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El flâneur digital
Tres panoramas contemporáneos

Eduardo Prieto

Primer panorama: un detective en la metrópolis

Cada época sueña a la siguiente. Esta máxima se corrobora ejemplarmente en la obra de Walter Benjamin, que es ya indispensable para entender muchos de los fenómenos contemporáneos: la mercantilización de los modos de vida, la emergencia de insólitas formas de intercambio social o el desarrollo de experiencias estéticas inéditas surgidas de la tecnología. Los textos del polígrafo alemán que, en algunos casos, se han ajado con el tiempo, han adquirido en otros un valor profético. Benjamin comprendió que la ciudad —con su complejidad azarosa y muchas veces contradictoria— no sólo constituye un fascinante experimento social en sí mismo sino que propiamente es el gran tema de nuestra época. La entrada de la ciudad como tema genuino de la cultura moderna se produjo, sin embargo, de la mano de la literatura. El afán de convertir a lo urbano en el humus no sólo del contenido sino de la forma literaria se advierte, por ejemplo, en toda la obra de Baudelaire, particularmente en el célebre prólogo a Le spleen de Paris, en que el autor francés confiesa su ambición de que el ritmo de su prosa pueda adaptarse a los vaivenes líricos de la consciencia, siguiendo los mismos sobresaltos que sufren los que frecuentan las ciudades enormes. De una manera aún más evidente, Joseph Conrad, sin duda influido por Dickens y quizá por Balzac o el propio Baudelaire, descubriría más tarde que la ciudad podía constituir el verdadero argumento para la narrativa moderna —fuente inagotable de personajes, de dramas, de situaciones—, una idea que, por su parte, se reconoce explícitamente en el prólogo escrito por el autor en la segunda edición (1920) de El agente secreto:

"Se me presentó entonces la visión de una gran ciudad, de una monstruosa ciudad más poblada que algunos continentes e indiferente, por su humano poderío, a la cólera o a las sonrisas del cielo; un cruel devorador de la luz del mundo. Allí había espacio suficiente para situar cualquier historia, profundidad para cualquier pasión, variedad para cualquier argumento, suficiente oscuridad como para enterrar cinco millones de vidas. De manera irresistible la ciudad se convirtió en el escenario para el siguiente período de profundas e insinuantes meditaciones. Interminables vistas se abrían ante mí en varias direcciones. Necesitaría años para encontrar el camino apropiado".

Pero encontrar el camino apropiado no era un asunto fácil. Hasta entonces la cultura occidental se había debatido entre dos extremos: el revival del pasado clásico y la naturaleza espiritualizada por los románticos. La cultura moderna, sin embargo, descree de ambos: no es ni el mundo de los seres naturales ni el de los textos antiguos sino el de las personas y objetos en las ciudades. No hay en aquélla más nutrientes que los que proporciona el espectáculo de lo urbano, cuyos fragmentos, extraídos de aquí y de allá y contenidos en una especie de inmenso diccionario de la vida, constituyen los vocablos con los que debemos componer nuestro discurso. En la época en que Baudelaire escribía sus poemas, el antiguo mundo había dejado paso a otro en el que la relación de los hombres con la ciudad ya no se producía en los términos lentos, casi amables, del contexto  preindustrial, sino que sufría ya las violencias provocadas por la aceleración de las relaciones humanas y por la multiplicación caótica de los objetos fabriles, seguidos de la profusión incontrolable de mensajes e imágenes fugaces emitidos sin descanso por los nuevos e inmisericordes medios de comunicación. En su momento, estas alteraciones —tan nuevas antaño como comunes hoy— se consideraron el origen de una serie de negativas estimulaciones de índole nerviosa, capaces de desquiciar a los individuos modernos para, después, alienarlos. El shock nervioso constituye, desde entonces, una de las características de la experiencia de la ciudad. Como escribió Simmel en su premonitorio ensayo La metrópolis y la vida mental:

La base psicológica del tipo de individuo metropolitano consiste en la intensificación de la estimulación nerviosa que resulta del cambio raudo y sin soluciones de continuidad de estímulos internos y externos […] Las impresiones perdurables, impresiones que difieren sólo ligeramente unas de otras, impresiones que surgen de un curso regular y habitual y muestran contrastes regulares y habituales, todas éstas consumen, por así decirlo, menos consciencia que la rápida acumulación de imágenes cambiantes, la cortante discontinuidad en la captación de una sola mirada y las inesperadas impresiones fugitivas. Estas son las condiciones psicológicas que crea la metrópolis.

Según Simmel, la rápida sucesión de imágenes que se produce en la urbe moderna consume más “consciencia” —por así decirlo— que el ritmo pausado y continuo propio de la ciudad tradicional. Por su parte, la propia configuración de las ciudades —cada vez más grandes y segregadas—supone otro tipo de alteración psicológica, también de índole nerviosa, cuyo principal síntoma consiste en un tipo de incontinencia física que obliga a los hombres a moverse sin tregua por las calles, adoptando una especie de baile de San Vito extremadamente contagioso, síntoma de una enajenación más profunda. En el siglo XIX, la ciudad despertaba para muchos el mismo temor que las enfermedades infecciosas. Se consideraba incluso que el incesante devenir urbano convertiría a los hombres en seres cuyos cuerpos agotados habían invertido todas sus energías en la construcción de un espacio común con el que, sin embargo, no llegaban a identificarse, abriendo paso, de este modo, a una profunda alienación, denunciada con aguda sensibilidad y en términos casi proféticos por los primeros teóricos comunistas.

Las estrategias de defensa que el hombre moderno asumió frente a estos peligros psicológicos o sociales que le acechan en la ciudad ocupan un amplio espectro que se gradúa entre la violencia física y el simple camuflaje. Los mecanismos violentos
—comprendidos bajo el concepto de ‘revolución’— son muy conocidos. Lo son menos las estrategias de camuflaje que, por su parte, pueden ser activas o pasivas. Son activas cuando el sujeto se aprovecha del anonimato que le garantiza la multitud para desplegar una actividad de outsider orientada a recomponer o a reforzar su identidad. Esto ocurre con el flâneur, personaje sobre el que volveremos más tarde. El camuflaje es pasivo, por el contrario, cuando el sujeto se limita a disolverse inconscientemente en la masa, mimetizando sus actitudes, sus convenios, sus comportamientos aparentes. Este es el caso, por ejemplo, de los transeúntes alienados que deambulan como sonámbulos por la ciudad que han construido con su esfuerzo, pero cuyo espacio no sienten como propio. También lo son los espectrales viandantes que describe Poe en uno de los cuentos más queridos por Benjamin, El hombre de la multitud, cuyo argumento extraordinario tiene como protagonista a la masa fluctuante que, a lo largo una sola jornada, discurre ante los ojos de un espectador que se oculta, como un voyeur, detrás del ventanal de un café. La multitud, compuesta por clases innumerables cuya distinción requeriría de la atenta mirada de un entomólogo, consta, sin embargo, de un carácter compartido: su comportamiento esquemático, su automatismo casi inconsciente:

La gran mayoría de lo que iban pasando tenían un aire tan serio como satisfecho, y sólo parecían pensar en la manera de abrirse paso en el apiñamiento. Fruncían las cejas y giraban vivamente los ojos; cuando otros transeúntes los empujaban, no daban ninguna señal de importancia, sino que se alisaban la ropa y continuaban presurosos. Otros, también en gran número, se movían incansables, rojos los rostros, hablando y gesticulando consigo mismos como si la densidad de la masa que los rodeaba los hiciera sentirse solos. Cuando hallaban un obstáculo a su paso cesaban bruscamente de mascullar pero redoblaban sus gesticulaciones, esperando con sonrisa forzada y ausente que los demás les abrieran camino. Cuando los empujaban, se deshacían en saludos hacia los responsables, y parecían llenos de confusión.

