El aura del tiempo

El historiador del arte Alois Riegl ya lo supo ver
hace cien años: el culto a los monumentos es un rasgo moderno, y quizás el más
paradójico. Alimentado en la fascinación por el futuro, el siglo XX no ha
sabido sustraerse al ensalmo del pasado, y la consecuencia es la actitud
esquizofrénica de nuestro tiempo, que por un lado se entrega a la devoción de
los fetiches tecnológicos y por el otro venera, quizás como ninguna otra época,
la memoria. Esta esquizofrenia afecta también al modo en que nos enfrentamos al
propio pasado: la conservación respetuosa, a veces supersticiosa, de los
objetos, los edificios y las ciudades legados por el tiempo, no parece tener
empacho en convivir con la destrucción de aquella parte de la historia que
resulta indecorosa en términos ideológicos, como si la historia pudiera ser
unas veces madre y otras madrastra.
Decir que el pasado tiene valor es un lugar común. Lo es menos que el tiempo pueda resultar ofensivo. Sin embargo, la hipersensibilidad ante la presencia políticamente incómoda de la historia ha crecido hasta el punto de que un simple paseo por el centro de una ciudad puede acabar convirtiéndose para algunos —los más hipersensibles— en una ofensa reiterada, tal es la profusión de monumentos, bustos y placas conmemorativas susceptibles de arrojarnos a la cara su carga ideológica. Lo paradójico está que, en la misma sociedad que profesa el culto a la historia, estas ofensas anacrónicas pueden degenerar en desarticulaciones o destrucciones controladas de los monumentos que conmemoran, precisamente, la historia. Los ejemplos recientes son muchos: desde la estatua ecuestre del supremacista general Robert E. Lee, retirada de Texas; hasta la del genocida Colón, acosada todavía en Nueva York, pasando por la del marqués de Comillas, pater patriae esclavista, que lleva confinada desde hace tiempo en los lúgubres sótanos del Ayuntamiento de Barcelona. Nótese que, en todos estos casos, el monumento pasa a funcionar de tótem reverenciado a tabú repudiado.
Estas acciones de cirugía ideológica y de fetichismo contemporáneo no son inéditas: de siempre, el triunfo de las revoluciones pasó por cortes de cabezas coronadas y derribos de estatuas ecuestres. Lo novedoso está en que, en nuestra época, el guillotinamiento o descabalgamiento del fetiche del pasado ha tomado la forma de una revolución poco sangrienta y selectiva que no opera sobre las personas, sino sobre los objetos y sobre las imágenes de los objetos. Una revolución literalmente iconoclasta.
En todo ello no deja de haber una pulsión paradójica: la destrucción intencionada de la memoria —la antigua damnatio memoriae— tiene hoy su contrapartida en un fenómeno tan vigoroso como el anterior: el florecimiento de las políticas de la conmemoración o de las ‘industrias de la memoria’, tal y como las ha denominado el filósofo David Rieff en su oportuno Elogio del olvido. Esto explica, entre otras razones, que estemos asistiendo al sorprendente renacimiento de una categoría que hasta ahora había olido más bien a naftalina, el monumento tradicional; y explica también que la arquitectura —arte monumental por excelencia— tienda a desempeñar un papel protagonista en este nuevo contexto. De ello dan fe, por ejemplo, los cientos de instalaciones conmemorativas que se han ido inaugurando, con encomiable civismo, a lo largo de las últimas décadas: desde las cárceles políticas devenidas centros de interpretación hasta los campos de batalla, de trabajo o de exterminio convertidos en ‘memoriales’. Instalaciones que, por norma general, se sostienen ideológicamente en el viejo dictum —devenido lugar común— de que ‘aquellos que no quieren recordar el pasado están condenados a repetirlo’, sin que esto impida que, a la postre, la evocación del pasado a través de un memorial o un centro de interpretación acabe estando más cerca de la política que de la simple moral. Lo sugiere bien el caso del Valle de los Caídos, cofre monumental del cadáver del dictador, sobre cuyo futuro siguen corriendo ríos de tinta.
Todo lo anterior sugiere que el pasando nunca es neutral, sino que se retuerce sobre sí mismo hasta encontrarse con el futuro, y en este bucle acaba abarcando la ideología o la política y también algo más esencial: las identidades de las naciones y los países. La razón está en que los monumentos, los restos del pasado, lo que ha ido royendo el diente de la entropía, todo aquello, en fin, que se ha convenido en llamar ‘patrimonio’, nunca es un legado para unos pocos, sino un depósito de sentimientos compartidos. De ahí que la memoria identitaria acabe moviéndose en foros diferentes pero complementarios: los del arte, la moral, la política, la sociología y, a veces también, la economía. El monumento de verdad es el que, aunque parezca desgastado, sigue vivo: el monumento que sigue encarnando viejos valores o sobre el que se proyectan otros nuevos.
