El clima como ideología

Entre todas las ideologías arquitectónicas
vinculadas con la energía, las climáticas han sido, acaso, las más relevantes,
al menos desde finales del siglo XVIII, cuando vio la luz el presupuesto de que
la forma o el ‘carácter’ de los edificios, igual que el de los pueblos,
respondía de una manera más o menos directa a las condiciones del clima local.
Esta suerte de determinismo climático no solo hacía posible explicar, con
criterios ‘objetivos’, las características de cada nación —que hasta la
Ilustración solían atribuirse, en general, a razones arbitrarias—, sino también
refundar sobre bases ciertas una disciplina, la arquitectura, que por entonces
se había quedado huérfana de principios normativos. El determinismo asociado al
clima presentaba, así, una doble dimensión: como principio científico servía
para dar cuenta de la diversidad cultural, pero en cuanto principio
disciplinar, abría el camino a nuevos modos de hacer arquitectura basados en
criterios presuntamente ‘racionales’.
Esta relación de sesgo determinista entre la
arquitectura y el clima tenía a mediados del siglo XVIII una tradición ya
añeja, enraizada en la tesis de Vitruvio de que la arquitectura es una
respuesta racional al problema de garantizar el confort humano, protegiendo los
cuerpos de las inclemencias climáticas mediante el fuego y la construcción, y
también mediante la atención a las razones solares y climáticas según una
especie de higienismo avant la lettre.
Lejos de constituir una novedad, en la época de Vitruvio —la del emperador
Augusto— tal higienismo no era más que un lugar común fundado en las ideas de
Heródoto y, sobre todo, en los principios de la medicina hipocrática, que se
interpretaban eclécticamente de acuerdo a la tradición romana. Esto explica las
raciones que da Vitruvio al problema de construir las ciudades, afirmando que
«es necesario poner la máxima diligencia en la elección de los lugares más
sanos», pero teniendo «muy presentes las normas de los antiguos», que
comenzaban por inmolar, para sus sacrificios, reses que hubieran apacentado en
los lugares donde querían fundar una ciudad», examinando después sus entrañas,
de manera que, si las encontraban «cárdenos y dañados», inmolaban otras reses
«para asegurarse de si era efecto de enfermedad o de los pastos». Una vez que
se habían «cerciorado de la sanidad y buen estado de los hígados, efecto de las
buenas aguas y de los buenos pastos» asentaban allí la urbe.
Elegido el emplazamiento de la ciudad a través de
estos ritos, el arquitecto debía después replantear los edificios recurriendo a
principios que eran a la vez climáticos y cósmicos. «Los edificios
particulares», escribe al respecto Vitruvio, «estarán bien dispuestos si desde
el principio se han tenido en cuenta la orientación y el clima en el que se van
a construir; porque está fuera de duda que habrán de ser diferentes las
edificaciones que se hagan en Egipto de las que se efectúen en España,
distintas las que se hagan en el Ponto de las que se efectúen en Roma, ya que
estas diferencias dependen siempre de las de los países, puesto que una parte
de la Tierra está bajo la influencia inmediata de su proximidad al sol, otra
por su distancia a él, y otra que, por su posición intermedia entre ambas,
resulta templada». Por eso, «conviene atender en la construcción de los
edificios a las diversidades de los países y a la diferencia de climas», y
mientras que en las regiones septentrionales, lo más adecuado es construir
habitaciones abovedadas «lo más abrigadas posible, no abiertas, sino orientadas
a los puntos cálidos del cielo», en las meridionales, «por estar expuestas al
ardor del sol, se deben hacer con grandes huecos y con la orientación a la
tramontana o al aquilón». De esta manera, como enfatizaba Vitruvio —repitiendo
lo que en el siglo también era un lugar común—, «el arte y la ciencia
remediarán las molestias que por sí misma produce la naturaleza».
Todo esto se podía «probar atendiendo y examinando
la propia naturaleza de las cosas», en particular la diversa constitución de
los cuerpos humanos en cada una de las regiones de la Tierra, porque «en los
lugares donde el sol difunde moderadamente sus rayos, allí se conservan sus
cuerpos bien ponderados; en los países en los que el sol quema absorbe la parte
húmeda, y en los países fríos, como no hay bastante calor para absorber
totalmente la humedad, el aire fresco, infiltrándose en los cuerpos, hace a los
hombres más corpulentos y más grave el sonido de su voz». Por estas razones los
individuos de los pueblos septentrionales son «de gran estatura, sanguíneos,
fuertes, de color blanco, cabellos lisos y rubios y ojos azules, debido a que
están conformados por la abundancia de humedad y la frialdad del aire»,
mientras que los meridionales, por el contrario, son «poco sanguíneos, de
pequeña estatura, tez morena, cabellos rizados, ojos negros y piernas débiles».
Por supuesto, este determinismo climático, expuesto según los términos de
aquella gran tradición médica que, de
Hipócrates a Galeno, estaba basada en el equilibrio entre los diferentes
humores del cuerpo en consonancia con los de la naturaleza, servía para
explicar, a la postre, la supremacía de la raza romana, de acuerdo con un
malabarismo cientificista que, desde Winckelmann o Montesquieu hasta Ratzel,
pasando por Quatremère de Quincy o Durand, haría fortuna en la cultura
occidental. «Siendo así», escribe Vitruvio, «que la naturaleza ha distribuido
en este mundo las cosas de modo que todas las naciones sean diferentes por la
imperfecta proporción en la mezcla de frío y calor, la misma naturaleza ha
querido que en medio de todas las regiones del universo, en el centro del
mundo, tuviese su sede el pueblo romano. Y, en efecto, en Italia, las gentes
están igualmente dotadas de fuerzas físicas y de vigor espiritual.»
