Francis Kéré a secas

Prescindió de su
primer nombre —Diébédo, “el que vino
a organizar las cosas”— por considerarlo acaso demasiado profético, demasiado
africano o simplemente porque no se compadecía con la sencillez onomástica que
ha conseguido imponer la cultura anglosajona. De manera que Diébédo Francis
Kéré pasó a ser algo más fácil de pronunciar y menos marcado culturalmente:
Francis Kéré a secas. Con todo, cuando se conoce en persona al arquitecto es
imposible no pensar en su procedencia. No tanto por el color de su piel como
por las marcas rituales que un día le hicieran en la cara al hijo del jefe de
Gando, una aldea en el corazón de Burkina Faso.
Kéré proviene de
lo más profundo de una cultura anclada a la tierra y a las pequeñas comunidades:
una “cultura de la lentitud”. Sin embargo, un hecho fundamental consiguió
arrancarlo muy pronto del paisaje de baobabs y anacardos donde había crecido: a
los dieciocho años consiguió una beca para formarse como carpintero en Alemania.
Todavía recuerda el viaje en el que, mirando a través de la ventanilla, notó
que cuanto más al norte se desplazaba el avión, más edificios, más
infraestructuras, más ciudades colonizaban el territorio y más distinto era
todo del lugar donde había crecido. Fue menos un viaje en el espacio que en el
tiempo, un shock, y esto hizo que
Kéré entreviera su futuro. Por supuesto, nunca llegó a ser carpintero: se hizo
arquitecto.
La revelación de
Occidente afectó a Kéré hasta el punto de que hoy se defina como alguien que no
es de aquí ni de allí: un nómada. Un nómada que admira la cultura occidental a
la que pertenece por derecho propio, habida cuenta de que se maneja con soltura
en cinco idiomas y de que se mueve con habilidad por los escenarios de la
globalización. Pero al mismo tiempo un nómada que está orgulloso de sus raíces
y cree en el futuro de África. Kéré es un chico de pueblo cosmopolita que sigue
profesando la fe ética y simbólica que antaño se profesara también en
Occidente. Cree, de hecho, que el propósito de la arquitectura es “servir a la
Humanidad” —así, con mayúsculas—, y esto, en nuestros tiempos descreídos, lo
convierte en un visionario humilde. En una rara
avis.
P: ¿Cómo le ha sentado convertirse en parte del establishment?
R: Estoy muy
agradecido al Pritzker, pero no pertenezco al establishment. La verdad es que considerarme un star-architects como Gehry, Foster o
Nouvel —a los que por otro lado tanto admiro— sería hacerle poca justicia a la
verdad, y también poca justicia a mí mismo, a mis orígenes y a mi arquitectura.
Pero entiendo que la posición mediática puede ayudarme a conseguir aquello que
creo justo. Es, desde luego, un acicate para seguir trabajando.
P: ¿Qué queda en el flamante Pritzker de hoy de aquel
adolescente que aterrizó en Berlín?
R: Nunca me he
considerado un inmigrante, sino una persona que tuvo la oportunidad de formarse
fuera de su país. Hoy pertenezco a Europa, y mi estudio profesional está
radicado en Berlín, pero mi memoria y mis ojos nunca han dejado de estar en
África, donde he construido la mayor parte de mis edificios. Es por esto que no
me siento un inmigrante, sino una persona que va y viene: un nómada.
P: Llegar a Europa solo y con 18 años debió de ser
un shock…
R: Todo era
diferente. Burkina Faso es un país agrícola; mi pueblo estaba a muchas horas de
la ciudad más cercana. Vivíamos en una cultura de la lentitud. Por eso, lo que
más me chocó al llegar a Berlín, aparte del frío, fue la aceleración de la vida
cotidiana: Occidente es una cultura a la que le falta tiempo. Me impactaron
también los paisajes del desarrollo. Todo el territorio estaba lleno. Lleno de
carreteras, de canales, de edificios, de ciudades. Le doy un dato al respecto:
por entonces no había en la capital de mi país, Uagadugú, ningún edificio que
superara las tres plantas de altura. Esto reforzó mi compromiso: mi idea de
volver a África, de trabajar para África.
