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Estéticas de la destrucción 2. Dresde, 1944

Eduardo Prieto

Tras patentar la dinamita en 1867, Alfred Nobel declaró que su invento haría imposible la guerra.

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Wilbur y Orville Wright fueron los artífices en 1903 del primer vuelo controlado de una máquina más pesada que el aire. Años después, Orville declararía que la invención del avión le había hecho pensar en el fin de los conflictos armados.

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En 1921, el general italiano Giulio Douhet planteó, en El control del aire, la posibilidad de que grandes ciudades como Londres, Berlín o París fueran destruidas completamente mediante bombas incendiarias lanzadas desde aeroplanos.

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En otoño de 1939, Hitler vio la película sobre el bombardeo de Varsovia. Los Stukas caían en picado, la artillería pesada vomitaba proyectiles, las nubes de humo oscurecían el cielo. El Führer estaba fascinado… Al final del film, un montaje mostraba cómo un avión alemán se precipitaba sobre Gran Bretaña y soltaba sus proyectiles: tras una inmensa llamarada, la isla saltaba en pedazos. En su exaltación, Hitler exclamó: “¡Eso es! ¡Los aniquilaremos!”.

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El ataque alemán sobre la ciudad inglesa de Coventry en el atardecer del 11 de noviembre de 1940 sentó las bases de los bombardeos aéreos sobre objetivos civiles, los llamados bombardeos ‘estratégicos’. El método pasaba por tres acciones consecutivas. La primera era el lanzamiento de bengalas marcadoras que emitían una bellísima lluvia de chispas de colores semejantes a las luces de un árbol de navidad. Señalados los objetivos, se soltaban después bombas perforantes que abrían enormes cráteres en las carreteras e impedían el paso de los bomberos, y que, al reventar puertas y ventanas y agujerear los tejados, creaban los chiflones necesarios para que los incendios crecieran rápidamente, al tiempo que dejaban paso a las bombas que venían a continuación. Estas, las incendiarias, constituían la tercera etapa. Hechas fundamentalmente de fósforo, prendían en todo lo que fuera medianamente inflamable y provocaban en pocos minutos un infierno de destrucción rojo y amarillo. Siempre hábiles a la hora de crear neologismos, los militares alemanes decían de cualquier ciudad castigada por un bombardeo aéreo severo que había sido adecuadamente coventriert, es decir, ‘coventrizada’.

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Durante el ataque a Coventry, un proyectil abrió un enorme boquete en el techo de una de las salas del hospital de Warwickshire. A través del óculo, los pacientes pudieron contemplar el resplandor de la ciudad envuelta en llamas y, por encima de ella, los aviones que daban vueltas sobre sus cabezas, en busca de nuevos objetivos.

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En sus Memorias, Albert Speer cuenta que, durante una cena en la flamante Cancillería del Reich, Hitler apuntó con énfasis a la posibilidad de destruir por completo la capital británica. “¿Han visto alguna vez un mapa de Londres? Está tan densamente edificada que un incendio bastaría para destruir la ciudad entera. Göring quiere utilizar bombas especiales para producir incendios por todas partes, miles, que se unirán en una gigantesca deflagración.”

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Desde el Ministerio de Defensa, durante uno de los peores ataques alemanes sobre Londres en 1940, Arthur Harris —Comandante en Jefe del Grupo de Bombardeos y más tarde conocido como ‘Bomber’ Harris— contemplaba cómo el centro de la ciudad se había convertido en un océano de fuego en el que solo parecía mantenerse a flote la orgullosa catedral de San Pablo. La imagen le pareció tan fantástica, que llamó a un subordinado para que compartiera con él el espectáculo desde la azotea. Después, casi de pasada, comentó: “Están sembrando vientos.”

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El 8 de octubre de 1871 se produjo en Peshtigo, Wisconsin, el incendio forestal más devastador de la historia de los Estados Unidos. Causado por unos obreros del ferrocarril, se extendió por 400.000 hectáreas y mató a unas 1.500 personas. Los testigos informaron de la capacidad del fuego para moverse a la velocidad de un tornado, saltar grandes ríos y proyectar muy lejos grandes bolas de llamas y objetos ardientes. Lo que se había producido en Peshtigo era una “tormenta de fuego”, fenómeno que se da cuando el calor es tan intenso, que el aire caliente, al ascender muy rápido, absorbe frenéticamente todo el oxígeno bajo él. El vacío así generado tiende a ser ocupado por el aire adyacente con gran rapidez y fuerza, de suerte que el fluido hirviendo acaba matando a cualquier ser vivo con el que se encuentre en su camino, no solo porque, por su temperatura, cuece literalmente los pulmones, sino porque está compuesto en su mayor parte por monóxido de carbono venenoso.

