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Enrico Tedeschi, el historiador como crítico

Eduardo Prieto

A los muelles de Puerto Madero Aires aún atracaban por entonces un sinnúmero de buques atestados de inmigrantes europeos que habían dejado atrás el horror de la guerra y las penurias del hambre. En ellos viajaba un arquitecto cuyo aspecto intelectual y atildamiento en el vestir ocultaban en realidad las carencias y frustraciones que le habían hecho dejar Italia un mes y medio antes para iniciar lo que veía como un prometedor periplo. Enrico Tedeschi se embarca el 5 de febrero de 1948, acompañado de su colega y amigo Cino Calcaprina, y arriba a Buenos el 15 de marzo. Los recibe, a pie de pasarela, el ingeniero José Galíndez, enviado por la institución que ha contratado a los dos italianos como profesores extraordinarios, la entonces floreciente Universidad de Tucumán. Galíndez los lleva a cenar esa misma noche a un restaurante en el barrio de Boca, y, cuando el camarero pone sobre la mesa las abundantes y grasientas porciones de asado argentino, Tedeschi y Calcaprina “se emocionan” antes de dar cuenta de ellas, tal había sido el hambre pasado en la Italia del racionamiento.

Fue el primer día de la segunda vida personal, profesional e intelectual de Enrico Tedeschi. Cuando llega a Buenos Aires, Tedeschi es un arquitecto talentoso que no ha construido; un intelectual reconocido pero sin publicaciones importantes; y un profesor de clara vocación sin puesto en la universidad. Cuando muere en la misma ciudad en 1978 es una celebridad en el mundo de la arquitectura, ha construido edificios de referencia y dirige equipos de investigación de vanguardia. Los treinta años que median entre una fecha y otra se corresponden con una carrera intelectual de singular coherencia que, sin embargo, no podría explicarse sin tener en cuenta los complejos y ricos años de formación, juventud y primera madurez transcurridos en Italia.

Los años italianos

Enrico Tedeschi nace en Roma el 10 de octubre de 1910. Su padre, Moisè Tedeschi, es un ingeniero judío, culto e ilustrado, que cuidará con esmero la educación de sus hijos; su madre, Nenna Beccaria, una aristócrata milanesa descendiente del célebre Cesare Beccaria autor de Los delitos de las penas, y emparentada por la misma línea con uno de los grandes literatos italianos, Alessandro Manzoni. El matrimonio de un judío, por muy asimilado que esté, con un miembro de la aristocracia sigue estando mal visto en la Italia de comienzos del siglo XX, pero esto no es óbice para que la familia siga adelante y para que el mayor de sus tres hijos, Enrico, crezca en un entorno intelectualmente exigente y socialmente exquisito.

Tras cursar con brillantez sus estudios de bachillerato, el joven Tedeschi se matricula en 1928 en la Regia Scuola Superiore di Architettura de la Universidad de La Sapienza en Roma, dirigida por Gustavo Giovannoni, maestro que le inculca la admiración por la belleza formal y estructural de las plantas y la idea de que las ciudades son como organismos. En La Sapienza, Tedeschi tiene por compañeros a otros jóvenes brillantes con los que más tarde compartirá afanes profesionales e intelectuales: Ludovico Quaroni, Francesco Fariello y Saverio Muratoni, que será uno de sus primeros socios.

Graduado en 1934, Tedeschi viaja por Europa. Sus intereses están en Gran Bretaña, donde pasa una larga temporada y conoce a personajes de fuste como Nikolaus Pevsner. Este viaje es la semilla de su posterior aproximación a la arquitectura moderna de aquel país, que se traducirá en la publicación en 1947 de L’architettura in Inghilterra, su primer texto de historia. La etapa de formación de Tedeschi termina en 1935, con su habilitación en el Politécnico de Milán, donde conoce a los miembros de Il Gruppo 7 (Luigi Figini, Gino Pollini, Giuseppe Terragni y Adalberto Libera, entre otros), jóvenes arquitectos comprometidos con la modernidad más radical y que intentan contrapesar, casi nunca con éxito, el empuje del depurado clasicismo oficialista propugnado por el poderoso diunvirato que forman por entonces Gustavo Giovannoni y Marcello Piacentini.

Más afín a las problemáticas pero atractivas innovaciones de Il Gruppo 7 que a la tradición pragmática y elegante liderada por su antiguo profesor, Tedeschi se embarca en estos años en una serie de concursos nacionales perdidos una y otras vez por ser “demasiado modernos”; concursos de los que no sacará más partido que la experiencia como proyectista y su inclusión en el grupo avanzado de la arquitectura italiana de los años 1930. De los muchos proyectos presentados, Tedeschi solamente ganará el del Palazzo dell’Acqua e della Luce para la nunca construida Exposición Universal de Roma de 1942, una obra de raigambre futurista y carácter ambiental que anticipa en ciertos sentidos los espectáculos de luces y sonido que comenzarán a ser frecuentes años más tarde. Este periodo de concursos supone también las primeras incursiones de Tedeschi en el urbanismo —redactando planes fallidos como el de Aprilia—, y refuerza su identificación con otros arquitectos de su edad (los ya citados Saverio Muratoni, Francesco Fariello y Ludovico Quaroni, pero también Franco Petrucci, Pietro Catalano y, sobre todo, Luigi Piccinato y Cino Calcaprina), con los que se asociará ocasionalmente y cuya trayectoria será siempre paralela a la de Tedeschi a lo largo de estos años italianos.

No sólo la trayectoria del grupo de Tedeschi, sino la de toda una generación, se verá muy afectada o incluso quedará truncada por la entrada de Italia en la Segunda Guerra Mundial. Enrolado como oficial, el teniente Tedeschi es destinado al norte de Libia, escenario de la lucha entre las fuerzas germanoitalianas lideradas por el mariscal Rommel y las de la Commonwealth al mando de Montgomery. Tedeschi participará en la célebre y sangrienta batalla de Tobruk, recibirá una mención al mérito militar y finalmente será apresado por los ingleses, que lo confinarán en una prisión militar junto a miles de soldados italianos y alemanes. Muchos compañeros perecerán debido a las duras condiciones de la reclusión en el desierto; Tedeschi se librará de los trabajos más duros y, por tanto, de un destino fatal, gracias a su conocimiento del inglés y, sobre todo, a su habilidad como mecánico a la hora de reparar las piezas de los vehículos británicos. Liberado en 1942, el arquitecto consigue embarcarse in extremis en el último barco que retorna a Italia desde Libia. Poco después, en 1943, se casa en Roma con su novia Lyda Orsi.

