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Eduardo Mendoza y los prodigios de la ciudad

Eduardo Prieto

Resulta fácil conversar con Eduardo Mendoza porque a la claridad meridiana con que se expresa —que es la misma claridad que se trasluce en su lenguaje literario— se suma una, bien rara en nuestros lares, cortesía de raigambre british, que nunca elude las preguntas. Desde que recibiera el Premio de la Crítica en 1975 hasta la reciente concesión del Premio Cervantes, Mendoza ha escrito casi una veintena de novelas, amén de obras de teatro y ensayos siempre cercanos a los problemas cotidianos, entre ellos su último y polémico panfleto, convertido ya en un best-seller, ¿Qué está pasando en Cataluña?, donde se ha propuesto la difícil, casi imposible tarea de intentar describir con juicios desapasionados la situación en su región natal.

Desde Baudelaire, la literatura moderna es literatura de la ciudad, y sería difícil encontrar un autor en lo que esto resulte más cierto. Desde sus éxitos juveniles —y quizá mayores—, La verdad sobre el caso Savolta y La ciudad de los prodigios, pasando por las novelas de tono elevado o popular que ha ido escribiendo después, la ciudad en general, y en particular Barcelona, ha sido siempre el escenario de las peripecias de sus protagonistas, cuando no la propia protagonista. La influencia en el imaginario popular del universo de Mendoza es tan grande que puede decirse que hay una Barcelona antes de Mendoza y otra después, al menos literariamente.

La Barcelona de Mendoza es la ciudad canalla de principios del siglo xx, colonizada por gañanes, nuevos ricos y pistoleros anarquistas, pero también la Barcelona agitada —y que comienza a estar un tanto pagada de sí misma— de los años preolímpicos. Mendoza conoce mejor que muchos arquitectos y urbanistas su ciudad —o al menos las conoce otro modo—, como conoce también la manera de pensar y actuar de estos, que no siempre coincide con el suyo. «Es difícil», confiesa, «no saber algo de arquitectura cuando se ha vivido en la Barcelona de los últimos treinta años: el que no era arquitecto tenía que simular que lo era.»

Pregunta: ¿En qué se diferencia su mirada sobre Barcelona de la de un arquitecto?

Respuesta: Lo que me interesa de Barcelona es, en el fondo, un tema más amplio: la transformación de las ciudades. Cuando llegué a la Barcelona de los años 1980, acababa de volver de Nueva York, donde me había pasado diez años viviendo y donde había asistido a una gran transformación urbana. Esto se percibe mucho mejor si vives afuera, y te pasas un tiempo considerable viviendo en una ciudad como forastero. Con la tuya te cuesta más, pues resulta más difícil ver, desde dentro, los cambios casi imperceptibles en que consiste esa transformación. Antes de ir a Nueva York, cuando aún era muy joven, había estudiado en Londres, y allí vi la transformación del Londres victoriano al swinging Londres de Carnaby Street, la minifalda y los Rolling Stones. Luego, cuando me afinqué en Nueva York, que entonces era una ciudad en la que nadie quería vivir, sucia, desordenada, peligrosa, fui asistiendo a la transformación producida, sobre todo, por los artistas plásticos, las galerías y los estudios de Soho, todo lo que hizo que Nueva York se convirtiera en una gran capital cultural que arrebató el protagonismo secular a París. Así que, cuando volví a Barcelona, me di cuenta de que podía a pasar lo mismo. Lo que me intriga es cómo las ciudades, sin que se sepa muy bien por qué, y casi sin que los ciudadanos intervengan, acaban transformándose a sí mismas y de rebote transforman la vida de las personas que en ellas viven.

P: La ciudad es el gran tema de la literatura. Si no hubiera ciudades, casi podríamos decir que tampoco habría literatura moderna…

R: Seguramente, porque la literatura, en última instancia, refleja una suma de elementos muy dispersos, y esos elementos siempre tienen que ver con la ciudad, en la medida en que en ella se desarrolla la vida de las personas. Es muy difícil, en este sentido, que hoy salga una literatura rural interesante. Creo que la literatura de tema rural es resultado de una mitificación. La literatura pastoril se hizo desde las ciudades, y la hicieron cortesanos o poetas que nunca se habían levantado de madrugada a segar y a ordeñar las vacas. Tenían una imagen distorsionada; se disfrazaban de pastores en el Hameau de María Antonieta, pero aquello no era más que una pose. El campo les gustaba precisamente porque no sabían lo que era, y desconocían la vida durísima que había detrás del paisaje bucólico. Se mitificaba el campo del mismo modo que se mitificaba la guerra: dos realidades que han sido pasto de la literatura pero que en la realidad no tienen ninguna gracia.