El determinismo climático de Vitruvio y su
corolario etnocentrista sería refutado por León Battista Alberti, para quien
compete a la arquitectura el combatir la naturaleza, protegiendo al hombre de
ella merced al ingenio y el trabajo humano. Para Alberti, el paradigma del
ingenio del homo faber sería el
célebre Dédalo, a quien «sus antepasados alabaron extraordinariamente no solo
por la invención de las alas o el laberinto, sino por haber construido en
Selinunte una gruta artificial que forzaba la naturaleza en beneficio del
hombre, pues con ella se podía aprovechar «un vapor caliente y sutil que
provocaba continuos sudores y aplacaba los dolores del cuerpo». Pese a estar
influida por este posibilismo optimista —que sienta las bases del universalismo
antropológico de figuras posteriores como Herder o Vidal de la Blache—, la
arquitectura del Renacimiento adoptará, en buena medida, los principios
deterministas de Vitruvio, reforzados en la época por la autoridad del propio
Hipócrates y su tratado sobre estos temas, cuya versión latina, De Aere, Aquae et Locis (Sobre el aire, el agua y el lugar),
pasó de mano en mano en los círculos de entendidos a partir del siglo XV. Es
por ello que la nueva arquitectura social de la época —especialmente los
hospitales que comienzan a ser construidos primero en Italia y, después, en
Francia y España— muestra en su concepción esta raíz vitruviana, al estar
organizados en pabellones de crujías no demasiado anchas y apropiadas albergar
las camas de los enfermos, bien iluminados y ventilados, expresando así con su
forma las nuevas ideas higiénicas y sanitarias de la medicina renacentista,
justificadas por las doctrinas del mundo clásico.
Sin embargo, esta medicalización de la arquitectura
solo en pocas ocasiones trascendió el ámbito de la arquitectura hospitalaria o
conventual, y cuando lo hizo fue de acuerdo a principios pragmáticos de corto
alcance, del tipo qué altura debían tener las habitaciones para ventilarse bien
o cuál debía ser la proporción aproximada entre la superficie de muro y de
ventana para iluminar adecuadamente una estancia, relaciones que el arquitecto
tenía en cuenta solo en cuanto recomendaciones subordinadas a las reglas
geométrico-musicales que por entonces definían la disciplina. Palladio es de
los pocos tratadistas de esta época que recoge el asunto de la iluminación y la
ventilación de la arquitectura, explicando, por ejemplo, cómo el tamaño y el
número de los huecos deben ser proporcionales a la superficie de las
habitaciones, por mor del aire y de la luz. «Al diseñar las ventanas debe
procurarse», puede leerse en los Quattri
Libri, «que admitan la luz justa, ni más ni
menos, y que sean adecuadas en número (...) Si las ventanas son menos y más
pequeñas de lo que es conveniente, convertirán las habitaciones en lugares
oscuros; si son demasiado grandes, las volverán inhabitables, porque dejarán
pasar en demasía el aire caliente o frío, pues los lugares, en función de las
estaciones del año, pueden ser demasiado calientes o muy fríos merced a la
parte del cielo a la que se orienten.»
Clima y carácter
Por supuesto, en todo esto apenas hay nada de
ideología climática. Reducidas a un conjunto de reglas que, en el mejor de los
casos, no iban mucho más allá del sentido común, las cuestiones del clima en la
arquitectura no volvieron a ser pertinentes desde el punto de vista normativo
hasta mediados del siglo XVIII, merced a la reinterpretación de las viejas
tesis clásicas climático-deterministas llevada a cabo por el mayor de los
historiadores contemporáneos del arte: Johann Joachim Winckelmann (1717-1768).
Sumándose a la amplia nómina de quienes en su época renegaban de la vieja
teoría pitagórico-musical de la belleza, Winckelmann defendía que el arte
contemporáneo debía seguir un nuevo tipo de imitación, basada a partes iguales
en la emulación de los antiguos y en la atención sensual a las formas de la
naturaleza. Sin embargo, mientras que el significado ‘emulación de los
antiguos’ era inequívoco —la mímesis del arte clásico, preferiblemente griego—,
el estudio de la naturaleza resultaba más problemático, habida cuenta de que,
para Winckelmann, «la belleza que nosotros admiramos en el arte de los antiguos
es la belleza misma que se da como gracia en la naturaleza y que en vano
buscaremos en la naturaleza tal como se nos muestra a nosotros, porque aquella
belleza que la naturaleza mostró a los antiguos (los griegos) en todo su
esplendor es una belleza celosamente escondida para nosotros, de la que apenas
lograremos captar aquí y allá un tenue reflejo».
