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Francis Kéré, el visionario humilde

Eduardo Prieto

Francis Kéré se mueve con soltura. No es la primera vez que viene a Madrid —ya lo hizo con ocasión de la muestra ‘The Architect is Present’— y, en unos días, volverá a Berlín —donde está radicado su estudio—, antes de viajar a Canadá y a Venecia para preparar una instalación destinada a la próxima Biennale. Habla con fluidez inglés y alemán, además del francés y el mòoré maternos. Va acompañado por dos jóvenes colaboradores: una, alemana; el otro, español. Sin duda, es un arquitecto cosmopolita. Sin embargo, los tatuajes rituales que marcan la piel de su rostro y que uno percibe al darle la mano, y, sobre todo, la indisimulable bonhomía y la gestualidad espontánea que sin quererlo desprende su cuerpo, corrigen la primera impresión, para sugerir otra: Kéré es un visionario humilde. Humilde porque —como el arquitecto no deja de reconocer una y otra vez— se crió en Gando, un poblado de Burkina Faso, y parece por ello saber el valor que de verdad tienen las cosas. Y visionario no tanto por el carácter comprometido de su arquitectura, cuanto porque trufa su discurso, por momentos desbordante, con expresiones que en Occidente resultan ya anacrónicas; expresiones que un día usaron también los arquitectos modernos de Europa pero que el cinismo contemporáneo ha vaciado de significado. Kéré declara que la arquitectura debe ‘servir a la Humanidad’ y que los arquitectos ‘deben ser un ejemplo para los jóvenes’. Aquí nadie se atreve ya a decir tales cosas. Nadie salvo Francis Kéré. Por eso es un visionario. 

Eduardo Prieto (EP): ¿Cuándo se dio cuenta de que quería ser arquitecto?

Francis Kéré (FK): Es difícil decir cuándo exactamente. Lo que sí sé es que surgió en mi país natal, en Burkina Faso, viendo cómo la gente hacía y rehacía las casas y las infraestructuras debido a la destrucción provocada por la estación lluviosa. Otra experiencia que marcó mi vocación fue mi paso por la escuela en un edificio oscuro, muy caluroso, con las clases abarrotadas. Ambas impresiones tempranas me hicieron reflexionar y despertaron en mí la voluntad de intentar mejorar las cosas.

EP: Muy joven, obtuvo una beca para estudiar en Alemania: ¿cómo vivió el contraste cultural?

FK: En realidad, la experiencia del contraste entre las dos culturas, la africana y la europea, comenzó justo cuando me monté en el avión que me llevaba a Berlín y me puse a mirar por la ventanilla. En la primera parte del viaje, recién despegado de Uagadugú, lo que pude ver fueron campos de cultivo en los que se intercalaban manchas verdes de bosque húmedo. Después, conforme nos fuimos acercando a la costa, comenzaron a aparecer infraestructuras como por ejemplo carreteras. En Lagos, Nigeria, vi, por primera vez, una gran masa de agua; después el mar. Una vez atravesada la línea del trópico, el paisaje cambió radicalmente. En Argelia pude divisar muchas más infraestructuras y, cuando por fin llegamos a Europa, esta tendencia se acentuó radicalmente: desde la ventanilla, contemplé autopistas, presas y una red muy extensa de pequeñas y grandes ciudades. Me quedé impresionado. Cuando uno proviene de un pueblo pequeño y un país pobre, esta densidad de infraestructuras resulta doblemente impactante. Tenga en cuenta que, en un día, pasé de estar sentado en el humilde aeropuerto de Uagadugú a verme envuelto por masas de gente en una gran urbe europea. Venía de la cultura de la lentitud, en la que, si preguntabas a alguien por cualquier cosa, te dedicaba todo el tiempo del mundo; y me vi absorbido por la cultura de la aceleración. Un cambio total. Pero, al mismo tiempo, comencé a descubrir y explorar las infraestructuras y los edificios que mi país no tenía. Le doy un dato al respecto: por entonces, no había en Uagadugú apenas ningún edificio que superara las tres plantas de altura. Fue un gran reto el poder asimilar estas impresiones tan fuertes y convertirlas luego en algo útil.

