El hospital de Wuhan, un cuento chino

El primer emperador chino
mandó aparejar las seiscientas leguas de piedra de la Gran Muralla para protegerse
de las invasiones bárbaras; hoy, los mandarines del Partido Comunista erigen
monumentos instantáneos y efímeros de acero, tornillos y hormigón para conjurar
otro tipo de amenaza: la del coronavirus. Tras diez días de frenética
construcción teledirigida, se ha inaugurado el Hospital Wuhan Vulcan, prodigio
de la logística china a cuyas mil camas se sumarán, en la misma ciudad en
cuarentena, las mil quinientas de otro edificio completado en el tiempo que tarden
en llegar estas líneas impresas al lector.
La construcción del hospital de Wuhan, retransmitida en directo a través de un nuevo tipo de reality —el XXL Construction Reality— ha sido tan desmesurada que parece un cuento de niños. De hecho, y hablando con más precisión, lo que parece es un cuento chino que produce escepticismo y también cierto escalofrío, compuesto como está por una secuencia rauda e ininterrumpida de acciones perfectamente ensayadas que recuerda a las coreografías en loor de Kim Jong Il.
La coreografía de Wuhan es, en verdad, grandiosa, y explica el ensalmo producido por las imágenes que han transmitido día a día los telediarios. Se abre el telón y decenas de excavadoras allanan en una jornada un terreno de 35.000 cuadrados sin salirse nunca del círculo riguroso que se le ha asignado a cada una de ellas, que es el que dibuja el alcance exacto de su brazo articulado, como si ensayaran ese chotis bueno que se baila sin sacar el tacón del adoquín. En el segundo acto, los fustes larguísimos de las hormigoneras depositan, sobre el suelo impermeabilizado por inmensas alfombras de betún y plástico, un lecho de cemento y grava que hace las veces de cimentación. No hay descanso en esta obra teatral, y enseguida los camiones y las grúas van colocando en su lugar exacto las vigas y los pilares de acero laminado recién traídos de la fábrica, todos iguales y todos unidos mediante cientos, miles de tornillos, para conformar una suerte de esqueleto mecánico. El tercer acto consiste en la llegada de más camiones que portan unos como contenedores de transporte en cuyas paredes de chapa corrugada se han abierto puertas, ventanas y otros agujeros por los que, enseguida, se hará sitio a los conductos de agua, oxígeno y aire acondicionado. Como estos módulos lo traen casi todo puesto —suelos, techos, aislamientos, carpinterías, instalaciones—, sólo queda, para cerrar la coreografía, que entren en escena las camas plegables, las camillas, los aparatos de electromedicina, los enfermeros con sus inmaculadas mascarillas, y, en fin, los infectados por esos microbios que tan asustados tienen al mundo.
Como cuento, el de Wuhan narra prodigios; como cuento chino, descansa por fuerza en una doble impostura. La impostura política de cubrir la escena con un velo de orden y poderío sanitario que oculta las dificultades por las que se está pasando. Y la impostura intelectual de asociar el desarrollo tecnológico con la rapidez, y la tecnología con la imagen de la tecnología. Si el hospital de Wuhan resulta impresionante, no lo es por su estética —la del feísmo taylorista—, ni por su calidad —la de un barracón prefabricado—, ni tampoco por su rapidez de ejecución—la del simple ensamble de contenedores—. Lo es, en rigor, por su aparato publicitario y, sobre todo, por su logística: por el modo en que evidencia esa capacidad, tan propia de la Chica actual, de entender rápido el alcance de un problema y darle una respuesta aún más rápida, coordinando con férrea disciplina a los políticos y los industriales, a los arquitectos y los médicos, para erigir una obra por la que transitarán cientos de operarios y cientos de máquinas a la vez. Los rascacielos y la weird architecture son los iconos del lado más capitalista y lúdico del sistema chino, pero los hospitales como Wuhan lo son de su lado más autocrático y eficaz.