La imitación de la naturaleza por el arte no podía
ser, de este modo, literal, sino mediada a través de un ideal artístico que
incorporaba la promesa inalcanzable de una naturaleza definitivamente perdida y
de una sociedad sabiamente gobernada bajo un «cielo griego». Ahora bien —y esta
es las tesis que emparenta a Winckelmann con Vitruvio— aquella edad de oro
natural, aquella Arcadia no era el simple fruto del capricho o el albur de un
dios, sino el resultado de causas materiales y objetivas, de las cuales la más
importante eran las climáticas. Pues fue el clima benigno el que hizo florecer
un verdadero paraíso terrenal del que irradiaba un flujo espontáneo de belleza
encarnada en cuerpos perfectos, y fue también el clima el que dio lugar a la
naturalidad y la armonía de unas instituciones libres fundadas en las ideas de
libertad y de igualdad, que favorecieron el desarrollo generalizado del gusto
artístico. Determinado por unas condiciones climáticas muy especiales, acaso
irrepetibles, el arte de los antiguos era así tanto una promesa de placer
sensual como un modelo normativo para construir, desde criterios objetivos, el
espacio cívico de una nueva Atenas.
Es sabido cómo las ideas de Winckelmann trastocaron
al mundo del arte de su época, alentando las diversas manifestaciones del
Neoclasicismo. Lo es menos, sin embargo, cómo la explicación climática del
origen del arte influyó sobremanera en los arquitectos franceses
contemporáneos, pertenecientes a una tradición de suyo racionalista que se
remontaba, cuando menos, a las posturas que había mantenido Claude Perrault
durante la célebre querelle des anciens
et des modernes del siglo XVII y que estaban actualizarían poco después, en
una clave determinista y, si se quiere, ‘nacionalista’, figuras como
Montesquieu. Los ecos de las ideas de Winckelmann están presentes en la noción
de carácter y tipo que había sido anticipada en muchos sentidos por el propio
Perrault, antes de ser actualizada a mediados del siglo XVIII por Lafitau y a
la postre sistematizada por Quatramère de Quincy y Durand, ya fenecida la
Ilustración. Los viajes del misionero jesuita Joseph-François Lafitau
(1681-1746) sirvieron para abrir las miras de sus contemporáneos con relación a
los salvajes, inaugurando una suerte de antropología avant la lettre que estudiaba las construcciones primigenias en
cuanto respuestas a las condiciones naturales en general, y a las climáticas en
particular, que las sociedades ‘salvajes’ tenían que combatir con los recursos
materiales de que disponían y de los ritos que celebraban. El pasado de la
arquitectura podía, de este modo, explicarse a la luz de la arquitectura que,
en el presente, construían los pueblos salvajes, confirmando así el supuesto de
que también los griegos fueron una vez salvajes; ingenuos y felices es cierto,
pero salvajes al cabo.
La comparación entre las cabañas de los indios
americanos y las construcciones rústicas de la Europa coetánea, o entre
aquellas y los edificios de la Antigüedad, dio lugar a un repertorio de
hipótesis de arquitecturas primigenias que, a falta de un verdadero
conocimiento arqueológico, solían explicarse como fruto de las razones
objetivas del clima. Correspondió a Antoine Quatremère de Quincy (1755-1849)
sistematizar estos hallazgos recurriendo a una teoría que aunaba la noción de
tipo con la de carácter. Como Winckelmann, Quatremère consideraba que los
cuerpos bellos y la organización democrática derivados del clima ideal de
Grecia podían ser una inspiración para la arquitectura que estaba por venir,
disciplina dotada de objetividad, pues se fundaría en la naturaleza de acuerdo
a principios racionales, a tipos primigenios que responderían al clima y a la
función. En relación con el ‘carácter’, el papel del clima no era menor, pues
imponía unas condiciones particulares a las que la arquitectura debía hacer frente,
igual que lo hacía con el carácter de cada nación. Así, los climas fríos
producían fisonomías y mentalidades distintivas, mientras que los neutros solo
habitantes sin carácter. Los primeros generaban la razón; los cálidos, el
exceso, incluso los monstruos. Solo en Grecia, como había escrito Winckelmann
(y como siglos antes había enunciado Vitruvio en relación con Roma), se había
alcanzado un equilibrio perfecto, pues en la Hélade «la naturaleza, tras haber
pasado por todos los grados de lo cálido y lo frío» se ha quedado «como en un
punto central», equilibrado entre el entendimiento y la imaginación. Es por
ello que, mientras que los climas cálidos de Asia determinaban la pasión y la
violencia de sus sistemas políticos, y estaban representados por los arabescos
de construcciones de sesgo fantástico y licencioso, el clima egipcio, sometido
a la disciplina de las crecidas periódicas del Nilo, favorecía una arquitectura
fría y ordenada que daba cuenta de los «cálculos de la necesidad». Por su
parte, la arquitectura griega, apolínea y virtuosa, estaba a medio camino de
ambas, pues la ponderación de su clima y de su suelo se había trasladado a sus
formas constructivas, lo que garantizaba su armonía y perfección, y al cabo la
hacía susceptible de ser aplicada universalmente.