EP: Tal vez fue esta impresión inicial tan poderosa la que, años más tarde, hizo que su primer edificio fuera una escuela para su pueblo natal, Gando. Suele decirse que la primera obra es siempre la más difícil, ¿fue este su caso?

FK: Fue un edificio pequeño, pero un gran reto. La primera dificultad estribó en convencer a la comunidad de que una persona joven podía tener la capacidad para llevar adelante el proyecto, pues la creencia tradicional era que el conocimiento, la sabiduría, debía ser algo que se atesoraba a lo largo de toda una vida: algo que solo se podía alcanzar con la edad. Además, el proyecto de la escuela era completamente diferente de lo que se esperaban. Se esperaban algo ‘moderno’, a la manera europea, porque, al ser la mayoría de las escuelas edificios del periodo colonial francés, la gente asociaba la educación con el estilo occidental, es decir, con algo construido con hormigón y vidrio. Tuve, de hecho, que convencerles de las ventajas de usar materiales locales, sobre todo el barro. A ello se sumaron las dificultades de encontrar financiación y de involucrar a la comunidad en su construcción y gestión. Sí, la Escuela en Gando fue un verdadero reto.

EP: ¿Cómo consigue implicar a las comunidades? Supongo que, por muchos relatos idealizados que se puedan escribir a posteriori, usted habrá tenido que lidiar con tensiones relacionadas con la posición social, el género, los intereses individuales…

FK: En las sociedades tradicionales como la de Gando, involucrar a la comunidad en un edificio resulta, al principio, sencillo, al menos cuando entiendes el comportamiento de esa comunidad. Allí, la idea de fondo es que todo lo que se construye, incluso las viviendas particulares, es el resultado de la acción comunitaria. Pero, más allá de esto, es necesario entender otras costumbres, como, por ejemplo, el hecho de que las mujeres desempeñen siempre el papel de ir a buscar agua a la fuente comunal, en este caso el agua necesaria para confeccionar el barro o el hormigón. Los hombres, por su parte, asumen otros papeles, como el de cavar o colocar los ladrillos, una actividad que llevan a cabo mientras las mujeres traen el agua y se ponen a preparar la masa. Los papeles asignados a cada género deben respetarse, por tanto. No solo porque haya una estructura social detrás de ello, sino porque tal respeto garantiza que cada trabajo se realice de manera profesional: las mujeres, por ejemplo, conocen las dosificaciones de agua adecuadas, las propiedades del barro y cómo mezclarlo, amasarlo y aplicarlo. Este tipo de cosas deben siempre considerarse con cuidado.

EP: En la monografía que le dedicó recientemente la revista AV, usted aparece como el autor de 19 proyectos en África, dos en el Reino Unido, uno en Dinamarca y otro en Alemania, lo cual muestra que usted es un arquitecto africano que construye para África. ¿Ha sido una decisión premeditada?

FK: Simplemente ocurrió. Y me considero un afortunado porque haya sido así. Un afortunado por haber podido acceder a una educación superior, y un afortunado por haber podido trabajar para mi comunidad. La cosa fue, en este sentido, sencilla. Una vez terminada la carrera, algunos conocidos me preguntaron: ‘¿Puedes construir una escuela para nosotros, conseguir la financiación?’, y yo me tomé muy en serio el encargo, hasta llevarlo a término. Después de la escuela, vinieron otros proyectos semejantes, uno detrás de otro. Como digo, simplemente ocurrió.

EP: ¿Le gustaría construir más en Europa?

FK: En cuanto arquitecto formado en Alemania, me considero una persona abierta al mundo. De momento, he construido dos proyectos en Europa y, por supuesto, me gustaría levantar algún edificio en España, por ejemplo en Madrid…

EP: Y si consiguiera de verdad un gran encargo en Europa, ¿cambiaría en algo su modo de proyectar?

FK: En general, tendría que tener en cuenta cómo es la gente de ese lugar. Habría que considerar otros factores, como el clima y la tradición local, pero me centraría sobre todo en las necesidades reales de la gente: en cómo esas personas podrían vivir y trabajar en mejores condiciones, sentirse más felices, seguros, confortables en un espacio acogedor. Me preocuparía mucho por construir lugares donde la gente pudiera encontrarse, reunirse, poner su vida en común; reforzar la idea de comunidad, teniendo en cuenta que, tal vez, la idea de comunidad resulte ser más débil en Europa que en África. También me preocuparía, pese a la aparente abundancia de medios, por hacer un edificio barato y eficaz o, dicho de otro modo, por dar con soluciones inteligentes que permitieran reducir los costes. Conseguir más con menos, en definitiva.

