El Museo del Prado, de Villanueva a Foster

El Museo
del Prado cumple doscientos años como una de las instituciones más respetadas por
los españoles. No es un dato sorprendente, habida cuenta de que la cultura y el
arte siguen irradiando, pese a ‘todo’, cierto nimbo. Los españoles visitan, de
media, dos veces el Museo del Prado a lo largo de su vida, y ambas de manera un
tanto vicaria: la primera, llevados por sus padres; la segunda, acompañando a
sus hijos. Moverse por las salas de este museo elegante y democrático sigue
siendo una especie de viaje iniciático o rito de paso para todas las clases del
país.
El Museo del Prado es quizá el mejor edificio de Madrid, pero su historia no ha sido fácil. Desde que fuera proyectado en 1785, nunca ha sido una obra cerrada, sino un edificio in progress en el que, al calor de construcciones, reconstrucciones y ampliaciones sucesivas, han ido dejando su huella, no siempre afortunada, una larga serie de arquitectos. De todos ellos, el primero fue el gran Juan de Villanueva, que recibió del conde de Floridablanca el encargo de construir un Museo de Historia Natural y Academia de Ciencias conectado al Jardín Botánico y que habría de situarse en el que ya era por entonces uno de los mejores enclaves de la capital, el paseo del Prado.
En su fase embrionaria, el Museo del Prado no se concibió para honrar a las siete musas de las artes liberales, sino a unas musas con menos prosapia pero más futuro, las de la ciencia.
El hecho
de tener acoger dos funciones distintas —un ‘museo’ y un ‘centro de
investigación’, diríamos hoy— obligó al edificio a ser uno los más singulares de
su época. El Prado fue, por su composición, una suma de motivos clásicos: la
rotonda, el templo, el palacio. Pero, por su programa, fue la suma de dos partes
que no llegaban a tocarse. Una superior, de aspecto palaciego, destinada a
galería expositiva y a la que se entraba directamente, aprovechando el desnivel
que entonces tenía el terreno, por la actual Puerta de Goya. Y otra inferior,
accesible desde el flanco opuesto por la Puerta de Murillo, cuyos techos más bajos
y decoración contenida la hacían más a propósito para funcionar como Academia.
Se trataba, pues, de un edificio ‘con dos plantas bajas’, tal y como acertó a
describirlo el historiador Fernando Chueca. O mejor aún: de dos edificios ligados
por un tercero, la Sala de Juntas de la Academia, cuyo orgulloso pórtico de
columnas toscanas, hoy Puerta de Velázquez, daba el tono de solemnidad urbana
que el decoro exigía por entonces a un edificio institucional.
El magno proyecto cayó en la ruina al mismo tiempo en que lo hacía el sistema político que lo había impulsado. Justo cuando Villanueva se jactaba de los costosísimos tejados y bajantes de plomo que había conseguido colocar en la obra, llegó la ocupación francesa de 1808. Las tropas de Napoleón convirtieron el Prado en cuartel de Caballería, de suerte que, tras un bárbaro expolio, el extraordinario conjunto proyectado por Villanueva semejaba poco más que una monumental ruina. Lo salvó de su penoso estado una decisión trascendental para la historia del edificio: su conversión en Galería de las Nobles Artes en 1819 bajo los auspicios de la reina María Isabel de Braganza, portuguesa reaccionaria pero ilustrada a la que se debe una de las pocas decisiones afortunadas del ominoso reinado de su marido, Fernando VII.
A partir de aquí, y consolidada la institución gracias a directores como Federico de Madrazo, se sucedieron una serie de intervenciones bienintencionadas que desvirtuaron el proyecto original. Entre ellas, la de Narciso Pascual y Colomer, arquitecto del Congreso de los Diputados, que cubrió la Sala de Juntas, la dotó de una tribuna y amplió los lucernarios de la galería superior para adaptar el edificio a su nuevo uso. O la de Francisco Jareño, que modificó el acceso por la Puerta de Goya, construyendo una escalera que alteró, para siempre, la concepción original del ‘edificio con dos plantas bajas’. Estos trabajos tomaron una escala mayor en las ampliaciones del siglo XX: la de Fernando Arbós, que añadió en 1923 una crujía trasera a las galerías de Villanueva; la de Fernando Chueca de 1953, que construyó otra crujía paralela a la anterior; y la de José María Muguruza, hermano de Pedro —factótum de la arquitectura franquista—, que sustituyó la escalinata de Jareño por otra de mejor traza y aplicó a las bóvedas la tecnología del hormigón armado.
Pero todas estas intervenciones palidecen ante la que ha sido la más ambiciosa y también la más polémica de todas, la de Rafael Moneo, terminada en 2007. El pritzker supo resolver la conexión entre el Edificio Villanueva y el claustro de los Jerónimos mediante una pieza subterránea de la que sólo emerge un jardín de bojes y un prisma de ladrillo rojo que el arquitecto diseñó como un homenaje a la arquitectura de Villanueva, pero que muchos vecinos tildaron, despectivamente, de Cubo de Moneo’, antes de iniciar una campaña harto injusta de desprestigio contra el maestro navarro.
El Museo de Moneo no es el último de los Prados. El que en rigor ya no es un edificio sino un ‘campus’ ha querido extenderse al Salón de Reinos, la última pieza conservada, junto con el Casón, del palacio del Buen Retiro. Tras valorar las propuestas, en general decepcionantes, de arquitectos de la talla de David Chipperfield, Rem Koolhaas o Eduardo Souto de Moura, un jurado del que formaba parte el propio Moneo acordó por unanimidad premiar a Norman Foster y a Carlos Rubio. En su proyecto, el añejo Salón de Reinos queda libre de añadidos para vestirse con un decoroso pórtico de esbeltísimos pilares de acero, a medias clásico y a medias high-tech. Será, tal vez, el último de los cofres que a lo largo de doscientos años se han ido construyendo para atesorar las joyas que supieron legarnos los reyes coleccionistas. El cofre que, al menos dos veces en la vida, abren los españoles como parte de un ancestral rito de paso.