P: Los burgueses del Medievo decían que el aire de la ciudad hace libres, ¿sigue siendo así?

R: Yo creo que sí. Lo que ocurre es que la ciudad ha tenido siempre mala fama, una mala fama que contribuyó a desarrollar la literatura urbana, y que es en buena parte injustificada. En las novelas más rancias siempre hay un momento en que uno de los personajes dice: ‘Se puede estar muy solo en medio de una multitud’. A lo que podríamos añadir: ¡gracias a Dios! Porque eso es la libertad: pasar completamente inadvertido, y así poder hacer lo que te dé la gana.

P: Esta búsqueda de libertad, ¿tiene que ver con su vida itinerante?

R: En buena medida sí. Tu propia ciudad, con el tiempo, se acaba convirtiendo en algo parecido a una aldea, sobre todo si te dedicas a una actividad que, por lo que sea, trasciende la mera relación individual. A partir de un momento empiezan a surgir compromisos de toda índole que difícilmente puedes eludir, salvo que estés ausente. Por eso y por otros motivos, a mí me ha gustado siempre vivir fuera.

P: Su literatura tiene un referente esencial, su ciudad natal. París y Londres tuvieron, ya en el siglo XIX, a su Balzac y su Dickens; Madrid tuvo que esperar a su Galdós y su Baroja. ¿Por qué tuvo que esperar tanto Barcelona a la literatura de Mendoza?

R: Barcelona es una ciudad que tuvo su importancia durante la Edad Media, pero que luego cayó en una decadencia que duró hasta finales del siglo XIX, con la industrialización. Durante unos siglos decisivos Barcelona estuvo paralizada como ciudad. Lo mismo les ocurrió a muchas ciudades europeas de segundo orden. Luego vino lo que se llaman la Renaixença o el renacimiento cultural catalán, que va ligado al renacer de la lengua vernácula, y, a partir de ese momento, empieza a haber una literatura sobre Barcelona, pero escrita en catalán.

P: Esa primera literatura de Barcelona, ¿fue una literatura de construcción nacional?

R: Creo que no. Hay un idioma y con este idioma se hace una reconstrucción nacional que no hay que identificar necesariamente con el nacionalismo. El catalán había sido una lengua que se había quedado reducida poco menos que a la oralidad, y estaba muy empobrecida. Josep Maria de Segarra, cuando quiso traducir a Shakespeare, se tuvo que inventar un catalán imaginario: el catalán necesario, precisamente, para traducir a Shakespeare. Otros hicieron lo mismo con la Divina comedia o con los clásicos griegos y latinos, y, con eso, fundaron un tipo de catalán, el catalán culto. Hubo otros escritores que se inventaron el catalán de la novela popular: el catalán para todos los públicos. Y es aquí donde surge la novela sobre Barcelona, de la que nos hemos alimentado los que hemos venido después. Hay una segunda etapa, después de la Guerra Civil, en el que la lengua catalana se queda relegada y, aunque se siga usando habitualmente en las casas y en la calle y se siga escribiendo en los círculos intelectuales, ya no es la lengua de cultura que había sido hasta entonces. En ese momento surge una generación que opta por escribir en castellano: la de Vázquez Montalbán, Marsé, Matute, los Goytisolo y yo mismo. Todos los de esta generación empezamos a escribir sobre Barcelona sintiéndonos un poco foráneos, porque no pertenecíamos al movimiento de la construcción cultural catalana. Y quizá en eso estriba esta posición un poco privilegiada, no sé si desde el punto de vista profesional o personal, pero sí desde el punto de vista literario, que nos permite estar dentro y fuera del sistema al mismo tiempo.