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En la noche del 27 al 28 de julio de 1943, los aviones aliados lanzaron 2.326 toneladas de bombas sobre Hamburgo. La tormenta de fuego aniquiló a las víctimas quemando y asfixiando. Como el incendio de Peshtigo.

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Después del bombardeo de Hamburgo, Ernst Jünger se preguntaba en su diario de dónde había salido todas esas fuerzas demoniacas que estaban destruyendo Europa. Unas fuerzas que nadie había visto antes y tal vez ni siquiera sospechado, pero que, desde el principio, habían estado presentes de algún modo.

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En las batallas aéreas sobre Londres o Berlín actuaban miles de soldados pero participaban como espectadores centenares de miles e incluso millones de personas.

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Para mejorar el rendimiento de los bombardeos aéreos, los militares estadounidenses crearon un campo de pruebas especial en Dugway, Utah. En su afán empírico, llegaron a levantar un costoso “inmueble-tipo de apartamentos alemán” contra el que ensayaron todo de proyectiles incendiarios. El proyecto de inmueble se encargó a un arquitecto nacido en Prusia Oriental pero exiliado en los Estados Unidos, que durante sus años alemanes había tenido muchísimo éxito construyendo sobre todo grandes almacenes. Se llamaba Erich Mendelsohn y era judío.

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En Hamburgo, las bombas explosivas y las incendiarias colaboraron a la perfección, prendiendo la mecha unas y las abriendo innumerables boquetes en los tejados, los forjados y las paredes, que generaron enseguida un destructor tiro de aire. En poco tiempo, todo el centro de la ciudad se convirtió en una inmensa pira de dos kilómetros de altura que los bombarderos podían ver a kilómetros de distancia, y que ardió con tanta intensidad que alcanzó los 1.000 grados centígrados. La tormenta de fuego no se hizo esperar. Llenando el vacío creado en el centro de la pira, el aire ardiente y colmatado de monóxido de carbono llegó a soplar a ráfagas de 150 kilómetros por hora. Sonaba como un estruendoso huracán. Se llevó todo. Fue capaz incluso de arrancar de cuajo los árboles de los parques.

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Tras la tormenta de fuego en Hamburgo, cayó sobre la ciudad una nube de ceniza, semejante a la mencionada por Plinio en su descripción de la catástrofe de Pompeya. La nube transformó el día en noche, y obligó a los supervivientes a encender linternas y velas para moverse por la ciudad en ruinas.

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Nunca se supo con certeza el número de víctimas del bombardeo de Hamburgo. Después de la guerra, un peritaje estadounidense aventuró la cifra conservadora de 40.000, habida cuenta de que se pudieron encontrar cuatro fosas comunes con una capacidad de unos 10.000 cuerpos cada una.

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El 27 de noviembre de 1943, Jünger escribe en su diario acerca del bombardeo de la ciudad de su infancia, Hannover: “En una sola noche han quedado aniquiladas diez mil viviendas, cada una con su aura de historias familiares, cual nidos tirados al suelo por una tempestad.”

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Tras los bombardeos, en Colonia las misas comenzaron a celebrarse al aire libre, ante las ruinas humeantes de las iglesias.

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Mientras los aliados bombardeaban con saña las ciudades alemanas, Wernher von Braun, un joven ingeniero de treinta años, desarrollaba el arma secreta en la que Hitler quiso ver la solución final para la guerra: el misil. Von Braun consiguió elevar verticalmente, hacia el cielo, trece toneladas de metal y combustible. Sin tripulación. La idea era bombardear, una vez más pero mucho más precisa y letalmente, Londres. Speer vio en ello otra poesía: “Por primera vez en la historia”, escribió en su diario, “un producto del ingenio humano ha rozado el espacio a más de cien kilómetros de altura.” Al terminar la guerra, Von Braun fue tentado por varias potencias vencedoras. Acabó trabajando en los Estados Unidos, donde, veinte años después, diseñó el cohete Saturno que llevó al ser humano a la Luna.

