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Francis Kéré a secas

Eduardo Prieto

Prescindió de su primer nombre —Diébédo, “el que vino a organizar las cosas”— por considerarlo acaso demasiado profético, demasiado africano o simplemente porque no se compadecía con la sencillez onomástica que ha conseguido imponer la cultura anglosajona. De manera que Diébédo Francis Kéré pasó a ser algo más fácil de pronunciar y menos marcado culturalmente: Francis Kéré a secas. Con todo, cuando se conoce en persona al arquitecto es imposible no pensar en su procedencia. No tanto por el color de su piel como por las marcas rituales que un día le hicieran en la cara al hijo del jefe de Gando, una aldea en el corazón de Burkina Faso.

Kéré proviene de lo más profundo de una cultura anclada a la tierra y a las pequeñas comunidades: una “cultura de la lentitud”. Sin embargo, un hecho fundamental consiguió arrancarlo muy pronto del paisaje de baobabs y anacardos donde había crecido: a los dieciocho años consiguió una beca para formarse como carpintero en Alemania. Todavía recuerda el viaje en el que, mirando a través de la ventanilla, notó que cuanto más al norte se desplazaba el avión, más edificios, más infraestructuras, más ciudades colonizaban el territorio y más distinto era todo del lugar donde había crecido. Fue menos un viaje en el espacio que en el tiempo, un shock, y esto hizo que Kéré entreviera su futuro. Por supuesto, nunca llegó a ser carpintero: se hizo arquitecto.

La revelación de Occidente afectó a Kéré hasta el punto de que hoy se defina como alguien que no es de aquí ni de allí: un nómada. Un nómada que admira la cultura occidental a la que pertenece por derecho propio, habida cuenta de que se maneja con soltura en cinco idiomas y de que se mueve con habilidad por los escenarios de la globalización. Pero al mismo tiempo un nómada que está orgulloso de sus raíces y cree en el futuro de África. Kéré es un chico de pueblo cosmopolita que sigue profesando la fe ética y simbólica que antaño se profesara también en Occidente. Cree, de hecho, que el propósito de la arquitectura es “servir a la Humanidad” —así, con mayúsculas—, y  esto, en nuestros tiempos descreídos, lo convierte en un visionario humilde. En una rara avis.

P: ¿Cómo le ha sentado convertirse en parte del establishment?

R: Estoy muy agradecido al Pritzker, pero no pertenezco al establishment. La verdad es que considerarme un star-architects como Gehry, Foster o Nouvel —a los que por otro lado tanto admiro— sería hacerle poca justicia a la verdad, y también poca justicia a mí mismo, a mis orígenes y a mi arquitectura. Pero entiendo que la posición mediática puede ayudarme a conseguir aquello que creo justo. Es, desde luego, un acicate para seguir trabajando.

P: ¿Qué queda en el flamante Pritzker de hoy de aquel adolescente que aterrizó en Berlín?

R: Nunca me he considerado un inmigrante, sino una persona que tuvo la oportunidad de formarse fuera de su país. Hoy pertenezco a Europa, y mi estudio profesional está radicado en Berlín, pero mi memoria y mis ojos nunca han dejado de estar en África, donde he construido la mayor parte de mis edificios. Es por esto que no me siento un inmigrante, sino una persona que va y viene: un nómada.

P: Llegar a Europa solo y con 18 años debió de ser un shock…

R: Todo era diferente. Burkina Faso es un país agrícola; mi pueblo estaba a muchas horas de la ciudad más cercana. Vivíamos en una cultura de la lentitud. Por eso, lo que más me chocó al llegar a Berlín, aparte del frío, fue la aceleración de la vida cotidiana: Occidente es una cultura a la que le falta tiempo. Me impactaron también los paisajes del desarrollo. Todo el territorio estaba lleno. Lleno de carreteras, de canales, de edificios, de ciudades. Le doy un dato al respecto: por entonces no había en la capital de mi país, Uagadugú, ningún edificio que superara las tres plantas de altura. Esto reforzó mi compromiso: mi idea de volver a África, de trabajar para África.

