Estudiar en un castillo encantado

Cuando se les pregunta qué es una casa, los niños
dibujan el arquetipo de una fachada con una puerta, dos ventanas y un tejado
del que emerge una humeante chimenea. Para los niños que crecen y se educan en
el colegio Reggio de Andrés Jaque a las afueras de Madrid, las cosas no deben
de estar tan claras. Su colegio no tiene tejado a dos aguas, y aunque cuenta
con chimeneas y está compuesto por puertas y ventanas, ni aquellas se parecen a
las de los cuentos ni estas se ciñen a nada conocido, pues unas veces son como
piezas de puzle y otras como saltones ojos de sapo.
Esta extrañeza es intencionada: para Jaque y sus
clientes —seguidores de la pedagogía del asombro de las Escuelas Reggio Emilia
que impulsó en la Italia de posguerra Luigi Malaguzzi—, el lugar donde uno se
educa no puede ser un espacio neutro, sino el primer ecosistema de las
vivencias humanas; de ahí que deba estudiarse, cuidarse con mimo. La idea es
que la arquitectura en sí misma puede resultar educativa y que una de sus
primeras funciones es estimular la imaginación y fomentar la duda. Es decir:
alejar a los niños de los prejuicios enfrentándolos a lo distinto, a lo raro.
Hacer de lo raro una categoría redentora es,
precisamente, una de las claves del trabajo de Jaque, hoy decano de la Escuela
de Arquitectura de Columbia, y cuyas obras, desde la casa rectoral en Plasencia
hasta sus instalaciones artísticas en el MoMA, son muestras de extravagancia
deliberada, ilustrada, provocativa.
Son muchas las extravagancias deliberadas del colegio.
La primera es que se llega a él por una rampa doble cuya longitud excesiva se
debe a la extraña forma del solar, dispuesto a decenas de metros de la calle y
solo conectado a ella a través de un apéndice de terreno. Larga como es, la
rampa desemboca en una especie de puente levadizo de castillo encantado que
conduce en diagonal a la llamada ‘ágora’, espacio multiusos donde, como en el
resto del edificio, las instalaciones se dejan vistas a modo de declaración povera.
El ágora se abre al exterior por medio de dos enfáticos arcos, uno luminoso y
revestido de pavés, y otro dotado de una gran puerta metálica y azul que se
abre y cierra mecánicamente como si fuera una persiana de local comercial o un gadget
de Jacques Tati. Por la puerta se pasa a la ‘logia’, lugar de juegos que se
expone al sol y se conecta con la hermosa biblioteca del colegio. Desde allí se
puede contemplar el corredor verde que se extiende por el flanco sur del
edificio para bañarlo de luz y aire.
Ligadas por medio de una diagonal, la rampa, el ágora
y la logia componen la infraestructura pegada a tierra, donde predominan los
espacios abiertos, las formas elementales y la presencia, un tanto monumental,
del hormigón. Sobre este basamento van apilándose el resto de plantas de
acuerdo a un esquema que refleja los principios de evolución progresiva de la
pedagogía Reggio Emilia. Así, los niños más pequeños ocupan las aulas
inferiores y según van haciéndose mayores pasan por las aulas de arriba. Conforme
gana altura, el edificio gana también ligereza, y hay un momento en que cede
sus espacios a un jardín tropical que compensa la dureza de los exteriores del
colegio y se sostiene en una estructura que está a medio camino ente los jardins
d’hiver de París y los invernaderos de Almería.
La opulencia formal y el apilamiento de espacios —el
hecho de entender el colegio como un camino ascensional para la exploración
creativa—, dan razón del elemento más raro, más extravagante, del edificio: su
fachada. Educados en los rigores geométricos, los arquitectos tienden al orden.
No es el caso de Jaque, que prefiere las yuxtaposiciones imposibles y las
caligrafías entrópicas. Con todo, la fachada del colegio no deja de ser
rigurosa a su manera: cada parte refleja su contenido interno, posee su propio
tipo de ventanas, y esta lógica inflexible hace que el edificio asuma, a la vez
que transgrede, la estética de los chalés adosados. Además, el orden
ascensional de las aulas explica que el volumen esté compuesto de estratos
—como si se tratara de un tiramisú arquitectónico—, mientras que la caja de
escaleras se hipertrofia hasta convertirse en una torre que alude acaso a las
del castillo de Disney.
En este juego de apilamientos y citas, no hay lugar
para lo manido. De hecho, pareciera como si todo se exagerase en el empeño de
no caer en lo convencional, y el resultado es que el edificio toma la forma
informe de un collage de momentos singulares, una suerte de cadáver
exquisito.
Las metáforas del cadáver exquisito y el tiramisú
confirman la impresión general que en primera y segunda y tercera y última
instancia produce el colegio: la de tratarse de un artefacto onírico,
surrealista. Surrealismo que se debe a un sueño pedagógico y que, por su
voluntad de conjugar extravagancia y rigor, tiene menos que ver con la manera
inquietante de un Ernst que con la paranoico-crítica de un Dalí.
La impresión de surrealismo se refuerza con los ojos
de buey que, como los de los ángeles medievales, se reparten por toda la piel
del edificio y hacen de él una especie de enfática casa de Mickey Mouse. Y se
refuerza también por el hecho de que la fachada se cubra con una irregular y
muelle capa de corcho proyectado, donde con el tiempo, y como si fueran
cultivos, irán creciendo líquenes, igual que crece ya la vegetación capilar que
asoma de las jardineras exteriores. Este carácter flácido, orgánico y casi
nutricional de la fachada nos hace pensar en la cabaña de caramelos que, en
otro cuento surrealista, deglutían Hansel y Gretel. Y nos recuerda de nuevo a ese
Dalí que, en su empeño de combatir al Le Corbusier frío y puritano, abogaba por
una arquitectura “blanda, peluda y comestible”, un poco como la de su admirado
Gaudí.
No estamos seguros de que Jaque pueda asimilarse a
Gaudí, pero no queda duda de que el surrealismo y en general la tradición
grotesca —un grotesco que aquí no resulta siniestro, sino camp, amable e
ilustrado— encuentran en este edificio un ejemplo tan raro como valiente. El
colegio Reggio no quiere ser una engrasada y fría máquina de enseñar; aspira a
convertirse en el escenario, entre infantil y onírico, de la educación
sentimental del homo ludens.