Menu
X

Artículos

Libros

Reseñas

X

Destrucción creativa. La generación de la crisis

Eduardo Prieto

Con o sin optimismo, el panorama al que tiene que enfrentarse el arquitecto español sigue siendo desolador. Larga y profunda, económica y a la vez ideológica, tal vez sistémica, la crisis, por repentina y devastadora, ha adoptado tintes casi bíblicos, y no ha habido ningún Noé que haya salido indemne del diluvio. Casi una década después de que se abriesen los cielos y comenzase la inundación, una de las cuestiones todavía abiertas (en realidad, todo sigue abierto en esta extraña crisis) es saber si tanta destrucción ha traído aparejado algún beneficio. Joseph Schumpeter popularizó la idea de que el capitalismo se autorregula a través de la ‘destrucción creativa’ —la sustitución de los viejos productos por otros nuevos—, y lo ocurrido en los últimos años corrobora en parte el modelo. Pero hay una diferencia de calado: no ha sido el empuje de lo nuevo el que ha provocado cambios en el sistema, sino que, por el contrario, ha sido el hundimiento del sistema el que ha abierto paso a estrategias inéditas para enfrentarse a la realidad, estrategias que son de supervivencia. De ahí que, más que interpretarla como fruto de un reajuste económico, la crisis de la arquitectura española pueda leerse como un cataclismo ecológico, y que, puestos a hacer analogías, resulte más apropiado utilizar otras referencias, como por ejemplo la de Lamarck, el viejo evolucionista que postulaba que son los cambios en el ambiente, y no el azar genético, los que modifican los órganos. Ahora bien, si el ambiente crea el órgano, ¿qué órganos han refinado los arquitectos españoles durante la crisis de su hábitat?

Tal vez los del olfato. El olfato para husmear pistas por caminos poco frecuentados o para seguir rastros a campo traviesa, allí donde ni hay veredas. Los arquitectos supervivientes lo son porque han desarrollado el sentido de la orientación para encontrar nuevos nichos ecológicos y, gracias a ello, la ‘generación de la crisis’ se ha mostrado mucho más robusta que la precedente, engordada en el plácido ‘mundo de ayer’ de los concursos públicos y los encargos privados elitistas que propiciaban la obtención rápida si no necesariamente de crédito, sí al menos de beneficio. En los últimos años, la nostalgia del ‘mundo de ayer’ ha conducido a muchas tragedias profesionales, y sólo los arquitectos maduros más brillantes y con una cartera sólida o internacionalizada —Rafael Moneo, Nieto Sobejano, Francisco Mangado, Iñaki Ábalos o Juan Herreros— han aguantado bien el envite. Comparada con la madurez esclerótica de los profesionales apoltronados, la juventud puede constituir una ventaja adaptativa; sin embargo, para quienes aún no han entrado en la cincuentena la edad puede ser también una fuente de sentimientos encontrados. Los arquitectos de la generación de la crisis mantienen el vigor, pero no son tan jóvenes como para haberse formado después de los años del boom, así que el ‘mundo de ayer’ no es para ellos una referencia remota, como lo es para los más jóvenes, sino un periodo vivido que tal vez quisieran resucitar. La cuestión generacional se complica, por otro lado, porque la relación de los arquitectos de la crisis con la promoción precedente se ha cerrado en falso: el paso de la juventud a la madurez no ha consistido en la esperable destrucción creativa del ‘padre’ y el consiguiente acceso a mejores encargos, sino en una demolición completa del sistema que mantenía vivos a unos y otros. No ha habido, por tanto, relevo; el escalafón no ha corrido, y el resultado es que la generación de la crisis se ha visto abocada a ser eternamente joven: joven al menos por el tipo de trabajos que se ve abocada a hacer.

Hasta hace poco, la ilusión de considerar los trabajos modestos (la reforma de un piso, la regeneración de un fragmento de espacio público, la rehabilitación de un pequeño edificio histórico) como una oportunidad de hacer aflorar una voz propia era típica de principiantes. Ahora, empezar desde abajo, más que un síntoma de inmadurez, lo es de una sazón pragmática que asume la realidad y lucha cuerpo a cuerpo con ella sin renunciar a la ambición de otros tiempos. Que lo anodino siempre puede sublimarse es, de hecho, la convicción que comparten los arquitectos que tienen que habérselas con proyectos humildes, sobre todo domésticos, pero que no han tirado la toalla. Es el caso, entre muchos otros, de Elii, Jacobo García-Germán, Arquitectura G, FPRO, MAIO o Izaskun Chinchilla, cuyas obras no es descabellado entender como manifiestos de una ideología alternativa a la de los grandes relatos, una ideología de‘lo pequeño’. El  ejemplo de Chinchilla resulta aquí muy significativo desde el momento en que su trabajo con la realidad no ha supuesto nunca la mitigación de su énfasis en la utopía dibujada, en el esteticismo militante y en la querencia por ámbitos mestizos; rasgos que, por otro lado, resultan afines al de su pendant generacional, Andrés Jaque, pese a que el madrileño haya explorado con mayor audacia —y también mayor éxito— otros caminos que exigen del arquitecto una postura más intelectual que plástica y hablan un discurso que ha encontrado en las instalaciones conceptuales su modo de expresión, y en los museos, su ecosistema más propicio.

