora de entender la ambigua relación de los primeros modernos con el monumento. Pese a su permisividad estilística (o tal vez por ella), el eclecticismo nunca perdió la capacidad para dar a los edificios la dignidad correspondiente a su función. Reducido a su esencia, el eclecticismo podría definirse, de hecho, como un sistema semiótico de atribución y reconocimiento de significados; un arte de dar la respuesta formal adecuada a lo que se esperaba de un edificio según su uso: la columnata y el frontón, al Parlamento; la cúpula, a la iglesia; el arco del triunfo o el obelisco, al monumento conmemorativo. Así se garantizaba la legibilidad de la arquitectura y se satisfacían las expectativas del público educado.

Conscientes de ello, muchos de los primeros modernos, atrapados en las arenas movedizas de la novedad, no fueron capaces de renunciar a la idea de decoro monumental. Loos, que enajenó a la casa de cualquier elemento representativo, no discutió el ornamento decoroso a los edificios públicos y, por supuesto, a los funerarios. Behrens quiso dotar a sus fábricas de un nuevo decoro que evocase el de los monumentos de la Antigüedad. Y Gropius, por mucho que depurara el lenguaje de la estructura de acero y los paños de vidrio, durante un tiempo siguió yendo en pos de la expresión monumental, como se demuestra en la Fábrica Fagus.

La obsesión por el monumento siguió estando tan presente en los primeros años de la modernidad que incluso los futuristas —los vanguardistas más iconoclastas— reconocieron su admiración por las grandes presas hidroeléctricas, y asimismo por los inmensos silos americanos que, desde que Gropius los presentase en el Anuario del Werkbund de 1914, habían ido infestando las revistas de arquitectura. En este sentido, más allá de cierta relación formal con el mundo contemporáneo de las máquinas, lo que los modernos vieron en los silos y las grandes instalaciones fabriles fue la constatación de un tipo de monumentalidad ajeno a la retórica del eclecticismo pero que seguía sosteniéndose en las ideas de decoro y carácter. Es decir: un precedente producido ‘inconscientemente’ por la historia y que podía utilizarse como eslabón entre las construcciones monumentales del pasado y las del futuro inmediato. El desafío aquí tampoco era menor, pues ¿cómo podía articularse el nuevo lenguaje plástico sin renunciar al viejo campo semántico basado en el decoro, el carácter y, a la postre, en la idea de monumento?

Monumentalidad en tono menor

No todos plantearon el problema de este modo. De hecho, la línea triunfante de la modernidad optó por negar la mayor: no había componendas posibles entre la modernidad y la tradición; la exigencia planteada por Rimbaud de “ser absolutamente modernos” consistía precisamente en negar la idea del decoro, el carácter, el monumento y, en general, todo el campo semántico del eclecticismo.

La iconoclastia comenzó, por supuesto, con los futuristas. Marinetti convirtió el monumento —símbolo del pasado— en el objetivo de sus soflamas destructivas: la Victoria de Samotracia no era nada comparado con el rugiente coche de carreras; el Coliseo, una minucia frente a las presas hidroeléctricas; Venecia entera, ejemplo supremo del pasatismo, palidecía ante lo que debería construirse en su lugar: una inmensa base de submarinos para dominar el Adriático. La piedra de toque de toda esta revolución formal e ideológica era la posibilidad de sustituir el tono elegíaco, sublime o pintoresco asociado a los lenguajes del pasado por un tono ‘menor’, incluso sórdidamente cotidiano.

Fue una opinión compartida por los constructivistas, cuya furia iconoclasta se aplicó por igual a monumentos y museos, a los que consideró rémoras ampulosas de una época definitivamente muerta. En 1919 Malévich renegaba de la “pesada herencia de nuestras abuelas” y, a la manera de Marinetti, contraponía las bellezas decadentes del pasado a las glorias técnicas del presente: cualquier iglesia, así, era una bagatela en comparación con un depósito de hormigón; la catedral de San Basilio, una pérdida menor que el desprendimiento de una tuerca; y todos los museos, con sus desnudos lascivos, poco más que casas de lenocinio despreciables frente al ascetismo viril y tecnocrático de las vigas de acero en doble T.