La condición de depósito de identidad que tienen los monumentos se ha hecho evidente de manera ejemplar en el desastre de la catedral de Notre-Dame, a cuyo incendio, convertido en un espectáculo sublime de la estética de la destrucción contemporánea, asistió medio mundo entre escandalizado y compungido, como si estuvieran ante una versión cinematográfica (aunque no de dibujos animados) del final de la célebre novela de Victor Hugo: aquel final tan trágico, pintoresco y sublime —un final de arte total— en el que el Jorobado arroja desde las torres de la catedral fuego para protegerse de las masas parisinas que, azuzadas por el malvado Frollo, quieren acabar con él.
Esto matará aquello
El caso de la catedral parisina como ejemplo mayor
del poder de los monumentos resulta muy revelador, y merece glosa. En una de las digresiones más famosas de Notre-Dame de Paris, Victor Hugo pone en
boca de su personaje más perverso pero también más lúcido —ese archidiácono
Frollo que precipitará el final de la novela— una sentencia inquietante que
revela, quizá sin quererlo, la condición de los monumentos contemporáneos. La
sentencia es famosa: ‘Ceci tuera cela’, esto matará aquello. Que ‘esto’ (y
podemos imaginar a Frollo poniendo la mano sobre un volumen encuadernado) iba a
matar ‘aquello’ (el dedo del clérigo señala ahora la catedral de París)
significaba muchas cosas. Significaba que la letra impresa en los libros
ocuparía el lugar de la letra esculpida en las catedrales; que, en
consecuencia, el saber dejaría de ser un patrimonio colectivo y cristalizado
para iniciar una deriva fluctuante e inmaterial en las conciencias de los
individuos; y que, en último término, comenzarían a resquebrajarse, como agitados
por un terremoto (como castigados por un incendio), los pilares de las
sociedades acrisoladas en la religión, las sociedades para las que la catedral
de París no era todavía un monumento, sino un edificio vivo.
Pues bien, el tiempo ha dado la razón al archidiácono Rollo. Hoy sabemos que una de las consecuencias de la modernidad fue que el arte abandonara la religión, y que las catedrales perdieran su función adoctrinadora. Dejaron de ser, entre otras cosas, casas del pueblo, lugares místicos de comunión, para devenir simplemente ‘monumentos históricos’, es decir, objetos cuyo valor no está en su utilidad ni necesariamente tampoco en su belleza, sino en su condición de depósitos de tiempo o, como se dice ahora con cursilería, en su condición de ‘lugares de la memoria’. Así, la reverencia a Dios se sustituyó, primero, por la reverencia a la Historia, y, después, por la reverencia a la Sociología, y uno de los artífices de esta transformación en esencia moderna fue precisamente el propio Victor Hugo, cuya célebre novela resultó ser la herramienta más eficaz a la hora de introducir en el imaginario de la clase media urbana ese nuevo culto a los monumentos que sustituía al viejo culto a Dios y a los santos.
El éxito de Victor Hugo y los patriarcas de la religión de la historia —desde Merimée hasta el gran restaurador Viollet-le-Duc— fue tal que, pasados casi dos siglos desde que Notre-Dame de Paris se diera a las imprentas, el patrimonio (el pasado, la historia, el monumento) sigue siendo uno de los grandes temas contemporáneos. Lo es no sólo porque la memoria tienda a utilizarse, cada vez más, como arma política, o porque, conforme pasa el tiempo, el universo potencial de ‘lo patrimonializable’ resulta ser cada vez más amplio, hasta abarcar incluso ‘lo inmaterial’ (el flamenco, la isopolifonía albanesa, la danza de tambores saudí o la cetrería, por poner sólo algunos ejemplos). Lo es no sólo porque los edificios como la catedral de París puedan llegar también a convertirse en lugares de la memoria personal, haciendo las veces de inmejorables escenarios de Instagram (‘yo estuve allí). Lo es, sobre todo, porque en un mundo donde las referencias son cada vez más efímeras o cuestionables, los monumentos se han convertido en unos de los pocos elementos que concitan consenso, que cohesionan el imaginario colectivo.