A vueltas con el organicismo

Poco podía hacer el arquitecto mientras Italia sufría la devastación de la guerra. Con todo, una vez liberado el país, surgieron oportunidades en la organización de las ingentes tareas de reconstrucción. En 1944, Tedeschi fue invitado, junto a otros especialistas en urbanismo como Muratori, Picciato y Ridolfi, a formar parte de un comité formado a tal efecto. Dos años después, se le invitó a participar en el Consejo Nacional de Reconstrucción, y este compromiso con la dura realidad social y económica de la Italia de posguerra se trujo también en la participación en algunos concursos de urbanismo en los que, pese a su creciente prestigio en la disciplina, no tuvo éxito. Ejerció durante estos años algunos puestos en la Administración, más honoríficos que realmente alimenticios, y formó parte en 1946 del jurado del concurso para el Monumento de las Fosas Ardeatinas en Roma, que fue concedido, no sin vencer dificultades de todo tipo, al joven equipo que lidera su amigo Cino Calcaprina, que a la postre construirá uno de las obras más poderosas y estremecedoras de la arquitectura moderna en Italia.

Los años de la posguerra, época de esperanzas pero de precariedad económica, reforzaron la vocación intelectual de Tedeschi, que no dejó de escribir reseñas y artículos para las publicaciones de arquitectura más importantes del momento. En este contexto, un hecho fue capital para el desarrollo de las ideas de Tedeschi: la fundación en 1945 de la revista Metron-Architettura, dirigida por Luigi Piccinato y Mario Ridolfi, donde Tedeschi coincide con un deslumbrante arquitecto e intelectual de 27 años que Calcaprina le había presentado pocos meses antes, Bruno Zevi, que se convertirá muy pronto en el verdadero catalizador de la historia y la crítica de arquitectura de posguerra.

Acosado por las leyes raciales promulgadas por el Gobierno de Mussolini en 1938, Bruno Zevi, judío asimilado, había huido de Italia ese mismo año con destino a Londres, desde donde se había embarcado rumbo a los Estados Unidos. De la mano de Walter Gropius, Zevi terminó sus estudios en la Harvard Graduate School of Design, y conoció de primera mano la arquitectura de Frank Lloyd Wright, que le deslumbró, y en la que vio la materialización de esos valores democráticos de los que en esos años estaba ayuna Europa. A su vuelta a Roma en 1943, Zevi se trajo consigo una gavilla de ideas disímiles que supo compaginar en un programa de carácter disciplinar y a un tiempo social, basado en dos acciones: por un lado, recomponer en una unidad orgánica la fragmentación estilística e ideológica a la que había dado pie el Movimiento Moderno; por el otro, dotar a la teoría y a la historia de poder operativo, en pos de una arquitectura democrática capaz de superar el monumentalismo estatalista que, de la mano del aún influyente Piacentini, se seguía fomentando en la escuelas de arquitectura de Italia.

Con este programa en mente, Zevi creó en 1944 la influyente Associazione per l’architettura organica (APAO), funcó en 1945 la ya mencionada revista Metron y ese mismo año publica Verso un’architettura organica, antes de intentar llevar sus ideas al ámbito académico auspiciando la nueva Scuola di architettura organica. A esto se sumó la creación en 1946, junto a Carlo Pagani y Lina Bo, de la revista de vanguardia AAAA_Attualità, Architettura, Abitazione, Arte in Milano, difusora no solo de las ideas de Zevi, sino también de los debates que se estaban entablando aquellos años en la Europa devastada por la guerra. De un modo u otro, Tedeschi participó en todos estos proyectos: como miembro de la APAO, como primer reseñista en Metron del libro de Zevi, como profesor de Urbanística en la Scuola y como colaborador de AAAA. El trato frecuente con Zevi y el reconocimiento de su indudable talento harán de Tedeschi un temprano seguidor de las tesis organicistas y reforzaron su compromiso con la investigación y la docencia; compromiso traducido tanto en el diseño  de ambiciosos proyectos de nuevo fracasados (como el Plan del Lido de Venecia) como en la redacción de una treintena de artículos y, sobre todo, la publicación de un libro gestado tres lustros antes pero escrito por encargo de Zevi, L’architettura di Inghilterra (1947), la primera y notable incursión de Tedeschi en la historia de la disciplina, que mereció reseñas elogiosas por parte de figuras como Nikolaus Pevsner y Edward Sekler.

Ese mismo año de 1947 se produjo el hecho que va a dar el vuelco definitivo a la vida de Tedeschi. Con ocasión del VI CIAM celebrado en Bridgewater, viajó a Londres acompañado por otros compañeros de su cuerda como Piccinato y Calcaprina, y también por el triestino Ernesto Rogers, por entonces director de la revista Domus. En Bridgewater, Tedeschi y compañía conocieron a Jorge Vivanco, delegado argentino junto con Jorge Ferrari Hardoy y profesor en la Universidad Nacional de Tucumán. La brillantez intelectual de los italianos deslumbró a Vivanco que, a su vuelta a Argentina, convenció al rector, Horacio Descole, de la conveniencia de contar con el grupo de Tedeschi. La invitación oficial llegó poco después, justo en el momento en que nuestro arquitecto, recién acreditado como catedrático, perdió la oposición frente a un protegido de Piacentini. Lo demás es conocido: Tedeschi y Calcaprina se embarcaron para Buenos Aires en febrero de 1948. Más tarde llegaron sus familias y el resto de arquitectos invitados: Luigi Piccinato, Ernesto Rogers y Pier Luigi Nervi.

