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El clima como ideología

Eduardo Prieto

Entre todas las ideologías arquitectónicas vinculadas con la energía, las climáticas han sido, acaso, las más relevantes, al menos desde finales del siglo XVIII, cuando vio la luz el presupuesto de que la forma o el ‘carácter’ de los edificios, igual que el de los pueblos, respondía de una manera más o menos directa a las condiciones del clima local. Esta suerte de determinismo climático no solo hacía posible explicar, con criterios ‘objetivos’, las características de cada nación —que hasta la Ilustración solían atribuirse, en general, a razones arbitrarias—, sino también refundar sobre bases ciertas una disciplina, la arquitectura, que por entonces se había quedado huérfana de principios normativos. El determinismo asociado al clima presentaba, así, una doble dimensión: como principio científico servía para dar cuenta de la diversidad cultural, pero en cuanto principio disciplinar, abría el camino a nuevos modos de hacer arquitectura basados en criterios presuntamente ‘racionales’.

Esta relación de sesgo determinista entre la arquitectura y el clima tenía a mediados del siglo XVIII una tradición ya añeja, enraizada en la tesis de Vitruvio de que la arquitectura es una respuesta racional al problema de garantizar el confort humano, protegiendo los cuerpos de las inclemencias climáticas mediante el fuego y la construcción, y también mediante la atención a las razones solares y climáticas según una especie de higienismo avant la lettre. Lejos de constituir una novedad, en la época de Vitruvio —la del emperador Augusto— tal higienismo no era más que un lugar común fundado en las ideas de Heródoto y, sobre todo, en los principios de la medicina hipocrática, que se interpretaban eclécticamente de acuerdo a la tradición romana. Esto explica las raciones que da Vitruvio al problema de construir las ciudades, afirmando que «es necesario poner la máxima diligencia en la elección de los lugares más sanos», pero teniendo «muy presentes las normas de los antiguos», que comenzaban por inmolar, para sus sacrificios, reses que hubieran apacentado en los lugares donde querían fundar una ciudad», examinando después sus entrañas, de manera que, si las encontraban «cárdenos y dañados», inmolaban otras reses «para asegurarse de si era efecto de enfermedad o de los pastos». Una vez que se habían «cerciorado de la sanidad y buen estado de los hígados, efecto de las buenas aguas y de los buenos pastos» asentaban allí la urbe.

Elegido el emplazamiento de la ciudad a través de estos ritos, el arquitecto debía después replantear los edificios recurriendo a principios que eran a la vez climáticos y cósmicos. «Los edificios particulares», escribe al respecto Vitruvio, «estarán bien dispuestos si desde el principio se han tenido en cuenta la orientación y el clima en el que se van a construir; porque está fuera de duda que habrán de ser diferentes las edificaciones que se hagan en Egipto de las que se efectúen en España, distintas las que se hagan en el Ponto de las que se efectúen en Roma, ya que estas diferencias dependen siempre de las de los países, puesto que una parte de la Tierra está bajo la influencia inmediata de su proximidad al sol, otra por su distancia a él, y otra que, por su posición intermedia entre ambas, resulta templada». Por eso, «conviene atender en la construcción de los edificios a las diversidades de los países y a la diferencia de climas», y mientras que en las regiones septentrionales, lo más adecuado es construir habitaciones abovedadas «lo más abrigadas posible, no abiertas, sino orientadas a los puntos cálidos del cielo», en las meridionales, «por estar expuestas al ardor del sol, se deben hacer con grandes huecos y con la orientación a la tramontana o al aquilón». De esta manera, como enfatizaba Vitruvio —repitiendo lo que en el siglo también era un lugar común—, «el arte y la ciencia remediarán las molestias que por sí misma produce la naturaleza».

Todo esto se podía «probar atendiendo y examinando la propia naturaleza de las cosas», en particular la diversa constitución de los cuerpos humanos en cada una de las regiones de la Tierra, porque «en los lugares donde el sol difunde moderadamente sus rayos, allí se conservan sus cuerpos bien ponderados; en los países en los que el sol quema absorbe la parte húmeda, y en los países fríos, como no hay bastante calor para absorber totalmente la humedad, el aire fresco, infiltrándose en los cuerpos, hace a los hombres más corpulentos y más grave el sonido de su voz». Por estas razones los individuos de los pueblos septentrionales son «de gran estatura, sanguíneos, fuertes, de color blanco, cabellos lisos y rubios y ojos azules, debido a que están conformados por la abundancia de humedad y la frialdad del aire», mientras que los meridionales, por el contrario, son «poco sanguíneos, de pequeña estatura, tez morena, cabellos rizados, ojos negros y piernas débiles». Por supuesto, este determinismo climático, expuesto según los términos de aquella  gran tradición médica que, de Hipócrates a Galeno, estaba basada en el equilibrio entre los diferentes humores del cuerpo en consonancia con los de la naturaleza, servía para explicar, a la postre, la supremacía de la raza romana, de acuerdo con un malabarismo cientificista que, desde Winckelmann o Montesquieu hasta Ratzel, pasando por Quatremère de Quincy o Durand, haría fortuna en la cultura occidental. «Siendo así», escribe Vitruvio, «que la naturaleza ha distribuido en este mundo las cosas de modo que todas las naciones sean diferentes por la imperfecta proporción en la mezcla de frío y calor, la misma naturaleza ha querido que en medio de todas las regiones del universo, en el centro del mundo, tuviese su sede el pueblo romano. Y, en efecto, en Italia, las gentes están igualmente dotadas de fuerzas físicas y de vigor espiritual.»

