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Funcionalismo medioambiental y biokitsch

Eduardo Prieto

¿Un nuevo paradigma?

Los historiadores del arte y de la cultura —amparándose en la pluriempleada noción de Zeitgeist— nos han enseñado que la debilidad de las sociedades puede medirse por su falta de capacidad para justificar la naturaleza ‘inevitable’ de sus formas. Sucede entonces que se está en crisis. Los que viven en ella han perdido sus referencias culturales y sociales. Los mecanismos de comunicación y de interpretación de los mensajes, antes asumidos por todos en la propia naturalidad del acto del habla, se ponen ahora entre paréntesis. Las certezas se esfuman y reina la confusión. Puede ocurrir que el estupor impida cualquier respuesta que no sea la de resguardarse en el academicismo de las formas antes reconocidas y admiradas y esperar a que el temporal amaine para volver a salir a la luz pertrechado, de nuevo, con los antiguos códigos. Esta perplejidad, sin embargo, puede resultar creativa y, entonces, en la negación ética del trasnochado universo de formas podría alentar —empleando el concepto de Riegl— una “voluntad de estilo” nacida de una original manera de ver y trabajar con las cosas. Las sociedades en crisis se debaten, por tanto, entre el afán de mantener hibernado a lo antiguo a la espera de tiempos mejores, negando en sí misma la idea de decadencia —el academicismo— y la pugna por trastocarlo todo, por pensar y crear lo nuevo, considerando que el estado de cosas actual está enfermo o podrido —la vanguardia—.

Esta oposición dialéctica nos es muy familiar, pues hemos sido educados en una tradición historiográfica construida a partir de la idea del progreso indefinido y mediante saltos revolucionarios. Así se han escrito las historias canónicas de las vanguardias del arte y de la arquitectura de siglo XX. Desde este punto de vista, por ejemplo, el mundo de formas de Le Corbusier o Wright, sería la única respuesta posible a las contradicciones internas de las academias enfermas y anacrónicas. La historiografía más reciente, sin embargo —y lejano ya el candor de los manifiestos—, ha ido consolidando nuestra desconfianza ante la idea de que los cambios revolucionarios se produzcan con tanta frecuencia y de una manera tan lineal e inevitable. Hoy sabemos que la dialéctica academia/vanguardia no se resuelve en una mera oposición y que los saltos no son tan bruscos y, si lo son, arrastran en su caída tanto material antiguo como nuevo. Incluso la literatura científica reciente nos está proporcionando herramientas e ideas que trabajan analógicamente con el modelo de vanguardia y academia, haciendo posible un trasvase fructífero de contenidos entre la ciencia y el arte. Entre estos, ha resultado especialmente fecunda la noción de ‘paradigma’, concepto que, infiltrado en el debate de la arquitectura, parece dar cuenta de la situación actual de perplejidad en una crisis ideológica que no en vano coincide con una económica.

Cabe encontrar en el concepto de ‘paradigma’, sin embargo, tanta confusión como en el de ‘crisis’. Margaret Masterman, en su Criticism and the Growth of Knowledge, daba —en una fecha tan temprana como 1970— al menos 21 definiciones de paradigma, casi tantas como teorías de la ciencia alumbradas en la segunda mitad del siglo XX (Hempel, Toulmin, Pearce, Popper, Lakatos, Kuhn, Feyerabend, etc.). En este contexto, el policéntrico concepto de paradigma invocado por la arquitectura —que, en esencia, es el de Kuhn— debe interpretarse con prevención, en una clave analógica siempre alerta contra los ridículos excesos del literalismo. Según Kuhn, el desarrollo científico no es asimilable ni a una ‘revolución permanente’ —a una vanguardia— ni a un desarrollo continuo y sin saltos —a una academia—, sino que muestra, más bien, un carácter pulsante donde se alternan periodos de normalidad con otros de perplejidad o crisis. Durante los periodos de normalidad, la ciencia crece dentro de un paradigma en el cual parece que se van acumulando los descubrimientos: los científicos van resolviendo los problemas que se plantean y con ello tiene lugar lo que comúnmente se llama ‘progreso’. Los periodos de perplejidad se producen cuando las anomalías dentro del paradigma (que normalmente se resuelven desde dentro mediante los pertinentes ajustes de la teoría) son tantos y de tal índole que no pueden ser absorbidos en el contexto normal, poniendo al paradigma en una crisis que acaba desembocando en la construcción ‘revolucionaria’ de otro paradigma alternativo y la posterior consolidación de éste como ‘ciencia normal’. Siguiendo la analogía, cabría pensar que la arquitectura contemporánea, en su contexto de crisis, está desmontando al antiguo paradigma y busca afanosamente uno nuevo. Ahora bien, ¿cuál es el sentido del nuevo paradigma? ¿Qué nuevas preguntas nos han dejado perplejos y han hecho inservible al viejo modelo?