Esta retórica facilona no conseguía ocultar, sin embargo, que futuristas y constructivistas, lejos de negar la idea del monumento, no hacían sino sustituir unos monumentos por otros: las catedrales, por las centrales hidroeléctricas; los palacios aristocráticos, por las casas para el pueblo; los pasajes urbanos, por los condensadores sociales. En realidad, el cambio que proponían era temático y estilístico: no afectaba a la condición de los monumentos como tales y, en buena medida, tampoco al carácter representativo asociado a ellos. De esta ambigüedad da cumplida cuenta la larga ristra de proyectos monumentales acometidos por las primeras vanguardias soviéticas —valga el ejemplo del Monumento a la III Internacional—, en los que la experimentación plástica más radical se puso al servicio de una improbable idea moderna de decoro.

Que Malévich, Tatlin y tantos otros no tuvieron demasiado éxito fue algo que vio enseguida el padrecito Stalin, quien decretó, muertes mediante, la vuelta a un monumentalismo tradicional capaz de ser entendido sin dificultades por las masas obreras, igual que los monumentos eclécticos habían resultado como un libro abierto para la pequeña burguesía del siglo xix. Así y todo, lo que consiguieron futuristas y constructivistas no fue trivial: propiciar la atmósfera ideológica para que, de entonces en adelante, resultara inadmisible el tono grandilocuente y ‘mayor’ de los viejos monumentos, y comenzara a explorarse la posibilidad de un monumento moderno pronunciado en tono ‘menor’.

Símbolos cívicos, símbolos fúnebres

No hubo, sin embargo, muchas posibilidades de explorar la monumentalidad moderna. Puede que Le Corbusier ganara la batalla de la opinión pública (al menos la opinión ‘pública’ de los arquitectos) en el affaire del Palacio de la Sociedad de Naciones. Pero, exceptuando los encargos en la Unión Soviética, no tuvo oportunidad de hacer grandes edificios representativos hasta la década de 1950, con ocasión de Chandigarh (1951-1965), una obra, por cierto, cuyo tono ‘menor’ puede ponerse en duda. Algo semejante puede decirse de Mies, cuyo primer gran edificio monumental, la Nationalegalerie berlinesa, de 1968, fue también el último, y de Wright, cuyo primer gran museo, el Guggenheim de Nueva York terminado en 1959, fue una obra póstuma.

Pasados los furores iconoclastas de las décadas de 1920 y 1930, el panorama para los arquitectos modernos que iban en pos de encargos monumentales no era nada halagüeño. Las ocasiones para los encargos eran pocas, y aquellos que los conseguían solían obtener resultados magros, si no decepcionantes, en comparación con el reconocimiento popular que conseguían los arquitectos desprejuiciadamente clasicistas cuando hacían verdaderos monumentos tradicionales allí donde era posible hacerlos: las jóvenes democracias americanas y, sobre todo, los regímenes totalitarios. A la postre, la comparación entre el fracaso de unos y el éxito de otros iba a acentuar el descrédito moderno del monumento, que se acabó asociando, sin más, al clasicismo capitalista de los obeliscos y museos del mall de Washington, al eclecticismo soviético construido a golpe de purga estalinista, a la romanità propagandística de Marcello Piacentini en la Italia fascista, y también al subliminismo imperialista soñado por Hitler, así como a los monumentos de masas, atmosféricos y efímeros, concebidos por Albert Speer para las convenciones nazis y filmados con genialidad por Leni Riefenstahl.

La inanidad moderna a la hora de construir monumentos con decoro (es decir, monumentos reconocibles como tales) fue advertida por el mayor adalid de la ideología del Estilo Internacional: Sigfried Giedion. En un ensayo escrito en 1943, ‘La necesidad de la nueva monumentalidad’, Giedion no sólo se hizo eco de los debates solapados que venían produciéndose desde principios de siglo sobre la necesidad de simbolizar con un tono menor, sino que también diagnosticó las razones del fracaso moderno a la hora de dar carácter a los monumentos, y dio fe de la importante función que seguían teniendo estos en el contexto de las sociedades avanzadas.

El historiador suizo reconocía, en este sentido, que el Movimiento Moderno había recorrido un trecho notable —pasar de las “celdas humanas” a las ciudades—, pero que aún le faltaba elaborar un lenguaje que permitiese dar cuenta de la idea de monumentalidad, a la que definía con términos hegelianos como la “necesidad eterna del hombre de formar símbolos para sus actos y su destino, para sus convicciones religiosas y morales”. Todo ello para dar con una expresión de la vida comunitaria que fuera más allá de la ofrecida en el monumento totalitario pero también en el panem et circenses de los eventos deportivos. Como el mejor arte, la arquitectura debía convertirse en un mecanismo “para formar la vida sensorial” y educar estéticamente al hombre.