La ‘Utopía Tucumán’

La Argentina a la que recala Tedeschi en marzo de 1948 era un país en efervescencia. En efervescencia política, porque en 1946 había sido elegido presidente el general Juan Domingo Perón, que instaló un régimen populista. Y en efervescencia cultural, porque se debatían con intensidad las innovaciones artísticas llegadas puntualmente de Europa, y los grupos locales tomaban partido por una u otra o proponen nuevas versiones trufadas de ambición vanguardista. Ese mismo año de 1946 Lucio Fontana sacó a la luz el ‘Manifiesto blanco’, donde conminaba a los artistas a erradicar el arte del caballete y la pintura como tal, para ponerse a trabajar con el espacio, el movimiento y el tiempo. También ese año Tomás Maldonado creó el Movimiento Arte Concreto-Invención, que postulaba un arte estrictamente no figurativo que, en la línea de las vanguardias europeas, pudiera aspirar  a la renovación completa de la vida cotidiana. 1946 fue también el año en el que el poeta Gyula Kosice funda el Grupo Madí para propiciar un arte integral, transdiciplinar y ‘puro’ en el sentido de ajeno por completo a la tradición figurativa occidental.

En el mundo de la arquitectura, la atmósfera de efervescencia vanguardista se extendió a través de centros de estudios y universidades que no siempre pertenecieron a los circuitos más previsibles. Fue el caso de la Universidad Nacional de Tucumán, cuyo rector, Horacio Descole, había conseguido, tras llegar al cargo en 1939, que los estudios de arquitectura pasaran de estar inspirados por principios beauxartianos a regirse por criterios de vanguardia moderna. Con tal propósito, Descole contrató a jóvenes profesores como Horacio Caminos (miembro del equipo de referencia de la primera modernidad argentina, el Grupo Austral), Eduardo Sacriste (autor de una arquitectura de tintes regionalistas y gran calidad) y Jorge Vivanco (también miembro del Grupo Austral y socio de Sacriste), que al cabo sería el encargado de poner en marcha en 1946 —el mismo annus mirabilis del arte argentino— el Instituto de Arquitectura y Urbanismo de Tucumán, verdadero centro de promoción de la arquitectura moderna. Con el objetivo de “planificar el país, creando una conciencia urbanística” y de “renovar totalmente el hábitat”, Vivanco elaboró un nuevo plan de estudios que procuró vincular los temas de proyecto a las necesidades de Argentina, fomentando en paralelo un nuevo modo de entender el dibujo muy afín a los planteamiento bauhasianos y en el que se daba primacía al color, la textura y la escala.

La llegada en 1948 del grupo de italianos traídos por Vivanco no hizo sino reforzar este compromiso con la modernidad y con la realidad del país, aunque, con el tiempo, el destino profesional de estos profesores invitados fuera diverso y no siempre pasara por la permanencia en el país. Piccinato, embarcado en ambiciosos proyectos de planificación territorial y de ciudades satélite obreras, acabó por no cuajar en Argentina y regresó a Italia en 1950; Calcaprina, encargado de proyectos como el plan de San Miguel de Tucumán y otros en Jujuy y Santiago del Estero, se convirtió en referente del “urbanismo científico” en Argentina, país que ya no abandonó; Nervi, cuyo paso por Tucumán fue efímero —se le contrató para calcular las estructuras de los proyectos del campus universitario, entonces en marcha—, fue con todo capaz de tejer los lazos entre Argentina e Italia que permitirían el desarrollo de nuevos tipos estructurales de condición organicista; Rogers, que apenas permaneció unos meses en Tucumán, causó gran impresión entre alumnos y profesores y tuvo la oportunidad de trabajar, antes de su retorno a Italia en 1949, en el Plan de Buenos Aires que por entonces dirigían Antonio Bonet y el ya citado Jorge Ferreri Hardoy; y Tedeschi, además de ejercer como reconocido arquitecto de obra escasa pero sobresaliente, acabaría convirtiéndose en el renovador de los estudios de historia y crítica de arquitectura en el país, creando una verdadera escuela. 

La ‘Utopía Tucumán’ significó para Tedeschi lo mismo que para tantos arquitectos emigrados desde Europa hasta Latinoamérica: no sólo la posibilidad de hallar estabilidad profesional en un entorno académico acogedor, sino de materializar proyectos intelectuales muchas veces postergados en sus entornos de origen; proyectos que, sin embargo, y debido al influjo de la cultura, el clima y el resto de condiciones locales, se acabaron convirtiendo en algo distinto y más rico. Resulta por ello inevitable comparar a Tedeschi con una compatriota a la que había tratado durante su época de colaborador en la revista AAAA, Lina Bo Bardi, que, llegada a Brasil dos años antes que Tedeschi a Argentina, supo concebir la modernidad de un modo tan personal como vinculado a la cultura brasileña.

Recién arribado a Tucumán, Tedeschi se hizo cargo, como profesor extraordinario, de las asignaturas de Historia de la Arquitectura y Teoría de la Arquitectura. Redacta, con este fin, unas notas informales que, con el tiempo, se convertirán en Una introducción a la historia de la arquitectura. En paralelo, y gracias a la financiación del Instituto de Tucumán, comenzó a armar una biblioteca de arquitectura muy bien dotada de publicaciones extranjeras: el mismo año de su llegada compró 799 libros; el siguiente, 755. Con estos materiales y ejerciendo la libertad que le concedía al Instituto, Tedeschi comenzó introducir las innovaciones pedagógicas que serían a partir de este momento características de su trabajo como organizador de equipos y director de centros de investigación: en primer lugar, la cercanía entre profesores y alumnos para fomentar el debate crítico; en segundo lugar, la promoción de los viajes de estudio para conocer de primera mano la arquitectura latinoamericana; finalmente, la organización de encuentros con arquitectos, historiadores y críticos de primer nivel para mantener a la universidad conectada en todo momento con lo que se cuece en el panorama internacional.