El determinismo climático de Vitruvio y su corolario etnocentrista sería refutado por León Battista Alberti, para quien compete a la arquitectura el combatir la naturaleza, protegiendo al hombre de ella merced al ingenio y el trabajo humano. Para Alberti, el paradigma del ingenio del homo faber sería el célebre Dédalo, a quien «sus antepasados alabaron extraordinariamente no solo por la invención de las alas o el laberinto, sino por haber construido en Selinunte una gruta artificial que forzaba la naturaleza en beneficio del hombre, pues con ella se podía aprovechar «un vapor caliente y sutil que provocaba continuos sudores y aplacaba los dolores del cuerpo». Pese a estar influida por este posibilismo optimista —que sienta las bases del universalismo antropológico de figuras posteriores como Herder o Vidal de la Blache—, la arquitectura del Renacimiento adoptará, en buena medida, los principios deterministas de Vitruvio, reforzados en la época por la autoridad del propio Hipócrates y su tratado sobre estos temas, cuya versión latina, De Aere, Aquae et Locis (Sobre el aire, el agua y el lugar), pasó de mano en mano en los círculos de entendidos a partir del siglo XV. Es por ello que la nueva arquitectura social de la época —especialmente los hospitales que comienzan a ser construidos primero en Italia y, después, en Francia y España— muestra en su concepción esta raíz vitruviana, al estar organizados en pabellones de crujías no demasiado anchas y apropiadas albergar las camas de los enfermos, bien iluminados y ventilados, expresando así con su forma las nuevas ideas higiénicas y sanitarias de la medicina renacentista, justificadas por las doctrinas del mundo clásico.

Sin embargo, esta medicalización de la arquitectura solo en pocas ocasiones trascendió el ámbito de la arquitectura hospitalaria o conventual, y cuando lo hizo fue de acuerdo a principios pragmáticos de corto alcance, del tipo qué altura debían tener las habitaciones para ventilarse bien o cuál debía ser la proporción aproximada entre la superficie de muro y de ventana para iluminar adecuadamente una estancia, relaciones que el arquitecto tenía en cuenta solo en cuanto recomendaciones subordinadas a las reglas geométrico-musicales que por entonces definían la disciplina. Palladio es de los pocos tratadistas de esta época que recoge el asunto de la iluminación y la ventilación de la arquitectura, explicando, por ejemplo, cómo el tamaño y el número de los huecos deben ser proporcionales a la superficie de las habitaciones, por mor del aire y de la luz. «Al diseñar las ventanas debe procurarse», puede leerse en los Quattri Libri, «que admitan la luz justa, ni más ni menos, y que sean adecuadas en número (...) Si las ventanas son menos y más pequeñas de lo que es conveniente, convertirán las habitaciones en lugares oscuros; si son demasiado grandes, las volverán inhabitables, porque dejarán pasar en demasía el aire caliente o frío, pues los lugares, en función de las estaciones del año, pueden ser demasiado calientes o muy fríos merced a la parte del cielo a la que se orienten.»

Clima y carácter

Por supuesto, en todo esto apenas hay nada de ideología climática. Reducidas a un conjunto de reglas que, en el mejor de los casos, no iban mucho más allá del sentido común, las cuestiones del clima en la arquitectura no volvieron a ser pertinentes desde el punto de vista normativo hasta mediados del siglo XVIII, merced a la reinterpretación de las viejas tesis clásicas climático-deterministas llevada a cabo por el mayor de los historiadores contemporáneos del arte: Johann Joachim Winckelmann (1717-1768). Sumándose a la amplia nómina de quienes en su época renegaban de la vieja teoría pitagórico-musical de la belleza, Winckelmann defendía que el arte contemporáneo debía seguir un nuevo tipo de imitación, basada a partes iguales en la emulación de los antiguos y en la atención sensual a las formas de la naturaleza. Sin embargo, mientras que el significado ‘emulación de los antiguos’ era inequívoco —la mímesis del arte clásico, preferiblemente griego—, el estudio de la naturaleza resultaba más problemático, habida cuenta de que, para Winckelmann, «la belleza que nosotros admiramos en el arte de los antiguos es la belleza misma que se da como gracia en la naturaleza y que en vano buscaremos en la naturaleza tal como se nos muestra a nosotros, porque aquella belleza que la naturaleza mostró a los antiguos (los griegos) en todo su esplendor es una belleza celosamente escondida para nosotros, de la que apenas lograremos captar aquí y allá un tenue reflejo».