De hecho, los monumentos se ven como alegorías de la historia nacional y como faros imperturbables a las embestidas del tiempo, rastros visibles pero tranquilizadores de las destrucciones que va dejando a su paso el ángel de la historia: aquél que, como escribiera Walter Benjamin, mira hacia atrás para contemplar el rastro de las destrucciones humanas. Esto explica quizá la solidaridad sorprendentemente sentimental, acaso exagerada, con la que el público del todo el mundo recibió la noticia de la destrucción parcial de Notre-Dame a causa de un incendio que al parecer provocaron, de una manera reveladoramente paradójica, los trabajos que intentaban salvar al monumento de la inmisericorde entropía. Un detalle puso la guinda simbólica a todo el asunto: cuando aún estaban calientes los rescoldos, ya se hablaba de la reconstrucción del edificio, como si no se pudiera soportar, ni por un momento, la presencia de la destrucción y la muerte, como si no se admitiera que la heroica catedral hubiera sido al fin doblegada por el tiempo, o como si el cuerpo vulnerado del edificio fuera nuestro propio cuerpo.
Monumentos vivos
Notre-Dame da cuenta, pues, de hasta qué punto los
monumentos y todo lo que tenga que ver con ellos —su restauración, su
rehabilitación, su desmantelamiento, su destrucción— han llegado a ser
realidades en extremo complejas, objetos que están formados menos por su
materia ajada que por el aura social y política que desprende el tiempo y a
veces también la ideología depositada en ellos. Se trata de algo que, desde
siempre, han sabido ver bien los políticos. Los políticos que se erigieron en
‘artistas’ cuyo material pretendía ser, nada más y nada menos, que toda la
nación, como el Hitler amante de la arquitectura y siempre megalómano. También
los políticos autoritarios cuyos gobiernos suelen comenzar con el gesto de
retirar los monumentos levantados por el régimen anterior, para construir otros
nuevos con el propósito, casi siempre confeso, de establecer o afianzar relatos
nuevos y más o menos heroicos. O incluso los políticos que deciden, yendo al
grano, destruir sistemáticamente los símbolos del enemigo, como ocurrió en
Sarajevo en la Guerra de los Balcanes, o en Londres y Dresde en la Segunda
Guerra Mundial, todos ellos ejemplos sobradamente conocidos aunque todavía
escalofriantes.
Se trata de una estrategia, esta última, que, a su modo, han reinterpretado los terroristas contemporáneos, tan pendientes siempre de la televisión y las redes sociales, y cuyo aguzado olfato simbólico les ha llevado a tomar como objetivos prioritarios no sólo las personas sino también los restos insignes del pasado (las Torres Gemelas, Bamiyán, Palmira), en un intento de atentar tanto contra la carne de sus enemigos cuanto contra el sentimiento de identidad de un país o de toda una civilización, en este caso, ésa que con más o menos precisión llamamos ‘occidental’ (no es una casualidad, en este sentido, que la Notre-Dame recién quemada se tildase de símbolo resistente de la “civilización occidental”, como si el incendio hubiera sido fruto de una agresión intencionada, de un atentado anónimo).
Hay, por supuesto, otras maneras menos ominosas de trabajar con el aura del tiempo, y todas ellas han sido ya ensayadas. En unos casos, lo que se quiso fue curar las heridas con el propósito de hacer borrón y cuenta nueva, es decir, hacer tabla rasa con la historia. Así ocurrió, ejemplarmente, en la Alemania de 1945, obsesionada por limpiar su terrible pasado reciente, y cuyas autoridades tomaron decisiones radicales, como destruir los edificios susceptibles de convertirse en memoriales espontáneos para nostálgicos —el búnker o la Cancillería de Hitler, póngase por caso— o bien enterrarlos literalmente bajo los escombros de la guerra, como pasó sobre todo en Berlín, donde crecieron de la noche al día cinco colinas artificiales, entre ellas la llamada ‘Montaña del Diablo’, que sepulta la monumental Academia Militar proyectada por Albert Speer. De un modo muy coherente, esta política de destrucción cívica de la memoria se hizo convivir con la prudencia —cabe decir incluso con la mezquindad— a la hora de construir nuevos monumentos; de hecho, no fue hasta muy tarde, ya a finales de la década de 1980, cuando en Alemania se tomó la decisión de recordar el genocidio judío en el polémico Monumento al holocausto en Berlín, al mismo tiempo que se construía el emblema de la nueva Alemania post-Muro: el Reichstag de Norman Foster, que no en vano ostenta el que quizá sea el elemento monumental más ideológicamente marcado de la arquitectura, la cúpula.