Todo este trabajo tenía un objetivo de alcance: renovar los estudios de historia y crítica de la arquitectura en Argentina, poniéndolos en sintonía con lo que, desde la publicación de Verso un’architettura organica y, sobre todo, Saper vedere l’architettura  publicado en 1948 y pronto traducida al español por Cino Calcaprina—, se había convertido en la tendencia dominante en la teoría italiana: el organicismo. En este contexto, las ideas de Tedeschi —que en lo fundamental coincidían con las de Zevi— tenían por fuerza que colisionar con las que, en esos mismos años, defendía la parte más sobresaliente de los historiadores argentinos, liderada desde Buenos Aires por Mario José Buschiazzo y canalizada a través del Instituto de Arte Americano y la revista Anales, creados también durante aquel annus mirabilis de 1946. Inspirado por la historiografía anglosajona, de Kenneth Conant a George Kubler, el trabajo de Buschiazzo se basaba en la elaboración de líneas cronológicas ordenadas, confiaba tan sólo en el dato fehaciente y rehuía cualquier valoración crítica que fuera más allá de sopesar la ‘originalidad’ del autor respecto a las líneas evolutivas predeterminadas; todo ello confiando en que podía escribirse una historia si no neutral, sí al menos objetiva.

 Frente a esta propuesta desapasionada y nada operativa, Tedeschi proponía restablecer los vínculos de la historia con el presente, y, con tal fin, postulaba un concepto de crítica que hiciera posible moverse con comodidad entre autores y épocas, trabajando con el meollo disciplinar que trascendía cualquier cambio social o material: el meollo de la plástica, la forma y, sobre todo, de ese concepto de espacio que, según Zevi, hacía posible la unión orgánica del ser humano con la obra de arquitectura y sus circunstancias. Partiendo de estas premisas, la posibilidad de construir ‘otra historia’ más allá de la erudición y el objetivismo de Buschiazzo y su grupo se vio como la oportunidad para sostener el trabajo del arquitecto sobre una base teórica que le permitiera aprender del pasado sin abocarle a la esterilidad del mero saber académico. Desde este punto de vista, el proyecto intelectual de Tedeschi resultó ser ejemplar, y no dejó de ganar coherencia conforme fueron pasando los años.

Historia y crítica

El proceso de maduración de las ideas de Tedeschi —que es también el del fortalecimiento de su ambición intelectual— se evidencia en sus libros. A los únicos volúmenes publicados en Italia, L’architettura di Inghilterra y el mucho menos interesante I servizi collettivi nelle comunità organica, ambos de 1947, sigue pronto la primera hornada de títulos aparecidos en Argentina: Estadística para el Urbanismo, Urbanismo con legislación y Plan y Planificación, todos de 1950, que son obras de circunstancias escritas en colaboración con Calcaprina bajo la premura por introducir en su país de acogida las tesis del llamado urbanismo científico. Mucho más relevantes serán sus primeros análisis de la arquitectura histórica sudamericana, realizados al calor del entusiasmo provocado por los viajes de estudios a Perú y Bolivia que hizo junto a sus alumnos de Tucumán en 1949. Fueron viajes donde Tedeschi exploró las posibilidades de la fotografía de arquitectura a la hora de dar cuenta de las características espaciales de los edificios y los espacios urbanos, y que le permitieron sentar las bases del original método de análisis que, a medio plazo, daría pie a monografías como La Plaza de Armas de Cuzco (1962) y La Catedral de Puno (1965).

Pero el primer hito en verdad relevante de la producción de Tedeschi es Una introducción a la Historia de la Arquitectura, publicado en 1951como una reelaboración de los apuntes que Tedeschi había ido redactando para las clases de Historia y Teoría de la Arquitectura en Tucumán. La prisa por formalizar este trabajo académico para llegar a un público más amplio explica quizá la falta de elaboración del texto y los errores de traducción al español. Pero es precisamente su condición de obra casi de circunstancias el que dota al texto de un tono ensayístico y polémico que lo vuelve al cabo más atractivo que su obra más importante y sistemática, la Teoría de la Arquitectura.

En cualquier caso, debe dejarse claro desde el principio que, contra lo que el título parece sugerir, no se trata de una síntesis de la historia de la arquitectura a la manera de otros textos de la época, como el Outline of European Architecture, que Pevsner había publicado en 1942, o de la Storia dell’architettura moderna que Bruno Zevi acababa por entonces de dar a la imprenta. El libro es, en realidad, una introducción teórica y metodológica al estudio de la historia de la arquitectura; una introducción de la que se deduce un corolario operativo: lejos de consistir en pura erudición, la historia puede dotar al arquitecto de un conocimiento crítico de los grandes problemas que los creadores han tenido que abordar desde siempre. En este sentido, el libro parece estar pensado más para historiadores y arquitectos que para estudiantes, pese a su presunta condición de manual académico.

Hay poca historia de la arquitectura en el libro, pero sí mucha reflexión sobre la historia. El primer capítulo, de carácter introductorio, se traduce en una invitación retórica a que el historiador de la arquitectura —y, en general, el arquitecto— se libere de las ataduras impuestas por las dos corrientes que, a juicio de Tedeschi, habían prevalecido hasta el momento en el mundo de la academia: la ‘científico-técnica’ y la ‘formalista-abstracta’. Más sustancioso es el segundo capítulo, titulado ‘Historia y Crítica’, donde el autor sintetiza y valora con tino la historia de los historiadores de la arquitectura, desde Plinio El Viejo hasta Giedion, mostrando en el camino sus preferencias, que están, por un lado, en la teoría de la visibilidad pura de Konrad Fiedler y sus herederos Heinrich Wölfflin, Bernard Berenson, Roberto Longhi o Geoffrey Scott, y, por el otro, en la estética de Benedetto Croce y la historia del arte de Lionello Venturi, a quienes Tedeschi, siguiendo a Zevi (que no en vano había sido discípulo de Venturi en Milán), considera los verdaderos renovadores del estudio del arte en la modernidad.

La admiración por Croce y Venturi hace que Tedeschi asuma los principios estéticos, formalistas y críticos de ambos maestros: en primer lugar, la idea de la arquitectura como intuición, como acto creativo autónomo que trasciende las influencias deterministas de la técnica o el medio; en segundo lugar, el convencimiento de que la historia de la arquitectura debe romper sus vínculos filológicos, arqueológicos y técnicos para darle protagonismo a la figura del arquitecto-creador enfrentado, a lo largo de los siglos, a problemas formales y espaciales recurrentes; finalmente, la búsqueda de la fusión entre historia y crítica a través del juicio estético que hace posible apropiarse de las soluciones propuestas por los arquitectos del pasado, dándoles una segunda vida en el presente. El proyecto podía sintetizarse con una sentencia con la que Venturi parafraseaba a Croce “Historia y crítica convergen en aquella clase de comprensión de la obra de arte que no se da sin el conocimiento de las condiciones de su surgimiento, y que no es comprensión, sino juicio. El juicio es la culminación de la historia crítica del arte.”