Astucias politécnicas

El trabajo de Chinchilla y Jaque, y en muchos sentidos también la obra poderosamente lírica de Amid.cero9, son ejemplos de la miseria y la grandeza de una generación que, por un lado, ha visto truncarse las vías ‘respetables’ para abandonar la precariedad, pero que, por el otro, ha hecho de la necesidad virtud con indiscutible talento. Miseria y grandeza, pero también astucia politécnica de unos arquitectos pragmáticos a la fuerza que han tenido que reinventarse centrándose en las que antes eran las destrezas subalternas del profesional —la docencia, la escritura, el comisariado—, o añadiendo a las habilidades convencionales otras nuevas como la capacidad de trabajar con preexistencias, analizar escalas indefinidas, gestionar la voluntad colectiva a través de procesos participativos o desarrollar técnicas que sean viables en contextos precarios. Nótese que en todos estos temas, bien ejemplificados por estudios como Ecosistema Urbano, Langarita Navarro o PKMN, la autoría tiende a difuminarse, igual que lo hace el propio objeto arquitectónico.

Si la edad no es por fuerza una ventaja a la hora de relacionarse con la ‘nueva normalidad’, sí lo es cuando hay que adaptarse a contextos foráneos. Pertenecientes a una cultura más cosmopolita que la precedente, los arquitectos de la crisis —igual que los ingenieros o científicos de su misma generación— son muy competitivos en el exterior, de ahí las colonias tan pobladas de profesionales en Alemania, Suiza o los Países Bajos. En algunos casos, como los de Ensamble Studio o Iñaki Carnicero, el cambio de hábitat ha tenido un sostén académico, y se ha traducido en un oportuno cambio de base de operaciones. Pero la emigración a tiempo completo no ha sido la única manera de salvar la situación, y ha sido frecuente que los profesionales jóvenes con algo de trabajo en España y anclaje académico hayan lanzado temporalmente sus garfios hacia universidades de prestigio, sobre todo las suizas y las anglosajonas, muy receptivas a la arquitectura española. El desembarco internacional también se ha producido por la previsible pero cada vez más difícil vía de los concursos, y arquitectos como Barozzi Veiga, Calderón Folch, TallerDE2 o los desde el principio establecidos fuera Casanova Hernández han sido capaces de realizar obras emblemáticas en contextos muy diferentes. Junto a ellos, aunque con un olfato sensible a otros matices, se encuentran los estudios que, centrándose en una clientela elitista o bien asociándose a arquitectos extranjeros, saben competir con una arquitectura corporativa de calidad, tal y como muestra el trabajo de Xavier Vilalta o AGI Architects.

Toda globalización exige su aldea, y el reverso del cosmopolitismo guía la trayectoria de otros profesionales que han encontrado en lo local su hábitat más viable. En casos como el de José María Sánchez, el terruño es una fértil fuente de encargos y la excusa perfecta para hacer una arquitectura sofisticada e internacional, pero en otros, como los de Bosch Capdeferro, CUAC, Sol89, Grupo Aranea/Crystal Zoo y, sobre todo, H Arquitectes, lo local adquiere un sesgo más ideológico donde la atención al contexto característica de la mejor tradición española se exacerba por la vía de la reinterpretación inteligente de los materiales y la sostenibilidad vernáculos. Lo relevante en todos estos ejemplos es que el interés por lo cercano se traduce en una invención formal y un rigor técnico que demuestran que la escala pequeña se vuelve más fructífera cuando se incardina en un contexto con carácter.

De la burbuja a la jungla

Hace diez años, en estas mismas páginas, Adela García-Herrera tildó de ‘especie protegida’ a la generación más joven de arquitectos españoles, la de los que no estaban lejos de la cuarentena. Nadie podía imaginarse entonces que aquella generación tendría que habérselas con la mayor crisis inmobiliaria acontecida en muchas décadas y que, casi sin darse cuenta, abandonarían la burbuja para abismarse en la jungla. Visto con perspectiva, es justo reconocer que su periplo de robinsones ha tenido mucho de heroico, y que en muchos casos la destrucción ha sido, contra todo pronóstico, creativa.

Creativa porque ha convertido en memorables temas que antes resultaban indiferentes y ha devuelto a la agenda la dimensión política de la disciplina; creativa porque ha puesto entre paréntesis el prejuicio de que sin obra construida —y cuanto más grande mejor— no hay arquitectura, abriendo paso a la posibilidad un tanto inquietante de que sea el profesional el que se ‘invente’ los encargos y, más que vender edificios, venda un modo específico de mirar la realidad valioso en contextos muy diversos; y creativa también porque ha llevado a los arquitectos a afinar el olfato y rebajar el orgullo para enfrentarse precozmente a unas tareas que el sistema iba a acabar exigiéndole más temprano que tarde. La profesión sale así de la crisis muy menguada, pero también diversificada y al cabo mejor preparada para afrontar el cambio de paradigma que se avecina, y que no tiene que ver tanto con las perturbaciones locales como con la dinámica global del capitalismo. En este contexto, la singular combinación de rigor politécnico y exigencia plástica que define a la mejor arquitectura española y explica su capacidad de adaptación debe seguir tratándose como lo que es: un patrimonio digno de preservación.