Energía e higiene
Determinadas por el clima, las nociones de tipo y
carácter abrieron un nuevo camino para la composición arquitectónica basada en
criterios naturales y objetivos, una vez destruida la concepción monolítica de
la belleza clásica que hasta mediados del siglo XVIII había dotado de unos
principios normativos más o menos homogéneos al quehacer artístico. El clima,
sin embargo, no ocupó todo el espectro de este racionalismo arquitectónico de
nuevo cuño. También fueron relevantes el incipiente funcionalismo y el higienismo
de tipo reformista. El primero se interpretó a la luz de la llamada architecture parlante, es decir, de las
construcciones cuyas formas expresaban directamente el carácter de su programa;
el segundo se injertó en la arquitectura al calor del desarrollo científico de
la Ilustración, y de la oportunidad de aplicar sus principios en construcciones
que, pese a tener una larga tradición, nunca se habían erigido a tal escala y
con tal intencionalidad política hasta entonces: los hospitales y las prisiones.
En Francia, el principal campo de experimentación
de la architecture parlante fueron
los grandes proyectos industriales encargados por el Estado. Las manufacturas,
las vidrierías, las salinas, constituían la ocasión perfecta para aplicar a la
arquitectura los nuevos principios de organización y funcionalidad, de acuerdo
a una estética racional semejante a la de la máquina. A fin de cuentas, la
máquina se había convertido a mediados del siglo XVIII en una gran metáfora
cultural, modelo objetivo susceptible de ser aplicado a todos los órdenes,
desde el universo (recuérdese el célebre ‘calculador’ de Laplace) hasta el
humilde taller del artesano. Su principal virtud era la legibilidad. Como había
escrito Locke inspirándose en Descartes, la máquina, por muy compleja que
fuese, podía reducirse a su forma más simple o a sus elementos iniciales. Su
forma podía, por tanto, podía ser calculada, y su constitución no dependía más
que de un montaje adecuado, como mostraban las impactantes láminas de la Encyclopédie, en las que, con una
objetividad serena y optimista, se representaban todos los instrumentos y
procesos de los —llamados entonces despectivamente— ‘oficios mecánicos’. En
tales láminas, como advertía el propio Diderot dando cuenta a su modo del
paradigma mecanicista, no se omitía nada que se pudiese «mostrar claramente a
la vista y a la mente».
Concebida como algo inteligible y objetivo, la
forma de la máquina podía, literalmente, calcularse. La herramienta que hacía
posible este cálculo formal era la geometría, pero no la rígida geometría
académica de los sólidos arquimedianos, sino la geometría aplicada —geometría fabrorum— susceptible de
describir unívocamente el movimiento de cualquier mecanismo o ingenio, por
complicado que este fuese. Así, igual que los conos, los cilindros, las
esferas, los cubos y las pirámides se combinaban según innumerables
permutaciones para describir las fraguas o los telares, también podían
componerse para generar las formas de la arquitectura, particularmente aquellas
que, como los altos hornos, las vidrierías, los tejares o las factorías
químicas, albergaban en su interior procesos tan exactos y calibrados como el
movimiento de las manecillas de un reloj.
Interpretada como una verdadera machine à produire, la arquitectura
industrial se convirtió así en objeto de admiración para muchos arquitectos de
la época y, como tal, fue el campo de experimentación privilegiado de los
nuevos métodos de ‘composición objetiva’. En las manufacturas, la lógica de la
concatenación y del proceso, respaldada por la ética del aprovechamiento del
tiempo, se imponía a la razón compositiva de las formas y las tradiciones
ornamentales. El contenido resultaba más relevante que el continente, de ahí
que el exterior se concibiese como el resultado de los movimientos cobijados en
el interior, de acuerdo a un funcionalismo que anticipaba muchos principios de
la modernidad. Bajo esta óptica, las formas exteriores, determinadas por las funciones
que se desarrollaban tras la piel del edificio, resultaban verdaderamente
expresivas de su contenido, devenían ‘parlantes’.
La imbricación entre la forma y los procesos de
transformación energética se advierte de modo paradigmático en proyectos como
las Salinas de Chaux, encargado a Claude-Nicolas Ledoux por la Fermé Générale
en la década de 1770. Concebida originalmente con un riguroso trazado que
combinaba cuadrados y diagonales, como una suerte de mecanismo geométrico que
reducía todos los complejos movimientos requeridos por la industria a su forma
más simple, las salinas de Chaux acabaron, empero, por tener una planta oval en
la que se primaban los aspectos de organización jerárquica, dando lugar a una
especie de panóptico fabril en el que la comunidad de trabajadores quedaba
sometida a la mirada escrutadora del director, el ojo mantenedor de la eficacia
de toda la cadena productiva. Entre los edificios construidos en torno al
puesto de producción y control destacaban los destinados a la fabricación de la
sal. El primero estaba formado por la sucesión de una serie de depósitos
conectados entre sí por canales de agua, de una manera que literalmente daba
cuenta del proceso y sin que hubiese más gesto formal que el que suponían los
dos pequeños porches simétricos que dan acceso al edificio. El segundo de
ellos, el más espectacular, era la nave destinada a la evaporación, formada por
una serie de cubas calentadas por hogares excavados. Lo más singular en ella
era el modo en que se estratificaban las emanaciones que partían tanto de las
cubas como de los fuegos: mientras que los humos se extraían con chimeneas de
sección muy reducida, el vapor de agua que se elevaba desde las cubas se
acumulaba bajo el gran volumen de la bóveda piramidal del edificio, antes de
evacuarse por una serie de amplios huecos organizados en ternas, casi al modo
de una iglesia románica.