Defender la idea del historiador como crítico y explicar de qué herramientas depende su trabajo es el objeto del resto de capítulos de Una introducción a la Historia de la Arquitectura. En el tercero, titulado ‘Cómo han visto, cómo vemos’, Tedeschi presenta los modos con que los historiadores ‘positivistas’, ‘estilistas’, ‘moralistas’ o ‘culturalistas’ han tratado dos edificios tan fundamentales como dispares —la Basílica de San Pedro del Vaticano y el Pabellón de Barcelona de Mies—, y los compara con las perspectivas, a su entender mucho más fructíferas, que se basan en enjuiciar estéticamente tres aspectos esenciales: el “orden espacial”, “los valores plásticos” y el “lenguaje figurativo”, es decir, “el uso de ciertas expresiones propias de la obra y el arquitecto”. Son precisamente estos aspectos los que se tratan en el cuarto capítulo, que, pese a lo que su título parece sugerir, constituye en realidad una alabanza del concepto de espacio interior, cuya existencia o no Tedeschi considera la piedra de toque de la arquitectura. Glosando en buena medida Saber ver la arquitectura, de Zevi, nuestro autor denuncia la poca atención que, salvo por parte de los teóricos de la pura visibilidad, había merecido el espacio; una denuncia que hoy, pasadas ya casi siete décadas desde la publicación del libro, nos parece en verdad anacrónica, saturados como estamos de reflexiones geométricas, fenomenológicas y psicológicas sobre tal concepto. Con todo, Tedeschi —que demuestra estar al tanto de las críticas contemporáneas a Zevi— intenta matizar su obsesiva militancia espacialista, explicando que su propósito no es desollar y descarnar sin más la arquitectura para quedarse sólo con su meollo espacial, sino explicar también sus adherencias plásticas, funcionales, constructivas y culturales en el contexto de las condiciones en las que el arquitecto creó sus obras y de los propósitos estéticos que se propuso alcanzar. Dicho esto —y se explica en el capítulo ‘Espacio, intuición y representación’—, hay algo a lo que ni Tedeschi ni Zevi renuncian: “concebir la arquitectura en términos de espacio interior, de vacío del edificio, e interesarse sólo en los hechos plásticos de la construcción y la decoración sólo en un segundo momento, y en función del espacio interno.”

La ingenuidad de entender el espacio arquitectónico como un ‘vacío’ lleva a contradicciones flagrantes que los críticos de Zevi y del organicismo pronto pusieron de relieve. La primera es que si el espacio, concebido como vacío sin extensión ni atributos, no se puede describir ni representar, ¿cómo convertirlo en el concepto fundamental de la arquitectura? La segunda es que, si la esencia de la disciplina es el espacio interior, ¿qué ocurre con las obras carentes de espacialidad, como los templos griegos o los puentes y arcos de triunfo romanos, tenidos siempre por arquitectura? La respuesta de Tedeschi a la cuestión de cómo puede definirse el espacio se ciñe al asunto de la representación, y, aunque propone interesantes ideas sobre el potencial de la fotografía de arquitectura, sigue en lo fundamental las tesis de Zevi, que, en Saber ver la arquitectura, había presentado unos novedosos esquemas de análisis espacial (esquemas que, copiados desde entonces una y otra vez en las escuelas de arquitectura, han acabado resultando banales). En cuanto al criterio para definir qué es y no es arquitectura, Tedeschi sabe ver más allá que Zevi, quien había dictaminado, quizá sin mucho convencimiento, que los templos griegos no eran arquitectura stricto sensu, sino esculturas. De hecho, en el capítulo sexto, ‘Espacio externo, urbanismo y paisaje’, Tedeschi propone una taxonomía menos rigurosa que la de Zevi, basada tanto el espacio exterior como en la naturaleza que rodean a la arquitectura, para concluir: “La columna Trajana es una escultura; las torres de San Gimignano, arquitectura. La primera está contenida en un espacio urbano; las segundas crean un espacio con la naturaleza que las circunda y con las casas que coronan.” Es decir, la arquitectura se define siempre por su condición activa, por su capacidad para crear un espacio en el ambiente o para modificar dicho ambiente. Esta idea, que a través del sentido común vinculada el espacio arquitectónico con la ciudad y el paisaje, será muy importante en la trayectoria posterior de nuestro protagonista, definida por una creciente sensibilidad por la naturaleza y el clima.

En el último capítulo, ‘Valores prácticos e ideales’, Tedeschi vuelve al problema de dónde y cómo encajar en su teoría los aspectos ajenos a la configuración espacial, en particular los vinculados con el programa, la construcción y el lenguaje, que habían sido las categorías fetiche de la modernidad. Y afirma que, si bien el arquitecto puede partir de las cuestiones sociales, funcionales o estilísticas, en última instancia el baremo por el que se le juzga es la relevancia espacial de su obra, fruto de subsumir todas estas categorías adventicias en el acto creativo. El trabajo del arquitecto no puede, así, despiezarse, descomponerse en partes, analizarse; es una unidad orgánica ante la cual sólo puede emitirse un juicio de valor, el único capaz de empatizar con la personalidad del artista y sus condiciones de creación.

Reduciendo la arquitectura a su meollo espacial y recurriendo al juicio del gusto como herramienta valorativa, Tedeschi pretendía en último término tender un puente entre los arquitectos y los críticos: los unos, especialistas en hacer; los otros, en juzgar. De este modo, al hacer de la crítica historia, y de la historia crítica, parecía posible romper el horizonte cerrado de las clasificaciones basados en estilos, sistemas constructivos o visiones del mundo. Las grandes obras del pasado se convertían en lecciones vivas para la arquitectura del presente; y la historia, en un verdadero método de enseñanza.

