El arquitecto y su modelo

La función de las maquetas es vicaria y su interés, efímero: se admiran o se ensalzan sólo en ausencia de aquello que representan. Una vez construidos los edificios, las maquetas pasan a convertirse en objetos innecesarios que acaban criando polvo en el almacén del estudio o, en el mejor de los casos, adquieren la condición de documentos para especialistas o de joyitas de vitrina de museo. Al secular carácter menesteroso que de por sí confiere a las maquetas el ser tenidas por meros instrumentos de representación, se une hoy otro gravamen: la emergencia de las herramientas digitales, que parece haber abocado a los modelos a la condición de antiguallas dignas de un gabinete de curiosidades, por mucho que las escuelas de arquitectura sigan porfiando con encomiable tozudez en resguardar los derechos de tan añejo medio arquitectónico.
Pero, a fuer de larga, la historia de las maquetas contiene algunos momentos que parecen desmentir su desalentador futuro, y que de paso contradicen algunas de las características que por convenio suelen asignársele a estas humildes construcciones de madera, cartón, plástico, acero, escayola o barro. El más importante de los desmentidos tiene que ver con la idea de que las maquetas sólo valen en la medida en que ‘representan’ algo, como si se tratase de palabras que ‘expresan’ conceptos o de dibujos que ‘copian’ objetos, pues la historia muestra que las maquetas no sólo se han concebido para representar o copiar cosas de la ‘realidad’, sino también para sustituirlas y devenir realidades por derecho propio. En este sentido, actúan como iconos, es decir, como signos que se caracterizan por su gran similitud con el objeto representado, pero cuya significación permanece aunque el objeto que representan deje de existir o, incluso, aunque no haya existido nunca, como suele ocurrir en el caso de la arquitectura. Con todas las paradojas que pueda presentar este carácter icónico (que es también un tanto mágico), lo cierto es que enriquece la idea más bien adocenada que suele tenerse de las maquetas, y abre algunas perspectivas inesperadas y otras paradójicas.
La maqueta como icono
Las primeras maquetas arquitectónicas en el sentido corto que hoy les damos están datadas en el Renacimiento, pero hacer maquetas es algo intrínseco a la cultura material de todas las civilizaciones. Que los primeros modelos de la historia actuaron ya como iconos se demuestra en las llamadas ‘casas para el alma’ —miniaturas de barro con personajes y animales a la manera, por así decir, de un belén napolitano— que los potentados del antiguo Egipto encargaban para que los acompañasen a la otra vida y que, de este modo, acababan convertidos en fetiches. Iconos fueron asimismo las pirámides que mandaron hacer los señores de Egipto como moradas para el hálito divino, y que, en cuanto tales, no tenían puertas ni ventanas. Tampoco las tenían las construcciones del complejo de Saqqara: esa inmensa maqueta a escala 1/1 construida por el primer arquitecto con nombre de la historia, Imhotep, donde se simplificaron y abstrajeron, pero no se miniaturizaron, los edificios que debía habitar el faraón Zóser durante la vida eterna.
También fueron iconos y fetiches los megarones de barro encontrados en las tumbas griegas y etruscas (que sirvieron a los arqueólogos para reconstruir la figura de los primeros templos dóricos), los famosos guerreros de terracota de Xian (guardianes de un inmenso modelo subterráneo) o el mismísimo Tabernáculo bíblico, que, al parecer, se concibió como una maqueta hecha a imitación de la casa de Dios en el cielo. Son ejemplos que muestran que las maquetas tuvieron en origen una cifra religiosa, y puede que también una filosófica, como sugiere, por su parte, el mito del Demiurgo: el mito del creador que modela el barro a semejanza de las ideas eternas que yacen escondidas por ahí arriba, en el empíreo.
