Fetiches de la sostenibilidad

El arquitecto y visionario
Richard Buckminster Fuller lo supo ver con la solemnidad de Greta Thunberg,
pero con algo más de poesía: vivimos en un planeta frágil que se mueve por el
abismo sideral, pilotado por una especie con tendencias suicidas, la humana.
Como ha vuelto a poner de manifiesto la última Cumbre del Clima, el comportamiento temerario de la especie a los mandos del planeta se debe a la dificultad para llevar a la práctica los acuerdos que requiere el cambio de rumbo. Acuerdos muy complejos que competen a la política, la economía y los modos de vida, y que se sostienen en estadísticas en las que apenas ningún sector sale bien parado: desde los fabricantes chinos o indios que no supieron ‘llegar a tiempo’ a la industrialización hasta los urbanitas al volante de coches cuyas emisiones contaminan tanto como los pedos emitidos por los millones de vacas abocadas a satisfacer nuestra gula carnívora.
Aún peor parados que las industrias chinas o las vacas irlandesas salen los arquitectos, los urbanistas, los ingenieros y los promotores inmobiliarios. En el capitalismo de las megalópolis, el sector de la construcción supone ya un tercio del calentamiento global, y, aunque este dato alarmante ha dado pie a la promulgación de infinidad de leyes y reglamentos cuyo propósito es fomentar el ahorro energético, hay que reconocer que tales medidas siguen siendo ineficaces. Ineficaces no sólo por su previsible vulgaridad administrativa, sino, sobre todo, por su pretensión simplista de sostenerse sólo en el cálculo, como si volver limpios y eficientes los edificios, las ciudades y los hábitos fuera competencia exclusiva de la ‘gestión’, esa palabra que la idolatría tecnocrática ha elevado a la condición de fetiche.
El otro gran fetiche tecnocrático de nuestros días es, por supuesto, la ‘sostenibilidad’, benemérito y casi universal concepto (‘desarrollo sostenible’, ‘economía sostenible’, ‘sociedad sostenible’, ‘cultura sostenible’, ‘cocina sostenible’) que, aplicado a la arquitectura, sirve para etiquetar a los edificios construidos con materiales de bajo impacto ecológico, y cuya maquinaria y mantenimiento consumen poca energía a lo largo de los años.
Este modo sostenible —este modo contable— de entender la relación de los edificios con el medioambiente no tendría nada malo si no fuera porque resulta rudimentario en su afán por reducir la complejidad de la arquitectura a datos numéricos. La ‘medida’ de la sostenibilidad arquitectónica la dan hoy certificados emitidos por empresas especializadas que, acreditando la condición ecológica de un edificio, lo dotan también de un prestigio ético que muchas veces produce perplejidad: ¿cómo es posible —nos preguntamos— que tantas construcciones completamente vidriadas y herméticas puedan blasonar de certificados ‘verdes’ pese a refutar el más chato sentido común?
La pregunta vale para los rascacielos surgidos vertiginosamente de las arenas del desierto en Dubái y Doha. Vale asimismo para los que florecieron en muchas capitales europeas, desde la ecológica esquirla de vidrio —The Shard— tallada por Renzo Piano para el Londres de Boris Johnson hasta la no menos vítrea y ecológica torre que los suizos Herzog & de Meuron construyeron para la farmacéutica Roche en el casco histórico de Basilea. Y vale, finalmente, para iconos como la recién inaugurada Torre Leeza Soho en Pekín, un contorsionado rascacielos póstumo de Zaha Hadid que ostenta un prestigioso sello ecológico pese a su piel de vidrio, su vocación antiurbana y ese atrio de 194 metros de altura que lo convierte en uno de esos edificios en el que lo no se construye vale más que lo que se construye.
Estos ejemplos —apenas un puñado entre miles— sugieren algo inquietante: que el enfoque más banal de la sostenibilidad, basado en el mero cómputo de datos, tiende a prescindir de aspectos tan esenciales a la arquitectura como el tipo, la forma, la tradición constructiva y el modelo urbano. Reducido a un cálculo asequible para ricos, el marchamo de lo sostenible —el márketing medioambiental— acaba funcionando como coartada de edificios que no tienen otro valor que sus prestigiosas y caras certificaciones medioambientales.
¿Cuál sería, entonces, la versión sensata de la sostenibilidad? La respuesta es difícil, pero, en cualquier caso, pasa por asumir que, muchas veces, lo ecológico ni es verde, ni reciclable, ni ligero, ni transparente. Tal sugieren, al menos, las oficinas de Dietmar Eberle en la localidad austriaca de Lustenau: un volumen rotundo de hormigón armado que es capaz de aprovechar la inercia térmica y la ventilación natural para prescindir del aire acondicionado y la calefacción.
Sin embargo, y por muchas que sean las bondades de casos como este, hay una realidad insoslayable: a la postre, la sostenibilidad tiene que ver menos con los edificios que con las ciudades. Artefactos para la prosperidad y la ilustración, las urbes son también agujeros negros que se nutren de cantidades ingentes de recursos y secretan cantidades no menos ingentes de residuos. Si a ello se suma el hecho de que las ciudades se han convertido ya en el ecosistema de la mayor parte de la población, no resulta difícil deducir lo siguiente: en lo que toca a la arquitectura, cualquier programa sostenible que —como el Green New Deal global de Jeremy Rifkin— se haga depender sólo de la colocación de paneles fotovoltaicos en las fachadas, la obtención de sellos medioambientales y la ‘magia’ de las smart cities estará condenado al fracaso.
No es lo mismo Barcelona que Detroit. La guerra de la sostenibilidad se librará en las ciudades: habrá que presentar batalla en campos como la densidad, el transporte, la contaminación, el agua, las islas de calor, las redes de energía y el impacto de las megalópolis en el territorio rural. Quienes estén llamados a pilotar nuestro planeta, que aterricen primero para comprender nuestras ciudades: sólo así, a ras de suelo, podrán enmendar el rumbo torcido de la nave espacial Tierra.