Si los edificios industriales resultaban idóneos
para las exploraciones formales de la nueva arquitectura parlante, los
hospitales, primero, y las prisiones, después, sirvieron para actualizar la
vieja tradición de la medicina hipocrática en unos términos más rigoristas, en
los que la consideración del clima y de la higiene se había vuelto, hasta
cierto punto, científica. Así lo demuestran muchos proyectos que, sobre todo en
Francia, fueron propuestos en la segunda mitad del siglo XVIII, por encargo de Gobiernos
reformistas advertidos de la insoportable hacinación, decadencia, mal
equipamiento e insuficiente organización de las viejas dotaciones. A ello se
sumó la preocupación social por los pobres, canalizada por la influencia
creciente de periodistas y propagandistas, que ya por entonces estaban
caldeando la atmósfera que, en pocos años, daría lugar a la truculenta
revolución. Entre estos hospitales decadentes, destacaba por su tamaño, el
Hôtel-Dieu, un dépôt de mendicité
que, en la década de 1770, albergaba a más de 18.000 inquilinos de toda laya
cuyo único rasgo común era la pobreza. Por supuesto, tal hacinamiento favorecía
la transmisión de las enfermedades, con lo cual el lugar donde se suponían que
las dolencias debían curarse acababa convirtiéndose en el principal foco de
infección. De ahí que, cuando el hospital se quemó parcialmente en 1772, se
convocase un concurso de ideas para la sustitución de la añeja y miasmática
institución.
Todas las propuestas recibidas para construir el
nuevo Hôtel-Dieu se enfrentaron al reto de resolver espacialmente y dar una
forma decorosa a las exigencias programáticas y funcionales recomendadas por
médicos y científicos, esto es, agentes a los que la disciplina arquitectónica solo
les incumbía de manera tangencial. El problema, como resumía lúcidamente
Antoine Petit —un ilustre médico de la época—, consistía en dar con la forma
adecuada para este tipo de edificios, una configuración que, sin embargo, no
parecía tener precedentes en la arquitectura. «¿Qué forma de construcción debe
preferirse?», se preguntaba Petit en 1774, para añadir: «Los conocimientos que
ofrece el estudio de la arquitectura no bastan para poder hacer una elección
tan difícil; hay que saber también qué efecto pueden producir los agentes
externos como el aire, el agua, las emanaciones, etcétera, sobre los enfermos y
de qué manera pueden servir o perjudicar a su curación. La magnificencia y la
solidez no bastan para semejante edificio; este exige esencialmente salubridad.
Y este último tema no puede ser bien tratado más que por un médico.»
Durante este proceso de medicalización de la
arquitectura, el término ‘salud’ solía asociarse también a la ‘salvación’
social —una hibridación de lo político con lo sanitario que el Comité de Salud
Pública jacobino haría en pocos años célebre—, aunque tal ambición ideológica
no se compadecía con los pocos principios teóricos y prácticos de que se
disponía. Entre los teóricos, aparte de la búsqueda de emplazamientos secos y
temperados, y de la luz como instrumento de sanación —ambos de raigambre
vitruviana e hipocrática—, el único criterio científico para el diseño de los
nuevos espacios era el de favorecer la circulación del aire, ya que desde
principios del siglo XVIII se pensaba que este elemento era el principal medio
de transmisión de los gérmenes. De hecho, el aire, por su fluidez, podía ser
captado en la medida adecuada, retenido y canalizado para, finalmente, ser
sustituido por una nueva bocanada saludable. Determinadas formas de los
espacios habitados, ciertas configuraciones del entorno favorecían así la
circulación del aire, mientras que otras la dificultaban. Como escribe Anthony
Vidler, «la circulación del aire, en este caso como en otros discursos de orden
natural —económicos, biológicos y técnicos— se convirtió en la palabra clave
para la reforma de las salas hospitalarias, al igual que más tarde se ampliaría
para abarcar la ventilación entera de la ciudad.»
Basadas en estos principios, algunas de las
propuestas de reforma del Hôtel-Dieu optaron por plantear revolucionarias
formas ‘aerodinámicas’. Tal fue el caso del proyecto del ya citado Antoine
Petit, que daba cuenta de sus ideas higienistas merced a una planta circular semejante a una rueda
cuyos radios —largos pabellones en los que se albergaban las camas de los
enfermos— convergían en una capilla que era el centro simbólico del edificio —a
la manera de los viejos hospitales—, pero también el núcleo de las
instalaciones, pues dicha capilla se remataba con una cúpula en forma de cono
invertido que remedaba literalmente las chimeneas industriales inventadas para
aumentar el tiro y con ello la temperatura del fuego a la vez que se eliminaban
los vapores y humos del coque a través de una abertura situada en la cubierta.