Que no es fácil distinguir entre las funciones representativas y simbólicas de la maqueta lo sugieren asimismo los exvotos de la tradición católica, que funcionan literalmente como iconos de devoción e intercesión, o los modelos tallados en las tumbas medievales, que hablan de la condición o la profesión del fallecido, o las representaciones de los santos con el instrumento de su martirio. Véase en este sentido el cuadro de Murillo en el que las santas Justa y Rufina, patronas de Sevilla, sostienen una maqueta de la Giralda (el mismo motivo, por cierto, aplicado a Philip Johnson en la portada de Time); o véase el sepulcro de Hugues Libergier, maestro de la catedral de Reims, que se hizo representar con un modelo de su obra bajo el brazo. Fue ésta, la del modelo como icono devocional, una tradición que se mantuvo incluso después de que la maqueta arquitectónica adquiriera su condición moderna de simple instrumento de proyecto. De hecho, los viejos valores devocionales siguieron siendo evidentes en no pocos casos, como el cuadro en el que Domenico Cresti di Passignano pintó a Miguel Ángel presentando a Pablo IV la maqueta de la cúpula de San Pedro, como si se tratara de una ofrenda, o en ese otro cuadro en el que Joseph Gandy retrató a John Soane en la penumbra, como si fuera un enano entre las maquetas de sus proyectos; maquetas que, una vez agigantadas, parecen dejar de serlo para convertirse en fetiches personales.
Pero el fetichismo no sólo puede ser devocional, sino también político, pues a lo largo de la historia las maquetas han sido muchas veces instrumentos de propaganda. En tal caso, más que el fervor religioso, lo que concitan es el apego ideológico, ya sea al poder emanado por un rey, ya al Estado en su expresión más abstracta, ya a ambos. No es casualidad que Luis XIV ordenara a Colbert la construcción de una galería de maquetas cuyo lugar más privilegiado fuera para los grandes (y en buena parte abortados) proyectos del Rey Sol. Ni tampoco que Felipe V, aun resignado a no levantar nunca el grandioso proyecto de Juvarra para el Palacio Real de Madrid, encargara una no menos grandiosa maqueta del edificio, que durante muchos años estuvo expuesta, como si fuese una joya, en el Salón de Embajadores del Palacio del Buen Retiro.
Por supuesto, el valor propagandístico se acentúa a expensas del representativo cuando las maquetas se refieren a proyectos nunca realizados. En tal circunstancia, las maquetas asumen, aunque sea de manera vicaria, buena parte de las funciones que habría tenido el edificio de haberse construido. Hay ejemplos en los que esta autonomía icónica de la maqueta se vuelve más compleja, al mezclarse en ella los usos propagandísticos con los devocionales. Es el caso del modelo de madera del Monumento a la Tercera Internacional de Tatlin, concebido para un edificio imposible pero que no dejó por ello de sacarse a procesionar el Primero de Mayo por las calles de San Petersburgo, como si fuera un paso de Semana Santa; y también de algunos proyectos de Albert Speer, presentados primero, y con mucha pompa, en la galería de maquetas del Führer y sacados después a desfilar, andas mediante y con una pompa aún mayor, por las calles el día en que se ponía la primera piedra del edificio.
En esta gavilla de ejemplos tomados de contextos muy diferentes, los modelos cumplieron funciones que iban más allá de las puramente instrumentales y que, con la perspectiva que da el tiempo, pueden clasificarse atendiendo a la condición icónica que aquí se les está asignando: en primer lugar, la función representativa; después, la de mediación o intercesión; en paralelo, la devocional; y, finalmente, la propagandística. ¿De dónde viene entonces que las maquetas arquitectónicas suelan valorarse más por su condición físicamente instrumental que por todos estos sofisticados sentidos que, pese a todo, seguimos reconociendo en ellas?