P: ¿Esto explica que su primera obra, recién terminada la carrera en Berlín, fuera una escuela en su pueblo?

R: Gando no tenía escuela. “Necesitamos una, Francis”, me decían los familiares y amigos. Así que, más que un proyecto, me encargaron un proceso que comenzó por la obtención de fondos. Los problemas llegaron cuando empezamos a hablar del aspecto y la materialidad del edificio. La gente creía que el barro que yo quería utilizar era cosa del pasado: “Francis, no te hemos enviado a Berlín para que nos construyas una escuela primitiva”. Para la gente de mi pueblo, muy influida aún por la cultura colonial, una escuela era una institución de prestigio que debía tener ecos europeos o al menos modernos. Pero yo estaba convencido de que el modelo debía ser la arquitectura tradicional y de que el material adecuado era el barro.

P: O sea, que para contar con su comunidad tuvo que enfrentarse a los prejuicios de la comunidad.

R: Así fue. En realidad, el problema principal no estuvo tanto en utilizar el barro como en convencerles de que una persona joven podía dirigir el proyecto. La cultura de Burkina Faso sigue siendo una cultura tradicional que cree que la sabiduría es cosa de personas mayores. Por otro lado, había que tener en cuenta la asignación de papeles por géneros: las mujeres, acostumbradas a buscar agua a la fuente, se encargaron de la preparación de la masa; los hombres, más habituados a los trabajos del campo, abrieron zanjas y colocaron ladrillos.

P: ¿No fue esta demasiada concesión a lo tradicional?

R: Lo fue en el sentido en que era la única manera de que la comunidad se implicara de verdad en la construcción del edificio. Las funciones asignadas a cada género deben tenerse en cuenta no por respeto a la tradición en sí misma, sino porque aprovechar la estructura de la sociedad —la real, no la imaginada desde Occidente— garantiza que cada trabajo se realice de manera profesional. Las mujeres, por ejemplo, conocen mejor las dosificaciones del barro, sus propiedades; saben cómo mezclarlo, amasarlo, aplicarlo.

P: ¿Por qué el barro?

R: Porque es un material que reúne varias condiciones. Primero, es abundante, local y muy barato. Segundo, porque en Burkina Faso —y en muchas otras sociedades tradicionales— existe una larguísima y fecunda tradición de construcción con este material. Además, el barro tiene una gran inercia térmica y, por ser poroso, regula muy bien la humedad, algo fundamental en un clima como el de mi país. Finalmente, el barro es bello: es capaz de generar formas táctiles, formas cuyo significado puede reconocerse fácilmente. En este sentido, me interesan más las continuidades que las rupturas.

P: ¿Continuidad, por ejemplo, con la cultura de la lentitud, que usted admira?

R: Continuidad con lo que cada país ha sido y quiere ser. La cultura de la lentitud tiene sentido en lugares como Burkina Faso. El problema es que en países como el mío tendemos a imitar a las sociedades occidentales. Esto es lógico cuando de lo que se trata es de mejorar las condiciones de vida y conseguir democracias avanzadas. Pero no en lo que atañe a la manera de estar en el mundo. El problema en África tiene que ver sobre todo con el poder, con la corrupción, con el hecho de que la riqueza no se distribuya de manera equitativa.

P: ¿La corrupción es contradictoria con la cultura tradicional?

R: La cultura de la lentitud tenía sentido en una comunidad equilibrada en la que cada miembro más o menos tenía asignada una función, se sentía dentro de una red de obligaciones y de reconocimiento social que al mismo tiempo era expresión del sistema productivo y la memoria. Sin duda, la globalización está llegando a países como Burkina Faso, y todo esto cambiará. La pregunta es, si con estos cambios, África podrá llegar salir adelante en algún momento. No solo en lo económico y político, sino también en el cultural. Tanto desde Occidente como desde el propio continente, África se sigue contemplando al trasluz de los tópicos.

P: Hablando de tópicos, se le suele definir como el “arquitecto africano” por excelencia, incluso como una suerte de paradigma del “arquitecto negro”. ¿Se reconoce en las etiquetas?