La imitación de la naturaleza por el arte no podía ser, de este modo, literal, sino mediada a través de un ideal artístico que incorporaba la promesa inalcanzable de una naturaleza definitivamente perdida y de una sociedad sabiamente gobernada bajo un «cielo griego». Ahora bien —y esta es las tesis que emparenta a Winckelmann con Vitruvio— aquella edad de oro natural, aquella Arcadia no era el simple fruto del capricho o el albur de un dios, sino el resultado de causas materiales y objetivas, de las cuales la más importante eran las climáticas. Pues fue el clima benigno el que hizo florecer un verdadero paraíso terrenal del que irradiaba un flujo espontáneo de belleza encarnada en cuerpos perfectos, y fue también el clima el que dio lugar a la naturalidad y la armonía de unas instituciones libres fundadas en las ideas de libertad y de igualdad, que favorecieron el desarrollo generalizado del gusto artístico. Determinado por unas condiciones climáticas muy especiales, acaso irrepetibles, el arte de los antiguos era así tanto una promesa de placer sensual como un modelo normativo para construir, desde criterios objetivos, el espacio cívico de una nueva Atenas.

Es sabido cómo las ideas de Winckelmann trastocaron al mundo del arte de su época, alentando las diversas manifestaciones del Neoclasicismo. Lo es menos, sin embargo, cómo la explicación climática del origen del arte influyó sobremanera en los arquitectos franceses contemporáneos, pertenecientes a una tradición de suyo racionalista que se remontaba, cuando menos, a las posturas que había mantenido Claude Perrault durante la célebre querelle des anciens et des modernes del siglo XVII y que estaban actualizarían poco después, en una clave determinista y, si se quiere, ‘nacionalista’, figuras como Montesquieu. Los ecos de las ideas de Winckelmann están presentes en la noción de carácter y tipo que había sido anticipada en muchos sentidos por el propio Perrault, antes de ser actualizada a mediados del siglo XVIII por Lafitau y a la postre sistematizada por Quatramère de Quincy y Durand, ya fenecida la Ilustración. Los viajes del misionero jesuita Joseph-François Lafitau (1681-1746) sirvieron para abrir las miras de sus contemporáneos con relación a los salvajes, inaugurando una suerte de antropología avant la lettre que estudiaba las construcciones primigenias en cuanto respuestas a las condiciones naturales en general, y a las climáticas en particular, que las sociedades ‘salvajes’ tenían que combatir con los recursos materiales de que disponían y de los ritos que celebraban. El pasado de la arquitectura podía, de este modo, explicarse a la luz de la arquitectura que, en el presente, construían los pueblos salvajes, confirmando así el supuesto de que también los griegos fueron una vez salvajes; ingenuos y felices es cierto, pero salvajes al cabo.

La comparación entre las cabañas de los indios americanos y las construcciones rústicas de la Europa coetánea, o entre aquellas y los edificios de la Antigüedad, dio lugar a un repertorio de hipótesis de arquitecturas primigenias que, a falta de un verdadero conocimiento arqueológico, solían explicarse como fruto de las razones objetivas del clima. Correspondió a Antoine Quatremère de Quincy (1755-1849) sistematizar estos hallazgos recurriendo a una teoría que aunaba la noción de tipo con la de carácter. Como Winckelmann, Quatremère consideraba que los cuerpos bellos y la organización democrática derivados del clima ideal de Grecia podían ser una inspiración para la arquitectura que estaba por venir, disciplina dotada de objetividad, pues se fundaría en la naturaleza de acuerdo a principios racionales, a tipos primigenios que responderían al clima y a la función. En relación con el ‘carácter’, el papel del clima no era menor, pues imponía unas condiciones particulares a las que la arquitectura debía hacer frente, igual que lo hacía con el carácter de cada nación. Así, los climas fríos producían fisonomías y mentalidades distintivas, mientras que los neutros solo habitantes sin carácter. Los primeros generaban la razón; los cálidos, el exceso, incluso los monstruos. Solo en Grecia, como había escrito Winckelmann (y como siglos antes había enunciado Vitruvio en relación con Roma), se había alcanzado un equilibrio perfecto, pues en la Hélade «la naturaleza, tras haber pasado por todos los grados de lo cálido y lo frío» se ha quedado «como en un punto central», equilibrado entre el entendimiento y la imaginación. Es por ello que, mientras que los climas cálidos de Asia determinaban la pasión y la violencia de sus sistemas políticos, y estaban representados por los arabescos de construcciones de sesgo fantástico y licencioso, el clima egipcio, sometido a la disciplina de las crecidas periódicas del Nilo, favorecía una arquitectura fría y ordenada que daba cuenta de los «cálculos de la necesidad». Por su parte, la arquitectura griega, apolínea y virtuosa, estaba a medio camino de ambas, pues la ponderación de su clima y de su suelo se había trasladado a sus formas constructivas, lo que garantizaba su armonía y perfección, y al cabo la hacía susceptible de ser aplicada universalmente.

