Esto matará aquello: Notre-Dame de Paris

En una de
las digresiones más famosas de Notre Dame
de Paris, Victor Hugo pone en boca de su personaje más perverso y lúcido,
el archidiácono Frollo, una sentencia inquietante: ‘Ceci tuera cela’, esto
matará aquello. Que ‘esto’ (y podemos imaginar a Frollo poniendo la mano sobre
un volumen encuadernado) iba a matar ‘aquello’ (el temible clérigo señala ahora
la catedral de París) significaba muchas cosas. Significaba que la letra
impresa en los libros ocuparía el lugar de la letra esculpida en las
catedrales; que el saber dejaría de ser un patrimonio colectivo y cristalizado
para iniciar una deriva fluctuante e inmaterial en las conciencias de los individuos;
y que, en consecuencia, comenzarían a resquebrajarse, como agitados por un
terremoto (como castigados por un incendio), los pilares de las sociedades
acrisoladas en la religión, las sociedades para las que la catedral de París no
era todavía un monumento, sino un edificio vivo.
El tiempo dio la razón al archidiácono Rollo. Con la modernidad, el arte abandonó la religión, y las catedrales perdieron su función adoctrinadora. Dejaron de ser casas del pueblo, lugares místicos de comunión, para devenir ‘monumentos históricos’, es decir, objetos cuyo valor no estaba en su utilidad ni necesariamente tampoco en su belleza, sino en su condición de depósitos de tiempo o, como se dice ahora con cursilería, ‘lugares de la memoria’. La reverencia a Dios se sustituyó por la reverencia a la Historia, y uno de los artífices de esta transformación radicalmente moderna fue el propio Victor Hugo, cuya célebre novela resultó ser la herramienta más eficaz a la hora de introducir en el imaginario de la clase media urbana ese nuevo culto a los monumentos que sustituía al viejo culto a Dios y a los santos.
El éxito de Victor Hugo y los patriarcas de la religión de la historia fue tal que, pasados casi dos siglos desde que Notre Dame de Paris viera la luz en las imprentas, el patrimonio sigue siendo uno de los grandes temas contemporáneos. No sólo porque la memoria tienda cada vez más a utilizarse como arma política, o porque, conforme pasa el tiempo, el universo potencial de ‘lo patrimonializable’ vaya siendo más amplio, o porque edificios como la catedral de París hagan las veces de inmejorables escenarios de Instagram (‘yo estuve allí). Lo es, sobre todo, porque en un mundo donde las referencias son cada vez más efímeras o cuestionables, los monumentos se han convertido en unos de los pocos elementos que concitan consenso, que cohesionan el imaginario colectivo. Se ven como alegorías de la historia nacional y como faros imperturbables a las embestidas del tiempo, rastros visibles pero tranquilizadores de las destrucciones que va dejando a su paso el ángel de la historia, ese que mira hacia atrás. Esto explica quizá la solidaridad sorprendentemente sentimental, acaso exagerada, con la que el público del todo el mundo ha recibido la noticia de la destrucción parcial de Notre Dame a causa de un incendio provocado por los trabajos que intentaban salvar al monumento de la inmisericorde entropía. Calientes aún los rescoldos, ya se habla de la reconstrucción: como si pudiera soportar, ni por un momento, la presencia de la destrucción y la muerte; como si no se admitiera que la heroica catedral fuera al fin doblegada por el tiempo; Como si el cuerpo vulnerado del edificio fuera nuestro propio cuerpo.