La maqueta como instrumento
La respuesta ha de buscarse en el primer Renacimiento,
cuando, merced a las reflexiones de teóricos de fuste como Alberti o Filarete,
la maqueta se incorporó al quehacer del arquitecto como una herramienta
objetiva de diseño, del mismo modo en que lo hizo el dibujo técnico y la
perspectiva. La clave aquí es el adjetivo ‘objetiva’, pues a diferencia de los
modelos medievales (que existieron pero de los que sólo quedan referencias
escritas), y acaso a semejanza de las maquetas de la Antigüedad (Vitruvio y algunos
testimonios arqueológicos dan cuenta de su uso relativamente frecuente), las
maquetas que comenzaron a hacerse en la Italia del Quattrocento pretendían ser registros ajustados con precisión a la
realidad. Tal precisión exigía —como expone Alberti en su tratado De Statua— que entre esa realidad y la
maqueta sólo hubiera una diferencia de material y de tamaño, y que éste no
fuese arbitrario, sino que mantuviera las proporciones debidas: las que se
daban entre las partes del objeto real, por un lado, y las que debía guardar el
objeto real y la maqueta, por el otro. De ahí que, convertida la escala en el
concepto clave de los modelos arquitectónicos, éstos empezaran a concebirse
como herramientas racionales capaces de mediar entre la idea y la construcción.
La parte más enjundiosa de la teoría moderna de las maquetas arquitectónicas está contenida en De Re Aedificatoria, donde Alberti explica su elaborado método de diseño y concede a los modelos un importante papel. “Siempre recomiendo”, escribe Alberti, “dedicarle el mismo tiempo que le dedican los mejores arquitectos a realizar no sólo dibujos y bocetos, sino también maquetas de madera y de otros materiales.” Para el italiano, el interés por las construcciones a escala estaba justificado por varias razones. En primer lugar, porque las maquetas permitían revisar de continuo, hasta ajustarlas con precisión, la “obra como un todo y el tamaño de las partes”, es decir, hacían posible trabajar las dos dimensiones en las se basaba la unidad orgánica del objeto, aquella concinnitas que, según Alberti, determinaba la belleza de un edificio. En este sentido, las maquetas eran la mejor manera de acreditar tridimensionalmente la armonía que debía guardar las partes con el todo. En segundo lugar, porque las maquetas explicaban mejor que ningún otro instrumento la relación del edificio con el solar donde se iba a levantar, y con su entorno inmediato. En tercer lugar, porque las maquetas, diseñadas de manera que sus piezas pudieran sustituirse para formar series de tanteo, hacían posible reconocer de un vistazo si el tamaño y el diseño de cada parte resultaban adecuados por su geometría. Finalmente, porque las maquetas, a fuer de tridimensionales, permitían que nada escapase al ojo del proyectista, de manera que éste pudiera ajustar el presupuesto con mayor precisión de la habitual (una ventaja esta, por cierto, que hoy siguen proclamando los vendedores de softwares de dibujo tridimensional a propósito de maquetas que ya no son físicas sino virtuales).
El momento en el que todas estas ventajas podía ser más productivas era, según Alberti, la fase final de proyecto, que era cuando el arquitecto, una vez ajustadas las partes mediante los instrumentos de dibujo, pasaba a confirmar o refutar sus presupuestos mediante una serie de tanteos volumétricos. La reflexión sobre el momento más adecuado para la introducción de las maquetas en el proceso de diseño no es banal, porque muestra con claridad la ideología de los distintos tratadistas de la época. Así, mientras que Filarete concedía a los modelos un papel aún más importante que el asignado por Alberti —el modelo mediaba entre el congetto o disegno di grosso y el resultado o disegno proporzionato), Vasari, por el contrario, concebía las maquetas como necesarios pero simples instrumentos de mediación entre la idea del arquitecto y la ejecución por parte de los operarios: “Los dibujos”, escribe Vasari, “son el principio y el fin del arte [de la arquitectura], porque todo lo demás, representado mediante maquetas de madera, no es otra cosa que trabajo de operarios.” Se trataba de un punto de vista que dejaba entrever la ideología platónica que lo sustentaba, según la cual, la condición material de las maquetas las abocaba al grado más inferior de las artes, es decir, a la mera artesanía.