Una teoría de la arquitectura

Sostenido en la misma ideología que Una introducción a la historia de la arquitectura, pero mucho más ambicioso y sistemático, Teoría de la arquitectura (1962) es el libro más importante de Tedeschi. El objetivo de esta obra ordenada, comprensiva y todavía provechosa de leer fue cubrir el vacío que, desde finales del siglo XIX hasta mediados del XX, se había abierto en el campo de la reflexión sistemática sobre la arquitectura. En este sentido, la Teoría de Tedeschi fue la primera de una lista de obras semejantes, como Intentions in Architecture (1963), de Christian Norberg-Schulz, Notes on the Synthesis of Form (1964), de Christopher Alexander, o Il territorio dell’architettura (1966), de Vittorio Gregotti; obras que forman la primera oleada de una poderosa corriente que, poco después, y de la mano de autores como Aldo Rossi y Robert Venturi, inundaría y con el tiempo ahogaría el panorama de la arquitectura.

Con todo, en 1962 se estaba aún lejos de las derivas posmodernas, y el propósito de Tedeschi, con ser muy ambicioso, podía expresarse en un eslogan más bien modesto: dar con un “proceso que considere ordenadamente los conocimientos necesarios para el arquitecto y trate de establecer el modo correcto de emplearlos”. Tal propósito, como reconoce el propio Tedeschi en el prólogo de la tercera edición del libro, podía lograrse por caminos diversos: adentrarse, siguiendo a Norberg-Schulz, en el campo de las teorías gestálticas, psicológicas y estructuralistas e intentar su extrapolación a la arquitectura; construir, a la manera de Alexander, un sistema de tipo matemático para obtener la forma idónea por medio de un método algorítmico; o bien rechazar este tipo de propuestas normativas, apostando por una teoría de base histórica que se valiese de “la experiencia de la arquitectura para reconocer de qué modo han actuado los mejores arquitectos en las situaciones propuestas por el contexto físico, social y cultural, y qué conclusiones de orden general puede extraerse de esta experiencia crítica”.

Por supuesto, este último es el camino que sigue un Tedeschi siempre confiado en la identidad del binomio historia/crítica, que este caso amplía a un tercer miembro, la teoría. En este aspecto, el libro de Tedeschi es una continuación y ampliación del marco ideológico y metodológico de Una introducción. A pesar de ello, y más allá de su copiosa información, su escritura mucho más cuidada y su convincente estructura, Teoría de la arquitectura manifiesta un cambio de sensibilidad del que da cuenta su composición tripartita, en la que las cuestiones asociadas a lo disciplinar —la plástica, la escala, el espacio— y a su valoración —el gusto—, que antes ocupaban la totalidad del discurso, ahora se compendian, sin perder su protagonismo, en la última parte del libro bajo el epígrafe general ‘El arte’. A éste anteceden un primer capítulo dedicado a ‘La naturaleza’ y un segundo a ‘La sociedad’, que sugieren la ampliación de los intereses de Tedeschi en la década que media entre la publicación de sus dos títulos más importantes.

Tedeschi no deja de creer que “lo que hace de una construcción una obra de arquitectura es la capacidad del arquitecto de expresar su modo de sentir lo que es el edificio, el significado que tiene para él y que él trata de comunicar a los demás con la forma”. Pero concede muchas páginas en su Teoría a los condicionantes sociales y constructivos de la disciplina, analiza en detalle y con bastante objetividad los métodos de diseño, reconoce la importancia del ambiente a la hora de plantear los proyectos y propone ciertos neologismos que tendrán mucho recorrido posterior, como el de ‘paisaje cultural’.

No deja de ser sintomático, por otra parte, que, a la hora de encarar el problema de la relación del edificio con su medio físico, el autor elabore una muy solvente y documentada introducción a temas como el paisaje natural, el terreno y, sobre todo, el clima, que presenta a través de una atinada síntesis donde se funden lo técnico, lo humanístico y lo histórico. Lo relevante es que el enfoque de Tedeschi —a diferencia del que en relación con el clima se pondría de moda a principios de los años 1970— no es en absoluto determinista: las cuestiones ambientales se supeditan siempre a la esencia plástica y espacial de la arquitectura, y esta primacía de lo disciplinar, por muy incompleta que nos parezca hoy, da pie a una visión de la naturaleza que a la postre es más holística y también más cabal, Como escribe Tedeschi,  “la naturaleza vuelve a aparecer en las raíces de la creación arquitectónica como idea o sensibilidad que penetra la actitud total del arquitecto como partícipe de la cultura”. La conclusión es que, si la historia, la crítica y la teoría se confunden, lo propio hacen al cabo la naturaleza, la sociedad y la arquitectura: una lección que, sin duda, expresan los edificios construidos por Tedeschi en los mismos años en que se aventuraba en sus proyectos teóricos.

Afanes de arquitecto

El periodo que va de 1950 a 1970 se corresponde con la parte del león del trabajo teórico de Tedeschi. Además de escribir la Teoría de la arquitectura, y sus ya mencionados estudios sobre la arquitectura americana —La Plaza de Armas de Cuzco y La Catedral de Puno—, nuestro autor acomete la tarea de reivindicar en América Latina la figura de Frank Lloyd Wright mediante un libro publicado en 1955, con el que se continuaba con la tarea de promoción de la arquitectura maestro estadounidense iniciada por Bruno Zevi en 1950, año en que fue invitado a Buenos Aires. Tedeschi indaga también sobre temas contemporáneos en un ensayo que tiene por título La arquitectura en la sociedad de masas (1962), donde se muestra crítico de las nuevas formas que estaba adoptando la cultura a través de los medios de comunicación, y advierte de los peligros que éstas pueden suponer para el proyecto moderno, que es en realidad el suyo propio, el proyecto ilustrado.

El peso de estas publicaciones y el calado de su compromiso docente hacen que, a principios de la década de 1960, Tedeschi sea ya una de las figuras más influyentes de la arquitectura argentina, y su posición consolidada se traduce en colaboraciones con otras universidades argentinas. En 1955 se convierte en Jefe del Departamento de Arquitectura y Urbanismo en la Universidad Nacional de Cuyo, tarea que, por falta de medios, abandona un año después para volver a Tucumán, hasta que en 1959 se le encomienda un proyecto que le permitirá tener, por fin, independencia completa a la hora de plantear y desarrollar sus propuestas docentes e intelectuales: la creación del Instituto Interuniversitario de Historia de Arquitectura (IIDEHA), con sede en la Universidad Nacional de Córdoba, del que fue director hasta 1964.