Energía e higiene

Determinadas por el clima, las nociones de tipo y carácter abrieron un nuevo camino para la composición arquitectónica basada en criterios naturales y objetivos, una vez destruida la concepción monolítica de la belleza clásica que hasta mediados del siglo XVIII había dotado de unos principios normativos más o menos homogéneos al quehacer artístico. El clima, sin embargo, no ocupó todo el espectro de este racionalismo arquitectónico de nuevo cuño. También fueron relevantes el incipiente funcionalismo y el higienismo de tipo reformista. El primero se interpretó a la luz de la llamada architecture parlante, es decir, de las construcciones cuyas formas expresaban directamente el carácter de su programa; el segundo se injertó en la arquitectura al calor del desarrollo científico de la Ilustración, y de la oportunidad de aplicar sus principios en construcciones que, pese a tener una larga tradición, nunca se habían erigido a tal escala y con tal intencionalidad política hasta entonces: los hospitales y las prisiones.

En Francia, el principal campo de experimentación de la architecture parlante fueron los grandes proyectos industriales encargados por el Estado. Las manufacturas, las vidrierías, las salinas, constituían la ocasión perfecta para aplicar a la arquitectura los nuevos principios de organización y funcionalidad, de acuerdo a una estética racional semejante a la de la máquina. A fin de cuentas, la máquina se había convertido a mediados del siglo XVIII en una gran metáfora cultural, modelo objetivo susceptible de ser aplicado a todos los órdenes, desde el universo (recuérdese el célebre ‘calculador’ de Laplace) hasta el humilde taller del artesano. Su principal virtud era la legibilidad. Como había escrito Locke inspirándose en Descartes, la máquina, por muy compleja que fuese, podía reducirse a su forma más simple o a sus elementos iniciales. Su forma podía, por tanto, podía ser calculada, y su constitución no dependía más que de un montaje adecuado, como mostraban las impactantes láminas de la Encyclopédie, en las que, con una objetividad serena y optimista, se representaban todos los instrumentos y procesos de los —llamados entonces despectivamente— ‘oficios mecánicos’. En tales láminas, como advertía el propio Diderot dando cuenta a su modo del paradigma mecanicista, no se omitía nada que se pudiese «mostrar claramente a la vista y a la mente».

Concebida como algo inteligible y objetivo, la forma de la máquina podía, literalmente, calcularse. La herramienta que hacía posible este cálculo formal era la geometría, pero no la rígida geometría académica de los sólidos arquimedianos, sino la geometría aplicada —geometría fabrorum— susceptible de describir unívocamente el movimiento de cualquier mecanismo o ingenio, por complicado que este fuese. Así, igual que los conos, los cilindros, las esferas, los cubos y las pirámides se combinaban según innumerables permutaciones para describir las fraguas o los telares, también podían componerse para generar las formas de la arquitectura, particularmente aquellas que, como los altos hornos, las vidrierías, los tejares o las factorías químicas, albergaban en su interior procesos tan exactos y calibrados como el movimiento de las manecillas de un reloj.

Interpretada como una verdadera machine à produire, la arquitectura industrial se convirtió así en objeto de admiración para muchos arquitectos de la época y, como tal, fue el campo de experimentación privilegiado de los nuevos métodos de ‘composición objetiva’. En las manufacturas, la lógica de la concatenación y del proceso, respaldada por la ética del aprovechamiento del tiempo, se imponía a la razón compositiva de las formas y las tradiciones ornamentales. El contenido resultaba más relevante que el continente, de ahí que el exterior se concibiese como el resultado de los movimientos cobijados en el interior, de acuerdo a un funcionalismo que anticipaba muchos principios de la modernidad. Bajo esta óptica, las formas exteriores, determinadas por las funciones que se desarrollaban tras la piel del edificio, resultaban verdaderamente expresivas de su contenido, devenían ‘parlantes’.

La imbricación entre la forma y los procesos de transformación energética se advierte de modo paradigmático en proyectos como las Salinas de Chaux, encargado a Claude-Nicolas Ledoux por la Fermé Générale en la década de 1770. Concebida originalmente con un riguroso trazado que combinaba cuadrados y diagonales, como una suerte de mecanismo geométrico que reducía todos los complejos movimientos requeridos por la industria a su forma más simple, las salinas de Chaux acabaron, empero, por tener una planta oval en la que se primaban los aspectos de organización jerárquica, dando lugar a una especie de panóptico fabril en el que la comunidad de trabajadores quedaba sometida a la mirada escrutadora del director, el ojo mantenedor de la eficacia de toda la cadena productiva. Entre los edificios construidos en torno al puesto de producción y control destacaban los destinados a la fabricación de la sal. El primero estaba formado por la sucesión de una serie de depósitos conectados entre sí por canales de agua, de una manera que literalmente daba cuenta del proceso y sin que hubiese más gesto formal que el que suponían los dos pequeños porches simétricos que dan acceso al edificio. El segundo de ellos, el más espectacular, era la nave destinada a la evaporación, formada por una serie de cubas calentadas por hogares excavados. Lo más singular en ella era el modo en que se estratificaban las emanaciones que partían tanto de las cubas como de los fuegos: mientras que los humos se extraían con chimeneas de sección muy reducida, el vapor de agua que se elevaba desde las cubas se acumulaba bajo el gran volumen de la bóveda piramidal del edificio, antes de evacuarse por una serie de amplios huecos organizados en ternas, casi al modo de una iglesia románica.

