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En defensa de la masa

Eduardo Prieto

Vivimos en una época liviana. Lo presintió Italo Calvino en sus Seis propuestas para el próximo milenio, un libro que, sin desacreditar las razones del peso, anticipaba que el futuro pertenecería a la levedad, aunque fuese sólo porque esta «tenía más que decir». Zygmunt Bauman dio forma a esa misma intuición con una metáfora acuosa —sociedad líquida, cultura líquida, amor líquido—, aunque ya se le había adelantado Karl Marx al definir su época como aquella en la que «todo lo que era sólido se disuelve en el aire». El tiempo ha confirmado tales pronósticos. No es que lo leve tenga más cosas que decirnos, sino que lo pesado ha enmudecido del todo y nos resulta algo extraño, quizá monstruoso. Tenemos esa sensación de rechazo incluso cuando hojeamos ciertos cómics: más que increíble, Hulk o ‘La Masa’ es desagradable; de los 4 fantásticos, el más feo es ‘The Thing’, la Cosa o la Mole, un ser para quien su presencia pétrea resulta una maldición porque le impide llevar una vida normal, a diferencia de la de sus etéreos compañeros.

No nos gusta lo grueso ni lo hinchado, y para ser ligeros hemos pulverizado la realidad, quitando peso a la materia, a las relaciones humanas, a los sistemas filosóficos, a la literatura, a las máquinas y por supuesto a la arquitectura. El resultado es que los edificios masivos hoy no encuentran su espacio: resultan anacrónicos. Y más aún cuando el paradigma imperante —el de lo sostenible en su versión occidental— prima lo ligero, lo portátil y lo obsolescente sobre pesado, lo fijo y lo duradero.

Con todo, es probable que lo masivo tenga aún algo que decir: de hecho, antes de convertirse en monstruosa y ser la excepción, la construcción pesada fue la regla. Hundidas en el terreno o erigidas con gruesos muros, las cuevas o las edificaciones de barro, adobe, ladrillo, piedra u hormigón, parecen imitar a los seres vivos cuando almacenan toda la energía que pueden, antes de consumirla en pequeñas dosis. Contra lo que suele decirse, la naturaleza no es derrochadora, como tampoco lo era la arquitectura de épocas más precarias, cuando las paredes o los muros, lejos de ser sólo ‘cerramientos’ o simples parapetos aislantes, constituían almacenes de calor, además de comportarse como estructuras portantes y hacer las veces de membranas simbólicas. Integraban con sencillez funciones diferentes y actuaban como repositorios de energía, una doble capacidad de la que puede deducirse, parafraseando a Le Corbusier, la verdadera ‘lección de la masa’.

La masa es tozuda; tiende a perseverar en su estado: gana con dificultad el calor, pero le cuesta perderlo una vez que lo ha atrapado. Esta resistencia, que depende de la densidad del material, de su capacidad calorífica y de su coeficiente de conductividad, se llama inercia térmica. El efecto tiene que ver con el equilibrio adecuado entre esos tres factores. Mientras que el corcho tiene mucha capacidad calorífica y una conductividad baja, pero poca densidad, la piedra, el barro o el hormigón, además de ser moldeables o aparejables, compensan una gran densidad y un alto calor específico con una conductividad térmica ponderada, es decir, ni muy alta para que el muro no se convierta en un coladero térmico, ni muy baja para que el proceso de absorción o cesión de calor no resulte demasiado largo. Por ello resulta fundamental dar con la cantidad adecuada de masa: el cerramiento no debe ser liviano, pues perdería su capacidad de almacenamiento, pero tampoco excesivamente grueso, pues en tal caso se emplearía mucho tiempo y energía en calentarlo.