Esta estrategia aerodinámica fue compartida y aun
exacerbada por otros de los participantes en el concurso para el Hôtel-Dieu,
como Julien-David Le Roy, que reconocía ser consciente de que las formas
inéditas de este tipo de arquitectura debían fundamentarse «en las
observaciones de la física y la medicina moderna». Le Roy aplicaba el principio
del ventilador de Petit no tanto al edificio en su conjunto cuanto a cada uno
de sus pabellones, de manera que cada sala se convirtiese en una «especie de
isla de aire rodeada por un volumen considerable de este fluido, que los
vientos podrán extraer y renovar fácilmente gracias al libre acceso que tendrán
en todo su perímetro». Así, cada sala era tratada como un sistema completo, un
módulo autónomo que podía repetirse en función del número de enfermos. El
sistema de ventilación de las salas —inspirado, en este caso, en el de las
minas— estaba formado por una serie de exutorios ubicados en el óculo de una
bóveda en cuya parte inferior se situaban dos grandes ventanas, que iluminaban
adecuadamente los pabellones, convirtiéndose, así, en una «verdadera máquina de
tratar a los enfermos» o, mejor, en una suerte de ‘pulmón arquitectónico’ que
permitía que el edificio ‘respirase’, de acuerdo a una metáfora que se
anticipaba en siglo y medio a las ideas de Le Corbusier.
Las contaminaciones formales y tecnológicas entre
la arquitectura industrial y la hospitalaria, el paso simbólico de la machine à produire a la machine à guérir (y de estas, a la machine à habiter, en un tránsito que
define una de las genealogías de la modernidad arquitectónica) se advierte
también en la propuesta elaborada por Hugues Maret —un célebre médico de la
época— y por el no menos célebre arquitecto Jacques Soufflot, quienes,
extrayendo todas las conclusiones del carácter fluido del aire, y apoyándose en
la idea de que las corrientes tomaban la forma de conos, propusieron que las salas adoptasen una forma
curvilínea, literalmente aerodinámica, evitando las disposiciones cuadradas o
rectangulares que hacían que el aire viciado se concentrase en los rincones. La
planta debía, por el contrario, adoptar la forma de una elipse, en el extremo
de cuyo eje mayor se situarían las aberturas para que se produjese en el
interior de la sala un efecto de ‘túnel de viento’. A ello ayudaría también la
configuración de la sección: los forjados, con un perfil simétrico decreciente
desde las aberturas hasta el centro de la sala, favorecerían el tránsito del
aire; por su parte, la iluminación se confiaría a una serie de pequeñas
ventanas fijas diseñadas para no mermar el efecto aerodinámico.
En este repaso a la arqueología de esta
‘arquitectura paramétrica’ no deben obviarse las investigaciones en otro de los
tipos edificatorios que harían fortuna en aquellos años: las prisiones. Para
los reformadores sociales de la época, el caso de las prisiones resultaba
semejante al de los hospitales, pues aquellas, como estas, constituían un
horrible espectáculo con sus patios insalubres, sus celdas inhumanas y su
insoportable hacinamiento. También aquí la limpieza, la abundancia de agua y la
libre circulación del aire se convirtieron en los objetivos para un nuevo tipo
de arquitectura inspirada en la configuración típica de los proyectos utópicos
de los hospitales que acabamos de ver, es decir, pabellones dispuestos
radialmente respecto de un centro simbólico. En la célebre versión de Jeremy
Bentham —el archiconocido Panapticon—, este centro simbólico se transformó en
una suerte de ojo omnisciente que vigilaba al preso individualmente y le
pastoreaba hacia su hipotética redención. Con ello, la prisión se convertiría
en una suerte de teatro del castigo administrado: cada celda tendría, al menos,
ocho pies de lado, estaría equipada con una cama y estaría calefactada por una
caldera central; tendría, además, desagüe y ventilación, aunque no estaría muy
iluminada pues, a juicio de Bentham, las prisiones debían poseer una atmósfera
de penumbra, de sesgo sublime, que favorecería la suscitación del medio y la
subsiguiente penitencia. Este modelo del panóptico —el espacio completamente
vigilado— y del pantérmico —completamente acondicionado— será la inspiración de
proyectos reales, como la prisión de Pentonville, descrita por Jebb en 1844,
cuyo atrio central era una gran cámara de climatización y ventilación rematada
por un inmenso y aparatoso respiradero diseñado en la mejor tradición de las
chimeneas industriales y hospitalarias. La nómina de construcciones climáticas
protomodernas se alimentaba, de este modo, con un nuevo tipo de ingenio social,
la machine à punir, inspirada en las
utopías ilustradas de la machine à
produire y de la machine à guérir,
todas ellas construidas con formas que, a la postre, estaban determinadas en
buena parte por cuestiones energéticas o climáticas.
La influencia de la geografía
A pesar de que estos proyectos reformistas o
utópicos en muy pocos casos llegaron a construirse, sí sirvieron para generar
el caldo de cultivo de las ideologías deterministas que se desarrollarían a lo
largo del siglo XIX hasta alcanzar la modernidad. Entre estas ideologías, dos
serían especialmente relevantes para la arquitectura. La primera, el
higienismo, entroncaría con el reformismo ilustrado y se reforzaría con el
desarrollo de la epidemiología, y la subsiguiente preocupación por la
salubridad de los espacios habitados. La segunda, el determinismo climático —
asumido como principio por los tratadistas franceses del siglo XVIII en su
apego a las tesis de Winckelmann Montesquieu y a la añeja tradición vitruviana—
encontraría una nueva y mucho más potente base teórica en la ciencia que
definiría buena parte de las ideas del siglo: la geografía.