EP: Su arquitectura es una adaptación inteligente y bella a lo local, pero ¿cómo podría extrapolarse a otros contextos? Dicho de otro modo: ¿en qué medida podríamos considerarla universal?

FK: Pensar en la gente es universal. Pensar en la economía, en la estructura, también lo es, especialmente hoy, no solo debido a los retos del cambio climático sino también por la escasez de recursos. En términos ecológicos, construir usando materiales locales y reciclables es asimismo universal. Pero lo más universal es la gente: crear espacios donde las personas puedan sentirse cómodas, protegidas, donde puedan interactuar las unas con las otras, sobre todo en un mundo cada vez más abierto y a la vez más conflictivo. La gente es lo más importante.

EP: Y, más allá de esas cuestiones universales, ¿hay aspectos que pudieran justificar algo así como un ‘estilo Kéré’?

FK: Amo los materiales, el carácter natural de los materiales: el barro, la madera, incluso el hormigón. Esta es una de las características propias de mi obra. También lo es el clima: me preocupo por construir edificios adaptados a las condiciones locales…

EP: Yo añadiría, si me lo permite, la sencillez de sus edificios, una sencillez que es una respuesta a la precariedad y que convierte sus obras en una reflexión general sobre la propia esencia de la arquitectura. Esto parece traducirse en el uso de un catálogo de elementos muy limitados, casi arquetípicos: el suelo, el muro, la cubierta… ¿Está de acuerdo con esta afirmación?

FK: Completamente. Primero, el suelo, la plataforma que aparece siempre en mis edificios, como una estructura destinada a la comunidad y que se levanta del suelo convencional para dotarse a sí misma de un carácter público. No se trata solo de la base de un espacio compartido, sino del terraplén que procura, por decirlo así, una protección primaria frente a las crecidas producidas durante el periodo de lluvias, que pueden alcanzar hasta los setenta centímetros de altura. Desde este punto de vista, la plataforma es un lugar seco, que protege y resulta acogedor, y que, en la medida en que lo hace, sostiene, por así decir, a la comunidad. Luego estaría la cubrición, el techo, que es como un árbol, en la medida en que crea un refugio frente a los elementos, sobre todo el sol y en ciertos periodos del año también las lluvias. El techo protege, pero al mismo tiempo es un símbolo de bienvenida a la comunidad. Finalmente, conectándolos a ambos —el suelo y la cubierta— estaría el muro, o bien los pilares. Estos serían los tres elementos esenciales de mi arquitectura.

EP: En una entrevista realizada con ocasión del congreso ‘Más por menos’, celebrado en Pamplona, el periodista Llàtzer Moix le preguntó sobre los edificios ‘icónicos’. Su opinión fue negativa. Ocho años después, usted es un arquitecto conocido internacionalmente, se le considera el arquitecto de África por antonomasia e incluso fue invitado a construir el pabellón de verano en la Serpentine Gallery de Londres, uno de los escaparates mediáticos más importantes del mundo. ¿Hasta qué punto podríamos considerarle un ‘arquitecto estrella’?

FK: La expresión ‘arquitecto estrella’ resulta atractiva, y tiene muchas connotaciones. Para mí significa que has llegado arriba, compitiendo con otros muchos, muchísimos profesionales, y todo ello trabajando duro. Y esto es positivo. Pero, al mismo tiempo, puede significar que te veas obligado a hacer algo excepcional por el mero hecho de ser excepcional, y de que la gente espera que lo hagas así siempre. Este sería su lado negativo. En realidad, de poco sirve que un edificio sea ‘icónico’ si no es útil, si no está concebido para servir a la humanidad, si no es un ejemplo para los jóvenes. No sé si soy un arquitecto estrella, pero sí me siento en cualquier caso un privilegiado: es un honor el haber construido como lo he hecho, poniendo siempre en el corazón de mi trabajo a la humanidad, la ecología y la economía.

EP: Ser un arquitecto reconocido internacionalmente, ¿ha cambiado su manera de trabajar?