Si los edificios industriales resultaban idóneos para las exploraciones formales de la nueva arquitectura parlante, los hospitales, primero, y las prisiones, después, sirvieron para actualizar la vieja tradición de la medicina hipocrática en unos términos más rigoristas, en los que la consideración del clima y de la higiene se había vuelto, hasta cierto punto, científica. Así lo demuestran muchos proyectos que, sobre todo en Francia, fueron propuestos en la segunda mitad del siglo XVIII, por encargo de Gobiernos reformistas advertidos de la insoportable hacinación, decadencia, mal equipamiento e insuficiente organización de las viejas dotaciones. A ello se sumó la preocupación social por los pobres, canalizada por la influencia creciente de periodistas y propagandistas, que ya por entonces estaban caldeando la atmósfera que, en pocos años, daría lugar a la truculenta revolución. Entre estos hospitales decadentes, destacaba por su tamaño, el Hôtel-Dieu, un dépôt de mendicité que, en la década de 1770, albergaba a más de 18.000 inquilinos de toda laya cuyo único rasgo común era la pobreza. Por supuesto, tal hacinamiento favorecía la transmisión de las enfermedades, con lo cual el lugar donde se suponían que las dolencias debían curarse acababa convirtiéndose en el principal foco de infección. De ahí que, cuando el hospital se quemó parcialmente en 1772, se convocase un concurso de ideas para la sustitución de la añeja y miasmática institución.

Todas las propuestas recibidas para construir el nuevo Hôtel-Dieu se enfrentaron al reto de resolver espacialmente y dar una forma decorosa a las exigencias programáticas y funcionales recomendadas por médicos y científicos, esto es, agentes a los que la disciplina arquitectónica solo les incumbía de manera tangencial. El problema, como resumía lúcidamente Antoine Petit —un ilustre médico de la época—, consistía en dar con la forma adecuada para este tipo de edificios, una configuración que, sin embargo, no parecía tener precedentes en la arquitectura. «¿Qué forma de construcción debe preferirse?», se preguntaba Petit en 1774, para añadir: «Los conocimientos que ofrece el estudio de la arquitectura no bastan para poder hacer una elección tan difícil; hay que saber también qué efecto pueden producir los agentes externos como el aire, el agua, las emanaciones, etcétera, sobre los enfermos y de qué manera pueden servir o perjudicar a su curación. La magnificencia y la solidez no bastan para semejante edificio; este exige esencialmente salubridad. Y este último tema no puede ser bien tratado más que por un médico.»

Durante este proceso de medicalización de la arquitectura, el término ‘salud’ solía asociarse también a la ‘salvación’ social —una hibridación de lo político con lo sanitario que el Comité de Salud Pública jacobino haría en pocos años célebre—, aunque tal ambición ideológica no se compadecía con los pocos principios teóricos y prácticos de que se disponía. Entre los teóricos, aparte de la búsqueda de emplazamientos secos y temperados, y de la luz como instrumento de sanación —ambos de raigambre vitruviana e hipocrática—, el único criterio científico para el diseño de los nuevos espacios era el de favorecer la circulación del aire, ya que desde principios del siglo XVIII se pensaba que este elemento era el principal medio de transmisión de los gérmenes. De hecho, el aire, por su fluidez, podía ser captado en la medida adecuada, retenido y canalizado para, finalmente, ser sustituido por una nueva bocanada saludable. Determinadas formas de los espacios habitados, ciertas configuraciones del entorno favorecían así la circulación del aire, mientras que otras la dificultaban. Como escribe Anthony Vidler, «la circulación del aire, en este caso como en otros discursos de orden natural —económicos, biológicos y técnicos— se convirtió en la palabra clave para la reforma de las salas hospitalarias, al igual que más tarde se ampliaría para abarcar la ventilación entera de la ciudad.»

Basadas en estos principios, algunas de las propuestas de reforma del Hôtel-Dieu optaron por plantear revolucionarias formas ‘aerodinámicas’. Tal fue el caso del proyecto del ya citado Antoine Petit, que daba cuenta de sus ideas higienistas merced a  una planta circular semejante a una rueda cuyos radios —largos pabellones en los que se albergaban las camas de los enfermos— convergían en una capilla que era el centro simbólico del edificio —a la manera de los viejos hospitales—, pero también el núcleo de las instalaciones, pues dicha capilla se remataba con una cúpula en forma de cono invertido que remedaba literalmente las chimeneas industriales inventadas para aumentar el tiro y con ello la temperatura del fuego a la vez que se eliminaban los vapores y humos del coque a través de una abertura situada en la cubierta.