Anticipados en ciertos
aspectos por Varenius —un erudito del siglo XVII que había hecho hincapié en la
importancia de los aspectos físicos del medio para la constitución de las
sociedades humanas—, e inspirados en buena medida en la antropología de la Ilustración
tardía (Kant y Herder), los principios de la geografía moderna deben buscarse
realmente en la obra de Alexander von Humboldt (1769-1859). Sabio romántico por
antonomasia, viajero y erudito cuya influencia en la ciencia de su época solo
fue comparable a la de Darwin —quien acabó eclipsándole por completo—, Humboldt
impulsó el estudio sistemático de los contextos físico y orgánico de la Tierra
con la esperanza de encontrar una nueva ‘ciencia unificada del medio’ que
pusiera de relieve las interacciones entre los agentes geográficos, los seres
vivos y la actividad humana. Las profusas y bellísimas láminas de su obra
mayor, Cosmos, alimentaron el
imaginario de toda una generación. Fueron especialmente impactantes las que
representaban la dependencia de la vida respecto de los factores climáticos,
como aquellas célebres secciones del Teide o el Chimborazo con las especies
vegetales endémicas rotuladas y dispuestas en función de su altura o de las
condiciones de humedad. Como tales esquemas demostraban que el clima
determinaba las formas de los seres vivos, el siguiente paso fue llevar la
influencia climática a las propias sociedades humanas. Tal fue el propósito de
la siguiente generación de geógrafos que, compartiendo la idea de la
importancia moldeadora del clima, se escindieron en dos escuelas cuya
influencia en la arquitectura sería importante. La primera de ellas se fundaba
en las tesis del alemán Friedrich Ratzel (1844-1904) quien, convencido de que
cada pueblo actúa como un todo orgánico dentro de un determinado medio físico
que influye directamente sobre las actividades humanas, defendía el
encadenamiento causal entre los factores físicos y los culturales. Ratzel
abogaba por una suerte de determinismo trágico basado en la noción de Lebensraum —el espacio vital de que cada
pueblo disponía para desarrollar su destino—, y que explicaba el carácter de
cada pueblo a través de los rasgos objetivos del medio físico que le había
tocado en suerte. Ni que decir tiene que estas tesis podían servir de coartada
tanto al racismo como al imperialismo y, de hecho, así ocurrió, pues el
concepto de Lebensraum acabó
justificando el expansionismo germano que dio pie a las dos guerras mundiales,
pero también, de una manera, por decirlo así, más ‘suave, las tesis
esencialistas de la Heimatarchitektur
que harían fortuna durante las primeras décadas del siglo XX:
La segunda de las escuelas geográficas del siglo
XIX —heredera, como la anterior, de la pareja Humboldt-Darwin—, fue la
liderada, como respuesta a la alemana, por un contemporáneo de Ratzel, Paul
Vidal de la Blache (1845-1918). Opuesto al determinismo positivista (que, por
cierto, preconizaba en el campo de la estética su paisano Hippolyte Taïne),
Vidal de la Blache criticaba el carácter naturalista de la geografía de Ratzel,
en la que el hombre aparecía como un ser pasivo y dominado por el medio. Y así,
lejos de concebir las ciencias humanas como algo natural, Vidal de la Blache,
inspirado acaso por las tesis cosmopolitas de Herder y Kant, las consideraba
como el resultado de la libertad del hombre en su relación con una naturaleza a
la que, gracias a sus técnicas, sus hábitos y sus costumbres, acababa siempre
venciendo. Para el geógrafo francés, la idea del medio no implicaba el
determinismo trágico, sino que era, cabalmente, «un sinónimo de la adaptación
humana».
El debate sobre el alcance real de la influencia
del medio sobre la cultura humana alcanzó, por supuesto, a la arquitectura. Es
sabido cómo las tesis de Darwin ayudaron a configurar la llamada ‘analogía
biológica’, de la mano, sobre todo, de arquitectos como Sullivan o Wright
—influidos por el evolucionismo a través del prisma de Herbert Spencer—, dando
pie a una tradición que siguió viva a lo largo de todo el siglo XIX. Sin
embargo, es menos conocido cómo la oposición entre el determinismo de Ratzel y el
posibilismo de Vidal de la Blache actualizaba las viejas ideas sobre la
influencia del clima en los edificios. Si Ratzel en cierto modo ponía en el
candelero la importancia concedida al clima por Hipócrates, Vitruvio,
Winckelmann o los racionalistas franceses, Vidal de la Blache podía acaso
alinearse con el posibilismo optimista de Alberti, según una tradición pronto
rediviva en utopías como la de la Cité Industrielle de Tony Garnier, cuya deuda
con la llamada ‘geografía regional’ francesa (fundada por Vidal de la Blache)
resulta evidente en su apuesta por la descentralización y el federalismo y,
sobre todo, en la consideración de cada ciudad como una construcción adaptada a
su propio contexto climático y paisajístico.