La lecciones de la masa

La inercia térmica tiene que ver con el aislamiento, pero no se identifica con él: el aislamiento amortigua las ganancias o las pérdidas de calor y proporciona un confort ‘inmediato’; la inercia expresa el tiempo que tarda en acumularse o eliminarse tal calor y procura un confort ‘diferido’. Por ello, un exceso de aislamiento puede acabar con la capacidad acumuladora de un muro, pues los materiales muy aislantes no suelen ser inertes, como ocurre con el poliestireno expandido, que presenta una conductividad térmica muy baja pero que, al ser poco denso, no sirve para almacenar calor.

Cuanto más inerte sea un material dentro de estos parámetros más le costará ganar o perder calor y, por tanto, más eficaz será para atenuar los cambios bruscos de temperatura, sobre todo los que se dan entre el día y la noche en climas como el continental o el mediterráneo. Este desfase entre la prontitud con que la superficie terrestre y el aire pierden calor y la velocidad con que lo hace un elemento con masa térmica puede aprovecharse con fines arquitectónicos y, de hecho, ha dado pie a ese conjunto de eficaces recetas que forman parte del acervo de la construcción tradicional.

La clave está en que los muros y, en general, cualquier componente masivo —la estructura, la solera, el propio terreno—, no sólo retardan las pérdidas o las ganancias de calor respecto al exterior, sino que pueden asimismo acumularlo a discreción, siempre y cuando la inercia se combine con otras estrategias pasivas. ¿Que existe un desfase térmico entre el día y la noche? Aprovéchese de manera que, durante el verano, los muros se enfríen gracias a la ventilación nocturna, para que después puedan ir ‘robando’ el calor al ambiente interior durante el día. Que existen cargas térmicas disponibles debidas al uso del espacio interior? Utilícense durante el invierno, de modo que los muros se calienten durante el día y vayan cediendo el calor durante la noche para evitar los saltos bruscos de temperatura y los subsiguientes gastos de calefacción. ¿Que hay muchos días de sol incluso durante las estaciones frías? Conviértanse las paredes en acumuladores de calor que, cuando llegue la noche, hagan las veces de radiadores pasivos. ¿Que hay periodos consecutivos de humedad y sequía? Utilícense materiales porosos como el barro, la cerámica o el yeso, capaces de extraer el agua del ambiente cuando este está demasiado húmedo, para devolvérselo una vez seco, como ocurre, por ejemplo, en el almacén para Ricola de Herzog & de Meuron, que se presenta en este número.

Con ser muchas sus posibilidades, las estrategias basadas en la inercia térmica resultan eficaces sólo en determinados contextos. Tienen sentido en climas con cambios acentuados de temperatura, pues es en ellos donde la inercia térmica resulta aprovechable si se complementa con el refrescamiento nocturno. Son pertinentes también en edificios en los que la estabilidad térmica resulta fundamental —una bodega, un almacén de materiales delicados— o cuyo uso sea continuo, pues es en estos casos donde se pueden atesorar las cargas térmicas internas para ponerlas en circulación con efectos diferidos. Contar con la inercia también puede tener sentido en edificios de oficinas si se utiliza como complemento de los sistemas de ventilación, o bien cuando todas las estrategias pasivas se orquestan en torno a la inercia térmica, como sucede en las oficinas de Baumschlager Eberle en el Tirol austriaco, analizadas también en este número, y que carecen de sistemas mecánicos de calefacción y refrigeración.

El recurso a la inercia implica así un análisis concienzudo de las condiciones del clima y de las propiedades de los materiales, pero también la atención a cuestiones que tienen que ver con la geometría y la propia apariencia de los edificios. Esta es la segunda lección: proyectar desde la masa implica pensar la arquitectura como un todo; la inercia tiene consecuencias en la forma. Salvo en casos singulares como una bodega o un silo, los muros masivos no serán, por ejemplo, estancos, pues ello impediría aprovechar la ventilación nocturna y disipar el exceso de calor acumulado. Tampoco tendrá sentido separar la estructura del cerramiento en los casos en los que este pueda cumplir, gracias a su espesor, funciones mecánicas, o penalizar el factor de forma de manera que no pueda sacarse partido de las propiedades térmicas de la envolvente. ¿Y qué decir de los huecos? En los edificios masivos, como en general en toda la arquitectura tradicional, el control de los huecos resultará prioritario, pues estos constituyen el canal de la ventilación o la radiación solar. Perforar una envolvente masiva de una determinada manera tiene, además, una insoslayable repercusión estética.