La desconfianza ante las maquetas no acababa aquí, pues, desde el punto de vista pitagórico tan común en la Italia del Renacimiento, las maquetas, precisamente por ser tridimensionales y estar a escala, se prestaban a engaños y manipulaciones, un peligro al que estaban expuestos tanto los clientes más bienintencionados como los menos dotados de juicio. Vincenzo Scamozzi lo resumía bien: “Las maquetas se parecen a los pájaros pequeños, los cuales no se sabe bien si son machos o hembras, pero que cuando crecen se reconocen como águilas o cuervos, y por esto resulta fácil que los clientes acaben engañados por la apariencia de las maquetas.” En la noche las maquetas —venía a decir Scamozzi— todos los gatos eran pardos.
A esto se sumaba otro riesgo no menor, que en cierta medida tenía que ver con los viejos usos devocionales de las maquetas: que los arquitectos las utilizaran como instrumentos de manipulación y, en paralelo, que ellos mismos acabaran manipulados por las maquetas. No se trataba de perversiones raras. Según cuenta Vasari, durante el concurso para la construcción de la cúpula de Florencia, Brunelleschi utilizó la maqueta de madera original —que es tal vez la primera maqueta ‘moderna’— de un modo ciertamente extraño, pues, aunque decía que en ella estaban todas las claves del proyecto, no la mostró hasta el final, una vez ganado el concurso, jugando mientras tanto con el misterio que producía tanto en los miembros del jurado como en los competidores la utilización de la maqueta como una especie de fetiche inaccesible. Del otro extremo —que fuese el arquitecto el manipulado por la maqueta— el mejor ejemplo es quizá otro citado por Vasari, y que no es menos conocido: el de Antonio da Sangallo —a quien el papa encomendó, tal vez sin mucha convicción, los trabajos de la Basílica de San Pedro—, que acabó obsesionado por definir hasta el más mínimo detalle no de la obra en marcha, sino de una inmensa, ciclópea maqueta que parece ser costó un potosí o, cuando menos, se llevó el presupuesto anual del cantiere vaticano.
Desde el principio, la introducción de la maqueta en el quehacer de los arquitectos se tradujo en una pugna soterrada entre quienes le daban un papel protagonista y los que la condenaban a un papel subsidiario, y entre quienes veían en ella la forma más intuitiva de captar la unidad orgánica del proyecto y quienes la consideraban, por el contrario, un objeto mendaz y manipulable. Con todo, y por muchas que fueran estas tensiones, lo cierto es que las maquetas acabaron siendo aceptadas con naturalidad entre los arquitectos, y el desarrollo posterior de la disciplina no hizo más que confirmar, primero, y ampliar después, las funciones instrumentales que autores como Alberti supieron ver con tanta clarividencia.
La maqueta como experimento
Aunque
implícita en la recomendación de Alberti de realizar series de tanteos hasta
alcanzar la solución satisfactoria, la ampliación de los usos de la maqueta
—desde el representativo e icónico hasta el experimental— es cosa relativamente
reciente. De hecho, el esplendor de la maqueta como instrumento de
investigación se dio en siglo XX; un siglo acotado, por un lado, por el periodo
en el que las maquetas se construían con profusión pero casi siempre con
simples valores expositivos asociados a la tradición beauxartiana o
historicista, y acotado en el otro extremo por la primera década del siglo XXI,
en el que buena parte de estas funciones representativas han sido asumidas por
la modelización virtual. Lo interesante es que, de los distintos valores que han
tenido las maquetas desde que los hombres comenzaron a hacerlas
—representativos, icónicos, experimentales— son estos últimos los que parecen
destinados a perdurar.