Hay que reconocer que a Giedion no le faltaba optimismo al proponer este programa en 1943, año en el que alcanzaba su punto álgido la mayor guerra de la historia. Pero era precisamente este contexto (“aún presenciamos un baño de sangre”, escribe el suizo) el que llevó a Giedion a exigir que la modernidad diera una respuesta simbólica a la insoportable seriedad de la época, expresada inevitablemente en un tono mayor, como mostraba el ejemplo paradigmático del Guernica de Picasso. Planteado así por Giedion, el problema de la expresión simbólica acababa conduciendo a una vieja noción —la terribilità— y a una conclusión que no por inesperada dejaba de ser evidente: el monumento moderno, como cualquier verdadero monumento, seguía siendo el que “daba miedo”.

El tiempo confirmó la hipótesis de Giedion en la medida en que, más que como celebraciones cívicas, los monumentos modernos funcionaron como símbolos trágicos de su época, recuperando una antiquísima función, quizá la primordial de la arquitectura: el recuerdo de los muertos. Esta vuelta a los orígenes implicó transformaciones en la ideología que justificaba los monumentos y en las formas utilizadas para levantarlos. Las transformaciones ideológicas afectaron al contenido de lo recordado, que ya no eran las hazañas de un rey, un héroe o un prócer, sino las guerras o los genocidios instigados por las anónimas pero poderosas maquinarias al servicio de la banalidad del mal. Por su parte, los cambios formales supusieron la incorporación de estrategias propias del arte contemporáneo y de categorías estéticas de sesgo romántico, como lo pintoresco y lo sublime, alejadas en principio del lenguaje de este tipo de edificios (el monumentum fue siempre clásico), pero útiles a la hora de sugerir carácter.

La consecuencia de todo ello es que los monumentos funerarios, la única opción viable del antiguo monumento conmemorativo, devinieron un tipo moderno por derecho propio, como se demuestra en los muchos ejemplos levantados desde mediados del siglo xx, desde las hileras infinitas de cruces blancas sobre colinas verdes de los memorials de la II Guerra Mundial hasta las cataratas artificiales que conmemoran el 11-S en Nueva York, pasando por intervenciones tan sofisticadas y eficaces como el Monumento de las Fosas Ardeatinas en Roma, el Memorial de Hiroshima o el tan poderoso como polémico Monumento a los judíos asesinados de Europa en Berlín.

Transgresiones semióticas

Estos celebrados monumentos sugieren que donde la modernidad supo en verdad encontrar un tono simbólico adecuado, adoptando el vocabulario de la abstracción moderna y la sintaxis del Romanticismo sin recaer en la despreciada retórica ecléctica, fue en la celebración de lo fúnebre. Pero, más allá de esta reinterpretación de los viejos tipos monumentales, las ideas de Giedion tuvieron la virtud de propiciar un debate que, con el tiempo, daría la vuelta a la ideología de la modernidad: el debate sobre lo ‘icónico’.

Propiciado por las pugnas entre los partidarios de las vanguardias iconoclastas y los defensores del ‘nuevo monumentalismo’, este debate tuvo lugar en las décadas de 1950 y 1960, un momento en el que el vocabulario de la modernidad había sufrido ya mutaciones de calado, al menos desde el punto de vista de la ideología. Lo que había ocurrido es que el lenguaje abstracto y presuntamente racional que, durante la época heroica de las vanguardias, los modernos habían considerado como expresión de un tono ‘menor’ había devenido lo contrario: la expresión más reconocible del poder tecnocrático simbolizado por las grandes corporaciones industriales y financieras, las primeras que, fuera del ámbito doméstico, habían adoptado, por su ‘estética Zeitgeist’, los códigos modernos. Lo que antes se consideraba ‘antimonumental’ había acabado así convirtiéndose en la expresión paradigmática de los nuevos monumentos del capitalismo.