El ejemplo del Reichstag sirve también para dar cuenta de otra manera de utilizar el aura poderosa de los monumentos: la creación de símbolos para nuevas instituciones o, dicho de otro modo, la creación de monumentos cuyo valor no está en una antigüedad de la que carecen, sino en su carácter intencionadamente conmemorativo y muchas veces también icónico. La importancia de este tipo de intervenciones —y lo poco probable que resulta su éxito—, se manifiesta en muchos ejemplos contemporáneos: desde la monumentalidad cívica pero escasamente atractiva de los edificios oficiales de la Unión Europea en Bruselas o Estrasburgo —colosales, caros, sofisticados incluso, pero que no han llegado a calar en el imaginario de los europeos— hasta la monumentalidad eficaz pero políticamente dudosa de esa nómina de ‘ciudades in vitro’ (Shanghái, Dubái, Astaná) que se han construido, prácticamente desde la nada, en China, los países del Golfo o las repúblicas petroleras del Cáucaso.
En estos ejemplos, la falta de dosis de historia a mano y susceptibles de inyectarse al público hace que el monumento se conciba como un refuerzo artificial de la identidad; un refuerzo hecho con mucha voluntad y siempre ex nihilo, para convertir dicho monumento en la intencionada cifra visible de unos lazos políticos, sociales y económicos que muchas veces son débiles o, en el peor de los casos, resultan ser pura ficción. En otros casos, cada vez más frecuentes, ocurre lo contrario: el punto de partida son los monumentos que procura más o menos gratuitamente la historia, y tanto el trabajo del político que busca el efecto cívico o identitario como el del arquitecto del que depende dicho efecto consisten en dar a esos edificios una nueva vida, ora restaurándolos para devolverles sus viejas funciones, ora rehabilitándolos y cambiando sus usos para adaptarlos a las exigencias de la vida contemporánea.
Entre los ejemplos contemporáneos del primer tipo de trabajo con el pasado, la restauración, uno de los más interesantes sería, sin duda, la intervención sobre los edificios de la Isla de los Museos en Berlín, que fueron prácticamente destruidos por los bombardeos aliados y la conquista soviética durante la Segundo Guerra Mundial. Dos estrategias complementarias se han usado para devolverles la vida: mantener, en la medida de lo posible, su uso original (de tal modo que la Isla siga siendo de ‘los museos); y recurrir a las superposiciones de lo nuevo sobre lo viejo, de suerte que se suavicen las cesuras, a veces tan marcadas, que dividen unos tiempos de otros y que hacen que los monumentos puedan llegar a percibirse como objetos demasiado lejanos, casi arqueológicos. Este mantenimiento del uso y estas superposiciones han convertido los viejos edificios —considérese, sobre todo, el Neues Museum restaurado por David Chipperfield— en una suerte de palimpsestos: hojaldres de tiempo hechos de capas históricas, que muestran en su propia piel la huella del tiempo contenido en ellos. Un tiempo de destrucción pero también de renacimiento.
La segunda vida de los edificios
Rehabilitar, restaurar, renovar, darles una segunda
oportunidad a los edificios —una segunda vida—, no ha sido hasta ahora la
tónica dominante en la arquitectura y el urbanismo, tantas veces sostenidos en
ese vértigo y desmemoria que resultan útiles al desarrollismo. Con todo, la
renovación es una actitud que resulta muy coherente con una sociedad que cada
vez más ve con mejores ojos el reciclaje, y que comienza a leer los procesos de
producción y consumo de objetos desde la perspectiva de eso que se llama, muy
gráficamente, el ‘ciclo de vida’. La oportunidad está ahí, por tanto, y más aún
cuando los arquitectos disponen de estrategias muy refinadas en lo tecnológico
y bastante coherentes en lo conceptual para hacer frente al problema de la
intervención sobre los restos del pasado.
Desde que en 1472 Alberti abordara el tema en el capítulo de su tratado de arquitectura dedicado a lo que llamó la operum instauratio —su traductor español del siglo XVI vertió la expresión latina a una bella palabra, ‘restauración’—, hasta la moderna y extremadamente puntillosa teoría del restauro de Cesare Brandi, pasando, por supuesto, por las polémicas del siglo XIX entre los partidarios de Viollet-le-Duc (defensor de la restauración estilística) y los de John Ruskin (bestia negra de los restauradores), han sido muchas las opiniones sobre cuándo y cómo restaurar. La eficacia de los métodos que se han ido afinando a partir de estas teorías es, en general, grande, sobre todo en los casos en los que la restauración se da en un sentido estricto, como cuando se limpia una fachada, se repara una yesería o se sustituyen las correas podridas de una cubierta de madera por otras de la misma forma y material. Los problemas surgen —las polémicas, de hecho, estallan— cuando la restauración implica la reconstrucción más o menos idealizada de ciertas partes del edificios, o la superposición —por otra parte, tan común— de elementos nuevos sobre otros viejos, no sólo porque el nuevo uso así lo pida, sino porque son las propias teorías de la restauración dominantes las que exigen que se puedan distinguir de una manera tajante técnicas y materiales de épocas distintas.
