El jardín y la máquina

Pocos conceptos han sufrido una inflación de
significado tan espectacular como el de lo pintoresco. Para los tratadistas del
Renacimiento y el Barroco, lo pittoresco
no era más que lo digno de pintarse; una definición tan general y al cabo tan
inútil que se la hubiera tragado la historia de no ser porque Joseph Addison, a
comienzos del siglo xviii, lo
libró de la irrelevancia convirtiéndolo en algo distinto: el objeto novedoso
que produce una sorpresa agradable y que, precisamente por ello, ‘gusta’.
Addison no era un ingenuo: vio en lo pintoresco el signo de una época en el que el arte iba dejando de estar sometido a las reglas apodícticas pero arbitrarias de la Academia para entregarse a las reglas subjetivas pero naturales del Gusto en general. Sumándose al curso de los tiempos, propuso tirar por la ventana toda la fauna alegórica que había infestado la naturaleza desde los tiempos de Tiziano —ninfas, sátiros y pastores virgilianos—, para buscar la belleza en lo quedaba una vez retirada tal fauna: el escenario natural vacío. Con ello, abrió las puertas a la Ilustración y de paso convirtió el gusto en una categoría estética susceptible de aliñarse, cuando fuera necesario, como rival de la ya un tanto demacrada pero aún reconocible Belleza clásica.
No otra cosa sino aliñar ideológicamente lo pintoresco hicieron los románticos cuando le dieron al concepto un nuevo sentido que, en lo fundamental, es el que ha mantenido hasta hoy: lo pintoresco como belleza de lo irregular, de lo inacabado o incluso de lo ruin o lo ruinoso. Para los románticos, lo pintoresco fue un modo de dar valor estético a los restos del pasado y convalidar la belleza de las arquitecturas exóticas (el templete chino, el salón oriental); pero fue, sobre todo, un modo de sublimar la fealdad de lo cotidiano, de esos paisajes creados por la mano del hombre y nada especiales pero que, convenientemente descontextualizados en el lienzo o el poema, podían causar sorpresa y, por lo tanto, ‘gustar’ a todo el mundo.
Por mucha que fuera su ambición, los teóricos del Romanticismo no se atrevieron empero a dar el último paso que quedaba para alcanzar lo pintoresco absoluto: sublimar ese otro tipo de belleza cotidiana y banal —la de las fábricas y las ciudades modernas— que comenzaba a proliferar por entonces en Europa. De hecho, hubo que esperar un siglo para que tal cosa sucediera, y cuando al fin se produjo el milagro de la redención de todo lo banal en lo pintoresco, a esto se le llamó ‘vanguardia’. La vanguardia del pintoresquismo mecánico de los futuristas, del pintoresquismo sachlich de los productivistas o del pintoresquismo entrópico de Robert Smithson y sus fámulos, obsesionados por las heces de toda laya que produce la sociedad industrial.
No todo fue novedad y atrevimiento, sin embargo. Desde el comienzo, lo pintoresco tuvo una marcada tendencia al adocenamiento y se expresó mediante contenidos de fácil digestión para el público poco exigente. Por influjo de la moda pintoresca, transformada en ocasiones en kitsch, las salitas de estar de las casas victorianas se llenaron de paisajes bucólicos, y los salones artísticos oficiales no dejaron de premiar amables escenas costumbristas donde los pobres, los gitanos o los moros transformados en borrones de óleo perdían, para tranquilidad del público, la condición amenazadora o cuando menos inquietante que tenían en la realidad. Por supuesto, el adocenamiento pintoresco también se extendió a la arquitectura de la época, con todos esos cottages, chinoiseries y pabelloncitos para tomar el té que proliferaron por media Europa y que aún siguen formando parte, con ejemplar contumacia, del imaginario popular.
Pese a su tendencia intrínseca al adocenamiento, el pintoresquismo mantuvo su original fuerza contrafáctica en ciertos ejemplos que hicieron de contrapunto natural y a un tiempo cívico de las trazas de las nuevas ciudades industriales —fue el caso de los grandes parques y jardines de la tradición romántica—, y también en otros ejemplos arquitectónicamente tan revolucionarios como los inmensos invernaderos de vidrio y cristal, poderosos tanto en lo paisajístico como en lo termodinámico. Partiendo de tales referencias, la modernidad tuvo que elegir: seguir con las versiones actualizadas del clasicismo, y sus geometrías puras; optar por los diversos modos del pintoresquismo, y sus formas orgánicas; o bien tirar de ambas canteras al mismo tiempo, seleccionando lo más conveniente entre los contenidos de una y otra para dar pie a una ecléctica mezcolanza de clasicismo y pintoresquismo, como hizo Le Corbusier.
