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Estéticas de la destrucción, 3. Berlín, 1945

Eduardo Prieto

Cuando el Ejército Rojo bombardeaba las ciudades de Prusia Oriental a principios de 1945, el humo generado por los proyectiles se volvía tan espeso que lo ocultaba todo. En esa atmósfera solo se acertaba a entrever la estela de los cohetes Katyusha que lanzaban los propios soldados soviéticos.

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Antes de dar el último paso para conquistar Berlín, el general Chuikov ordenó a sus ingenieros militares que construyeran una gran maqueta de la ciudad. Quinientos años antes, Leon Battista Alberti había recomendado a los arquitectos que utilizaran modelos de madera o yeso para anticipar el efecto de sus edificios. Para Chuikov, sin embargo, la maqueta de Berlín no era un medio para construir mejor, sino un medio para destruir con mayor conocimiento de causa. Para destruir en las tres dimensiones que exigía la guerra moderna.

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El primer gran bombardeo con artillería de campaña sobre el área metropolitana de Berlín —que fue también el bombardeo más intenso de toda la guerra— hizo que las afueras de la ciudad se iluminasen por la acción de decenas de miles de proyectiles. El ruido era tan atronador que los soldados tenían que mantener la boca abierta para equilibrar la presión de los tímpanos. Muchos perdieron por completo el oído. Después de media hora de bombardeo, se inició el ataque de infantería. Como aún era de noche, fue necesario utilizar cientos de reflectores, a razón de uno cada doscientos metros. Miles de bengalas de todos los colores surcaron el aire; después, los reflectores apuntaron al campo enemigo, que quedó iluminado como si fuera de día. Todo estaba cubierto de un humo que se adensaba en los potentes haces eléctricos. Bandadas de pájaros aterrorizados surcaban el cielo, aunque nadie los veía. La luz era tan intensa que no permitía más movimiento que el de seguir avanzando. 

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Después de los bombardeos aéreos sobre Berlín, que devastaron barrios enteros, las calles y los tranvías seguían abarrotados de gente.

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Cuando probaron el Panzerfaust que habían incautado a los nazis, los oficiales del Ejército Rojo se dieron cuenta de que resultaba menos eficaz contra los carros de combate que contra las paredes. Pronto le encontrarían una inesperada aplicación en Berlín, como instrumento para agujerear los tabiques de las casas y pasar de una habitación a otra en la esquizofrénica y ratonera lucha de guerrilla doméstica. La cosa ya se había ensayado con éxito en el asedio de Gerona, en 1809, aunque en este caso los huecos a través de las casas no se abrieran con lanzagranadas sino con la culata de los mosquetes, con puntales, con palos, con piedras. Con los puños incluso.

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La virtud del Panzerfaust no solo estaba en su eficacia perforadora, sino en su onda expansiva que mataba a distancia a los enemigos apostados al otro lado del tabique. Como era de prever, estas armas encontraron su mejor aliado en los lanzallamas, método óptimo para evacuar al soldado fanático que, sin esperanza alguna, se encastillaba en el esqueleto de un inmueble calcinado y seguía hostigando desde allí al enemigo.

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Durante el asedio de Berlín, los soldados volcaron los tranvías sobre las calles del centro de la ciudad, y llenaron completamente los vagones con ladrillos y escombros para improvisar una suerte de barricadas de la era de la máquina.

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El primer bombardeo artillero de la toma de Berlín fue tan fuerte que su efecto en los barrios de la ciudad, situados a unos sesenta kilómetros de la zona cero, era semejante al de un pequeño terremoto. Los cuadros se caían, las lámparas oscilaban, los timbres de teléfono sonaban espontáneamente y los sótanos se balanceaban como lo haría un barco en alta mar.

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La última interpretación de la Filarmónica de Berlín durante la guerra fue el 12 de abril de 1945, apenas quince días antes de la caída definitiva. Albert Speer acababa de salvar a los profesores de la orquesta de su reclutamiento forzoso en el Volksturm, el desesperado ejército popular compuesto por viejos y adolescentes abocados a la condición ineludible de carne de cañón. (Goebbels, el mayor mecenas de la orquesta hasta ese momento, había dicho a Speer: “Quienes vengan detrás de nosotros no tendrán ningún derecho a ella; que se hunda con nosotros”). El programa fue muy adecuado, por germánico. Se interpretó el Concierto de violín de Beethoven, la Sinfonía Romántica de Bruckner —“la más arquitectónica de todas”, según Speer— y un famoso fragmento de El crepúsculo de los dioses de Wagner. Al acto acudieron, ataviados con abrigos porque no había calefacción, jerarcas del partido pero también muchos berlineses de a pie. A la salida del edificio, miembros uniformados de las Juventudes Hitlerianas, con cestos en las manos, se acercan al público para ofrecerles algo. Son cápsulas de cianuro.

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Durante la primera fase del cerco de Berlín, en abril de 1945, el general ruso Kazakov distribuyó las 8.983 piezas de artillería a su cargo a razón de 270 cañones por kilómetro de frente o, lo que es lo mismo, un cañón de campaña cada cuatro metros. Contaba, además, con 7.000.000 millones de proyectiles, de los cuales se lanzaron solo en un día 1.236.000.

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El asalto a Berlín paralizó la evacuación del zoo de la ciudad. Los cuervos, los monos, incluso algunos leones, quedaron sueltos. Todos los pájaros volaron. Cuando los proyectiles alcanzaron el pabellón de los cocodrilos, los saurios supervivientes comenzaron a reptar por los escombros o a yacer al acecho bajo el agua. Mientras tanto, al fondo podía verse el resplandor rojo de la capital en llamas.