Esta estrategia aerodinámica fue compartida y aun exacerbada por otros de los participantes en el concurso para el Hôtel-Dieu, como Julien-David Le Roy, que reconocía ser consciente de que las formas inéditas de este tipo de arquitectura debían fundamentarse «en las observaciones de la física y la medicina moderna». Le Roy aplicaba el principio del ventilador de Petit no tanto al edificio en su conjunto cuanto a cada uno de sus pabellones, de manera que cada sala se convirtiese en una «especie de isla de aire rodeada por un volumen considerable de este fluido, que los vientos podrán extraer y renovar fácilmente gracias al libre acceso que tendrán en todo su perímetro». Así, cada sala era tratada como un sistema completo, un módulo autónomo que podía repetirse en función del número de enfermos. El sistema de ventilación de las salas —inspirado, en este caso, en el de las minas— estaba formado por una serie de exutorios ubicados en el óculo de una bóveda en cuya parte inferior se situaban dos grandes ventanas, que iluminaban adecuadamente los pabellones, convirtiéndose, así, en una «verdadera máquina de tratar a los enfermos» o, mejor, en una suerte de ‘pulmón arquitectónico’ que permitía que el edificio ‘respirase’, de acuerdo a una metáfora que se anticipaba en siglo y medio a las ideas de Le Corbusier.

Las contaminaciones formales y tecnológicas entre la arquitectura industrial y la hospitalaria, el paso simbólico de la machine à produire a la machine à guérir (y de estas, a la machine à habiter, en un tránsito que define una de las genealogías de la modernidad arquitectónica) se advierte también en la propuesta elaborada por Hugues Maret —un célebre médico de la época— y por el no menos célebre arquitecto Jacques Soufflot, quienes, extrayendo todas las conclusiones del carácter fluido del aire, y apoyándose en la idea de que las corrientes tomaban la forma de conos,  propusieron que las salas adoptasen una forma curvilínea, literalmente aerodinámica, evitando las disposiciones cuadradas o rectangulares que hacían que el aire viciado se concentrase en los rincones. La planta debía, por el contrario, adoptar la forma de una elipse, en el extremo de cuyo eje mayor se situarían las aberturas para que se produjese en el interior de la sala un efecto de ‘túnel de viento’. A ello ayudaría también la configuración de la sección: los forjados, con un perfil simétrico decreciente desde las aberturas hasta el centro de la sala, favorecerían el tránsito del aire; por su parte, la iluminación se confiaría a una serie de pequeñas ventanas fijas diseñadas para no mermar el efecto aerodinámico.

En este repaso a la arqueología de esta ‘arquitectura paramétrica’ no deben obviarse las investigaciones en otro de los tipos edificatorios que harían fortuna en aquellos años: las prisiones. Para los reformadores sociales de la época, el caso de las prisiones resultaba semejante al de los hospitales, pues aquellas, como estas, constituían un horrible espectáculo con sus patios insalubres, sus celdas inhumanas y su insoportable hacinamiento. También aquí la limpieza, la abundancia de agua y la libre circulación del aire se convirtieron en los objetivos para un nuevo tipo de arquitectura inspirada en la configuración típica de los proyectos utópicos de los hospitales que acabamos de ver, es decir, pabellones dispuestos radialmente respecto de un centro simbólico. En la célebre versión de Jeremy Bentham —el archiconocido Panapticon—, este centro simbólico se transformó en una suerte de ojo omnisciente que vigilaba al preso individualmente y le pastoreaba hacia su hipotética redención. Con ello, la prisión se convertiría en una suerte de teatro del castigo administrado: cada celda tendría, al menos, ocho pies de lado, estaría equipada con una cama y estaría calefactada por una caldera central; tendría, además, desagüe y ventilación, aunque no estaría muy iluminada pues, a juicio de Bentham, las prisiones debían poseer una atmósfera de penumbra, de sesgo sublime, que favorecería la suscitación del medio y la subsiguiente penitencia. Este modelo del panóptico —el espacio completamente vigilado— y del pantérmico —completamente acondicionado— será la inspiración de proyectos reales, como la prisión de Pentonville, descrita por Jebb en 1844, cuyo atrio central era una gran cámara de climatización y ventilación rematada por un inmenso y aparatoso respiradero diseñado en la mejor tradición de las chimeneas industriales y hospitalarias. La nómina de construcciones climáticas protomodernas se alimentaba, de este modo, con un nuevo tipo de ingenio social, la machine à punir, inspirada en las utopías ilustradas de la machine à produire y de la machine à guérir, todas ellas construidas con formas que, a la postre, estaban determinadas en buena parte por cuestiones energéticas o climáticas.

La influencia de la geografía

A pesar de que estos proyectos reformistas o utópicos en muy pocos casos llegaron a construirse, sí sirvieron para generar el caldo de cultivo de las ideologías deterministas que se desarrollarían a lo largo del siglo XIX hasta alcanzar la modernidad. Entre estas ideologías, dos serían especialmente relevantes para la arquitectura. La primera, el higienismo, entroncaría con el reformismo ilustrado y se reforzaría con el desarrollo de la epidemiología, y la subsiguiente preocupación por la salubridad de los espacios habitados. La segunda, el determinismo climático — asumido como principio por los tratadistas franceses del siglo XVIII en su apego a las tesis de Winckelmann Montesquieu y a la añeja tradición vitruviana— encontraría una nueva y mucho más potente base teórica en la ciencia que definiría buena parte de las ideas del siglo: la geografía.