Ce grand malheur de ne pouvoir être seul. El automatismo detectado premonitoriamente por Poe forma parte ya, sin duda, de nuestra condición contemporánea. El autómata moderno, sin embargo, no es como aquellos originarios y sofisticados muñecos mecánicos —capricci que jugaban al ajedrez o tocaban impecablemente la pianola— sino que se parece más a los inquietantes seres, casi indistinguibles de los humanos que, desde E.T.A. Hoffmann, pueblan la literatura de la ciencia-ficción. El autómata urbano remeda el comportamiento de sus congéneres porque es incapaz de metabolizar el shock nervioso que supone la aceleración de la ciudad moderna y acaba deviniendo un verdadero cyborg en el que la carnalidad concreta se anima con la personalidad genérica del hombre masa. El autómata, por tanto, es un sujeto fracasado, incapaz de hallar en la anomia urbana un hueco para su individualidad. Contra esta actitud de camuflaje, sin embargo, no cabe hacer muchas objeciones, pues todos somos, en mayor o menor medida, autómatas que aceptamos y ejercemos las convenciones sociales como máquinas inconscientes. De hecho, el reto que nuestra civilización nos propone tiene un alcance casi trágico pues, una vez abandonado el espacio de la naturaleza —a la que sólo podemos recurrir ya con excepcionalidad nostálgica— no tenemos más material con el que tratar que el de la propia ciudad, que nos contiene inevitablemente y se nos impone como destino. “Entre la nada y la ciudad —repite el anónimo héroe moderno— me tengo que quedar con la ciudad”. El hombre que se siente alienado en lo urbano no es, sin embargo, un desplazado en ningún sentido, pues vive en el propio medio que es el origen de su propio conflicto. Como escribe Perec de manera concluyente:

"Nunca nos podremos explicar o justificar una ciudad. La ciudad está ahí. Es nuestro espacio y no tenemos otro. Hemos nacido en ciudades. Hemos crecido en ciudades. Respiramos en ciudades. Cuando cogemos el tren es para ir de una ciudad a otra ciudad. No hay nada de inhumano en una ciudad, como no sea nuestra propia humanidad".

Todo lo real es urbano; todo lo urbano es real. No hay nada más fuera de esa ciudad que Benjamin define, en sus escritos sobre Baudelaire, como aquel espacio en el que el hombre se sumerge en la multitud como en una reserva de energía eléctrica. Pese a que las estrategias de camuflaje arriba descritas forman parte ya de nuestros hábitos cotidianos e instintivos, las ciudades contemporáneas siguen causando este shock electrodinámico. Las tradicionales estrategias de defensa no resultan ya eficaces frente los grandes cambios urbanos producidos en los últimos decenios. Las ciudades se han convertido en metrópolis, es decir, extensiones urbanas de alcance territorial. Por otra parte, a la aceleración inaudita con que pretendemos manejar las ingentes cantidades de información que pasan ante nuestros ojos se ha unido el nuevo e inasible mundo paralelo que, de manera creciente, va engrosando la Red, de tal modo que, a pesar del doloroso aprendizaje que desde hace casi dos siglos el hombre moderno sufre para aprender a vivir en las grandes ciudades, nuestra sensación frente a las megalópolis contemporáneas puede llegar a ser la misma que se recogía en los textos de Engels o Poe que acabamos de presentar: la incertidumbre, la inextinguible alienación.

La actividad del flâneur es la alternativa a este aprendizaje pasivo, incapaz ya de hacer frente a los peligros que las ciudades aceleradas y genéricas suponen para la conservación de la individualidad humana. El flâneur de Benjamin, igual que esos personajes de Houellebecq que se desplazan alegremente de no-lugar en no-lugar, busca su identidad en la multitud y sólo en ella halla su sentido. ‘La mejor manera de estar solo es estar acompañado’: esta máxima transforma de manera inmediata la percepción de nuestro entorno inmediato, de tal modo que la ciudad puede dejar de ser un leviatán devorador para mostrarse como un apasionante e intrincado laberinto. De ahí el reto para el hombre moderno, que guardando en sí la huella del constructor Dédalo, debe comportarse ahora como Teseo, liberando a las víctimas de la temible construcción erigida previamente por él. Ajeno a la naturaleza, se mueve cómodamente en lo urbano, esa segunda naturaleza que pasa a ser su medio propio y del cual es su mejor connaisseur. Desde este punto de vista, vivir en la ciudad implica verse sujeto a sus poderes fetiche y cartografiar con precisión su terreno para evocar, de manera creativa, sus cualidades vivas, haciéndola legible para nosotros. Sin embargo, como la forma de la ciudad no es evidente y las huellas que los humanos dejamos en ella son cada vez más efímeras, para que esto sea posible el flâneur debe convertirse también en un investigador, en un verdadero detective que —igual que ocurre en los cuentos policíacos de Poe— sepa recomponer con su impecable lógica el rastro de los sucesos en el inestable escenario urbano.

Para llegar al fin de sus pesquisas, el flâneur debe adoptar una estrategia de camuflaje pragmática y activa, que lo convierta en un ser desapercibido, indistinguible de la masa, de tal modo que pueda desplegar sus dotes de observación de un modo más agudo, observando críticamente, pero sin sentirse observado. Los detectives modernos se aprovechan de su condición marginal para asumir formas proteicas, como la del trapero —aquél cuya mirada es capaz de encontrar valor en los desechos o en los fragmentos—, el apache —que se mueve en la ciudad como un salvaje en las grandes llanuras americanas—, el dandy —que confunde a los demás con su apariencia distorsionada— o, finalmente el flâneur, ese “botánico del asfalto” que se hace invisible en la masa sólo para cultivar su individualidad, aunando de una manera artística el devenir de la multitud con el sosiego de su propio régimen de solitario. Jouir de la foule est un art: la actividad investigadora del flâneur se funda en su capacidad para sintetizar la masa lábil y azarosa que forman los acontecimientos de la ciudad en una imagen sintética, dotada de sentido y poesía. Mediante esta actividad configuradora, el flâneur es capaz superar la neurosis producida por la ciudad moderna en otros individuos más inermes, sublimándola en pura creatividad. Al convertir así al shock en una vivencia, el flâneur esquiva la clónica condición del autómata y se reafirma en su singularidad.

Este análisis dúplice del fenómeno urbano moderno, capaz de desvelar sus aspectos negativos —la alienación del individuo en la masa— y positivos —el cultivo de la personalidad  en el espacio de la ciudad— fue construido por Benjamin con ocasión de su singular lectura de Baudelaire y sigue siendo tan válida hoy como entonces. Las estrategias de camuflaje pasivo se actualizan en la pulsión consumista que nos mueve mecánicamente a los centros comerciales y otros lugares aparentemente sin cualificar, siempre abarrotados, que cumplen hoy las funciones que antaño desempeñara el espacio público. Por otra parte, las estrategias de camuflaje activo propias del flâneur siguen siendo sugerentes, pero se advierte que los rasgos del detective urbano propuestos por Benjamin no se compadecen con las características de la ciudad contemporánea. El hábitat del flâneur moderno ya no existe: la escala de las ciudades hace imposible sus tradicionales movimientos de callejeo; la aceleración creciente anula el ritmo lento y pausado que el vagabundeo requiere; las huellas ya no se buscan sobre el pavimento de las ciudades sino que se imprimen de manera efímera y caótica sobre los nuevos canales de la Red. Es en ella donde ahora debe desplegar sus actividades detectivescas el flâneur digital.