La ‘sostenibilidad’, término reciente pero de éxito rotundo, heredero de otras palabras ya ajadas como el ‘bioclimatismo’ o la ‘bioclimática’, es el concepto que soporta al nuevo paradigma. Ahora bien, aquí lo nuevo —la vanguardia— se opondría a lo viejo —la academia— en dos sentidos. El primero de ellos explicaría la oposición en una clave energética: frente al paradigma del derroche mecanicista, asociado al capitalismo industrial y de consumo que de manera inconsciente va destruyendo el medioambiente, el paradigma de la sostenibilidad propondría una concepción de la arquitectura que, lejos de destruir las frágiles redes del ecosistema global, las incorporaría en el quehacer humano, tratando a la energía como un bien escaso y valioso. Señalaremos aquí que, igual que la sostenibilidad ha actualizado las preocupaciones de la bioclimática y el organicismo de los años setenta, esta sensibilidad ética hacia la energía tampoco es nueva y se remonta a finales del siglo XIX, cuando el optimismo de los apóstoles del Primer Principio de la Termodinámica cedió al pesimismo entrópico de los discípulos del Segundo. Baste un ejemplo: ya, en 1912, un lejano precursor de la sostenibilidad, Wilhelm Ostwald había señalado la necesidad de un ‘imperativo energético’, análogo al kantiano, que obligase a no dilapidar los recursos energéticos y a entender el progreso de la cultura humana como la acumulación de toda la energía posible con vistas a la máxima potencia y ‘libertad’ del universo. Ahora bien, junto a este sentido energético del nuevo paradigma que orienta a la arquitectura a combatir las conclusiones malthusianas del crecimiento, enlazándola, por tanto, con todas las dimensiones (sociales, culturales, económicas) del problema, cabe postular otro sentido, con una menor extensión epistemológica pero que alcanza de lleno a la arquitectura como disciplina. Bajo esta clave disciplinar o interna, el paradigma de la sostenibilidad se opondría al despilfarro formalista, a la arquitectura como exhibición kitsch para el consumo de las masas. El paradigma liberaría, así, a la arquitectura de la tiranía de las formas, oponiendo a la velocidad del espectáculo (fast architecture), el reposo y la moderación de la arquitectura comprometida (low architecture).

 Con respecto a la arquitectura, por tanto, el paradigma de la sostenibilidad se construye sobre una tensión entre lo externo y lo interno. Por un lado, trabaja centrífugamente, obligándola a establecer un diálogo necesario con otras disciplinas y fortaleciendo, de este modo, su dimensión funcional; por el otro, se contrae centrípetamente, exigiendo un debate sobre los aspectos disciplinares de la propia arquitectura, alumbrados, eso sí, desde un compromiso medioambiental o atmosférico.

El mito de la transparencia

Según la definición más difundida, que contiene tanta verdad como indeterminación, la sostenibilidad consistiría en la potencia para satisfacer las necesidades actuales del hombre sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para retribuirse las suyas. Que una definición tan general haya conseguido un consenso tan unánime se explica precisamente por su propio carácter genérico, quizá el único capaz de aplicarse a un contexto tan difuso y complejo como son las relaciones de producción y consumo mundiales. Los pensadores más lúcidos que han tratado el problema —es ejemplar, por ejemplo, el ensayo de Felix Guattari sobre Las tres ecologías —convienen en señalar la necesidad de construir un nuevo pensamiento que dé cuenta de la amplitud de los saberes mediante una disposición filosófica que los ponga a trabajar en resonancia, orientándolos a encarar la incertidumbre inherente al nuevo contexto. Por decirlo de algún modo, para pensar las soluciones capaces de atenuar el desfase malthusiano entre el crecimiento y los recursos disponibles, es el propio pensamiento el que debe hacerse complejo, transversal, ecológico. Reconozcamos, por tanto, que la ambición del nuevo paradigma es inmensa y que, a pesar del indudable papel que la arquitectura juega en la transformación de los recursos energéticos del planeta (se conviene la cifra de un 30%), es inevitable cuestionarse si estos niveles de generalización son los propios del quehacer del arquitecto o si, por el contrario, exceden sus competencias de manera poco fructífera.

 El repaso, siquiera somero, de la literatura sobre arquitectura ‘sostenible’ de que disponemos hoy en día, nos desvela, en primer lugar, una falta de precisión en la terminología que es propia de los contextos que están cambiando y que, sin reconocer los viejos términos, carecen aún de los nuevos. En segundo lugar, constata la hipertrofia del sentido externo de paradigma que señalábamos más arriba, es decir, la ruptura de los términos disciplinares de la arquitectura y su apertura a escalas más amplias del conocimiento. Se habla, ya con naturalidad, del aprovechamiento de la optimización de la radiación solar, de las ventajas de la ventilación híbrida, del uso de fuentes de energías renovables o de sistemas combinados de alta eficiencia energética; se establecen clasificaciones que tienen en cuenta aspectos hasta hoy tan ajenos a la arquitectura como la eliminación de los residuos, la contaminación y la cuantificación de la energía incorporada en los propios materiales de construcción; se proponen modelos de ciudad y de ocupación del territorio cualitativamente distintos a la entrópica ciudad moderna. Esta inyección de cuestiones, términos y problemas olvidados o inéditos en la arquitectura no sólo es relevante para el conocimiento sino que constituye, como hemos visto, uno de los polos que harían posible un verdadero cambio de paradigma. Sin embargo, este carácter ‘externo’, en esta atención transdisciplinar —tan necesaria para actualizar a la arquitectura— supone también un debilitamiento de las cuestiones propias, ‘internas’ de la disciplina.