FK: Sin duda, ser reconocido es una ventaja. Pero el hecho de que la gente pueda estar pendiente de lo que haces, que te pueda considerar un ejemplo, supone una gran responsabilidad. Una responsabilidad que te obliga a hacer las cosas mejor de lo que las estás haciendo, y a ser más exigente contigo mismo, a comprometerte más. Y todo ello, por supuesto, sin olvidar África. De hecho, de lo que más orgulloso me siento es de que la gente, sobre todo los más jóvenes, hayan podido creer, gracias a mis obras, que es posible una arquitectura africana, que la arquitectura tiene su lugar propio en el continente.

EP: En general, el éxito de sus proyectos estriba en su capacidad de que la gente se identifique con ellos, y esto pasa por el hecho de que sean edificios pequeños y vinculados a una comunidad específica. Sin embargo, en otros de sus proyectos, como el Parlamento de Burkina Faso, lo que parece primar es otro tipo de identificación basada en la monumentalidad. ¿Es posible en estos casos la participación?

FK: Es una pregunta interesante. Se trata de una cuestión de escala. En edificios como el Parlamento, la participación no puede ser física; se convierte, de algún modo, en algo que tiene un carácter intelectual. Lo que hicimos en este proyecto fue crear un inmenso espacio público, un gran parque, como si fuera una especie de pirámide cuyos escalones puedan ser colonizados por la gente. La cuestión no estaba tanto en que la gente participara en la construcción del edificio, cuanto en que pudieran reconocerlo como un espacio compartido. No se trataba, así, de construir un objeto físico, sino de dar cuenta de la idea de ‘lo grande’, de construir la idea de nación y sentirse parte de ella, y ello a través de la arquitectura. Es decir, que la gente que contemple la obra pueda llegar a exclamar: ‘¡Este es nuestro edificio!’ Este sentimiento de unidad y de identificación constituye la base de cualquier democracia.

EP: Su arquitectura parte del compromiso con lo local, en un sentido amplio. Sin embargo, hoy hay muchas partes de África que se están transformando según modelos completamente diferentes, basados en la prefabricación constructiva y la repetición tipológica. Pienso, por ejemplo, en las ciudades creadas de la nada por empresas chinas en países como Angola. ¿Qué arquitectura necesita África?

FK: Se trata de un tema muy complejo, pero a la vez muy importante. Los africanos nos preguntamos: ¿hacia dónde vamos? ¿Cuál puede ser el destino de un continente que, por decirlo de una manera cruda, no tiene profesionales? Un continente que, al mismo tiempo, está creciendo aceleradamente y que, por ello, necesita con urgencia infraestructuras de todo tipo. Por ejemplo, se prevé que Uagadugú, la capital de Burkina Faso, se convierta en veinte años en una de las ciudades con mayor crecimiento del mundo, y en ese mismo plazo África duplicará su población. Se trata de un reto inmenso. Pero no tenemos la capacidad de construir por nosotros mismos casi nada: para levantar un aeropuerto, por ejemplo, hay que invitar a compañías y arquitectos extranjeros. De ahí la necesidad de trabajar con Occidente, pero también con China. El éxito de China, en particular, se basa en que cuenta con profesionales capaces de dar una respuesta rápida y eficaz. Es cierto que optar por la vía de la mecanización y la prefabricación resulta criticable en África, pues no fomenta la creación de trabajos y la mejora de la formación de la mano de obra local. Pero, por otro lado, cuando estás creciendo de una manera tan rápida, no es inteligente descartar este tipo de soluciones. En este sentido, creo que África debe tener en cuenta todas las opciones posibles, y aprender de ellas. También, claro, debe haber espacio para la mía, que consiste en ir a lugares concretos, conocer a la gente, implicarla en la construcción, generar mano de obra cualificada y riqueza, para conseguir que los jóvenes no tengan que emigrar a Europa. Trabajar con esta perspectiva no es fácil, pero podemos conseguirlo.

EP: Para terminar, atrévase a dar una definición de la arquitectura…

FK: La arquitectura consiste en crear espacios para conectar a la gente, de manera que el resultado sea atractivo por cómo se han manejado esos espacios, se han usado los materiales, se han gastado eficientemente los recursos y se ha trabajado con el clima. En lo más profundo, la arquitectura consiste en servir a la humanidad.