Segundo panorama: ‘callejeando’ por la Red

La relación de los hombres con las cosas y los objetos que lo rodean es fantasmagórica. Esto no quiere decir solamente que las condiciones de nuestro trato con ellas sean ilusorias o que su realidad se haya esfumado por los intersticios de la Red. Lo ‘fantasmagórico’, una palabra que tiene una larga tradición que se remonta —como tantos términos benjaminianos— a la cultura del siglo XIX, se refiere aquí al hecho de que esos objetos, al presentarse como mercancías, adquieren a los ojos del espectador un valor que no es el del mero coste de producción o de explotación comercial, sino uno más arbitrario fundado en el tipo de deseos o ensoñaciones que el potencial comprador haya volcado en ellos. Como no existe ningún vínculo real entre el valor material del objeto y el sentimental proyectado en él mediante esta especie de Einfühlung, la mercancía deviene una alegoría capaz de dar cuenta del círculo a la vez cultural y comercial en el que nos movemos. Esta interpretación creativa del capitalismo, que vuelca su atención en la relación creciente que los hombres mantienen con las cosas, constituye una especie de segunda dimensión del trabajo de Walter Benjamin sobre lo moderno, una vez efectuada, como hemos visto, su peculiar etiología del fenómeno urbano.

Es necesario seguir investigando el concepto de ‘fantasmagoría’ antes de continuar describiendo los afanes del flâneur digital. En el siglo XIX lo fantasmagórico llega a su epifanía en los pasajes, aquellas calles estrechas, cubiertas con paneles de vidrio y decoradas de manera pomposa, en las que el flâneur de entonces podía trapichear con la infinidad de objetos presentados en los escaparates, muchos de ellos inútiles o extravagantes. En los pasajes se daba de una manera intensa la experiencia estética propia del flâneur, en la que al esperado encuentro con los objetos seguía la demora contemplativa capaz de provocar un ensimismamiento activo en el espectador. Este peculiar interés por los objetos forma parte desde entonces de la fenomenología del capitalismo y explica en parte la atracción que todavía hoy nos siguen provocando algunas fotografías de Atget, en particular las de aquellos escaparates, humildes y démodés, llenos de objetos insignificantes y extraños de los que emana, sin embargo, un inconfundible poder de seducción. En el pasaje, la apuesta de Baudelaire por sintetizar la diversidad del mundo en una imagen poética, se concreta y se miniaturiza, igual que el propio pasaje miniaturiza y compendia a la ciudad.

Para Baudelaire, la actividad creativa del flâneur forma parte del propósito moderno de dar valor a lo efímero a través del trabajo sentimental del individuo. Para Benjamin, sin embargo, la relación del flâneur con los objetos presenta un carácter más complejo en el que conviven los tintes positivos propuestos por Baudelaire con otros más oscuros, derivados del poder que la mercancía fantasmagórica puede llegar a adquirir sobre el contemplador. Este poder magnético puede desplegarse en dos sentidos: por un lado, como proyección sentimental, como Einfühlung por la que el espectador vuelca en la mercancía sus ilusiones; por el otro, como influjo emanando de la mercancía, que puede llegar a apoderarse del espectador, hipnotizándolo, igual que ocurre en algunos cuentos de E.T.A. Hoffmann en los que el mesmérico magnetizador acaba dominando la voluntad de su víctima. La relación entre el objeto y el espectador es, por tanto, problemática, incluso dialéctica: se cierne en la actividad y la pasividad fluctuantes entre el hombre y la mercancía, vinculándose de este modo tanto con las estéticas clásicas de la contemplación como con las contemporáneas de la recepción, corrientes éstas últimas de las que Benjamin es, quizá, su primer y más sugerente glosador.

La relación ambigua que se da entre el espectador y la mercancía está mediada por la imagen. Esto quiere decir que el flâneur no ve al objeto —pongamos por caso, un sombrero hongo o un paraguas— tal como es, sino como el resultado de su presentación en el escaparate. Entre el espectador y el objeto, sin embargo, no media sólo el vidrio de dicho escaparate sino también los deseos que aquél busca materializar en el objeto. El vidrio —ese medio que sólo en apariencia es transparente, como veremos después— interpone una distancia entre el espectador y el objeto que convierte a éste en una simple imagen; por su parte, la proyección sentimental del espectador sobre el objeto convierte a la imagen en una fantasmagoría, es decir, en una imagen activa o espiritualizada. Esta doble operación de representación puede inscribirse en la tradición óptica comenzada en el Renacimiento, consistente en la progresiva reducción de la complejidad material del mundo, y de la cual la singular fenomenología de los fantasmagórico —por la cual se pasa del trato con las personas al comercio espiritual con las mercancías, primero, y después con las imágenes— constituiría un verdadero epítome.

A partir de los escritos de Alberti, el símbolo de esta tradición óptica de la cultura moderna ha sido la ventana. Desde ella el espectador puede volcarse activamente sobre realidad, convirtiéndola en un espacio calculable y medible gracias a la perspectiva. El Panóptico de Bentham y los panoramas lúdicos que Benjamin radiografía en su Libro de los Pasajes son herederos de esta tradición ocular. En ellos está también prefigurada la ciudad perspectiva de Haussmann, que puede considerarse la aplicación urbana de las ideas visuales que dos siglos antes habían edificado obras como Versalles. Sin embargo, la imagen de la ventana que importa al flâneur es mucho más humilde, casi doméstica. Podemos recordar al observador de Poe que, después de una convalecencia, retrata a las masas cómodamente apostado tras el ventanal del café, imagen que será copiada por Baudelaire en sus textos de crítica literaria hasta actualizarse, casi de una manera literal, en la inquietante situación propuesta por Hitchcock en La ventana indiscreta: el voyeur que, también convaleciente, es capaz de controlar la realidad circundante a través de una herramienta tan benjaminiana como los prismáticos, pero sin poder intervenir directamente sobre el mundo desplegado ante sus ojos. Esta fenomenología del voyeur se funda tanto en el observador y el objeto observado como en el medio a través del cual se produce la observación. Si, como hemos visto, el escaparate —esa membrana de vidrio, aparentemente invisible o neutral, que se tiende entre el observador y el objeto observado— convierte a la mercancía en una imagen, también el ventanal de la casa o del café alteran o modifican la realidad que aparece a través de él como en un despliegue de imágenes en movimiento, formando una especie de película muda e inquietante. Este papel activo del medio, esta poética del vidrio sobre la que volveremos más tarde, ya había sido anticipado por Baudelaire en ‘Les fenêtres’, uno de los poemas en prosa del L’spleen de Paris:

"Celui qui regarde du dehors à travers une fenêtre ouverte, ne voit jamais autant de choses que celui qui
regarde une fenêtre fermée […] Ce qu’on peut voir au soleil est toujours mois intéressant que ce qui se passe derrière un vitre".