De la composición a la función
Sea en su versión higienista, sea en la climática,
y siempre alimentadas por disciplinas en principio alejadas de la arquitectura
como la medicina o la geografía, las tesis deterministas gozaron de un gran
atractivo durante el siglo que comienza con el declive de la teoría clásica de
la belleza y acaba con el canto de cisne de los lenguajes eclécticos, el siglo
que, por decirlo de otro modo, media entre Schinkel y Le Corbusier. A fin de cuentas, el clima, la salubridad y,
en general, los argumentos importados de la ciencia, parecían cubrir el hueco
que habían ocupado los principios normativos de los órdenes clásicos, antaño
inmutables. Sin embargo, pese a que la necesidad de un nuevo ‘estilo’ que diese
cuenta de su época se reconocía como un reiterado lugar común por todos los
teóricos de arquitectura del siglo XIX —de Ruskin a Viollet-le-Duc, pasando por
Semper—, no resultaba claro cómo conducir el caudal de conocimientos y
sugerencias procedentes de la medicina, la mecánica, la climatología, la
arqueología, la biología y la geografía hacia un modo riguroso o, al menos
discernible, de producir formas construidas inéditas. ¿Podían estas formas
‘calcularse’ como lo eran las de las máquinas, según habían propuesto los
racionalistas franceses siglo XVIII? ¿O deberían ser sintetizadas a partir de
una serie de parámetros cuantificables, como los del programa, el clima o las
necesidades de ventilación? En cualquier caso, ¿cuál sería el algoritmo que
daría cuenta de este estilo ‘objetivo’?
Latentes en todo el debate de la época, solo en
pocas ocasiones están preguntas llegaron a formularse explícitamente y, menos
aún, a responderse. De hecho, la posibilidad de un ‘cálculo formal’ en el arte solo
fue defendida por Gottfried Semper en una serie de escritos no demasiado
influyentes en su época y que tuvieron que esperar una generación para resultar
verdaderamente atractivos para aquellos jóvenes arquitectos que, fascinados por
las teorías morfogenéticas de D’Arcy Thomson y Raoul Francé, y por la presunta
objetividad reclamada por el funcionalismo, buscaban nuevos métodos de síntesis
formal. Sencillo en su expresión —pero de aplicación acaso imposible— el
cálculo sui géneris propuesto por Semper consistía en hallar el producto de una
constante C —la configuración de los objetos «basadas en leyes invariables de
la naturaleza», por ejemplo, la forma ideal de un cuenco o de un vaso, que es
independiente del material con que se realice— por una serie de variables x, y,
z, t, etcétera, concebidas como los componentes de la forma «que no son en sí
mismas forma», sino «energía y materia». El resultado de esta función sería,
propiamente, la forma final del objeto: una configuración objetiva derivada,
así, de una suerte de ‘mecánica estética’ en la que tendrían un papel
primordial, en cuanto agentes morfogenéticos fundamentales, la influencia del
clima, las condiciones de salubridad o los recursos materiales de cada
contexto.
La idea de ‘función arquitectónica’ tuvo fortuna en
la modernidad. Las versiones más radicalmente cientificistas de la vanguardia
vieron en el nuevo concepto la posibilidad de alcanzar por fin el estilo
objetivo que requería la época. Así ocurrió, por ejemplo, con la modernidad
soviética y sus experimentos en la construcción de arquitectura hospitalaria y
vivienda colectiva, o con los proyectos diseñados por Ernst May o Hannes Meyer
y sus alumnos de la Bauhaus para las nuevas ciudades que iban surgiendo en Siberia
tras la colectivización forzosa, proyectos en los que nada parecía dejarse al
albur: los esquemas de flujos explicaban la forma de las habitaciones; los
algoritmos ergonómicos daban cuenta de las dimensiones de los recintos; los
estudios de iluminación demostraban sin duda cuáles era la geometría óptima de
habitaciones y ventanas, de acuerdo a esquemas de gran poder retórico que
pronto haría suyos Le Corbusier. Un detalle resulta significativo al respecto:
de los doce principios objetivos que Hannes Meyer consideraba que formaban la
base del ‘nuevo mundo de formas’, siete al menos —exposición al sol,
calefacción, protección contra la intemperie, jardinería, modos de dormir,
higiene personal e higiene del hogar— estaban directamente relacionados con el
clima o la salubridad. Desde esta óptica, el proyectar se convertía en un mero
calcular, en un enhebrar con pulso firme los hilos objetivos del clima o del
programa, urdiendo, sin más complicación, la trama de la arquitectura.
Convertido ya en los grands calculateurs que requería el mundo moderno, la condición de
mero constructor de casas ya no bastaba a los arquitectos. Su actividad
renovadora e higiénica debía extenderse a toda la ciudad o incluso al
territorio, contemplados ahora desde una vista de pájaro tan objetiva como
evocadora. El resultado es sabido: un esquematismo justificado en buena medida
por las tesis higienistas, la obsesión por lo primitivo, la nostalgia
roussoniana por la naturaleza y, sobre todo, la ideología solar, devenida ya
una auténtica coartada cientificista para acometer el verdadero proyecto
moderno, que no fue otro que destruir la vieja ciudad burguesa, con sus
intrincados trazados producto del azar histórico, y sustituirla por el esquema
de la trama racional organizada objetivamente, aunque estos esquemas no fueran
sino el fruto de una ingenuidad climática paradójicamente aprendida.
Publicado
originalmente con el título “Climate as Ideology. Determinisms
in Architecture from Enlightenment to Modernity” en Joaquín Medina Warmburg
y Claudia Shmidt (eds.), The Construction of Climate in Modern Architectural Culture,
1920-1980, Madrid: Lampreave (2015).