Inspirado por el que entonces era uno de los historiadores más prometedores del país, Francisco Bullrich, y dirigido por Tedeschi con energía y perspicacia, este centro de investigación y docencia fue —más allá del Instituto de Arte Americano de Buschiazzo—la primera institución de su género en Argentina dedicada específicamente a la historia de la arquitectura. En ella comenzaron a hacerse notar una nueva generación de estudiosos, como Marina Waisman o Raúl González Capdevila, comprometidos con el proyecto crítico de restablecer los vínculos de la historia con el presente para dar continuidad a la línea genealógica que, desde Benedetto Croce y Lionello Venturi, llegaba hasta Bruno Zevi y el propio Tedeschi. Es cierto que con el énfasis en el gusto estético y, por tanto, en la preeminencia de la ‘vivencia’ del edificio como obra de arte, se corría el riesgo de banalizar los estudios históricos hasta el punto de convertirlos en meros apéndices de la actividad proyectual. Pero no es menos cierto que el trabajo del grupo liderado por Tedeschi consiguió abrir los ojos a toda una generación a través de una importante labor de difusión de las muchas ideas que se planteaban en el convulso panorama internacional de los años 1960. Por el IIHA pasaron, de hecho, figuras tan importantes como Nikolaus Pevsner (un viejo conocido de Tedeschi), Vincent Scully, Reyner Banham, Joshua Taylor, Umberto Eco, Fernando Chueca Goitia y Giulio Carlo Argan, cuyas lecciones en Córdoba dieron pie a un conocido libro de inspiración zeviana, El concepto de espacio arquitectónico desde el Barroco a nuestros días (1968).

En paralelo a esta intensa actividad teórica y docente, Tedeschi había ido construyendo desde su llegada a Tucumán casas unifamiliares que materializaban sus ideas organicistas y sirvieron, en ocasiones, como campo de indagación de las soluciones bioclimáticas que su autor desarrollaría en los años 1970. La primera, de 1952, fue la Casa en un agreste enclave de Tafí del Valle, a 2.000 metros de altitud, donde Tedeschi construye un volumen compacto y modesto, revestido de piedra local, dotado de una sutil cubierta inclinada y que se cierra al Norte y al Sur para protegerse de los vientos. Ese mismo año Tedeschi levanta en Tucumán la Villa María Teresa, también para él y su familia, con una sola planta extendida sobre una parcela muy alargada, que se retranquea para respetar una palmera, gesto organicista que se aviene bien con el hecho de revestir el edificio de piedra local. Por su parte, la Casa Hidalgo en San Juan, de 1954 sin abandonar en ningún momento el carácter modesto y antiretórico de las obras anteriores de Tedeschi, posee mayor complejidad compositiva, al basarse en el contraste entre un interior orgánico y un exterior estrictamente regular determinado por la geometría de la parcela.

Más importantes son las dos casas construidas en 1958. Por un lado, la Casa Tedeschi en el número 445 de la calle Clark de Mendoza, con una atractiva estructura de franjas funcionales dispuestas según criterios bioclimáticos, de suerte que los espacios vivideros situados en el extremo Norte (se trata del Norte austral, Sur boreal) puedan abrirse a un generoso patio. Por su parte, la Casa y oficinas para Enrique Díaz en la calle 9 de julio en Mendoza es una poderosa pieza de hormigón armado con una planta diseñada de acuerdo a criterios estrictamente funcionales —oficinas en un extremo del solar, con acceso directo desde la calle; vivienda extendida en el polo opuesto; zonas de servicio a lo largo de la pared medianera— y cuyo momento más poderoso el gran pozo de luz con sección circular que permite iluminar la ancha crujía del espacio vividero. Son obras que demuestran la habilidad de Tedeschi a la hora de manejar la escala —concepto sobre el que escribe páginas estupendas en su Teoría de la Arquitectura—, además de su vocación organicista en el trato de los materiales —piedra, hormigón y cerámica de condición táctil— y su cada vez más marcada sensibilidad ambiental.

La obra más importante de Tedeschi fue el resultado del encargo en 1960 de crear la nueva Facultad de Arquitectura de Mendoza, de la cual nuestro protagonista sería organizador, decano y profesor hasta 1972. Desde esta nueva posición, Tedeschi redactó en 1961 el estudio preliminar del Plan urbanístico de la ciudad, conocido como ‘Informe Tedeschi’, antes de proyectar y comenzar a construir, un año después, el complejo de la Facultad bajo el eslogan ‘Economía, Velocidad y Funcionalidad’. El edificio principal de este complejo se extiende a lo largo de un eje Este-Oeste, dejando sus lados más largos abiertos al Sur y al Norte para optimizar la captación solar y favorecer la ventilación cruzada. Consciente de los muchos cambios de uso que afectan a este tipo de dotaciones, Tedeschi opta por un modelo flexible, casi diagramático que, salvo por lo que se refiere a la caja de escaleras, permite liberar toda la planta de pilares. Esto pasa por colocar la estructura en el exterior y convertirla en una celosía triangulada de hormigón armado, a un tiempo poderosa y grácil.