Voir c’est avoir, aunque sea la impotencia para intervenir sobre la realidad de las cosas el precio que haya que pagar para controlar ópticamente las colecciones de objetos que pueblan el mundo. En este contexto, el problema de fondo ya no es la correspondencia mimética o icónica entre los objetos y las imágenes sino el modo en que éstas se presentan al observador. También aquí las reflexiones de Benjamin —mediatizadas por los estudios de iconología que entonces comenzaban a proliferar en Alemania o la madurez alcanzada por el montaje en el cine soviético de la época— siguen teniendo actualidad. Es precisamente en este sentido en que podemos volver al ejemplo de los escaparates fotografiados por Atget: en ellos los objetos se manifiestan como imágenes percibidas a través de una pantalla de vidrio, que es cada vez más fina, más engañosamente imperceptible. El objeto, sin duda, se ha virtualizado, pero todavía sabemos que sigue estando ahí, tras el cristal que envuelve al escaparate. Esta confianza en la correspondencia material de las imágenes, confiere a las mercancías su pequeña aura. El vidrio, que nos acerca al objeto considerado como imagen, nos aleja de él en tanto que cosa física a la que, sólo pagando el precio convenido, podremos poseer. ‘Verlo todo, no tocar nada’: esta misma máxima se cumple, por ejemplo, en los museos contemporáneos, cuyos objetos se manifiestan a través de las vitrinas, imponiendo una lejanía al espectador que protege al objeto de las agresiones y refuerza, a la vez, su presencia aurática. Así, cuando los turistas pertrechados de sus cámaras digitales, acuden a ellos, lo único que pretenden conseguir es una imagen de esa realidad física presentada al otro lado de la vitrina, comprobando de este modo la existencia real de una realidad que sólo habían conocido previamente como imagen. Lo que los turistas que desfilan ante La Gioconda fotografían no es propiamente la Gioconda sino su anhelo de comprobar que La Gioconda existe de verdad.

La realidad trasciende su origen material al desplegarse en las imágenes cuyo conjunto creciente tiende ya a ocupar toda la realidad. De ahí surge la necesidad de organizar este material de un modo fructífero que permita ordenarlo, interpretarlo o montarlo con sentido, como si de una película se tratase. Tal mecanismo de selección y montaje fue anticipado por Aby Warburg, cuyo Atlas Mnemosyne —que tanto influyó en Benjamin— presenta un conjunto de paneles que no dan cuenta de los objetos artísticos sino de las imágenes diacrónicas de los mismos, en un proceso intencionadamente reductivo en el que, a la par que simplificaban o incluso anulaban las características formales o estéticas de los mismos, se propiciaba una cuidadosa atención a sus contenidos, inaugurando una hermenéutica basada en la detección de cercanías inesperadas entre las imágenes, de tal modo que pudieren acentuarse las semejanzas entre las mismas, más que las rupturas o discontinuidades. Esta presentación de colecciones de imágenes es semejante a la que se opera en los escaparates, en los buscadores de Internet o en los museos (de ahí que el problema fundamental del museo consista hoy en organizar su colección).

El montaje es una estrategia que no consiste en disponer objetos —como en el escaparate o el diorama— sino en componer imágenes, como en los panoramas, en el cine o en las chocantes imágenes de Grandville, a las que Benjamin acude con profusión. La cita de la obra de Grandeville, el reportero gráfico de las grandes exposiciones universales de la época, no es baladí: en su trabajo, objetos tan banales como los cepillos, los cofrecillos, los tarritos de esencias propios de un tocador decimonónico, una vez transformados en imágenes —es decir, una vez reducida su materia ‘real’— logran establecer relaciones formales inéditas con otras familias de imágenes en principio tan alejadas de ellas como, por ejemplo, las propias de la zoología marina, inaugurando una operación de corte surrealista empleada después hasta el hastío por las vanguardias artísticas. Este desmontaje de los objetos basado en un posterior montaje de imágenes está presente también —por citar a un contemporáneo de Benjamin— en la obra de Karl Blossfeldt, donde la metamorfosis cognitiva no se basa en el cambio de contexto sino en la modificación de la escala de la percepción. Las flores, ampliadas de tamaño a través del zoom aparentemente neutral de Blossfeldt, se muestran diferentes, devienen otra cosa, igual que, tres siglos antes, la luna se había convertido en un objeto perecedero gracias al telescopio de Galileo o las pulgas se habían metamorfoseado en monstruos inconcebibles merced al microscopio de Hooke.

El flâneur digital se sirve de estas mismas estrategias de selección, presentación y montaje en su trato con el mundo de hoy, una vez que éste ha devenido una infinita colección de imágenes en movimiento. Sin embargo, para ser efectivas, estas estrategias deben actualizarse en un doble sentido. En primer lugar, contando creativamente con el hecho de que el “árbol totémico de los objetos” mentado por Benjamin ha pasado a ser una malla sin jerarquía aparente, un rizoma formado por las imágenes de la Red, cuya presentación se confía a una serie de dispositivos que acotan una porción de este universo imaginario. Mediante estos dispositivos —Google, Ebay, Amazon— las imágenes desplegadas en la pantalla adquieren una organización muy semejante al correspondiente al bricolaje iconológico de Warburg. El Atlas Mnemosyne deja paso, así, a una serie de atlas digitales, cuyos contenidos no están fijados por un montaje sólido y permanente en el tiempo sino que son tan fluctuantes o arbitrarios como puedan serlo las preferencias del sujeto que manipula el ‘buscador’. En este contexto, el montaje —el argumento— se devalúa; lo fundamental es ahora el hecho mismo de buscar y presentar las imágenes. De este modo se genera un trato promiscuo y acelerado con ellas: buscadas, encontradas y desechadas rápidamente cuando se opta por una nueva preferencia que conduce a otros rincones todavía no hollados de Internet. Este proceso, cuya velocidad es proporcional a la potencia creciente de los buscadores, convierte al flâneur digital es una especie de aventurero apoltronado en su sillón, que ya no necesita salir al pasaje o al gran almacén para desplegar su actividad detectivesca al bastarle con ‘navegar’ por los canales líquidos, casi vaporosos de la Red.

Durante este proceso acelerado de búsqueda y consumo de imágenes, puede ocurrir que se pierda definitivamente el aura de los objetos, como ya advirtió Benjamin. Cuando, pongamos por caso, el flâneur digital participa en una subasta de Internet, una de las razones del fantasmagórico atractivo de las imágenes que representan los objetos consiste en el carácter incompleto de la descripción del producto: un breve texto y una mala fotografía que dejan siempre el espacio suficiente para que el potencial comprador pueda proyectar en el objeto sus anhelos, imaginándoselo a su manera. En este contexto, la torpeza con que se han generado las imágenes resulta la prueba evidente de que ha sido un amateur —el propietario del producto— el que ha realizado la fotografía del objeto, confirmando así que éste existe, que es una cosa que está allí, presente en algún sitio, al otro lado de la pantalla. Cuando finalmente el flâneur recibe en su hogar la mercancía subastada —por un medio aparentemente tan anacrónico como la paquetería postal—, su sensación es, simplemente, la de haber confirmado que sus expectativas sobre el objeto estaban justificadas y que, por tanto, ya tiene el fetiche material que da cuenta de los anhelos desplegados en la puja. El objeto pasa después a formar parte de la vitrina, esperando a recibir en la siguiente subasta nuevas proyecciones sentimentales por otro comprador.