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Después de viajar a las ciudades del oeste de Alemania devastadas por los bombardeos, Jünger las recordaba como eslabones de una cadena negra. Se asombraba, por otra parte, de que el único deseo que parecía despertar en sus compañeros de viaje aquel paisaje de escombros era el de seguir acrecentándolo. Abrigaban la esperanza de que pronto Londres se viera en el mismo estado.

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En 1946, un periodista daba cuenta de la desolación de Hamburgo informando de que, en un viaje en tren a velocidad normal, había estado contemplando durante quince minutos un verdadero paisaje lunar.

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Después de su viaje al Hamburgo bombardeado, Jünger reflexionaba sobre la posibilidad de que, en el mundo de los Titanes de la Técnica que le había tocado vivir, todas las cosas se hubieran vuelto como incandescentes. Que hubieran adquirido una peligrosidad elemental.

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La tradición dice que las últimas palabras de Goethe fueron: Licht, mehr Licht! ¡Luz, más luz! En 1943, en su campaña de concienciación sobre el camuflaje nocturno, las autoridades alemanas comenzaron a poner en las puertas de las casas carteles con la siguiente advertencia: Licht ist dein Tod! ¡La luz es tu muerte!

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Para engañar a los radares enemigos, los bombarderos ligeros británicos soltaban antes de los ataques nocturnos cientos de kilos de laminillas de aluminio que caían en la noche formando una bellísima nube titilante.

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Desde la cabina de sus bombarderos, los pilotos aliados contemplaban cómo los puntos rojos de los incendios en Dresde iban extendiéndose muy rápido y se agrupaban para acabar fundiéndose en una única mancha que brillaba y crepitaba en la oscuridad. A uno de ellos la imagen de la tormenta de fuego vista a distancia le recordó la de una mancha de bacterias al rojo vivo, observada con un microscopio.

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Tras los primeros bombardeos sobre las ciudades alemanas, las campanas de las iglesias fueron sustituidas por sirenas.

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En 1802, después de visitar Dresde, el filósofo Johann Gottfried Herder anotó en su cuaderno: “Dresde es la Florencia alemana.”

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Durante el primer bombardeo de Dresde, hubo muchas personas que salieron de sus refugios para contemplar el espectáculo impresionante de los reflectores antiaéreos y las estelas de colores —‘árboles de Navidad’— que dejaban en su caída las bengalas marcadoras y se reflejaban con delicadeza sobre la ciudad a oscuras. Luego volvieron rápidamente a los refugios, antes de que comenzaran a caer las bombas incendiarias.

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En 1710 se abrió en Dresde la primera manufactura europea de “oro blanco”. Dresde fue la ciudad de la frágil porcelana.

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“Look at that fire! Oh, boy!”. Desde la torreta de cola, el artillero de un bombardero británico describió la imagen de la ciudad en llamas, entrevista a decenas de kilómetros, como la cola de un cometa inmóvil en la oscuridad.

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Uno de los prisioneros aliados que fueron obligados a desescombrar Dresde después del bombardeo, el futuro escritor Kurt Vonnegut, describió aquellos trabajos como una “minería de cadáveres”. Se abrían innumerables agujeros, a veces verdaderos pozos, que no solían conducir a ningún sitio. Salvo cuando lo hacían. Entonces se encontraban, por norma general, cuerpos quemados o mutilados, aunque los hallazgos podían ser más inquietantes. Unas veces lo que se veía eran montañas enteras de cuerpos cocidos por el agua hirviente que había brotado de las calderas de calefacción reventadas. Otras, muchachas a las que la onda expansiva había arrancado limpiamente sus ropas. Y otras, grupos de cadáveres sentados a la mesa o bien apoyados en las paredes de un sótano, aparentemente intactos.

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En 1736 Johann Sebastian Bach dio el primer concierto de órgano de la recién inaugurada Frauenkirche, orgullo de Dresde. Poco después, Bellotto pintó la catedral erguida y luminosa frente al Elba.

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En ocasiones, los cuerpos de las víctimas de la tormenta de fuego estaban tan carbonizados, que los restos de familias enteras podían transportarse en un solo cesto de ropa.