P: ¿Esto explica que su primera obra, recién
terminada la carrera en Berlín, fuera una escuela en su pueblo?
R: Gando no
tenía escuela. “Necesitamos una, Francis”, me decían los familiares y amigos.
Así que, más que un proyecto, me encargaron un proceso que comenzó por la
obtención de fondos. Los problemas llegaron cuando empezamos a hablar del
aspecto y la materialidad del edificio. La gente creía que el barro que yo
quería utilizar era cosa del pasado: “Francis, no te hemos enviado a Berlín
para que nos construyas una escuela primitiva”. Para la gente de mi pueblo, muy
influida aún por la cultura colonial, una escuela era una institución de
prestigio que debía tener ecos europeos o al menos modernos. Pero yo estaba
convencido de que el modelo debía ser la arquitectura tradicional y de que el
material adecuado era el barro.
P: O sea, que para contar con su comunidad tuvo que
enfrentarse a los prejuicios de la comunidad.
R: Así fue. En
realidad, el problema principal no estuvo tanto en utilizar el barro como en
convencerles de que una persona joven podía dirigir el proyecto. La cultura de
Burkina Faso sigue siendo una cultura tradicional que cree que la sabiduría es
cosa de personas mayores. Por otro lado, había que tener en cuenta la
asignación de papeles por géneros: las mujeres, acostumbradas a buscar agua a
la fuente, se encargaron de la preparación de la masa; los hombres, más
habituados a los trabajos del campo, abrieron zanjas y colocaron ladrillos.
P: ¿No
fue esta demasiada concesión a lo tradicional?
R: Lo fue en el
sentido en que era la única manera de que la comunidad se implicara de verdad
en la construcción del edificio. Las funciones asignadas a cada género deben
tenerse en cuenta no por respeto a la tradición en sí misma, sino porque
aprovechar la estructura de la sociedad —la real, no la imaginada desde
Occidente— garantiza que cada trabajo se realice de manera profesional. Las
mujeres, por ejemplo, conocen mejor las dosificaciones del barro, sus
propiedades; saben cómo mezclarlo, amasarlo, aplicarlo.
P: ¿Por qué el barro?
R: Porque es un
material que reúne varias condiciones. Primero, es abundante, local y muy
barato. Segundo, porque en Burkina Faso —y en muchas otras sociedades
tradicionales— existe una larguísima y fecunda tradición de construcción con
este material. Además, el barro tiene una gran inercia térmica y, por ser
poroso, regula muy bien la humedad, algo fundamental en un clima como el de mi
país. Finalmente, el barro es bello: es capaz de generar formas táctiles,
formas cuyo significado puede reconocerse fácilmente. En este sentido, me
interesan más las continuidades que las rupturas.
P: ¿Continuidad, por ejemplo, con la cultura de la
lentitud, que usted admira?
R: Continuidad
con lo que cada país ha sido y quiere ser. La cultura de la lentitud tiene
sentido en lugares como Burkina Faso. El problema es que en países como el mío
tendemos a imitar a las sociedades occidentales. Esto es lógico cuando de lo
que se trata es de mejorar las condiciones de vida y conseguir democracias
avanzadas. Pero no en lo que atañe a la manera de estar en el mundo. El
problema en África tiene que ver sobre todo con el poder, con la corrupción,
con el hecho de que la riqueza no se distribuya de manera equitativa.
P: ¿La corrupción es contradictoria con la cultura
tradicional?
R: La cultura de
la lentitud tenía sentido en una comunidad equilibrada en la que cada miembro
más o menos tenía asignada una función, se sentía dentro de una red de
obligaciones y de reconocimiento social que al mismo tiempo era expresión del sistema
productivo y la memoria. Sin duda, la globalización está llegando a países como
Burkina Faso, y todo esto cambiará. La pregunta es, si con estos cambios,
África podrá llegar salir adelante en algún momento. No solo en lo económico y
político, sino también en el cultural. Tanto desde Occidente como desde el
propio continente, África se sigue contemplando al trasluz de los tópicos.
P: Hablando de tópicos, se le suele definir como el
“arquitecto africano” por excelencia, incluso como una suerte de paradigma del
“arquitecto negro”. ¿Se reconoce en las etiquetas?