P: La Barcelona de La ciudad de los prodigios y de La verdad sobre el caso Savolta es una ciudad chusca, de anarquistas, nuevos ricos y muertos de hambre, ¿por qué le interesó esa Barcelona?

R: Cuando estaba enfrascado en la escritura de esas novelas, mi preocupación era ir sacando las páginas día a día. No tenía tiempo para pensar en su significación, ni me planteaba que tuvieran que cumplir una misión simbólica o sintetizadora. Pero luego me he dado cuenta de que lo que estaba haciendo, no sólo yo sino todos los que escribíamos en esa época, era un poco rebelarnos contra una imagen creada por la cultura oficial del Franquismo. Una cultura basada en la idea de una España de cromos: el vasco bruto pero noble, el andaluz gracioso, el aragonés tozudo, etcétera. En esta pantomima, el catalán era un señor gordo que va al fútbol fumando un puro, tacaño y quisquilloso, pero que al final resulta ser un tipo simpático y bonachón. Mi respuesta fue la de una Barcelona completamente distinta: una ciudad canalla que se había construido por medio de una revolución industrial muy violenta, acompañada de grandes agitaciones sociales, en la que se habían cometido tremendas injusticias, y donde habían desempeñado un papel fundamental los pistoleros anarquistas. Recuérdese que Barcelona fue la ciudad de la FAI, la ciudad a la que llamaban ‘la Rosa de fuego’. Nosotros, con nuestras narraciones, queríamos resucitar esta Barcelona que había quedado enterrada, recuperar la Barcelona que nos había sido negada, y allí encontramos un filón inagotable. En nuestra rebeldía, acabamos encontrando el cofre del tesoro, porque de esa Barcelona empezaron a salir unas aventuras y unos personajes estupendos.

P: Victor Hugo decía que la verdadera historia no es la que se escribe en la superficie de las ciudades, sino en las alcantarillas, en el mundo real, que es un poco lo que pasa en La ciudad de los prodigios. ¿Cuánto hay de esta visión subterránea en su literatura?

P: La hay, pero mi mirada es, sobre todo, literaria. En una ocasión, Paul Preston me reprochaba en tono humorístico que los literatos, que no sabemos nada de lo que realmente ocurrió en el pasado, construíamos un relato ficticio que era el que la gente acaba creyéndose, y se convierte en la versión oficial de la historia. En el mundo anglosajón se tiene de la Guerra Civil española la imagen que dio George Orwell, que entendía a medias lo que estaba sucediendo, o la de Ernest Hemingway, que se pasó la mayor parte de su tiempo tomando copas. Esto sucede con las ciudades. Victor Hugo se inventa una ciudad extraordinaria, romántica, con la corte de los milagros. Tal vez fuera así o tal vez no. En cualquier caso, es la ciudad que él percibe, y su literatura hizo que esa fuera la ciudad que percibieran, tanto su generación como las posteriores. Preston, en buena parte, tenía razón. Los escritores de ficción no somos de fiar. 

P: ¿Cómo se documenta para escribir sus novelas?

R: En mi caso, se da un deliberado intento de combinar método y caos, confiando mucho en el azar, que es lo que permite los pequeños descubrimientos, a veces significativos. Sí es verdad que, cuando me puse a escribir La ciudad de los prodigios, Barcelona todavía no había dado el salto que dio después de los Juegos Olímpicos, incluso en el ámbito cultural, y encontrar documentación de época resultaba no tanto difícil sino trabajoso. Había que ser un poco rata de biblioteca o, como en mi caso, tener amigos que lo fueran y que te ayudaran. Lo más interesante en las pesquisas eran las bibliotecas particulares, una estupenda fuente para encontrar cosas raras, al estar los libros seleccionados con un criterio individual. También eran fundamentales las hemerotecas, la prensa del momento. Curiosamente, la prensa diaria es muy poco informativa. Al estar ceñidos a la realidad del momento, los diarios dan el contexto por sabido. Hoy el periodismo ha cambiado mucho, pero en los años que a mí me interesaban consistía fundamentalmente en informar día a día a personas que ya estaban al tanto de los sucesos. Leídos hoy, resultan poco menos que incomprensibles. En este sentido, me fueron mucho más informativas las revistas semanales, sobre todo las femeninas, por cuanto daban cuenta de la vida cotidiana de una manera minuciosa. A través de ellas descubrí lo que se comía y se vestía en la época, cómo se trataba a los niños, cómo eran las casas o los muebles. Eran revistas infames, pero llenas de información.

