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Estéticas de la destrucción, 1. Stalingrado, 1942

Eduardo Prieto

De camino a Stalingrado, un regimiento de la Wehrmacht hizo parada en Yásnaia Poliana, la finca familiar donde Leon Tolstói había escrito buena parte de sus novelas. Meses después, los soldados soviéticos se encontraron con que la casa estaba quemada y que, en el lugar donde antes había un tapiz de flores, se levantaban unos montículos de barro donde los alemanes habían enterrado a sus muertos.

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El bombardeo en picado sobre Stalingrado hizo poco menos que imposible que nadie pudiera sobrevivir sobre la rasante de la ciudad. Las bombas incendiarias prendían en las casas de madera y provocaban estallidos de llamas que no dejaban a su paso más que los esqueletos humeantes de cimientos, chimeneas y muros de ladrillo. En poco tiempo, Stalingrado comenzó a parecerse a una de las ciudades pintadas por Giorgio de Chirico, con sus arquitecturas vaciadas y detenidas en el tiempo, o, mejor, a una suerte de ciudad Potemkin, con sus fachadas ennegrecidas tras las cuales no había, literalmente, nada.

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De haberlo podido contemplar, el paisaje de Stalingrado en llamas hubiera hecho las delicias de Hitler, como antes había hecho el incendio de Roma las delicias de Nerón. Cuando las bombas alcanzaron los grandes tanques de petróleo de la ciudad, una bola de fuego creció como un hongo apocalíptico hasta una cota de 450 metros de altura, antes de dejar paso a un incendio que duró muchos días. La estela de humo podía verse a 320 kilómetros de distancia.

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Desde los tiempos de Homero, el ethos militar prohibió la contienda nocturna: la polemos comenzaba al alba y terminaba con la aurora. Una de las tácticas más frecuentadas por los alemanes fue llevar la guerra a la noche. Lámparas de magnesio, bengalas y grandes reflectores eléctricos proyectaban su luz desde abajo y arriba, hacia las nubes y sobre los campos enemigos. En este paisaje iluminado, algunos quisieron ver a las valquirias llevándose a los más valientes de los caídos en combate.

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El reflejo de los incendios de Stalingrado era tan intenso que, incluso al otro lado del Volga, donde se apostaba la reserva del Ejército Rojo, los soldados no tenían necesidad de encender los faros de sus jeeps. Lo paradójico es que tal resplandor dejaba paso en otras partes de la ciudad a la más absoluta oscuridad, pues el humo negro, aceitoso y pestilente que emanaba del caos de ruinas e incendios oscurecía el sol.

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Cuando cedían las llamas, aparecía la infantería ratera cuyo hábitat eran los escombros. En su tráfico por los montones de ruinas y restos de la destrucción industrial, los soldados perdían la noción del espacio abstracto. Una grieta, un cráter o el esqueleto de un tranvía podían convertirse en refugio o sepultura. No había visiones de conjunto. Los detalles, cifra de la supervivencia, se convertían en la única realidad. Los soldados también perdían la noción del tiempo: no tenían claro dónde acababa el día y comenzaba la noche. Los incendios y los reflectores quebraban los ritmos naturales y hacían aún más improbables los pronósticos. Incluso resultaba difícil saber cuándo era mediodía, tal era la densidad de la niebla de humo y polvo.

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En los tiempos del paroxismo futurista, los artistas bolcheviques postularon que la música del futuro debía hacerse con ruidos mecánicos. Avraámov dio crédito a la idea con una Sinfonía de las sirenas, espectáculo grandioso que se estrenó en Bakú en 1922 y cuyos instrumentos fueron las hélices de los hidroaviones, las sirenas de las fábricas, los silbidos de las locomotoras y las salvas de la artillería pesada. Veinte años después, durante el bombardeo de Stalingrado, los soldados tuvieron ocasión de presenciar una sinfonía mucho más ambiciosa. Una sinfonía real, compuesta por el estruendo de los cañones de gran calibre, el fuego antiaéreo, el rugido de los cazas, el traqueteo de las orugas de los tanques, el tableteo de las ametralladoras, la sirena de los bombarderos en picado y el silbido de las baterías de cohetes. La sinfonía, en fin, de la Historia.