Anticipados en ciertos aspectos por Varenius —un erudito del siglo XVII que había hecho hincapié en la importancia de los aspectos físicos del medio para la constitución de las sociedades humanas—, e inspirados en buena medida en la antropología de la Ilustración tardía (Kant y Herder), los principios de la geografía moderna deben buscarse realmente en la obra de Alexander von Humboldt (1769-1859). Sabio romántico por antonomasia, viajero y erudito cuya influencia en la ciencia de su época solo fue comparable a la de Darwin —quien acabó eclipsándole por completo—, Humboldt impulsó el estudio sistemático de los contextos físico y orgánico de la Tierra con la esperanza de encontrar una nueva ‘ciencia unificada del medio’ que pusiera de relieve las interacciones entre los agentes geográficos, los seres vivos y la actividad humana. Las profusas y bellísimas láminas de su obra mayor, Cosmos, alimentaron el imaginario de toda una generación. Fueron especialmente impactantes las que representaban la dependencia de la vida respecto de los factores climáticos, como aquellas célebres secciones del Teide o el Chimborazo con las especies vegetales endémicas rotuladas y dispuestas en función de su altura o de las condiciones de humedad. Como tales esquemas demostraban que el clima determinaba las formas de los seres vivos, el siguiente paso fue llevar la influencia climática a las propias sociedades humanas. Tal fue el propósito de la siguiente generación de geógrafos que, compartiendo la idea de la importancia moldeadora del clima, se escindieron en dos escuelas cuya influencia en la arquitectura sería importante. La primera de ellas se fundaba en las tesis del alemán Friedrich Ratzel (1844-1904) quien, convencido de que cada pueblo actúa como un todo orgánico dentro de un determinado medio físico que influye directamente sobre las actividades humanas, defendía el encadenamiento causal entre los factores físicos y los culturales. Ratzel abogaba por una suerte de determinismo trágico basado en la noción de Lebensraum —el espacio vital de que cada pueblo disponía para desarrollar su destino—, y que explicaba el carácter de cada pueblo a través de los rasgos objetivos del medio físico que le había tocado en suerte. Ni que decir tiene que estas tesis podían servir de coartada tanto al racismo como al imperialismo y, de hecho, así ocurrió, pues el concepto de Lebensraum acabó justificando el expansionismo germano que dio pie a las dos guerras mundiales, pero también, de una manera, por decirlo así, más ‘suave, las tesis esencialistas de la Heimatarchitektur que harían fortuna durante las primeras décadas del siglo XX:

La segunda de las escuelas geográficas del siglo XIX —heredera, como la anterior, de la pareja Humboldt-Darwin—, fue la liderada, como respuesta a la alemana, por un contemporáneo de Ratzel, Paul Vidal de la Blache (1845-1918). Opuesto al determinismo positivista (que, por cierto, preconizaba en el campo de la estética su paisano Hippolyte Taïne), Vidal de la Blache criticaba el carácter naturalista de la geografía de Ratzel, en la que el hombre aparecía como un ser pasivo y dominado por el medio. Y así, lejos de concebir las ciencias humanas como algo natural, Vidal de la Blache, inspirado acaso por las tesis cosmopolitas de Herder y Kant, las consideraba como el resultado de la libertad del hombre en su relación con una naturaleza a la que, gracias a sus técnicas, sus hábitos y sus costumbres, acababa siempre venciendo. Para el geógrafo francés, la idea del medio no implicaba el determinismo trágico, sino que era, cabalmente, «un sinónimo de la adaptación humana».

El debate sobre el alcance real de la influencia del medio sobre la cultura humana alcanzó, por supuesto, a la arquitectura. Es sabido cómo las tesis de Darwin ayudaron a configurar la llamada ‘analogía biológica’, de la mano, sobre todo, de arquitectos como Sullivan o Wright —influidos por el evolucionismo a través del prisma de Herbert Spencer—, dando pie a una tradición que siguió viva a lo largo de todo el siglo XIX. Sin embargo, es menos conocido cómo la oposición entre el determinismo de Ratzel y el posibilismo de Vidal de la Blache actualizaba las viejas ideas sobre la influencia del clima en los edificios. Si Ratzel en cierto modo ponía en el candelero la importancia concedida al clima por Hipócrates, Vitruvio, Winckelmann o los racionalistas franceses, Vidal de la Blache podía acaso alinearse con el posibilismo optimista de Alberti, según una tradición pronto rediviva en utopías como la de la Cité Industrielle de Tony Garnier, cuya deuda con la llamada ‘geografía regional’ francesa (fundada por Vidal de la Blache) resulta evidente en su apuesta por la descentralización y el federalismo y, sobre todo, en la consideración de cada ciudad como una construcción adaptada a su propio contexto climático y paisajístico.