R: Se trata de
algo delicado. Estoy orgulloso de haberme formado, de poseer el conocimiento
que otorga mi profesión. En este sentido, soy como cualquier profesional. Pero
al mismo tiempo sé que soy un arquitecto africano, un arquitecto negro, con
todo lo que eso supone. No solo porque pueda convertirme en un ejemplo para los
jóvenes africanos, sino también porque el tipo de arquitectura que hago pone
entre paréntesis muchos prejuicios. Cuando hoy se habla de arquitectura
‘africana’ se piensa en cooperación, en algo que tiene que ver con los
Gobiernos, que se da de arriba abajo. Pero creo que he demostrado que las cosas
se pueden hacer de otro modo: de abajo arriba, contando con la gente.
P: ¿Qué tipo de arquitectura necesita África?
R: África
necesita, en primer lugar, arquitectos africanos. Apenas hay escuelas de
arquitectura allí, y tampoco hay profesionales. Y esto se da en todas las
disciplinas. Le voy a dar otro dato: ¿es casualidad que todos los Presidentes
africanos que caen gravemente enfermos acaben muriendo en hospitales de Europa
o los Estados Unidos? En esto al menos, seguimos colonizados. Por otro lado,
África necesita una arquitectura que sepa atender a la necesidad creciente de
viviendas, pues el continente duplicará su población en veinte años.
P: Pero en África estas necesidades que menciona han
sido ya atendidas por grandes empresas internacionales, muchas de ellas chinas,
que trabajan con principios muy diferentes a los suyos. ¿Están teniendo éxito?
R: Las empresas
chinas ofrecen garantías: tienen buenos profesionales, saben construir
respetando los plazos y, aunque no tengan mucho que ver con la búsqueda de la belleza,
dan un producto decente. No creo que la solución para África sea la que
propugnan los chinos, pero no es inteligente descartar sin más este tipo de
soluciones en contextos de crecimiento tan rápido, por mucho que no generen
mano de obra local y no tengan en cuenta el contexto.
P: ¿Cuál sería su modelo?
R: El de una
arquitectura eficiente y viable, pero concebida desde otras premisas. Una
arquitectura eficiente en la medida en que, con pocos recursos, sea capaz de
responder a los retos de la demografía y el cambio climático. Y viable porque
se incardine en las tradiciones culturales y sociales, y funcione como un bello
signo de pertenencia, de creación de identidad, me atrevería a decir incluso
que de fortalecimiento del orgullo nacional, algo de lo que África anda por
desgracia necesitada. La arquitectura debe ser para la gente. Un escenario para
la participación en la vida de la comunidad y para atender a sus necesidades
esenciales.
P: Usted ha sido definido precisamente como el
arquitecto de lo esencial. ¿Qué significa esto?
R: Significa que
la arquitectura debe responder a las necesidades materiales, pero también a las
necesidades simbólicas. Esencial es, por ejemplo, la forma del árbol, que he
utilizado muchas veces en mis proyectos. El árbol se levanta del suelo: es un
hito en el paisaje. Protege del sol: crea una sombra placentera y por eso
genera un confort que congrega a la comunidad. Es un refugio, como lo son los
edificios. El árbol, además, inaugura un espacio ventilado y abierto: un
espacio de relación, para el debate. El árbol es esencial sin dejar de ser muy
complejo. Por eso me parece una buena metáfora de la arquitectura.
P: En alguna ocasión ha declarado que la
arquitectura es un arte social. ¿Cree que el compromiso con la sociedad podrá
salvar a la arquitectura de la irrelevancia?
R: En Occidente,
los arquitectos son técnicos sofisticados que contribuyen al debate de las
ideas, dan respuestas a las demandas técnicas y sociales, y ayudan a pensar la
ciudad. Pero, para mí, la función de la arquitectura es todavía más amplia y
exigente: servir a la Humanidad. Este servicio depende tanto de los arquitectos
como de los políticos que encargan los edificios, y tiene que estar a la altura
de los problemas de nuestro tiempo: la migración, el cambio climático, la
escasez de recursos, las necesidades simbólicas de la sociedad. Es decir, problemas
en los que los arquitectos tienen algo que decir. Por eso, en todos los sitios
pero sobre todo en lugares tan necesitados de futuro como África, la
arquitectura importa.