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Lo que más desquiciaba a los soldados en el frente era la alternancia entre los momentos de fragor insoportable y los de silencio casi absoluto. Los paisajes sonoros no parecían seguir ninguna ley. A un periodo de bombardeo y fuego tan intensos que reventaban los tímpanos podía seguir otro de calma profunda en el que podía oírse cómo crujían las botas de los enemigos tras las paredes de una casa en ruinas.

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Antes de llamarse Stalingrado, Tsaritsin era una ciudad conocida por sus tormentas de polvo. Stalin quiso convertirla en una ciudad ejemplar, su ciudad. Donde antes había habido solo eriales, se plantaron cientos de hectáreas de parques y avenidas arboladas. Donde solo había habido isbás de madera, crecieron grandes bloques de apartamentos racionalistas e inmaculadamente blancos. Donde antaño habían proliferado cuadras y huertos, se irguieron inmensas fábricas, como la de tractores, la primera del primer Plan Quinquenal y la mayor de todas las soviéticas. Para poner esta y otras fábricas en marcha, se trajeron a especialistas de los Estados Unidos, que intentaron inculcar a los técnicos soviéticos los novedosos principios de la fabricación en cadena. El éxito tardó mucho en llegar, pero en 1941, justo antes del estallido de la guerra, Stalingrado ya se levantaba frente al Volga, blanca, orgullosa y coronada de chimeneas humeantes. Por las noches, la ciudad se iluminaba con cientos de reflectores, que tal vez expresaban la tozuda confianza de los tecnócratas soviéticos en los poderes de la energía eléctrica. “La electricidad no tiene patria”, habían llegado a proclamar.

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Con los bombardeos, el centro de Stalingrado se había convertido en una suerte de queso gruyère por cuyos recovecos laberínticos se movían las ratas-soldado. Los proyectiles, las minas y el fuego habían producido en pocos días un efecto más devastador que el de cientos de años de erosión e incuria, aunque el paisaje resultante, a diferencia del natural, no tenía los perfiles suaves que moldean poco a poco el agua y el viento, sino esas aristas vivas que solo es capaz de producir la violencia humana. Aquel escenario hizo de la lucha casa por casa una especie de agónico paseo arquitectónico donde podían descubrirse escenas insospechadas. En un bloque de apartamentos aparentemente devastado, se vislumbraba de repente un salón con todos sus enseres intactos, como si el tiempo, allí, se hubiera quedado quieto. En un barrio donde el fuego lo había devorado todo, se erguía, sin saber cómo, una casa de madera indemne. Este tipos de cosas —y no el paisaje de ruinas al que ya se habían acostumbrado— eran las que llamaban la atención de los soldados, que, por otro lado, aprovechaban los agujeros abiertos por los proyectiles o los desplomes catastróficos para atacar al enemigo por imprevistas trayectorias diagonales a través de las plantas de un edificio (un poco a lo Matta-Clark) o bien ajustando el disparo entre varios orificios alineados por causalidad en enfilade (como si tal orden hubiera proyectado por un arquitecto barroco). Aquellos escenarios entrópicos eran el infierno de los soldados de a pie y el paraíso de los francotiradores, y desafiaban al más avezado guía, no solo porque resultaban un dédalo en sí mismos, sino porque su traza cambiaba con cada nuevo bombardeo. Al concluir la Primera Guerra Mundial, los estudiosos militares escribieron que las trincheras habían sido la mayor aberración del arte bélico. En Stalingrado la aberración se hizo tridimensional.

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Mientras los soldados rusos se convertían en ratas que pululaban por las ruinas del centro de Stalingrado, al otro lado del Volga sus madres, mujeres e hijas devenían asimismo ratas que excavaban sus nidos donde podían. Las laderas frente al río se llenaron de cuevas laberínticas cuyas puertas se protegían con pedazos de cartón o chapa renegridos por los incendios.