A estas dificultades deben sumarse aquéllas que no atañen a la restauración como técnica, sino como ideología, es decir, a las dificultades derivadas de la pregunta sobre en qué momento, cómo, hasta qué punto y con qué fines un edificio se debe restaurar o rehabilitar. Los casos recientes del Edificio España o de la llamada ‘Operación Canalejas’, ambas en Madrid, sugieren bien el conflicto entre lo técnico y lo social-ideológico que se puede dar en un proceso de rehabilitación. En el Edificio España porque, a pesar de que el propietario tenía todos los parabienes técnicos para sustituir la fachada preexistente —una fachada sin demasiado valor estético y construida con materiales de baja calidad durante la autarquía franquista— por una nueva técnicamente mejor y visualmente idéntica, la opinión pública se puso en contra desde el principio a que se tocase nada de este edificio emblemático de Madrid: se mostró reacia a que se dañase su aura. Canalejas, por su parte, sugiere lo contrario: aunque la operación haya demostrado ser un escándalo estético e intelectual, amén de una chapuza técnica (los errores durante la fase de cimentación perforaron el túnel de Metro que pasaba debajo, y obligaron a cerrar una de las líneas más frecuentadas de la capital durante meses), la opinión pública no se ha rebelado contra ella, porque no ha visto que la amalgama de edificios eclécticos que conformaban la manzana de Canalejas —pese a ser mucho más valiosos que el Edificio España,— no se identificaran de ninguna manera —misterios del aura— con el imaginario colectivo.
De ello puede deducirse que los caminos del aura monumental son inescrutables, y que el patrimonio es un pegamento social muchas veces arbitrario, aunque tal no impida que, cuando se plantea con tino, la recuperación de edificios históricos puede llegar a ser exitosa a la hora de dotar de símbolos a las instituciones recién creadas o bien a las débiles o sin carácter. Esto fue especialmente cierto en la España democrática, que se afanó en reformar la Administración y ofrecer a los ciudadanos dotaciones que estuvieran a la altura de las europeas. Fue así como, al calor sobre todo del proceso de descentralización y de los generosos fondos comunitarios, muchos de los edificios históricos que hasta la década de 1980 habían languidecido en tantas ciudades, hasta el punto de amenazar ruina, fueron restaurados para cobijar nuevos servicios y nuevas sedes institucionales, que de este modo se vieron bañadas de inmediato del aura monumental emanada de las viejas construcciones.
Es cierto que, en muchos casos, la restauración de estos grandes edificios —convertidos en verdaderos símbolos políticos— dio lugar a muestras excepcionales de megalomanía: desde las sedes de parlamentos autonómicos ubicadas en viejos palacios y conventos, y que dejan cortos a muchas asambleas nacionales de Europa, hasta grandes museos cuyo valor, muchas veces, estaba más en el continente monumental que en el dudoso contenido artístico. Pero no es menos cierto que, incluso en los peores ejemplos, esta megalomanía ha resultado, a la postre, más útil —y también menos desagradable— que la que dio pie a tantos iconos arquitectónicos de nueva planta, muchos más caros y en ocasiones menos necesarios, y cuya aura fabricada, ready-to-consume, procedía, no del valor de antigüedad, sino de su tamaño descomunal, su programa excesivo, su forma extravagante o la mera firma de su autor. No es fácil generalizar en lo que toca a la megalomanía constructiva y la megalomanía a secas en España, pero invertir en la conservación del aura del tiempo parece ser casi siempre más rentable que gastar dinero en innecesarios iconos de marca. O, tal vez, simplemente más honesto, habida cuenta de que en nuestras ciudades cada vez resulta más acuciante construir sobre el pasado, construir sobre lo construido, que simplemente construir.
La arquitectura no es inocente. No lo es cuando se construyen edificios de nueva planta para materializar las intenciones o ambiciones simbólicas de quienes la promueven y a veces, también, de quienes la proyectan y construyen. Y todavía lo es menos cuando los edificios sobre los que se actúa tienen una larga historia a sus espaldas y proyectan un aura que es, a la vez, la proyección de aquello que el imaginario colectivo ha querido ver en ellos. Por eso, la rehabilitación y la restauración, más allá de traducirse en ciertos procedimientos técnicos, son disciplinas en buena medida ideológicas; disciplinas que acaban confirmando lo que, por otro lado, ya sabíamos: que la arquitectura es una cuestión de hechos, pero también de valores.