Pero ha llovido mucho desde Gilpin, Olmsted, Le Corbusier e incluso Smithson. Lo pintoresco ha dejado de funcionar como un modo ingenuo de dar cuenta de la belleza natural o de alentar experimentos arquitectónicos que en su día fueron vanguardistas pero que ya no pueden serlo. El concepto ha perdido su carácter normativo, y ya no es una categoría estética bien definida, sino el nombre algo vago que se le da a esa colección de recursos de origen heterogéneo y no siempre bien avenidos que hacen posible el eclecticismo eficaz que exigen los tiempos: esa especie de ‘eclecticismo pintoresco’ del que el proyecto Desert City construido por Jacobo García-Germán en un terrain vague a las afueras de Madrid constituye, sin duda, una estupenda muestra.
Un cadáver exquisito
Si Desert City es una muestra de eclecticismo
pintoresco lo es, para empezar, porque su programa implica en sí mismo una
utopía pintoresca: un centro de cultivo y venta de cactus y plantas suculentas
—un vivero xerofítico— situado entre un bosque de matorral mediterráneo y una
autopista, y cuyas partes fundamentales son un jardín y un invernadero. Con
estos mimbres, el resultado podría haber sido un trenzado más que previsible. Pero,
en manos del arquitecto, este programa en principio tan vinculante no ha
acabado materializándose en un edificio ‘pintoresco’ en el sentido previsible
del término, sino en algo muy distinto, y es precisamente este desajuste entre
lo que uno se esperaría de un ‘vivero’ y lo que finalmente se encuentra —un
desajuste entre expectativas y resultados formales y tipológicos— el que
sustenta la clave proyectual y a la postre también la propia gracia pintoresca
de Desert City.
Es de suponer que este feliz desajuste ha implicado renuncias proyectuales, resistencias a la tentación de seguir el camino más fácil a un pintoresquismo ingenuo y facilón. De hecho, no es descabellado pensar que la primera de estas renuncias haya sido quizá estilística: evitar la tentación de la imagen del ‘desierto’ o el ‘jardín’ y de las formas fluidas y paramétricas, una opción que hubiera hecho del edificio una tan bienintencionada como falsa prolongación de la ‘naturaleza’. En lugar de recurrir a tal repertorio orgánico —el repertorio del manido pintoresquismo digital contemporáneo—, García-Germán ha preferido una construcción de líneas contenidas y elegantes que es convencional —de hecho, lo es con alevosía— sólo en la medida en que entronca con la mejor tradición de la arquitectura corporativa, la de Mies van der Rohe y SOM. El resultado no deja de ser inquietante: un riguroso entramado de vigas de acero y perfiles de aluminio normalizados, todos de color negro pero suavizados por los reflejos dorados de los grandes paños de vidrio, y que se somete sin concesiones a un módulo estructural de 4,20 metros, para acabar bordeando de forma escrupulosa —sin tocarla en ningún momento— una lujuriante plantación de 400 especies de cactus y plantas suculentas que hace las veces de pequeño jardín botánico. Así, el rigor industrial se yuxtapone a la algarabía natural para generar una imagen que, además de pintoresca, puede considerarse surrealista en cuanto recuerda a aquella famosa sentencia de Isidore Ducasse, alias conde de Lautréamont: la belleza es el encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección.
Por supuesto, en Desert City no hay paraguas ni máquinas de coser, pero sí esa máquina corporativa y miesiana fríamente calculada para ser convencional que es el edificio superpuesto violentamente a ese ser vivo exuberante, anárquico y diseñado para ser singular que es el jardín. Todo ello a la manera de un collage o un assemblage o, mejor quizá, de un cadáver exquisito en el que la máquina y el jardín se deben a dos manos distintas: la máquina, a la mano del arquitecto; y el jardín, a la de la propietaria, una ejecutiva de éxito apasionada por los cactus y que, de un modo ciertamente pintoresco, ha decidido invertir parte de sus haberes en empresa tan romántica.