Es cierto que en los edificios modernos para las grandes corporaciones se mantenía el vocabulario de partida —volúmenes puros, retícula de pilares, muro cortina—, pero este se manipulaba con una sintaxis bien distinta y traducida a la postre en un nuevo tipo de retórica monumental. Evidenciado por ejemplos como el Edificio Seagram, la Lever House y sus muchas secuelas, el nuevo estilo se sostenía en una imprevista manipulación del concepto de ‘tono’: lo que desde el punto de vista del estilo o la forma podía seguir considerándose ‘menor’ daba pie en lo ideológico a un inevitable tono ‘mayor’. Las retículas de pilares y los muros cortina (y en ocasiones, también los poderosos brise-soleils de hormigón armado) pasaron a ser signos de carácter de las instituciones de poder asociados a una lenitiva idea del ‘progreso’, de manera que, al final del proceso, los monumentos corporativos modernos acabaron adaptándose a una lógica sutil pero eficaz: la del puño con guante de seda.

Es este contexto el que explica en buena medida la búsqueda de lenguajes alternativos a los de la abstracción moderna que definió las décadas de 1960 y 1970; una búsqueda sostenida en una ideología de la ‘resistencia’ y que, en buena medida, se tradujo en dos retornos. En primer lugar, el retorno a lo vernáculo o la naturaleza que, propiciado por Bruno Zevi, definió los organicismos europeos y americanos, en su obsesión por encontrar lenguajes no ‘contaminados’ por la tradición clasicista en sus dos vertientes: la tradicional ecléctica y la geometrizante moderna. En segundo lugar, el retorno al ‘clasicismo’, un clasicismo que, lejos de tratarse como un modo artificial y decadente, comenzó a verse como un depósito de verdades formales acrisoladas en el tiempo y que, por tanto, todo el mundo, en principio, era capaz de reconocer. Se le daban así la vuelta a los planteamientos modernos: el verdadero tono ‘menor’ no podía ser ya el de la arquitectura moderna que había acabado dando pie a los monumentos corporativos, sino el de la tradición que, sin sobresaltos, había ido conformando las ciudades históricas de una manera, al parecer, ‘democrática’. Este retorno a la tradición, que en principio podría parecer sólo una cuestión estilística, se terminó viendo como una liberación ideológica.

La eclosión de la llamada ‘posmodernidad’ dio cuenta de todas estas paradójicas idas y venidas estilísticas e ideológicas con ocasión del debate sobre el monumento, pero le añadió una nueva dimensión. Para teóricos como Rossi y Venturi, la preferencia por lo clásico, lo tradicional o lo popular frente a la retórica moderna era más que una cuestión de estilo; era una preferencia que, trascendiendo los lenguajes particulares, tenía que ver con la capacidad de la arquitectura para comunicar en general. De ello dan fe tanto los análisis de las estrategias publicitarias contenidas en Learning from Las Vegas como los análisis tipológicos contenidos en L’Architettura de la città: modos al cabo de poner al día o literalmente recuperar la tradición parlante del eclecticismo, y que evidencian el giro semiótico que venía produciéndose en la arquitectura de aquellos años.

Merced a los estudios de Saussure y de los formalistas rusos, y a través de otras obras cercanas al público general —entre ellas, la más influyente quizá La estructura ausente de Umberto Eco—, la semiótica había desplazado el interés de los estudios lingüísticos desde los lenguajes particulares hasta los actos de comunicación en sí mismos. En la medida en que este desplazamiento de los contenidos a los modos podía aplicarse a cualquier lenguaje, resultaba también pertinente en la arquitectura, abriéndose con ello un nuevo campo conceptual que transformó la idea misma del monumento. Con su famoso eslogan ‘I am a Monument, Venturi había dado en la diana de los vacíos dejados por el asalto moderno a las ideas tradicionales de la conmemoración, el carácter y el decoro; vacíos que, en general apuntaban a la incapacidad del lenguaje moderno de comunicar contenidos cívicos. Sin embargo, la campaña ideológica para devolver a la arquitectura los poderes expresivos, simbolizadores y ‘parlantes’ que había perdido por la obsesiva búsqueda moderna del tono menor se acabó traduciendo en una recuperación del lenguaje clásico que fue superficial, más allá de los ejemplos valiosos del propio Venturi, de Rossi, de Stirling y, más tarde (y con una ambiciosa componente discursiva y propagandística) también de los hermanos Krier.

