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El calcetín en la fábrica

Eduardo Prieto

Concebir, reformar o rehacer la casa, el atelier o el museo de un artista puede ser un regalo envenenado. El problema está, por un lado, en que las obras de arte suelen imponerse a cualquier circunstancia, incluidas las de la arquitectura. Y está por el otro en que la intimidación del artista puede atar las manos del arquitecto, hasta el punto de convertirlo en intérprete servil. Así las cosas, las opciones no son muchas. El diseñador puede asumir una mediocridad premeditada que no siempre redunda en beneficio de la obra expuesta. Puede convertirse él mismo en artista para crear un artefacto o continente retórico que robe protagonismo al contenido, como en los años locos. O puede comprometerse con la opción más difícil: escuchar con paciencia lo que el artista y su obra dicen para traducirlo al lenguaje de la arquitectura.

No son muchos los casos de diálogo fecundo entre arquitecto y artista, y los que hay dependen de sutiles juegos de afinidades. Josep Lluís Sert supo leer el carácter mediterráneo de la obra de Miró para llevarla al taller que construyó para el artista en Mallorca, hoy su Fundación. RCR arquitectes recrearon la peculiar atmósfera oscura y vibrante de la obra de Pierre Soulages en su museo en Rodez. En el ejemplo que nos ocupa, la Fundación Antoni Tàpies en Barcelona, Iñaki Ábalos y Renata Sentkiewicz trabajaron no solo desde una admiración que se remontaba a la infancia, sino también desde el presupuesto de trabajar fundamentalmente como técnicos. Comenzando por resolver problemas tan concretos como la adaptación a las normativas de seguridad, avanzaron paso a paso para propiciar el museo que Tàpies se merecía. Toda una lección del “hacer de la necesidad virtud” o, como diría el arquitecto Alejandro de la Sota, del “dar liebre por gato”.

Esto no quita para que el encargo tuviera sus dosis de veneno. No se trataba de proyectar un edificio de nueva planta, sino de actuar sobre una construcción entre medianeras en la céntrica calle Aragón y vinculada como pocas a la memoria del Eixample: la fábrica que Lluís Domènech i Montaner, contemporáneo de Gaudí y uno de los padres del modernisme, construyó en 1882 para su tío impresor, acaso la primera de esas industrias limpias con las que el creador del plan de la ciudad, Ildefonso Cerdá, quiso sostener la Barcelona moderna e higienista.

Después, entre 1987 y 1990, y ya con el propósito de alojar allí la Fundación Tàpies, Roser Amadó y Lluís Domènech, sobrino del gran arquitecto, reformaron el inmueble, y fue entonces cuando Tàpies, con vistas a la inauguración, colocó sobre la fachada su bella escultura Núvol i cadira (Nube y silla), cuya enredada aura de alambres de espino causó el escándalo de muchos ciudadanos (por entonces, a los ciudadanos todavía se les podía escandalizar con obras de arte abstracto). El proceso de transformaciones culminó veinte años más tarde, cuando entre 2007 y 2010, y tras un complejo proceso de adjudicación que había comenzado con una lista de seiscientos arquitectos, el estudio madrileño Ábalos Sentkiewicz recibió el encargo de resolver los problemas de seguridad y calidad ambiental del edificio.

Ábalos Sentkiewicz levantaron dos plantas sobre el pabellón trasero para acomodar con dignidad a los trabajadores, y sobre ellas instalaron una terraza desde la que se podían contemplar por dentro las manzanas de Cerdá, con su estética povera de patio de vecinos. A Tàpies le gustó tanto la idea que colocó allí una versión reducida de aquel Mitjó o Calcetín que a principios de los noventa el Museu Nacional d’Art de Catalunya, instigado por la Generalitat, había rechazado por juzgarlo poco artístico y decoroso (por entonces, los dirigentes de derechas pensaban, como antes de ellos los estalinistas, que el arte debía tener decoro político).

Pero, más allá de establecer el aposento definitivo del Calcetín, Ábalos Sentkiewicz mejoraron la evacuación y el rendimiento energético del inmueble, crearon un patio colchón, abrieron lucernarios antes cegados, restauraron la Núvol i cadira, instalaron una poética iluminación nocturna y ganaron en fin casi 2.000 metros cuadrados para la sede. Y todo ello, como declara Ábalos, desde la voluntad humilde de “mirar con otros ojos el sistema técnico del edificio”. El resultado fue una nueva atmósfera que recuperaba la condición industrial del proyecto de Domènech al tiempo que, por su abstracción limpia y blanca, dejaba hablar con toda su fuerza a las obras de Tàpies. Casi nonagenario, el día de la segunda inauguración, el artista declaró: “He estado esperando más de veinte años para ver el edificio así”. ¿Puede haber mayor elogio para los arquitectos?