El aura digital también está presente en la arquitectura. En la tienda diseñada por Koolhaas para Prada en Nueva York, por ejemplo, se ha contado con una estrategia que es completamente benjaminiana: las prendas, los objetos de marroquinería se individualizan mediante su presentación en vitrinas cuya disposición sigue criterios de índole museístico. En la vitrina, según vimos más arriba, el objeto se hace más visible en su individualidad, pero también más lejano, pues la membrana de vidrio lo protege de cualquier acción que no sea la de ser mirado. Sin embargo, casi como un ejemplar platónico se tratase, el objeto sigue ahí, físicamente, detrás del vidrio. La mezcla entre la cercanía y la lejanía le confieren su aura. Por su parte, en la tienda diseñada para Prada por Herzog & De Meuron en Tokio, sabemos muy poco de los productos que alberga precisamente porque la mercancía que se presenta es la propia arquitectura, devenida una imagen icónica que puede consumirse de una manera sencilla en el mundo virtual. El edificio se convierte así en una inmensa vitrina que, paradójicamente, no muestra nada, ya que su densa piel de vidrio es translúcida. Lo que en este caso se favorece es el acto de imaginar qué habrá detrás de la envolvente hermética, cuya materialidad evidente contrasta casi de una manera surrealista con el empleo que se hará posteriormente de las imágenes del edificio una vez que se hayan volcado a la Red.

En el trato con las imágenes que pueblan el universo de la Red, el paso de la estructura arborescente a la del rizoma tiende a anular la actividad del montaje y a alterar, de una manera original, la experiencia aurática que se tiende entre la mercancía o la imagen de la misma y el flâneur digital. Junto a estos desplazamientos, existen otros que afectan no tanto a la forma cuanto al tamaño de las imágenes. La visión ampliada sobre el objeto —según hemos visto en el caso de Blossfeldt— puede modificar de manera inédita nuestro conocimiento de dicho objeto, configurando una mirada intensa. Junto a ésta, existe también una mirada panorámica, extensa, que se cierne sobre territorios ingentes, incluso sobre nuestro mundo en su totalidad, gracias a la visión desplegada desde el espacio exterior. Con estos nuevos medios, el flâneur puede contemplar el universo de un vistazo o pasearse por la realidad virtual de la orografía simulada por Google, ese mecanismo que monta las imágenes del satélite, reconstruyendo el mundo y presentándolo de una manera más accesible. Se trata, en este caso, de un atlas virtual en sentido pleno, por el cual es posible callejear atmosféricamente, algo que sin duda hubiese fascinado a mucho de esos artistas modernos —Le Corbusier, Rodchenko—que fueron amantes de la visión cenital. La consecuencia de esta fascinante construcción —que día a día va digitalizando las calles de nuestras ciudades, sus edificios, incluso sus museos y sus cuadros— es dúplice, pues las ventajas del conocimiento extenso —velocidad, aprehensión directa y gestáltica de los territorios— no logran suplantar del todo a las del saber intenso —acceso a la materialidad de las cosas, asunción de su complejidad—, por lo que compete al flâneur digital el reto de combinar fructíferamente ambas.

¿Podemos definir ya las características del flâneur digital, una vez que hemos desvelado algunos de los rasgos del nuevo mundo virtual por el que tiene que moverse? Frente al flâneur moderno, que callejeaba azarosamente por la ciudad o por esas intensas peceras vidriadas que eran los pasajes, en busca de ocasiones para desarrollar su individualidad, el flâneur digital ‘callejea’ o, mejor, ‘navega’ ahora por la Red, un medio mucho más fluido y acelerado. Esto influye, desde el luego, en el tempo propio de cada tipo de experiencia: rápido, cada día más acelerado para el que se va posando de site en site o transitando de no-lugar en no-lugar; lento o, mejor, extremadamente lento, para el flâneur moderno que iba de escaparate en escaparate o de callejón en callejón en aquella época en la que, según desvela Benjamin, se puso de moda salir a pasear llevando una tortuga atada de un cordel. El flâneur moderno paseaba por una realidad más o menos intensa: la galería comercial, la calle; por su parte, el flâneur digital discurre por espacios extensos —la Red, los centros comerciales, Google Earth— cuya realidad es difusa o dudosa, de ahí que el flâneur contemporáneo tenga más ocasiones para desarrollar la fantasmagoría. El flâneur de Baudelaire —igual que el protagonista de El hombre de la multitud— se camuflaba en la masa corporal de los sujetos anónimos que pueblan la ciudad; el flâneur digital, por el contrario, es cada día más reacio a pisar la calle y prefiere ocultarse en la masa virtual que alimenta cada día los blogs, chats y sites. En ambos casos, sin embargo, se comparte un anonimato activo cuyos fines, sin embargo, son totalmente distintos: si el flâneur moderno busca reforzar su individualidad, el digital no aspira a cultivar ninguna personalidad previamente constituida sino a crear otra alternativa —virtualizando su yo— mediante la constitución de un avatar digital válido para vivir esa segunda oportunidad —Second Life— que ahora es posible tener en la Red.

Con estas premisas, también muta la filosofía de la relación del individuo con los objetos y las imágenes que habitan el mundo. El control óptico de las cosas al que aspiraba el flâneur moderno —una especie de fantasmagoría de primer orden—, al que acompañaba la certeza de que esos objetos tienen una realidad física distinta de la nuestra (como vimos en el caso de la vitrina) se sustituye ahora por el control óptico de las imágenes —una fantasmagoría de segundo orden—, en el que el flâneur digital proyecta también sus anhelos, aunque la prueba de la realidad del objeto esté ahora más lejana, supuesta en ese ángulo muerto que está más allá de la pantalla del ordenador. Esto afecta al valor que el flâneur es capaz de asignar en cada uno de los anteriores casos a las imágenes o a los objetos: construyéndolos a partir de la propia actividad creativa del sujeto—aquí el flâneur es un ‘montador’ de significados— o limitándose a aceptarlos torpemente tal y como se le presentan —el flâneur deviene entonces un simple ‘buscador’ o ‘consumidor’ de imágenes—. Finalmente, el radio de acción del flâneur se ha ampliado enormemente, rebasando los límites intensos del pasaje o de la calle, para merodear por los límites difusos de las ‘realidades’ de gran escala: los territorios físicos o virtuales que forman ahora todo nuestro mundo. El flâneur ha pasado, en muy poco tiempo, de callejear a paso de tortuga a navegar a la velocidad de la luz.

En estas circunstancias, ¿es posible seguir hablando de ‘flâneurs’ o, por el contrario, es necesario recurrir a otras categorías para dar cuenta del comportamiento que hoy desplegamos frente a la realidad de las ciudades o de la Red? ¿Es el flâneur digital un verdadero flâneur o es simplemente un simple ‘autómata’, un voyeur indiferente o un anonimo badaud? El hecho de merecer uno u otro calificativo se funda en la capacidad del detective contemporáneo para superar, según vimos más arriba, el shock producido por las metrópolis contemporáneas y por el mundo virtual de la Red. El paseante contemporáneo será un simple autómata digital si deviene un hombre masa inhábil para encarar el shock producido por la ciudad-Red, adoptando estrategias de camuflaje meramente pasivas tales como la imitación literal y mecánica de los comportamientos de sus congéneres. Por su parte, el autómata puede llegar a ser un badaud  si prohíja una banal pose de dandi por la cual se deja seducir pero no seduce. El badaud es una especie de autómata estetizado y mudo que, absorbido por el mundo de los signos, considera que éstos son los únicos capaces de hablar en el juego de las apariencias.