El resultado fue, por norma general, un monumentalismo de cartón piedra, mera caricatura donde la vuelta al clasicismo resultaba imposible por la mala conciencia de unos arquitectos que se habían formado, no en vano, en la modernidad, y que seguían creyendo en el fondo en la idea del ‘Espíritu de los tiempos’. Así, aunque al palacio se le devolvieran sus columnas y a las iglesias sus cúpulas, ni las columnas ni las cúpulas podían serlo ya en serio: eran columnas y cúpulas con espíritu de papier maché, partes de un vocabulario cuya retórica, para no caer en el denostado tono ‘mayor’, había acabado convirtiéndose por fuerza en pura ironía, es decir, en un producto para consumo interno de los arquitectos.

Apocalípticos e integrados

La batalla por la monumentalidad no se dio, sin embargo, por perdida. Venturi había abierto la caja de Pandora al revalorizar las arquitecturas populares de Las Vegas y al postular, en Complexity and Contradiction, una manera desinhibida de combinar las formas de los estilos históricos, proponiendo, en el fondo, una suerte de eclecticismo redivivo. En todo ello latía la preocupación por la semiótica de la arquitectura: la pregunta sobre si los edificios eran o no capaces de comunicar a través de sus formas para convertirse en ‘monumentos’, dando con ello una segunda vida a la idea ecléctica del decoro, aunque el modo en que todo esto iba a materializarse resultaba por aquellos años imprevisible.

Los fuegos posmodernos se apagaron, pero de los rescoldos, avivados al calor del artistización de la arquitectura y la demanda de objetos con un valor de cambio reconocible de inmediato y, por tanto, valiosos, surgió una nueva llamarada de monumentos, mucho más paradójica que las anteriores, pero que ha acabado congestionando el mercado de la arquitectura. Se trata, como el lector adivinará, de los llamados edificios ‘icónicos’. Lo ‘icónico’ tiene hoy un sentido peyorativo que enmascara su condición técnica, ya que la palabra procede de la semiótica. Al carecer de cualquier significado interno, el icono es un modo elemental de transmitir información, pero no por ello resulta menos eficaz. Desde este punto de vista, la arquitectura ‘icónica’ sería aquella que no comunica nada fuera del propio hecho de expresarse; es más, podría decirse que un edificio ‘icónico’ lo es en la medida en que alguien lo produce para que se sea percibido como una excepción o como un símbolo, es decir, como un monumento.

Por supuesto, lo que hace reconocible como monumento a un edificio icónico no puede ser ya el lenguaje decoroso del eclecticismo, sino realidades más adventicias pero al cabo también más eficaces: que sea obra de una arquitecto ‘estrella’ (es decir, una emanación icónica de una creador que el mercado conviene en tildar de ‘icónico’); que tenga un carácter extraordinario por su tamaño (lo icónico sublime) o por su forma inesperada (pintoresquismo digital o paramétrico); que se presente como un relato o una narración de las intenciones del arquitecto estrella (en estos casos, el arquitecto saca a la luz, por la vía de la fábula, sus mecanismos internos); o, simplemente, que el monumento se plantee desde el principio, y previo decreto de los poderes de turno, como un ‘monumento’ (monumento ex ovo), para convertirse por fuerza en un símbolo reconocible de las ciudades que los construyen. En todos estos casos, el monumento icónico presenta decoro, pero no tiene contenido: sus formas no expresan una función determinada, sino su propia condición icónica.

Apocalípticos y a un tiempo integrados, expresivos y a la vez autorreferenciales, los edificios ‘icónicos’ han acabado asumiendo los papeles que antaño se adjudicaran a los monumentos y, en muchas ocasiones, los han suplantado sin más. Con ellos se ha mantenido el lenguaje moderno de la abstracción (aunque sea en versiones manieristas e ideológicamente neutras), pero en la misma medida se ha renunciado al saludable tono ‘menor’ tan obsesivamente buscado por las vanguardias. Con ellos, se han recuperado también las funciones comunicativas asociadas tradicionalmente a la arquitectura a través de la idea del decoro o el carácter, pero a costa de su banalización. Los edificios icónicos se muestran así como productos que no son ni tradicionales ni modernos y que apuntan a un nuevo tipo de monumentos, cada vez más exitosos: aquellos que se han impuesto la penosa tarea de celebrarse a sí mismos.