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La Cancillería del Reich, proyectada por Alfred Speer y el propio Hitler, lucía en enero de 1945 con un aspecto más siniestro del habitual. Rodeada de edificios en ruinas, el edificio se había abandonado cuando los bombardeos resultaron insufribles. Se retiraron las valiosas alfombras anudadas a mano, se descolgaron los cuadros, y parte del mobiliario estilo ‘Trasatlántico’ que tango gustaba a los jerarcas nazis más refinados fue enviado al nuevo centro del poder: el búnker del Führer. En uno de los compases finales de la guerra, Speer visitó la Cancillería, poco después de su última despedida de Hitler. Berlín estaba sitiada y al ministro-arquitecto le esperaba un avión para escapar. Pero no pudo resistirse a perder el tiempo visitando su obra, la única que daba algo de la talla de la arquitectura que había soñado junto a su mentor. Según Speer, reinaba allí un silencio espectral, como el que solo hay por la noche en las montañas.

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El búnker de Anhalter, una de las fortalezas de hormigón armado que dominaban la capital alemana desde mediados de 1943, tenía una superficie total de 3.600 metros cuadrados, pero durante el asedio llegó a estar ocupado por 12.000 personas.

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Durante el momento álgido del asedio de Berlín, a mediados de abril de 1945, la ciudad experimentó con toda su fuerza la llegada de la primavera. “Se ven muchos huertos en flor”, escribía un sorprendido soldado ruso. Durante los pocos momentos en que callaba el estrépito de los cañones, en el Berlín devastado podría oírse por doquier el canto de los pájaros.

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La obra soñada por Hitler y Speer, el emblema del Reich de los Mil Años, la Volkshalle, nunca vivió más allá de los planos. Sin embargo, uno de los túneles de sondeo que, con vistas a construir la inmensa cúpula, se realizaron junto al Reichstag para determinar la resistencia del suelo sí llegó a tener cierto sentido estético. Con los bombardeos de marzo y abril de 1945, el túnel se derrumbó y el agua de filtración comenzó a inundarlo, de lo que resultó un gran cauce artificial que corría atravesando la Königplatz. En su desesperación, los defensores del Reichstag acabaron utilizando como foso esta espontánea obra de landart.

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Durante días, noventa piezas de artillería dispararon sin tregua sobre el Reichstag de Berlín. El edificio, tozudo emblema de la firmitas vitruviana, fue capaz de resistir el embate, pero a cambio se llenó de huellas. Un soldado soviético recordaba de forma vívida la sangre que salpicaba las colosales columnas de piedra.

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En lo que habría de ser su última visita a Hitler, Albert Speer sobrevoló el Berlín asediado. Desde la ventanilla del avión, la ciudad le pareció tranquila, como un paisaje pintado en un cuadro. Divisó solo breves fogonazos de artillería, apenas más intensos que el destello de una cerilla. El zumbido del motor ahogaba el fragor de la batalla.

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Después de los bombardeos, las mujeres alemanas barrían las calles con escobas como si se tratara de las habitaciones de sus casas derruidas. Las llamaron Trümmerfrauen, “mujeres de los escombros”

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Para hacer sitio a la tribuna del Zeppelinfeld en 1934 fue necesario volar el hangar de tranvías de Núremberg. El espectáculo de la demolición inquietó a Albert Speer: los restos de hormigón conformaban una masa caótica y las retorcidas barras de hierro amenazaban con oxidarse. No había dignidad en semejante ruina. Aquello hizo pensar mucho al arquitecto de Hitler, que poco después presentó a su mentor una “teoría del valor como ruina”, cuya tesis era que, dado que las construcciones modernas, al morir sin decoro, no podrían funcionar nunca como “puentes de la tradición”, resultaba necesario que los sistemas constructivos empleados en los edificios hicieran posible una muerte arquitectónica digna. Incluso una segunda vida, como la de sus modelos romanos. A Hitler, la reflexión le pareció más que lógica, y ordenó que, en lo sucesivo, las construcciones del Reich se erigieran de acuerdo a la “ley de las ruinas”.

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Los afanes de las Trümmerfrauen no impidieron que Berlín se fuera desfigurando, hasta asemejarse a un vertedero. Un amasijo de vehículos quemados, casquetes de bombas, cables y cajas de granadas y el resto de quincallería producido por la guerra se mezclaban con los catres de hierro, lámparas y enseres domésticos de todo tipo, amén de con los restos de las casas, en los que, por milagro o casualidad, a veces quedaban habitaciones intactas donde uno podría encontrarse incluso un jarrón con flores marchitas o un cuaderno escolar abierto sobre la mesa, como si esperara aún a su dueño.

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Alfred Döblin escribe que unos meses después de la rendición, en el terrible invierno de 1945, los berlineses ya se movían con naturalidad entre las ruinas. Como si la ciudad hubiera sido siempre así.

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Para no dejar rastro de la memoria nazi, las fuerzas de ocupación utilizaron los millones de metros cúbicos de cascotes extraídos de las ruinas de la capital alemana para ocultar los edificios del Tercer Reich. Se cegó por completó el búnker del Führer, y sobre la Academia Militar diseñada por Speer creció un inmenso túmulo. Lo llamaron Taufelsberg, la Montaña del Diablo. Hoy sigue siendo la colina más alta de la región de Berlín.