Los anteriores caracteres pueden ser compartidos por el voyeur digital, que poco tiene que ver ya con el torpe mirón que espía el juego amoroso ajeno, apostado detrás de un seto o mirando través de una mirilla practicada en la pared. El voyeur contemporáneo es mucho más poderoso: tiene a su disposición el infinito bazar de la Red, al que accede exclusivamente para observarlo todo desde el otro lado de la pantalla. La pantalla es precisamente—igual que antes la limitada mirilla— la que da cuenta de la condición paradójica del voyeur. Protegido por la pantalla, alejado de la carnalidad de los cuerpos, el voyeur digital rehúye el contacto físico. La posibilidad de obtener placer pasivamente a través de los movimientos de los cuerpos virtualizados consiste, sin embargo, en la creencia improbable de que pudiera acceder realmente a dichos cuerpos. El voyeur necesita, por tanto, creer que los cuerpos existen, que efectivamente están detrás del ángulo muerto de la pantalla y que en algún sentido podrían esperarle. Tal es el extraño placer que causa para algunos el sexo practicado a través de las líneas eróticas, en las que la voz sintetiza y compendia el cuerpo ajeno, que sólo se termina de construir en la imaginación libre del cliente. Desde este punto de vista, la obscenidad dejar de ser —según proponía Baudrillard— la falta de distancia, para consistir precisamente en la implantación adecuada de la distancia justa entre dos cuerpos.

¿Cuál es entonces el rasgo principal que distingue al flâneur digital de los anteriores tipos contemporáneos? Es verdad que la actividad del flâneur, como había anticipado Benjamin, consiste sólo en mirar, no en tocar. Su experiencia sigue siendo óptica y, por tanto, limitada siempre por esta distancia metafísica que se tiende entre el espectador y los objetos o imágenes. En un mundo global, en el que el acceso a la información inevitablemente parece conducir a la ascensión de una sola cultura genérica —una koiné pragmática de comunicación aunque no necesariamente de valores—, es inevitable que el sujeto, de una manera u otra, acabe enajenándose en el todo. Esta situación es ya estructural, es una especie de segunda naturaleza implantada en nosotros desde nuestro nacimiento. El flâneur digital, sin embargo, no ve en ello algo negativo en sí mismo, sino que encuentra en la anomia genérica la posibilidad de desarrollar, con otros medios, su individualidad. Los personajes de Houllebecq, que nos resultan tan detestables precisamente porque nos vemos retratados en ellos, habitan el mundo con semejante ánimo: son capaces de convertir en vivencias personales los shocks producidos por el acoso de la Red, por la extensión y velocidad crecientes de las metrópolis o por el trato promiscuo con los no-lugares. El flâneur digital sólo puede ser flâneur en la medida en que siga siendo un detective que despliega su actividad investigadora tanto en el universo líquido de la Red, empleando las herramientas arriba descritas, como en el espacio físico de las metrópolis. El reto que le compete es moverse en dos medios distintos que, sin embargo, se interpenetran: el ciberespacio, del que el flâneur es un verdadero connoisseur —igual que antes lo eran los personajes de Balzac respecto del París moderno— y el espacio de la ciudad contemporánea, ámbito cada día más hostil cuya espacialidad, sin embargo, le compete recuperar. Para lograr este fin, debemos anticipar que el flâneur deberá hacer un uso explícito de su cuerpo, en un sentido más complejo que el simple cuidado del tono físico —deporte, estetización de la higiene, erotismo doméstico— que hoy prolifera y que podría considerarse como la respuesta excesiva al peligro de que los seres humanos, igual que el inolvidable protagonista de Desmontando a Harry, de Woody Allen, acaben deviniendo imágenes borrosas, cuerpos desenfocados.

Tercer panorama: en los pasajes climatizados

¿Por qué sigue teniendo tanto interés el Libro de los Pasajes, una obra que —como ha escrito Coetzee irónicamente— no es en el fondo más que un tratado sobre las compras en el París del siglo xix? Pese a que las metrópolis de hoy tienen muy poco que ver con las ciudades que Benjamin radiografió en sus escritos, las metáforas de los pasajes sigue siendo válida para ambas. En el mundo en miniatura constituido por las galerías, el flâneur moderno se abandonaba a la experiencia fantasmagórica de los paseos entre las mercancías, volcando en ellas —igual que el hombre actual— sus aspiraciones y deseos. El espacio se había hecho entonces agresivo para el viandante: Haussmann demolía partes enteras de la ciudad, el tráfico circulatorio y el ruido vejaban al peatón y, según hemos visto, lo dejaban en estado de shock. El pasaje fue la respuesta a esta violencia: se trataba de un refugio de escala pequeña en el que sólo había espacio para los peatones a los que, además, protegía de las inclemencias del tiempo una cubierta acristalada. En los pasajes el exterior devenía interior, la calle “se hacía habitación”, en una especie de movimiento de regreso a la intimidad que, para Benjamin suponía la constatación de una paradoja:

El hombre privado, realista en la oficina, exige del interior que le mantenga en sus ilusiones. Esta necesidad es tanto más acuciante cuanto que ni piensa extender sus reflexiones mercantiles a las sociales. Reprime ambas al configurar su entorno privado. Y así resultan las fantasmagorías del interior. Para el hombre privado el interior representa el universo. Reúne en él la lejanía y el pasado. Su salón es una platea en el teatro del mundo […] El interior no sólo es el universo del hombre privado, sino que también es su estuche. Habitar es dejar huellas. El interior las acentúa.

En ese “estuche para el hombre” que es el interior doméstico, es posible sentirse como el embrión en el útero materno. Esa funda existencial, además, alberga un espacio lleno de rastros, tapizado de huellas. ‘Dejar huellas’significa impregnar un lugar con nuestra impronta personal, alterándolo, cualificándolo en un determinando sentido, de tal modo que la atmósfera resultante pueda considerarse la plasmación de una personalidad concreta. Esta disposición, detectada por Benjamin en relación al interior burgués del siglo XIX, es inédita en la historia de la arquitectura. Hasta entonces no había habido una distinción clara entre el interior y el exterior: el salón, por ejemplo, era la plasmación de unos determinados valores representativos que se extendían sin solución de continuidad del exterior al interior. Por el contrario, el burgués desilusionado construye su hogar como si de la última oportunidad de mantener su individualidad se tratase: pretende dotar al interior de una atmósfera única. Estos afanes introducen, por primera vez, el término ‘atmósfera’ en el vocabulario de la arquitectura, un tránsito conceptual que, de nuevo, procedió más de la sensibilidad anticipatoria de los escritores que de la torpeza descriptiva de los arquitectos. La literatura se hace atmosférica en el intervalo que va de Balzac a Proust en ejemplos como Baudelaire, para quien un ambiente interior puede constituir el objeto del quehacer literario —como ponen de manifiesto algunos poemas en prosa como ‘La chambre double’ de Le spleen de Paris—, o incluso en el tecnocrático Julio Verne —recordemos la decoración de la tapizada biblioteca del capitán Nemo— o, de una manera más explícita aún, en las divagaciones decadentistas de J.K.Huysmans en su turbador À rebours, cuyo protagonista, des Esseintes se refugia de las agresiones alienantes del mundo exterior, concibiendo la atmósfera doméstica —que podemos imaginar semejante a un cuadro de Gustave Moreau— como una prolongación artificial de su propia personalidad:

Au temps où il jugeait nécessaire de se singulariser, des Esseintes avait aussi créé des ameublements fastueusement étranges […] Il trouvait aussi une jouissance particulière à se tenir dans une chambre largement éclairée, seule éveillée et debout, au milieu des maisons enténébrées et endormies, une sorte de jouissance où il entrait peut-être une pointe de vanité, une satisfaction toute singulière, que connaissent les travailleurs attardés alors que, soulevant les rideaux des fenêtres, ils s’aperçoivent autor d’eux que tout est éteint, que tout est muet, que tout est mort.