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El 9 de noviembre de 1942 el invierno llegó a Stalingrado. La temperatura bajó hasta los 18 grados bajo cero y el Volga dejó de ser navegable. La sinfonía de ruidos de la ciudad se enriqueció con uno nuevo. Cuando se paraban las hélices de los bombarderos, cuando enmudecían los cañones, cuando callaban los soldados, tal vez en la noche, podía percibirse un susurro como de arenas en movimiento. Eran los témpanos de hielo que chocaban hasta acabar triturados. La naturaleza también tenía su guerra.

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El 17 de noviembre de 1942, Stalin trazó una línea roja sobre un plano. Ordenó que la aviación, la artillería y las tropas partisanas hicieran cenizas todas las casas y granjas situadas entre el frente y una franja virtual dispuesta 65 kilómetros por detrás de los alemanes. Un vacío de tierra quemada.

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Stalingrado se había convertido en una suerte de segunda naturaleza que reunía todos los escenarios de guerra. En el mismo día, un destacamento podía pasar por un parque asalvajado que recordaba los bosquetes de Bielorrusia; después moverse a lo largo de las fachadas ennegrecidas que, flanqueando las calles, hacían el efecto de un desfiladero de los Urales; y, al fin, tras unas horas de peligroso periplo por los montículos de escombros, alcanzar una plaza abierta y milagrosamente limpia que parecía tan amplia como las estepas del Don.

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Cuando visitó la ciudad en pleno asedio, a Vasili Grossman las armaduras de hierro de los edificios, pendidas, dobladas y alabeadas, le recordaban una fina red de pescar que hubiera roto un enorme esturión en su lucha por liberarse.

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El comienzo de la maniobra envolvente con que Zhúkov acabaría aplastando a los alemanes en Stalingrado consistió en un bombardeo tan intenso, que los oficiales médicos de un hospital situado a cincuenta kilómetros del frente se despertaron de un profundo sueño porque el suelo temblaba.

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Al final del asedio, los soldados-ratas alemanes se acabaron convirtiendo en ratas sin más. Ratas al acecho de cualquier residuo. Antes de ser desalojados a la fuerza, los campesinos rusos que vivían cerca del frente dejaron sus casas preparadas para hacer frente al invierno: habían colocado, por delante de las paredes, un entramado de troncos y balas de paja aislante. Los soldados-ratas desmantelaron aquello rápidamente. Dieron la paja a los pocos animales que conservaban, utilizaron los troncos como leña y deshicieron las isbás para reutilizar las puertas, ventanas y tablas en sus refugios. Dos años más tarde, los soldados campesinos rusos se tomarían la revancha. Conforme avanzaban hacia Alemania, fueron desmontando los laboratorios, talleres y fábricas, para enviarlos, repartidos en lotes y piezas, a la Unión Soviética, donde se reciclaban y podían incluso montarse de nuevo.

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Cerca ya la derrota alemana, el general Strecker se hizo volar por los aires junto a su Estado Mayor en la fábrica de tractores de Stalingrado. Los Servicios de Propaganda nazis estuvieron allí para filmar la performance. En la grabación, se ven los preparativos. Se ve abandonar el edificio a los soldados rasos. Se ve, finalmente, la tremenda explosión.

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Cuando, después de la victoria en Stalingrado, las autoridades rusas invitaron a los periodistas internacionales a visitar las ruinas de la ciudad, a casi todos les costó imaginarse el relieve original del terreno. Nadie podía decir si una pendiente era natural o bien el resultado de la fusión de varios cráteres. Todo el paisaje, además, estaba recubierto con una capa entrópica compuesta por alambradas de púas, marañas oxidadas de acero, carcasas de bombas y, por supuesto, restos humanos desperdigados por doquier y que seguían ataviados con sus uniformes verdes (alemanes) o grises (soviéticos). En algunos lugares, la topografía de la guerra había producido una suerte de montañas al revés. Se habían abierto simas tan profundas que a su fondo no llegaban los rayos del sol invernal. En su interior podía encontrarse de todo. Incluso vagones de ferrocarril enteros, puestos cabeza abajo.

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Cuando un grupo de supervivientes de la 297ª división de infantería alemana se rindió a un oficial soviético en Stalingrado, este les gritó, señalando alrededor: ¡Así se verá Berlín!