La celosía, que pronto se convirtió en la imagen icónica del edificio, parece deudora de la plástica brutalista de aliento lecorbusiano difundida en Argentina por Clorindo Testa y Francisco Bullrich, entre otros. Sin embargo, tal vez resulta más pertinente relacionarla con las estructuras arborescentes de Pier Luigi Nervi, que, desde su viaje a Tucumán de 1948 y su estancia en Buenos Aires en 1950, había colaborado con las instituciones argentinas. La conexión italiana resulta indiscutible si se tiene en cuenta además que lo que Nervi proponía era una síntesis orgánica entre arquitectura y estructura; una síntesis en la que lo ‘orgánico’ tenía una doble lectura: por un lado, como énfasis en las estructuras de cáscara de filiación natural, inspiradas en las corazas de los crustáceos, los esqueletos o las ramas y las hojas; por otro lado, como búsqueda de la espacialidad a través de la construcción. En el edificio de Mendoza, la referencia al primer sentido de tal organicismo está en la celosía arborescente, compuesta por una serie de troncos que se bifurcan en dos brazos y vuelven a bifurcarse a la mitad de las ramas para componer un tejido de nudos donde se apoyan las vigas prefabricadas y que se remata por una sucesión de pequeñas y delicadas cubiertas a dos aguas. Por su parte, el segundo sentido resulta evidente en la generosa espacialidad del edificio, cerrado a Este y Oeste con una piel de ladrillo, pero abierto totalmente a la celosía, que sombrea y crea profundidad. Nada hay en este edificio que recuerde a la expresividad pesada y contorsionista de Testa: en su control de la forma y la estructura, Tedeschi demuestra ser, una vez más, un consumado maestro en el dominio de la escala.

Energías alternativas y final

En 1972, Tedeschi abandona sus cargos administrativos en la Facultad de Arquitectura de Mendoza para dedicarse por completo a la investigación en temas medioambientales. Un año después, funda, también en Mendoza, el Instituto de Arquitectura y de Urbanismo y, dentro de éste, el Laboratorio de Ambiente Humano y Vivienda (LAVH), cuyo propósito es estudiar las condiciones del medio físico de las regiones áridas de Argentina y proponer soluciones tipológicas y constructivas. Es en este marco donde Tedeschi comienza a trabajar con sistemas solares pasivos, un empeño al que dedicará la mayor parte de su tiempo en esta década de 1970.

Desde su llegada a Italia, Tedeschi había insistido en la importancia de tratar los problemas del hábitat humano desde una perspectiva integral; un proyecto que se compadecía bien con el cambio de perspectiva, más afín a los problemas medioambientales, que se estaba produciendo tanto en Europa como en Estados Unidos. Los arquitectos argentinos no habían sido ajenos a esta sensibilidad; de hecho tenían su propia prosapia en este asunto: ya en 1932 Wladimiro Acosta había creado Helios, un sistema de protección solar basado en el uso de parasoles horizontales y verticales y en un estudio adecuado de la orientación de los edificios, que difundió en un influyente y anticipatorio libro Vivienda y Ciudad, de 1937. Otro importante precursor fue el ya citado Eduardo Sacriste, cuyos edificios de elegante organicismo se adaptan con cuidado a las condiciones de los diferentes climas del país y se construyen con materiales locales. Diferente por completo a la sensibilidad de Acosta o Sacriste fue la de Amancio Williams, que entre 1948 y 1953 realizó una serie de tres proyectos de hospitales para la región de Corrientes, con clima subtropical, donde reinterpretó desde un enfoque tecnológico las soluciones vernáculas de la región, diseñando una trama de bóvedas de cáscara que proveían de sombra a los pabellones colocados debajo, de suerte que éstos pudieran disfrutar de un microclima creado con medios totalmente pasivos.

Tedeschi había ensayado estrategias afines en sus casas de los años 1950, que estaban bien orientadas, se protegían del exceso de radiación solar, disfrutaban de ventilación natural y estaban construidas con materiales locales. Entre ellas destaca la ya mencionada vivienda en el 445 de la calle Clark de Mendoza, a la que el propio Tedeschi considera una casa solar, si bien, como confiesa en su Teoría de la Arquitectura, los resultados conseguidos a través de su invernadero habitado no fueron del todo los esperados. A estas experiencias se fueron añadiendo nuevas influencias a lo largo de la década de 1960, fundamentalmente anglosajonas, de la mano de Reyner Banham, que en 1969 publicó The Architecture of Well-Tempered Environment —donde desvelaba la relación de la energía con la arquitectura moderna y propugnaba un giro tecnocrático y medioambientalista—, y también de Victor Olgyay, profesor de Princeton, a quien se debe el fundamental Design with Climate, manual de referencia donde abogaba por adecuar el lenguaje del Movimiento Moderno a las necesidades de las zonas climáticas del mundo.

El punto álgido del discurso bioclimático se produjo a partir de la crisis del petróleo de 1973. Ese mismo año, la UNESCO convocó un congreso internacional bajo el lema ‘Alborada de la era solar’, donde se presentaron los prototipos de casas solares desarrollados durante las últimas décadas en los Estados Unidos. Siempre bien informado, Tedeschi se hizo con la documentación de estos ejemplos, y, una vez fundado el LAVH, se propuso desarrollar el prototipo de una casa solar autosuficiente. En lo fundamental, el esquema que sigue la casa de Tedeschi es el de la ‘casas solares’ de Mickelson de 1930 y del MIT de 1939, que funcionaban con una superficie de paneles termosolares conectados a una bomba y a un depósito de acumulación de calor, a los cuales se añadía un pequeño invernadero orientado al Sur. El prototipo de Tedeschi añade a este esquema una interesante sección especializada, cuya parte más baja, abierta al Norte austral y dotada a un muro trombe, se combina con una chimenea solar con aberturas para favorecer el tiro de ventilación, que está además inclinada para permitir la integración óptima de los paneles termosolares.

En paralelo, Tedeschi se embarca en otros proyectos, como la construcción de su nueva casa en Mendoza (1974) y la redacción de una serie de publicaciones sobre arquitectura y energía solar: primero, el número especial que la revista Summarios dedica al tema en 1976; más tarde, el libro Energía alternativa, que será publicado en Italia en 1978 y un año después en España, una especie de manual ‘contracultural’ del tipo Whole Earth Catalog que da cumplida cuenta de la evolución de las ideas de Tedeschi a lo largo de su carrera, desde las tesis organicistas de la época de su llegada a Italia hasta el bioclimatismo militante de sus años postreros.

Enrico Tedeschi nunca verá terminado su prototipo solar, aunque sus afanes bioclimáticos serán continuados por su equipo. Tras enfermar de cáncer de riñón, muere de un ataque al corazón en Buenos Aires el 15 de septiembre de 1978, poco después de que, con el Golpe Militar, comenzara el periodo más negro de la historia argentina.