P: Novelas sobre la Barcelona canalla, como La ciudad de los prodigios, ¿podrían tener hoy un sentido transgresor en la Barcelona de hoy?

R: La verdad es que no lo sé. No lo he pensado, porque lo que está pasando ahora en Barcelona no entiendo muy bien en qué consiste, ni creo que nadie lo entienda tampoco. Es una cosa que está ahí, que ha alcanzado una dimensión imprevista y cuya evolución es igualmente imprevisible. Una situación que nos tiene a todos bastante perplejos y también bastante preocupados.

P: El extraterrestre de Sin noticias de Gurb, recién aterrizado en la Barcelona de hoy, ¿qué pensaría? ¿Daría para una novela?

R: Seguramente daría para una buena novela, pero no la escribiré yo. En cualquier caso, la Barcelona que reflejé en Sin noticias de Gurb era muy concreta: una Barcelona muy inquieta, que había soltado a los arquitectos como se suelta a los toros en los sanfermines: los arquitectos iban por ahí rompiéndolo todo. Toda la ciudad estaba en obras, en plena transformación, y este es el panorama que le ofrecí al protagonista, que no era tanto un extraterrestre como un niño que posee una mirada ingenua que sirve para plantear algunas preguntas: ¿qué estamos haciendo? ¿Estaremos a la altura de lo que pretendemos vender? ¿Qué pensarán de nosotros los que vengan después? El momento que retrata la novela era un momento muy conmovedor, como lo habían sido ya los de las grandes exposiciones de 1888 y 1929 que dieron forma a la Barcelona moderna, momentos en los que los barceloneses también se habían preocupado por la imagen que estaban proyectando hacia el futuro.

P: ¿Cree que hoy hay una buena literatura sobre Barcelona?

R: Diría que sí. Mucha, quizás incluso excesiva, pero la verdad es que no la sigo. Soy un mal lector y, desde luego, un pésimo crítico. La moda de Barcelona ha llevado un poco a la inflación. La mera mención a la ciudad es ya una manera de entrar en el mercado, cosa que a los que hemos conocido una Barcelona gris y totalmente anónima nos sorprende muchísimo: antes la ciudad carecía de prestigio; ahora es lo contrario. Antes lo que había que parecer americano o latinoamericano, pero nunca barcelonés, porque ser de Barcelona era una garantía de mediocridad. O al menos esa era la imagen que teníamos nosotros. Pero ahora la percepción de la ciudad ha cambiado radicalmente y, a mi juicio, en sus aspectos menos atractivos. Me siento un poco incómodo en esta Barcelona autocomplaciente, eufórica y básicamente falsa. Bueno, tal vez no sea falsa, y lo que pasa es que la venta del producto turístico ha acabado siendo lo mismo que la transformación real que produjo en su día la Revolución Industrial. Pero a los que conocíamos una cosa siempre nos disgusta la que viene después, y ahora Barcelona se ha convertido en una ciudad espectáculo, muy agresiva, en la que los barceloneses vamos de retirada para ceder el territorio al turismo masificado y cutre u obscenamente rico. Los barceloneses nos vamos yendo hacia la periferia. No sé si a Barcelona le pasará algo parecido a lo que pasa en Venecia.

P: ¿Seguirá siendo Barcelona la protagonista de sus próximos libros?

R: Lo que uno hace acaba necesariamente limitándole, y en este sentido debo reconocer que me carga un poco tener que hablar casi ex cathedra de Barcelona, cuando yo lo que quería hacer con mi literatura era contarme a mí mismo mis dudas y mis perplejidades. Pero tampoco me puedo salir de mi hábitat natural, porque es el que conozco y el que acabo tomando por modelo. Me gusta el fenómeno de las ciudades, viajo mucho, y me fascinan las transformaciones que se están produciendo por todo el planeta. Pero me siento incapacitado para escribir sobre Shanghái o sobre Singapur, aunque he de reconocer que me habría gustado: ¡qué pena no poder ponerse con una novela sobre Shanghái, con todo el potencial que tiene!