La estética de la inercia térmica

La inercia suele dar lugar, así, a una imagen de la arquitectura —la de la fachada tradicional con ventanas— que algunos juzgan conservadora, pero que en realidad es afín a muchas corrientes del minimalismo extremo. Resulta revelador, en este sentido, comprobar cómo arquitectos definidos por una escueta plasticidad, como Roger Diener, Peter Märkli, los ya citados Baumschlager Eberle o David Chipperfield
—cuyo estudio en Berlín se analiza también en estas páginas— han descubierto que su gusto por lo masivo y los huecos tradicionales produce beneficios termodinámicos. La consecuencia previsible es que han dado la vuelta al modo en que presentan sus edificios: es la inercia la que parece explicar ahora esos huecos controlados y minimalistas, y no al revés.

Pero la dimensión estética de la inercia puede también medirse con criterios económicos. Y esta es la tercera lección de la masa. La combinación de inercia y ventilación natural suele ahorrar energía: en su centro de innovación en Santiago de Chile, Alejandro Aravena ha conseguido reducir la demanda desde los 120 a los 45 kWh/m2/año. Pero no menos importante es que en ese mismo edificio, como en los casos anteriormente citados, la tradicional composición por capas especializadas, a la manera de un pastel de milhojas, deja paso a una envolvente única, multifuncional y, por tanto, económica, que no requiere otros aditamentos que su propio espesor y la textura de su acabado, y que no necesariamente tiene que construirse in situ, pues nada impide hoy que las envolventes pesadas se prefabriquen, como sucede con los paneles de tierra compactada del edificio para Ricola ya citado o las viviendas sociales de Gilles Perraudin en Cornebarrieu, levantadas con grandes sillares de piedra cortados en taller. En estos casos, lo estético presenta una dimensión ética, por cuanto en los muros dotados de inercia, sean artesanales o industrializados, nada se camufla. Como hubiesen querido Ruskin o Viollet-le-Duc, son edificios que no ‘mienten’: en ellos no hay unas capas más dignas de ser vistas que otras, y es en este contexto ideológico donde las paradojas del gusto contemporáneo resultan más evidentes:  si visitamos las Termas de Caracalla, pongamos por caso, sin duda preferiremos las paredes desnudas de hormigón al chapado de mármol que en su día tuvieron, pero no extrapolaremos tal preferencia a los edificios contemporáneos, que son ‘milhojas’ cada vez más complejos y constructivamente sucios en los que todo, salvo una finísima membrana exterior, tiende a ser ocultado.

El programa estético de la masa no estaría completo sin tener en cuenta, de nuevo, el tiempo. No el tiempo implícito en el problema del desfase térmico, sino el que tiene que ver con la durabilidad, con el mantenimiento y, al cabo, con la ‘sostenibilidad’, vulgo ‘economía’. El ahorro producido por la masa no es tampoco inmediato, sino diferido: requiere paciencia al extenderse tozudamente a lo largo de la vida útil del edificio, una vida que además se pretende muy larga y que, si aquel está construido con materiales recuperables —la piedra; cada vez más el ladrillo y el hormigón— puede conducir al presunto paraíso del reciclaje.

Quizá las lecciones de la masa resulten anacrónicas, pero es precisamente esta condición la que nos permite presentarlas como un (improbable) programa de futuro. Pero, ¿qué ocurría si, de nuevo, dejásemos nuestras construcciones en manos del tiempo, si buscásemos la permanencia, lo estable, en un mundo en el que todo lo sólido parece disolverse en el aire?


Publicado originalmente con el título “Razones de peso. En defensa de la masa”, en Arquitectura Viva 168 (2014).