Este individualista que se esconde en su casa y se oculta en la noche, también se aposta, como el flâneur moderno, frente a una ventana. Percibe la realidad a través de un vidrio cuya transparencia interior le permite observar sin mayores problemas el mundo de afuera, pero cuya opacidad exterior le protege de la mirada ajena. Sin embargo, la transparencia de una ventana nunca es literal, como no se cansa de repetir Benjamin en su ambigua denuncia de la modernidad arquitectónica. Conocedor de ésta a través de los escritos de Giedion, el polígrafo alemán anticipa que la vana pretensión moderna de llevar el exterior al interior acabaría destruyendo cualquier posibilidad de un espacio hábil para que el individuo pudiera dejar en él sus huellas. El espacio interior doméstico es el mundo de las fantasmagorías individuales que se proyectan sobre colecciones de objetos dispares que despliegan su aura en la peculiar atmósfera presente en los recintos cerrados. Forman un mundo háptico, táctil. Por su parte, las ligeras pantallas de vidrio generan un espacialidad abstracta, geométrica, fría, puramente óptica, incapaz de ofrecer un lugar a los objetos o a las ensoñaciones del individuo.

Cuando entrabas en una habitación burguesa de los años ochenta, la impresión más fuerte, pese a todo el confort que tal vez irradiara, era: “aquí no se te ha perdido nada”. Y aquí no se te ha perdido nada, pues aquí no hay rincón alguno en el que el habitante no haya dejado sus huellas. [Por el contrario] Scheerbart con su cristal y la Bauhaus con su acero han creado espacios en los que es muy difícil dejar huellas […] No en vano el cristal es un material bien duro y liso, en el que nada puede ser fijado. También es un material muy frío y sobrio. Las cosas de cristal no tienen “aura”. El cristal es el enemigo del misterio.

Al equiparar a las utopías de Scheerbart o Taut con la estética el vidrio que, por las mismas fechas, comenzaba a desarrollarse de la mano de Gropius o Van der Rohe, Benjamin cae en una confusión que resulta, sin embargo, reveladora. El ‘cristal’ al que se refería Benjamin, aquél que “no deja huellas”, es el vidrio de los nuevos cerramientos modernos cuyos fines estéticos son la transparencia y el reflejo. Por el contrario, el ‘cristal’ de los expresionistas no es transparente ni reflectante sino que tiene la capacidad de alterar la luz que lo atraviesa, tintándola, modificándola con el fin de crear una determinada atmósfera en el espacio interior. Esta capacidad para crear atmósfera interesó a los expresionistas cristalinos liderados por Taut recuerda a la que previamente habían buscado maestros dispares como Balthasar Neumann en sus iglesias bávaras o John Soane en su propia casa de coleccionista. También es la que anima a la arquitectura más genuina del siglo XIX, que está presente no sólo en la cubierta de los humildes pasajes radiografiados por Benjamin sino también en los grandes invernaderos, primero, y las estaciones de ferrocarril y las grandes naves para exposición que se inspiraron después en el Crystal Palace, cuya singular atmósfera interior —a la que no hacen justicia las fotografías  de la época— podemos imaginarnos a través de las pinturas de Turner o algunos de los dibujos de Hector Horeau. En el pasaje, igual que en los invernaderos o en las estaciones, se infla una burbuja existencial cuyos límites coinciden con la atmósfera creada en su interior. Se trata de un ambiente onírico, a medio camino entre la ilusión de estar protegido en el útero materno y el duermevela producido por la seducción de las mercancías. Las características físicas de estos ambientes los asemejan a ese tipo de espacios que Riegl y Wölfflin, denominaban, sin duda con acierto, como 'impresionistas', un término frecuentemente repetido por la vanguardia que, sin embargo, no tuvo fortuna posterior.

La atmósfera que se manifiesta en los pasajes y otros edificios de su singular familia se despliega en tres dimensiones. Por un lado, como atmósfera material, en tanto que articula las condiciones geométricas y perceptivas del espacio. En los pasajes parisinos, por ejemplo, la atmósfera surge del libre juego entre la cubierta acristalada y las construcciones macizas que flanquean el callejón interior, dotando al espacio de unas determinadas cualidades sensoriales. Esta disposición material trae como resultado la construcción de un ambiente artificial que se rige por reglas propias y se desvincula de las condiciones exteriores. Cuando esto ocurre, nos encontramos con la otra dimensión de la atmósfera, la climática, nacida del control de las variables de confort interno. Esto es evidente también en los pasajes, cuyo origen, según desvela el propio Benjamin, es meteorológico, pues su fin primero consistió en proteger al flâneur de las inclemencias del tiempo, del polvo de las calles, del ruido, de las agresiones del tráfico, creando las condiciones para el tedio que origina la actividad del flâneur. Hay que recordar que, después de las iglesias, los pasajes fueron los primeros espacios públicos climatizados, inaugurando una tradición que sólo a mediados del siglo XX comenzó a encontrar sucesores como Buckminster Fuller, Rayner Banham o Cedric Price, autores cuyas ideas anticipan desde la arquitectura algunas propuestas filosóficas tan contemporáneas como la fenomenología de las burbujas de Peter Sloterdijk o los estudios estéticos de Gernot Böhme y Martin Seel, cuya influencia en la arquitectura de hoy todavía no ha dado sus mejores frutos. Junto a los sentidos material y metereológico de la atmósfera, existe, finalmente, una dimensión existencial, que se concibe como el modo de implicarse el individuo con su ambiente a través de la memoria y la imaginación propias. Como Martin Seel escribe

El aparecer atmosférico al que me refiero no debe identificarse con la perceptibilidad general de las atmósferas; debe entenderse más bien como una forma de notar correspondencias existenciales a través de los sentidos y mediante las emociones. […] Las atmósferas son el aparecer de una situación, un aparecer compuesto de temperaturas y olores, de sonidos y de transparencias, de gestos y de símbolos que tocan y afectan de un modo u otro a quienes están inmersos en esa situación .

Algunos de los hombres del siglo XIX pensaban que el futuro traería consigo la generalización del uso del vidrio, de tal modo que todas las calles de las ciudades estarían protegidas de la intemperie y sometidas a la disciplina onírica de la atmósfera interior. El futuro no ha corroborado estas expectativas, pero sí ha traído nuevos tipos arquitectónicos y urbanos —grandes almacenes, aeropuertos, ciudades in vitro— cuyo carácter aparentemente genérico no oculta el hecho de que se tratan de verdaderas actualizaciones de la arquitectura del siglo XIX, en particular la del pasaje benjaminiano que, una vez ampliado, acelerado y climatizado, puede volver a convertirse, quizá, en un espacio de interés. Este interés podría consistir en su capacidad para liberar al flâneur digital de la tiranía ejercida sobre su cuerpo por la Red. El flâneur digital podría así moverse en dos niveles distintos: navegando, de un lado, por el ciberespacio en su trato promiscuo con las imágenes, y volviendo a callejear, de otro, por los nuevos pasajes climatizados. En éstos, el flâneur queda a resguardo de la violencia y la aceleración de las metrópolis contemporáneas, en cuyos límites genéricos y crecientes es cada día más difícil encontrar espacios urbanos con el tamaño y las cualidades apropiados para el trato cívico. Como quiere Sloterdijk, los nuevos pasajes pueden ser como burbujas o como úteros acogedores en el que el flâneur pueda sentirse de nuevo orientado, como antes podía estarlo paseando por los callejones y las galerías cubiertas. Idealmente, la cáscara de la burbuja debería ser tan flexible y ligera como para que el flâneur pudiese transportarla consigo, aunando así las ventajas de la movilidad indiscriminada con las de la protección atmosférica, como en su momento pusieron de manifiesto propuestas como la arquitectura portátil de Archigram en los años setenta o la propugnada hoy por adalides confesos de la ligereza como Toyo Ito, para quien el espacio compacto tradicional debería sustituirse por un ‘espacio blando’, concebido como una película transparente que pudiera adherirse al cuerpo humano, siguiendo nuestro movimiento, fluyendo con nosotros: una arquitectura concebida literalmente como una piel o como un traje.