R: Se trata de algo delicado. Estoy orgulloso de haberme formado, de poseer el conocimiento que otorga mi profesión. En este sentido, soy como cualquier profesional. Pero al mismo tiempo sé que soy un arquitecto africano, un arquitecto negro, con todo lo que eso supone. No solo porque pueda convertirme en un ejemplo para los jóvenes africanos, sino también porque el tipo de arquitectura que hago pone entre paréntesis muchos prejuicios. Cuando hoy se habla de arquitectura ‘africana’ se piensa en cooperación, en algo que tiene que ver con los Gobiernos, que se da de arriba abajo. Pero creo que he demostrado que las cosas se pueden hacer de otro modo: de abajo arriba, contando con la gente.

P: ¿Qué tipo de arquitectura necesita África?

R: África necesita, en primer lugar, arquitectos africanos. Apenas hay escuelas de arquitectura allí, y tampoco hay profesionales. Y esto se da en todas las disciplinas. Le voy a dar otro dato: ¿es casualidad que todos los Presidentes africanos que caen gravemente enfermos acaben muriendo en hospitales de Europa o los Estados Unidos? En esto al menos, seguimos colonizados. Por otro lado, África necesita una arquitectura que sepa atender a la necesidad creciente de viviendas, pues el continente duplicará su población en veinte años.

P: Pero en África estas necesidades que menciona han sido ya atendidas por grandes empresas internacionales, muchas de ellas chinas, que trabajan con principios muy diferentes a los suyos. ¿Están teniendo éxito?

R: Las empresas chinas ofrecen garantías: tienen buenos profesionales, saben construir respetando los plazos y, aunque no tengan mucho que ver con la búsqueda de la belleza, dan un producto decente. No creo que la solución para África sea la que propugnan los chinos, pero no es inteligente descartar sin más este tipo de soluciones en contextos de crecimiento tan rápido, por mucho que no generen mano de obra local y no tengan en cuenta el contexto.

P: ¿Cuál sería su modelo?

R: El de una arquitectura eficiente y viable, pero concebida desde otras premisas. Una arquitectura eficiente en la medida en que, con pocos recursos, sea capaz de responder a los retos de la demografía y el cambio climático. Y viable porque se incardine en las tradiciones culturales y sociales, y funcione como un bello signo de pertenencia, de creación de identidad, me atrevería a decir incluso que de fortalecimiento del orgullo nacional, algo de lo que África anda por desgracia necesitada. La arquitectura debe ser para la gente. Un escenario para la participación en la vida de la comunidad y para atender a sus necesidades esenciales.

P: Usted ha sido definido precisamente como el arquitecto de lo esencial. ¿Qué significa esto?

R: Significa que la arquitectura debe responder a las necesidades materiales, pero también a las necesidades simbólicas. Esencial es, por ejemplo, la forma del árbol, que he utilizado muchas veces en mis proyectos. El árbol se levanta del suelo: es un hito en el paisaje. Protege del sol: crea una sombra placentera y por eso genera un confort que congrega a la comunidad. Es un refugio, como lo son los edificios. El árbol, además, inaugura un espacio ventilado y abierto: un espacio de relación, para el debate. El árbol es esencial sin dejar de ser muy complejo. Por eso me parece una buena metáfora de la arquitectura.

P: En alguna ocasión ha declarado que la arquitectura es un arte social. ¿Cree que el compromiso con la sociedad podrá salvar a la arquitectura de la irrelevancia?

R: En Occidente, los arquitectos son técnicos sofisticados que contribuyen al debate de las ideas, dan respuestas a las demandas técnicas y sociales, y ayudan a pensar la ciudad. Pero, para mí, la función de la arquitectura es todavía más amplia y exigente: servir a la Humanidad. Este servicio depende tanto de los arquitectos como de los políticos que encargan los edificios, y tiene que estar a la altura de los problemas de nuestro tiempo: la migración, el cambio climático, la escasez de recursos, las necesidades simbólicas de la sociedad. Es decir, problemas en los que los arquitectos tienen algo que decir. Por eso, en todos los sitios pero sobre todo en lugares tan necesitados de futuro como África, la arquitectura importa.