Los usos experimentales son tantos como las ocasiones de transgredir las convenciones, al menos mientras dure el proyecto de arquitectura. Es difícil clasificarlos, pero no es descabellado asociarlos con los temas que, sucesiva o sincrónicamente, ha encarado la disciplina a lo largo del siglo XX. Para empezar, podría citarse la experimentación con la forma y la geometría, un asunto éste en el que la pertinencia de las maquetas resulta indiscutible. Son muchos los ejemplos, empero, en los que más que una experimentación, lo que se produce es una exposición retórica de la forma, que además se acompaña con la exposición del inventor, como si se tratara de un argumento de autoridad: desde el Le Corbusier que presenta orgulloso la maqueta inmaculada de su Villa Savoye hasta el no menos orgulloso Minoru Yamasaki entre las dos torres gemelas de su inmensa maqueta para el World Trade Center, pasando por el canónico primer plano de Mies van der Rohe recortado sobre la silueta del Edificio Seagram. En realidad, la experimentación formal sólo comienza a darse cuando la maqueta se convierte en un objeto esotérico, es decir, un objeto pensado tan sólo para el uso del arquitecto, aunque tarde o temprano el proceso íntimo del desarrollo del proyecto a través de la maqueta quede registrado por la fotografía. Cuando esta cocina interna se vuelve exotérica merced a las fotos, se produce un fenómeno redundante: la representación de lo representado, la creación de una especie de metadiscurso donde la imagen no da cuenta del edificio, sino de la maqueta del edificio. Compárese, por ejemplo, la foto de la maqueta terminada del Arco en San Louis, de Saarineen, con la que muestra al mismo Saarinen acompañado de sus colaboradores mientras inspecciona un gran modelo de trabajo de la terminal de la TWA. En otros casos, la transmisión de la imagen del proceso —de la atractiva idea de la obra en marcha— se muestra más retórica, y uno llega a pensar que se trata de una pose, como ocurre en tantas maquetas ‘de trabajo’ de OMA.
Otro campo de experimentación es el de las variaciones tipológicas. Aquí la maqueta se convierte en un elemento de iteración, y el proyecto se concibe como un proceso de variaciones casi infinitesimales que, mediante la combinación de elementos y la depuración sucesiva de los mismos, conduce a una solución presuntamente satisfactoria. Este tipo de exploraciones se traduce en series larguísimas que sugieren cadenas genealógicas, o incluso cadenas de ADN, en las que apenas hay diferencia entre un paso y otro. Sin duda, el atractivo de estas series que, una vez terminado el proceso, desbordan las mesas de los estudios para derramarse por suelos, paredes y estanterías, radica en su coherencia evolutiva, aunque, al mismo tiempo, no dejen de ser el resultado de cierta superstición: la de creer que la afinación progresiva mediante eslabones innúmeros es por necesidad garantía de éxito. Compárense, si no, algunos de los resultados obtenidos por arquitectos como César Pelli (un gran hacedor de maquetas, por otro lado) con los de otros estudios aficionados a las series tipológicas, como los de Sejima y Nishizawa, Herzog y de Meuron o Chipperfield.
Por supuesto, las exploraciones contemporáneas con las maquetas son también herederas de las que, desde el siglo XVIII, comenzaron a hacerse con materiales y estructuras. En cuanto a los materiales, los modelos a escala son el mejor modo de probar nuevas prestaciones o compuestos, además de demostrarse un modo óptimo de dar cuenta del efecto de la combinación de materiales diferentes, algo de que en nuestros días expresa bien el trabajo de Frank Gehry, aunque no siempre con la misma fortuna. En cuanto a las estructuras, las maquetas fueron hasta la introducción de los programas de cálculo de elementos finitos el mejor modo de predecir el comportamiento mecánico de los edificios, habida cuenta del carácter escalable de solicitaciones y resistencias. Cuando forma y estructura están estrechamente unidas, entonces la maqueta permite tanto el control visual como el control geométrico y matemático del proyecto, y todo ello de un modo intuitivo, como sugiere, por ejemplo, la célebre cúpula de Brunelleschi (cuya maqueta de madera dejó pronto paso a una maqueta resistente de ladrillo), pero también los funiculares de Gaudí, las membranas de Torroja o los tinglados de tirantes de acero proyectados por Buckminster Fuller, Le Ricolais o Frei Otto. Extensiones de este tipo de maquetas serían las que, cada vez con mayor frecuencia, se hacen durante la construcción de los edificios: los modelos a escala 1:1 que detallan una parte del proyecto incorporando sistemas y materiales reales, y que no solo sirven para controlar el acabado o para resolver el recurrente problema de las juntas, sino para que el arquitecto, examinando la parte, puede hacerse una idea cabal del todo, una función que, sin duda, hubiera convalidado Alberti.