Además de abrir una atmósfera material capaz de protegernos de las agresiones de la ciudad, los pasajes contemporáneos inauguran sus propias atmósferas climáticas, ámbitos de confort que ponen entre paréntesis las condiciones meteorológicas exteriores y, con ellas, la tiranía, antaño incuestionable, de la propia naturaleza. El pasaje climatizado es fruto del puro artificio. Su vocación paradójica, sin embargo, es remedar a la naturaleza, sustituyéndola por otra más controlable y, sobre todo, más intensa, de tal modo que la experiencia corporal pueda ampliarse desde los tradicionales límites ópticos hasta otras fronteras más sinestésicas, en la que los sentidos más discriminados por la tradición occidental —en particular el tacto y el olfato— adquieran ahora un lugar protagonista. Este fin actualiza la estética háptica de Wölfflin o la táctil del coleccionista benjaminiano, traduciéndolas en los términos de una atmósfera climática que, según propone Sloterdijk, puedan ser la oportunidad posibilidades inéditas para la sociabilidad humana.

Completa a estas dimensiones material y climática del ambiente inaugurado por los nuevos pasajes, un sentido atmosférico existencial, en el cual al simple aparecer de las cualidades sensoriales de un espacio se yuxtapone un saber personal o biográfico por el que el individuo recupera sus recuerdos o proyecta su imaginación con ocasión de ese aparecer. Nuestra existencia —plagada de vivencias que se almacenan en nuestra memoria— se asocia siempre a los ambientes en los que hemos vivido. El recuerdo de un episodio de nuestra infancia, por ejemplo, suele vincularse a una determinada atmósfera, es decir, a la sensación de un cuadro sensorial completo y con carácter. También el pasaje es capaz de generar nuevas vivencias en nuestra relación social con los demás. Una verdadera atmósfera es siempre un espacio denso en el cual, como reclamaba Benjamin, es posible dejar huellas. Los pasajes contemporáneos por los que transita el flâneur digital —una vez que ha apostado por recuperar su cuerpo y su relación con los demás— son modelos que miniaturizan la ciudad tradicional, pero que conservan —intensificándolas— las relaciones de intercambio cívico que se daban en ellas. Esta constancia topológica se funda en la posibilidad de crear un inédito espacio de relación, espeso si se quiere, pero ajeno, en cualquier caso, a la mítica transparencia genérica de la Modernidad.

Una vez invocado el carácter que deberían tener los pasajes climatizados surge una paradoja no menor cuando se constata que las características de estos pasajes soñados por el flâneur digital están presentes en esos espacios que proliferan en nuestro mundo, amenazando con diluirlo en la mera extensión geométrica: los no-lugares. Como los pasajes, los no-lugares —centros comerciales, aeropuertos, hoteles de vacaciones— son ámbitos de paso, recintos de límites difusos cuya razón de ser es menos tectónica que sensorial. Generalmente son arquitecturas de tramoya, complejos contenedores de ambientes lúdicos o espacios oníricos semejantes a los tinglados decimonónicos que tanto amaba Benjamin. Por ellos transitamos como flâneurs, perdiéndonos, dejándonos atrapar por la seducción fantasmagórica emanada de las mercancías y de las propias cualidades del ambiente. Sin embargo, no toda la actividad practicada en estos pasajes climatizados es pasiva. Por el contrario, el flâneur digital, abandona durante un tiempo su puesto de voyeur alerta en la Red —y, con él, su anonimato virtual—para perderse, igual que los antiguos flâneurs, en ese otro anonimato material que procura la masa humana que abarrota los no-lugares. Por eso, es en los pasajes climatizados donde el flâneur recupera su cuerpo, que se despliega teatralmente por los espectaculares escenarios que, casi siempre, se disponen en el interior de los no-lugares —grandes escaleras mecánicas en los centros comerciales, inmensas cintas transportadoras en los aeropuertos— que constituyen casi la única oportunidad para los individuos de hoy de relacionarse desinteresadamente con el cuerpo de otros individuos. El los nuevos pasajes el flâneur encuentra una miniatura de las inmensas metrópolis inaccesibles al callejeo. En ellos el detective digital ya no se enfrenta a una ciudad real o construida, sino a una ciudad sintetizada cuyas esencias olfativas, lumínicas y táctiles se le presentan de una manera más intensa. En el pasaje, el flâneur digital tiene acceso a todo el mundo, pero permanece tan cómodo como si estuviese en el salón de su casa.

El vaciamiento progresivo del espacio público en su sentido más fuerte —la famosa Öffentlichkeit habermasiana— y su sustitución por un civismo débil operado a través de la Red, ha trastocado la relación que la modernidad había establecido entre el interior —privado, doméstico— y el exterior —público, compartido—, generando un precario equilibrio entre ambos que hoy se rompe a favor del primero. Si el espacio público se vacía de funciones, el individuo moderno que sale al exterior se encuentra con un páramo que debe colonizar mediante los pertrechos domésticos. El espacio interior se prolonga al exterior. El reto que compete al flâneur digital —salir de la ventana indiscreta y reconquistar con su cuerpo el espacio público— implica, por tanto, establecer una avanzadilla en el espacio genérico, creando una atmósfera adecuada, haciendo más controlable las dimensiones inasibles de la metrópolis mediante una operación de cambio de escala. Gracias a ella, el flâneur podrá mover su cuerpo por un nuevo tipo de espacios acondicionados, es decir, protegidos de los peligros de lo natural y de lo urbano. Inevitablemente, estos ámbitos son como los pasajes de Benjamin: miniaturas amables de la ciudad en los que está presente una atmósfera artificial, adecuada para que el flâneur pueda vagabundear en su promenade fantasmagorique. La 'jerga de la autenticidad' desplegada por los nostálgicos de la ciudad tradicional no reconoce, sin embargo, estas posibilidades creativas de los-no lugares. Para los adalides de ‘lo auténtico’, los centros comerciales y los aeropuertos siguen causando el mismo shock que a los individuos modernos causaba el tráfico y el ruido de los bulevares. Pese a ello, en un mundo que muta continuamente y cuyas metrópolis se hipertrofian y rápidamente se colmatan en lo genérico, un mundo de voyeurs conectados en red o de badauds que mimetizan el comportamiento de sus congéneres —sin que en uno u otro caso, exista la posibilidad de trato humano corporal y social—, los pasajes climatizados —lo no-lugares revisados creativamente— son el último reducto para garantizar una vivencia común en el espacio físico, el primer y humilde paso hacia una sociabilidad que debe ser reconstruida. En su tránsito por los no-lugares, el flâneur digital propone una reconquista de la individualidad a través del cuerpo y, desde él, un retorno a ese espacio público que hoy es informe o se deshace: como la arena al deslizarse entre los dedos.


Publicado originalmente con el título “El flâneur digital. Walter Benjamin en tres panoramas contemporáneos” en Iluminaciones 4 (2011) y como parte del libro La arquitectura de la ciudad global: redes, no-lugares, naturaleza (Biblioteca Nueva, 2011).