Extrañamientos tipológicos
Puede suponerse que la segunda renuncia que ha
impedido que el edificio cayese en el adocenamiento pintoresco es de índole
tipológica. Además del jardín de cactus plantado antes de la terminación del
edificio, la parte del león de Desert City es un invernadero que funciona
también como zona de exposición y venta de plantas. Con tal programa, el diablo
de lo previsible podría haber tentado de nuevo al arquitecto a tirar del
repertorio de lo pintoresco más banal, y hacer del edificio una imitación de
los viejos invernaderos o de esas versiones del invernadero puestas al día por
Buckminster Fuller, Norman Foster o Nicholas Grimshaw y que, al parecer, tanto
crédito siguen mereciendo. Pero, afortunadamente, no hay tal: el edificio ni es
una burbuja, ni tiene cúpula, ni se somete a la dictadura de la tecnología del
vidrio, y ni siquiera opta por el pintoresquismo tipo ready-made de Lacaton y
Vassal, tan alabado hoy por su tono menor. Por el contrario: evocando quizá las
orangeries y las greenhouses ‘arquitecturizadas’ del siglo xix —construcciones en las que el vidrio y el acero se
sometían aún al decoro de los motivos clásicos—, el edificio rehúye la
asimilación al invernadero gracias a su entrega consciente al minimalismo
corporativo. La única concesión tipológica es la cubierta, donde, para resolver
la luz de cuarenta metros sin sobrecargar los pilares y sin penalizar el
aislamiento térmico y la iluminación, se ha recurrido a la tensegridad. Armados
con barras y cables de acero, los cojinetes de ETFE se sujetan a grandes vigas
de perfil sinuoso y contrapicado que, además de dotar de doble curvatura a la
membrana, le confieren al edificio esa característica giba de plástico que es
perceptible desde la autopista y resulta un tanto incómoda en su contraste con
las elegantes líneas horizontales que definen el conjunto.
Contra lo que podría parecer, este extrañamiento tipológico no está en ningún momento forzado. No sólo porque, a pesar de haberse evitado el esquema usual del invernadero, el patio cubierto por la membrana de ETFE garantiza el microclima ideal para los cactus; también porque la manipulación y el extrañamiento de los tipos resulta muy eficaz a la hora de dar cuenta de un programa que, más allá del jardín y el invernadero, contiene otras partes de menor predeterminación tipológica, como una generosa zona de oficinas, un apartamento, un restaurante o incluso una piscina al aire libre. No es casualidad, en este sentido, que el arquitecto haya acabado recurriendo a un mecanismo que tiene una raíz tan pintoresca como clásica: la composición por partes.
Compuesta por partes para adecuarse al programa, Desert City es buena medida la suma de una serie de pequeños edificios. Primero, el bloque de oficinas del extremo norte; en el medio, el cuerpo principal constituido por el invernadero; y, finalmente, una especie de claustro que rodea el jardín y conecta el invernadero con un pabellón-restaurante mediante un poderoso ‘puente’ de acero que se tiende cuarenta metros sobre los cactus y cuyo vuelo constituye el momento más espectacular del edificio y también el que mejor sintetiza su argumento principal: la imagen de la máquina que flota sobre el jardín para producir un pintoresco, por no decir que surrealista, contraste entre geometrías opuestas.
Así y todo, en ningún momento esta suma de citas tipológicas se percibe como una composición fragmentaria. Por el contrario: cada parte, sometida al rigor del módulo prefabricado, al negro metálico del aluminio, al lenguaje escueto del muro cortina y, en fin, a los muy cuidados y a la vez repetitivos detalles de aleros y faldones, trabaja a favor de la unidad visual del conjunto para dar la impresión tranquilizadora y al mismo tiempo equívoca de un déjà-vu. Es una sensación de unidad sostenida de nuevo en estrategias pintorescas que matizan, enriqueciéndola, la composición general: estrategias como que el invernadero sea un prisma de base trapezoidal y no lo que parece a primera vista, un prisma perfecto; como que este prisma se remate inopinadamente con una giba de plástico; o como que, a diferencia de lo que podría suponerse, el claustro tampoco sea regular, sino que esté cerrado con dos brazos asimétricos: de un lado, el puente casi monumental abierto al flanco de la autopista; del otro, una pérgola casi doméstica que se abre al flanco del paisaje mediterráneo colindante. Son estos mecanismos de extrañamiento los que hacen que el edificio, como buen artefacto pintoresco, no sea lo que parece, o quizá mejor: que sea más de lo que parece.
