El Valle de los Caídos, landart

La manera más eficaz de desactivar un monumento es que
no llegue nunca a activarse. Lo supieron bien las autoridades alemanas tras la
II Guerra Mundial, cuando destruyeron cualquier edificio susceptible de mantener
la memoria de su execrable pasado reciente. Se demolieron así la Cancillería y los
edificios en los que Hitler habría cifrado su visión del ‘Reich del Milenio’, al
mismo tiempo que se sepultaban otras construcciones menos importantes pero
igualmente simbólicas bajo las masas caudalosas de los escombros de la ciudad, levantando
con ellas esas colinas artificiales que hoy siguen siendo los lugares más altos
de Berlín.
Este tipo de demoliciones hechas con el resentimiento
a flor de piel, al calor de la tragedia —demoliciones ‘en caliente’—, son las
más efectivas. La cosa se complica cuando el monumento no se desactiva a tiempo
y perdura, como el Mausoleo de Lenin, ese cofre para un cuerpo embalsamado que
las autoridades post-soviéticas no quisieron o no pudieron desmantelar, y que provoca
encendidos debates incluso en la Rusia post-imperial de hoy.
A diferencia del Mausoleo de Lenin, el Valle de los Caídos
es mucho más que una tumba. Cobija la sepultura de Franco y José Antonio, pero
también la de miles de combatientes de Guerra Civil. Es, asimismo, un
monasterio regido por una comunidad de benedictinos más o menos ultras que, en
la tradición de los conventos-mausoleo, vela con celo por el alma de sus patronos.
Se trata, igualmente, de una ciclópea basílica hecha con aquella triste
tuneladora avant la lettre que fueron
los brazos de los presos políticos. Y, finalmente, es una obra de landart nacional-católica cuya cruz,
visible desde kilómetros de distancia, define la silueta de una parte de la
sierra de Madrid.
El Valle de los Caídos es, por otro lado, un monumento
problemático en sí mismo. Su valor no estriba tanto en su dudoso mérito
artístico cuanto en su carácter de documento histórico y, sobre todo, en su
contenido. En buena medida, el Valle de los Caídos funciona como ‘monumento’
por el aura morbosa que sigue emanando de un cuerpo sepultado bajo una losa de
1.500 kilos, y es probable que, cuando tal cuerpo sea extraído, el Valle de los
Caído se acabe convirtiendo en un recinto fantasmal. ¿Qué justificaría, en tal
caso, un mantenimiento que cuesta millones de euros al año?
¿Cómo intervenir sobre semejante tinglado
arquitectónico e ideológico? Las alternativas no convencen. ¿Un monumento a la
reconciliación? Improbable: el conjunto seguiría estando marcado por su ominoso
origen ideológico. ¿Un cambio de uso? No menos improbable, a no ser que se
desacralizara la basílica-túnel para convertirla en un búnker del CNI o un
almacén de residuos nucleares. ¿La demolición? Por completo imposible: se trata
de un Monumento Nacional, y es seguro que ningún Gobierno querría ni podría
asumir, por su coste, tal decisión. ¿Queda alguna opción? Tal vez el abandono
sutil y progresivo del conjunto —su desactivación lenta—, hasta que llegue un
momento en que a las generaciones venideras se les ocurre qué hacer con él, o
en que se convierta, simplemente, en un yacimiento arqueológico e ideológico que
se contempla con distancia. Pensar el Valle de los Caídos como monumento
contemporáneo es sólo posible si lo imaginamos primero como ruina.