En realidad, el caso de Wuhan dice más por lo que oculta que por lo que muestra: el hospital es la punta del iceberg de ese proceso inmenso —y en buena parte desconocido para Occidente porque no va arropado de oropeles— que es el crecimiento de las ciudades chinas. Un proceso que, en los últimos diez años, ha supuesto el traslado de más de trescientos millones de personas desde el campo hasta Pekín, Shanghái, Cantón o Chengdu, y que la administración china ha sabido gestionar, en la mejor tradición del mandarinato, a través de dos herramientas complementarias: la logística y la industria. La logística eximia que mueve, sin remordimientos, a millones de personas y objetos día a día; y la industria poderosa sobre la que se sostiene un sector de la construcción que es ya el mayor del mundo. Unidas por los lazos de la conveniencia, ambas han conformado la imagen tipo de las ciudades chinas más allá de sus iconos de acero y cristal: tapices unánimes y grises de grandes infraestructuras e inmensas avenidas de bloques de viviendas construidos mediante el ensamble de elementos hechos en fábricas.
No hay mucha originalidad en ello. En sus afanes de industrialización rápida, y en su recurso a arquitectura instantánea, China reproduce los modelos que en su día idearon los países industrializados de Occidente. Visto así, los bloques residenciales de Pekín o Shenzhen son como una versión tardía y agigantada de los edificios soviéticos prefabricados de antaño. Los inmensos tinglados fabriles que proliferan en hubs productivos como el de Shanghái resuenan con las no menos inmensas fábricas tayloristas de los Estados Unidos, como aquella de Willow Run en Detroit, de casi un kilómetro de longitud y construida en semanas, donde se ensamblaban los bombarderos B-24. Por su parte, los rascacielos corporativos en Hong Kong o Macao recuerdan al Empire State erigido en los doces meses de 1930, en tanto que los todos los edificios chinos construidos por componentes se hacen eco de una larguísima tradición de modulación y eficacia industrial: la que comenzó con el ferrocarril a principios del siglo XIX y, pasando por el Crystal Palace de la Exposición de Londres de 1851 —levantado en pocos meses—, dio pie a algunos ejemplos míticos del siglo XX, como aquellos barcos de la clase Liberty que, a pesar de sus 15.000 toneladas, llegaron a fabricarse en sólo cuatro días durante los tiempos más acelerados de la II Guerra Mundial.
Wuhan no es más que una simple anécdota en la larga historia de la fast construction. Pero ello no quita para que la demostración de musculatura logística que ha supuesto el hospital siga conservando su fuerza suasoria, sobre todo porque impele a preguntarnos si un edificio así hubiera sido posible en un país occidental. La pregunta es, en buena medida, retórica —proyectar y construir un hospital en Europa lleva cosa de cinco años—, aunque sirve para reflexionar sobre nuestro sistema político y productivo, que está basado en ese garantismo a veces incómodo por el cual cualquier decisión pública de calado queda fiscalizada por los muchos instrumentos de vigilancia de que dispone una democracia madura: leyes de propiedad del suelo, declaraciones de impacto ambiental, periodos de alegación, ordenanzas municipales, reglamentos técnicos, directivas europeas, controles de calidad, puestas en marcha, cédulas de habitabilidad, seguros decenales, campañas de prensa. Todos ellos adobados para garantizar la legalidad y la calidad mínima de una construcción, pero que, en su connivencia con la burocracia excesiva, pueden parecer ineficaces cuando se los compara con el dinamismo de los sistemas autocráticos bien engrasados en los que el ímpetu se transmite de arriba abajo y sin obstáculos.
Norman Foster, arquitecto de aeropuertos en Hong Kong y Pekín, ha advertido de que el sistema garantista y lento de Occidente tiene las de perder cuando se enfrenta a un totalitarismo industrial, veloz y con ganas de ser eficaz como el chino. Tal vez el británico tenga razón: moviéndonos como nos movemos en el suave fárrago garantista, es difícil resistirse a admirar la estela veloz de los logros chinos. Pero, ¿no sería esta una admiración engañosa, otro cuento chino? Es probable que quien contemple por televisión la rapidez pasmosa con que se ha montado en Wuhan un hospital de barracones y contenedores sienta admiración por la logística del mandarinato capitalista; pero es mucho menos probable que quiera ese tipo de edificios en su ciudad. Salvo, claro está, que su ciudad esté a punto de ser engullida por el coronavirus…