Las virtudes del anonimato
Derivándose de las dos primeras, que son de índole
estilística y tipológica, la tercera renuncia proyectual de Desert City es, por
así decir, semiótica: tiene que ver con lo que se espera que el edificio
transmita a través de sus formas, es decir, con eso que los tratadistas clásicos,
felizmente vírgenes de Jakobson y Rossi, llamaron sin más pretensiones
‘decoro’. Situado a la orilla de una de las autopistas más frecuentadas de
Madrid, el edificio es en sí mismo un reclamo visual. En este contexto, un
arquitecto más vulgar que García-Germán hubiera cedido quizá a la tentación de
hacer de él un inmenso y cartel publicitario que podría haberse activado a
través de su forma —adoptando la imagen de un invernadero o la estética bulbosa
del parametricismo— o bien a través de la tipografía, un poco a la manera venturiana
del ‘Welcome to Fabulous Las Vegas’.
Más allá de cualquier arrebato semiótico de este tipo, lo que uno se encuentra en Desert City es, por el contrario, esa sensación de premeditado anonimato corporativo que desprende todo el edificio, y que da pie a que desde la autopista el conjunto parezca más una oficina que un vivero de cactus. Con todo, esta imagen contenida es fruto de una importante decisión de proyecto que en el fondo sí es semiótica: ocupar toda la longitud disponible de la parcela para mostrar hacia la autopista nada más y nada menos que 125 metros de pantalla de acero, aluminio y vidrio tintado. El objetivo no es crear un faro propagandístico; es llamar la atención sobre la singularidad que el edificio impone al terrain vague donde se asienta, y por ello la decisión de proyecto puede vincularse con el ‘I am a Monument’ de Venturi en un sentido transgresor: lo que esa fachada de 125 metros de largo proclama no es que Desert City es un invernadero de cactus, sino que es, sencillamente, ‘arquitectura’.
Además de la imagen contrapuesta del jardín y la máquina, de la composición por partes, de los extrañamientos tipológicos y del reclamo semiótico de una fachada percibida en movimiento, debe señalarse una última nota de eclecticismo pintoresco: la impresión general de indeterminación, de vaguedad, de anonimato. Es difícil definir esta impresión, aunque al final acabe imponiendo, ya sea porque los tipos, el lenguaje y los detalles utilizados en el edificio resultan en buena medida genéricos, o bien porque se corrobore por la impresión complementaria de vacío que uno tiene al pasear por los espacios del edificio, sobre todo los del patio-invernadero. Aquí, el horror vacui de la zona de venta con sus innumerables mesas y anaqueles contrasta con el horror pleni de las inmensas galerías de vidrio que funcionan como sobredimensionados expositores de cactus y de los pasillos que nadie recorre, cual triforios o galerías nunca holladas de una catedral.
Es probable que la sensación de vacío se atenúe cuando el edificio cobre vida, llenándose de visitantes y completándose con más cactus, más mostradores y más carritos. Pero sería una pena que así fuese, pues la sensación de que sobra espacio es fruto de una premeditada vaguedad que al cabo hace que a uno no le cueste nada imaginarse el edificio completamente vacío y convertido en un contenedor neutro; un edificio liberado de la presencia agobiante de los jardines y los cactus, y dispuesto ya a convertirse en lo que haga falta: oficina, taller, concesionario de coches o centro comercial. Quizá sea esta la razón de que Desert City —un edificio tan obsesivamente genérico— tenga tan poco que ver con el pintoresquismo al uso, sin dejar de ser un estupendo ejemplo de ese otro pintoresquismo más ambiguo, más contemporáneo y más fértil que se viene defendiendo aquí.
Cabe otra opción, sin embargo: que el arquitecto nos haya engañado o que no le hayamos entendido bien, y que, más que proyectar un invernadero con el aspecto de un edificio corporativo, su intención haya sido construir un nuevo Crystal Palace o un nuevo Fun Palace más castizo y moderado, y también menos ingenuo. Si así fuere, bienvenido sea el malentendido.