De la composición a la función

Sea en su versión higienista, sea en la climática, y siempre alimentadas por disciplinas en principio alejadas de la arquitectura como la medicina o la geografía, las tesis deterministas gozaron de un gran atractivo durante el siglo que comienza con el declive de la teoría clásica de la belleza y acaba con el canto de cisne de los lenguajes eclécticos, el siglo que, por decirlo de otro modo, media entre Schinkel y Le Corbusier.  A fin de cuentas, el clima, la salubridad y, en general, los argumentos importados de la ciencia, parecían cubrir el hueco que habían ocupado los principios normativos de los órdenes clásicos, antaño inmutables. Sin embargo, pese a que la necesidad de un nuevo ‘estilo’ que diese cuenta de su época se reconocía como un reiterado lugar común por todos los teóricos de arquitectura del siglo XIX —de Ruskin a Viollet-le-Duc, pasando por Semper—, no resultaba claro cómo conducir el caudal de conocimientos y sugerencias procedentes de la medicina, la mecánica, la climatología, la arqueología, la biología y la geografía hacia un modo riguroso o, al menos discernible, de producir formas construidas inéditas. ¿Podían estas formas ‘calcularse’ como lo eran las de las máquinas, según habían propuesto los racionalistas franceses siglo XVIII? ¿O deberían ser sintetizadas a partir de una serie de parámetros cuantificables, como los del programa, el clima o las necesidades de ventilación? En cualquier caso, ¿cuál sería el algoritmo que daría cuenta de este estilo ‘objetivo’?

Latentes en todo el debate de la época, solo en pocas ocasiones están preguntas llegaron a formularse explícitamente y, menos aún, a responderse. De hecho, la posibilidad de un ‘cálculo formal’ en el arte solo fue defendida por Gottfried Semper en una serie de escritos no demasiado influyentes en su época y que tuvieron que esperar una generación para resultar verdaderamente atractivos para aquellos jóvenes arquitectos que, fascinados por las teorías morfogenéticas de D’Arcy Thomson y Raoul Francé, y por la presunta objetividad reclamada por el funcionalismo, buscaban nuevos métodos de síntesis formal. Sencillo en su expresión —pero de aplicación acaso imposible— el cálculo sui géneris propuesto por Semper consistía en hallar el producto de una constante C —la configuración de los objetos «basadas en leyes invariables de la naturaleza», por ejemplo, la forma ideal de un cuenco o de un vaso, que es independiente del material con que se realice— por una serie de variables x, y, z, t, etcétera, concebidas como los componentes de la forma «que no son en sí mismas forma», sino «energía y materia». El resultado de esta función sería, propiamente, la forma final del objeto: una configuración objetiva derivada, así, de una suerte de ‘mecánica estética’ en la que tendrían un papel primordial, en cuanto agentes morfogenéticos fundamentales, la influencia del clima, las condiciones de salubridad o los recursos materiales de cada contexto.

La idea de ‘función arquitectónica’ tuvo fortuna en la modernidad. Las versiones más radicalmente cientificistas de la vanguardia vieron en el nuevo concepto la posibilidad de alcanzar por fin el estilo objetivo que requería la época. Así ocurrió, por ejemplo, con la modernidad soviética y sus experimentos en la construcción de arquitectura hospitalaria y vivienda colectiva, o con los proyectos diseñados por Ernst May o Hannes Meyer y sus alumnos de la Bauhaus para las nuevas ciudades que iban surgiendo en Siberia tras la colectivización forzosa, proyectos en los que nada parecía dejarse al albur: los esquemas de flujos explicaban la forma de las habitaciones; los algoritmos ergonómicos daban cuenta de las dimensiones de los recintos; los estudios de iluminación demostraban sin duda cuáles era la geometría óptima de habitaciones y ventanas, de acuerdo a esquemas de gran poder retórico que pronto haría suyos Le Corbusier. Un detalle resulta significativo al respecto: de los doce principios objetivos que Hannes Meyer consideraba que formaban la base del ‘nuevo mundo de formas’, siete al menos —exposición al sol, calefacción, protección contra la intemperie, jardinería, modos de dormir, higiene personal e higiene del hogar— estaban directamente relacionados con el clima o la salubridad. Desde esta óptica, el proyectar se convertía en un mero calcular, en un enhebrar con pulso firme los hilos objetivos del clima o del programa, urdiendo, sin más complicación, la trama de la arquitectura.

Convertido ya en los grands calculateurs que requería el mundo moderno, la condición de mero constructor de casas ya no bastaba a los arquitectos. Su actividad renovadora e higiénica debía extenderse a toda la ciudad o incluso al territorio, contemplados ahora desde una vista de pájaro tan objetiva como evocadora. El resultado es sabido: un esquematismo justificado en buena medida por las tesis higienistas, la obsesión por lo primitivo, la nostalgia roussoniana por la naturaleza y, sobre todo, la ideología solar, devenida ya una auténtica coartada cientificista para acometer el verdadero proyecto moderno, que no fue otro que destruir la vieja ciudad burguesa, con sus intrincados trazados producto del azar histórico, y sustituirla por el esquema de la trama racional organizada objetivamente, aunque estos esquemas no fueran sino el fruto de una ingenuidad climática paradójicamente aprendida. 


Publicado originalmente con el título “Climate as Ideology. Determinisms in Architecture from Enlightenment to Modernity” en Joaquín Medina Warmburg y Claudia Shmidt (eds.), The Construction of Climate in Modern Architectural Culture, 1920-1980, Madrid: Lampreave (2015).