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Cuando comenzaron los bombardeos aéreos sobre las ciudades alemanas, las autoridades recomendaron abrir agujeros en las paredes de los sótanos. La ciudad laberíntica así creada ayudaba a que los supervivientes pasaran a un edificio adyacente por donde fuese posible escapar. La solución tuvo sentido mientras los ataques fueron convencionales, pero en bombardeos como el de Dresde resultó contraproducente. En lugar de ir succionando el oxígeno sótano tras sótano, la tormenta de fuego lo absorbió todo a la vez de la red, al tiempo que las llamas y el humo se extendían por los refugios con un ímpetu imparable.

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Durante la tormenta de fuego, la temperatura en el centro de Dresde llegó a ser tan alta, que los cristales de los tranvías se fundieron y las existencias de azúcar almacenadas en los sótanos de las panaderías se convirtieron en caramelo.

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A 1000º C, las calles de Dresde comenzaron a hervir. Creció, en momentos, un río de asfalto. Se salvaron los pocos que, por casualidad, llevaban botas de caña alta.

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El calor de la tormenta de fuego era tan intenso que los pilotos aliados informaron de que lo habían sentido a través de las paredes de chapa de sus aviones, a 10.000 metros de altura.

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Mientras cenaba en su habitación en el hotel Raphaël de París, Ernst Jünger oyó las sirenas de la alerta aérea. A través de la ventana vio una “estampa terrible y grandiosa al mismo tiempo”. Dos poderosas escuadrillas sobrevolaban en forma de cuña el centro de la ciudad. Iluminados por el sol del atardecer, los fuselajes de los aviones resplandecían sobre el fondo azul del cielo como si fueran peces de plata. Por el sentido de vuelo, estaba claro que acababan de soltar sus bombas sobre alguna ciudad alemana. Jünger escribió en su diario que aquel fue un espectáculo especialmente siniestro, por cuanto transmitía de una forma vívida la idea de que en ese mismo momento centenares y acaso millares de seres humanos estaban asfixiándose, quemándose, desintegrándose por causa del bombardeo. 

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En su recuento de los daños causados por el bombardeo, la policía informó de que el centro histórico de Dresde había sido barrido por “una única área de fuego” que había acabado con 12.000 viviendas, 24 bancos, 26 edificios de seguros, 31 comercios, 667 negocios, 64 depósitos y bodegas, 31 hoteles grandes, 26 bares grandes, 63 edificios administrativos, 3 teatros, 18 estudios de filmación, 11 iglesias, 6 capillas, 5 edificios de interés cultural o histórico, 19 hospitales, 39 escuelas, 5 consulados, 1 jardín zoológico, 1 planta depuradora de agua, 1 estación de ferrocarril, 19 centros de correo, 4 servicios de tranvía, 19 barcos y barcazas.

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El bombardeo no acabó en primera instancia con la Frauenkirche, de noventa metros de altura. En 1760, su arquitectura había derrotado a los cañones prusianos, cuyas bolas de hierro y plomo habían rebotado contra la cúpula de cobre del edificio, y algunos pensaban que también resistiría a los proyectiles de ‘Bomber’ Harris. No fue el caso. A pesar de que las vidrieras de la iglesia se habían protegido con sacos terreros, varías ventanas habían quedado al descubierto, y es probable que por ellas entraran las chispas y el aire caliente de la tormenta de fuego. La estructura, con todo, aguantó el envite durante un tiempo. La catástrofe se produjo, paradójicamente, una vez extinguidos los incendios. El calor había deformado las vigas del gran púlpito del edificio que, al enfriarse, quedaron desplazadas de su posición original y produjeron unas tensiones laterales que la estructura no pudo soportar. El púlpito colapsó y arrastró en su caída una de los machones que soportaban la cúpula. Esta pareció, por un momento, adaptarse a la nueva situación, pero acabó cediendo, en buena medida porque los muros, construidos con arenisca, se habían debilitado por las altísimas temperaturas. En pocos minutos, la antaño orgullosa catedral, gloria de la arquitectura alemana, se convirtió en una colina informe de escombros.

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A algunos jerarcas nazis especialmente fanáticos, la destrucción de las ciudades les daba una excusa perfecta para demoler los edificios históricos que no les gustaban o que impedían sus planes urbanísticos. El argumento era el siguiente: ¡Fuera palacios e iglesias! ¡Después de la guerra levantaremos nuestros propios monumentos!

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En algunos lugares de la ciudad al final de la guerra, el paisaje de ruinas se había transformado ya por la vegetación que había crecido sobre él. Un testigo de la época escribió que las calles de Dresde iban atravesando un paisaje de “pacíficos desfiladeros”.