Como, además de los esfuerzos mecánicos, también el efecto de la luz y el viento resulta escalables, las maquetas permiten el estudio preciso de la iluminación y la aerodinámica. En este sentido, los cada vez más extendidos programas de elementos finitos no pueden alcanzar el nivel de detalle y de previsión alcanzados por las maquetas de escalas grandes adecuadamente medidas, como saben bien los estudios con grandes medios técnicos, como los de Foster o Piano, en los que las modelos ópticos y aerodinámicos se incorporan con mayor frecuencia y cada vez más temprano en el proceso de diseño. Además, frente al modelo virtual, el físico aporta una componente de índole cualitativa —fenomenológica o atmosférica si se quiere—, que no puede sustituirse por ninguna experiencia mediada por la máquina. Por ello, no resulta extraño que la vieja tradición de recrear los interiores de los edificios a través de las maquetas —una tradición que comenzó con las grandes maquetas renacentistas de haz y envés y se continuó por los arquitectos más atmosféricos de las vanguardias, en especial los expresionistas alemanes— se prolongue hoy en el trabajo de los arquitectos más cuidadosos con los ambientes interiores, como Zumthor o el ya citado Chipperfield.
Formas, procesos, tipos, materiales y atmósferas son, por tanto, algunos de las realidades que las maquetas contemporáneas permiten explorar y controlar. Sin embargo, esta larga nómina no estaría completa sin citar otro modo reciente pero ya muy asentado en el trabajo de arquitectos y estudiantes: las llamadas ‘maquetas de concepto’. Se trata de objetos que transgreden la naturaleza tradicional del modelo —la representación de un edificio o de una parte de él— para adoptar un uso tan inédito como problemático: la representación de la idea o, en muchos casos, de la mera intuición del arquitecto. El uso es inédito porque la representación ya no tiene que ver con el producto, sino con el productor, y problemático porque necesariamente tiene que traducirse en una relación (la que se da entre el concepto y la forma) que no puede ser directa, sino mediada metafórica o simbólicamente. En algunos casos, los más banales, la maqueta ‘representa’ literalmente el concepto (por ejemplo, si mi idea es crear un edificio-burbuja, entonces la maqueta es una burbuja), pero en otros se mueve fructíferamente en la indeterminación. Cuando así ocurre, la maqueta hace las veces de desencadenante del proyecto, y media para alcanzar desde el concepto una determinada forma que, sin dejar de ser provisional, sugiere otras ideas y abre paso a una serie abierta de iteraciones que, manipuladas con tiento, pueden guiar hasta resultado final.
La psicología del proceso creativo en la arquitectura (y del proceso creativo en general) está por hacerse, pero, si existiera, el estudio de las maquetas tendría en ella un papel destacado, habida cuenta de su condición mediadora, del hecho incómodo e indefinido de situarse a medio camino entre la potencia y la realización, entre la cabeza y la mano. Por ello, de igual modo que el futuro de una lengua no depende de la mera significación de las palabras —de su referencia inmediata a la realidad—, sino de su capacidad para repensarla y transgredirla, el futuro de las maquetas no está en su naturaleza expositiva, sino en su condición potencial, que es a un tiempo representativa e ideológica: la misma que resulta indispensable para que la arquitectura mantenga unidos los febles lazos que van de la idea a la materia, y de la materia a la idea.