 Es conocido cómo aquellas personas que han perdido un sentido o un órgano, desarrollan proporcionalmente el resto de sus capacidades para compensar la pérdida. Algo análogo, pero en sentido inverso, ocurre cuando el polo transversal o externo del paradigma se hipertrofia: los aspectos internos o disciplinares se olvidan, se contraen o simplemente se abandonan. Ante esta situación, tiende a simplificarse el problema del diseño, es decir, de la construcción de las formas y el espacio que es propio de la arquitectura. Puede llegarse incluso a obviar el problema y defenderse que la forma es el resultado inmediato de la función. El proceso de diseño se convierte, así, en algo objetivo, neutro, una aspiración que, desde luego, no es nueva y que hunde sus raíces en la crisis del objetivismo clasicista, atravesando de lleno a las vanguardias. En este contexto, aparece el ‘mito de la transparencia’, que niega cualquier tipo de mediación ideológica, artística o irracional, entre la función y la forma. Su objetivo es dotar a la forma del carácter necesario que las antiguas instancias no pueden ya asegurarle —Academia o Tradición— y que sólo la función, como exigencia real de lo útil, es capaz de proporcionar.

El mito de la transparencia es, al menos, tan antiguo como el de la idea de la Belleza clásica y la aparición de los problemas derivados de la relativización del gusto, aspectos que afectaron de lleno al debate arquitectónico del siglo XIX y que heredaron las vanguardias.  La transparencia, por lo tanto, es una categoría propia de las épocas perplejas, periodos de transición que se aferran a aquellos conceptos sobresalientes que cada época juzga necesarios o imprescindibles. Algunas de las vanguardias de la arquitectura intentaron suplir la ‘necesidad’ perdida recurriendo a la máquina, como expresión de la sociedad industrial; el minimalismo, después, en los descubrimientos de la psicología gestaltiana; la abstracción, por su parte, en las verdades universales de la forma; los teóricos de la escuela de los patterns, en la respuesta lineal a un conjunto identificable de necesidades humanas; finalmente, la arquitectura sostenible, de un modo semejante a los anteriores, en los requerimientos ecológicos presuntamente discernibles y evaluables de una manera objetiva. La ventaja interpretativa del mito de la transparencia es que desvela lo que cada época considera el rasgo esencial del quehacer arquitectónico. La complejidad de la arquitectura se simplifica, pero la síntesis, aunque falsa e incompleta, es reveladora.

El mito de la transparencia se aplicó con fruición durante la época heroica del Movimiento Moderno, pretendiéndose justificar con ella una relación causal y objetiva —casi mecánica— entre la forma y la función. Algunos ejemplos, tomados diacrónicamente, ilustran este fenómeno. Si para Poelzig (Fermentación de la arquitectura, 1906) “el nuevo movimiento enarbola la bandera de la ‘funcionalidad’ (Sachlichkeit) contra las estructuras tradicionales que han llegado a vaciarse de contenido y petrificarse en un esquema”, para Wright (La soberanía de lo individual, 1910) “toda la arquitectura será el desarrollo vernáculo acorde con el sentimiento natural y los medios industriales para servir con arte necesidades actuales”. Si para Sant’Elia (‘Manifiesto de la arquitectura futurista’, 1914) “la casa futurista debe ser como una máquina gigantesca extraordinariamente ‘fea’ en su simplicidad mecánica”  para Le Corbusier (Hacia una arquitectura, 1923) la casa será una máquina de forma tan refinada como una pipa o un aeroplano. Si para Perret (Aforismos sobre arquitectura) la “arquitectura debe ser decorativa a la manera de un árbol”, para Christopher Alexander la arquitectura no es un árbol y “aquellos que temen al computador en sí son invariablemente los mismos que consideran el diseño como una oportunidad de expresión personal”.

Otros ejemplos refuerzan el vínculo. De manera ciertamente profética, Buckminster Fuller (Conceptualidad de estructuras fundamentales, 1965), quizá influido por el estructuralismo de la época, escribe: “¿Qué queremos decir con la palabra estructura? Podríamos definir descriptivamente las estructuras como modelos (pattern) de la asociación constelativa inherentemente regenerativa de acontecimientos de energía”. Seguimos con Buchanan (The Shades of Green: Architecture and the Natural World, 2005) que se atreve a definir ya qué edificios pertenecen o no al nuevo paradigma a partir de criterios cuantitativos o estadísticos, en una contribución que asume literalmente —quizá demasiado literalmente, como veremos— el ‘imperativo energético’ de Ostwald: “El material de construcción con menor energía incorporada es la madera, con unos 640 kilovatios hora por tonelada. El ladrillo es el segundo material con menos cantidad de energía incorporada, 4 veces la de la madera; y luego vienen el hormigón (5 veces), el plástico (6 veces), el vidrio (14), el acero (24) y el aluminio (126). Un edificio con alta proporción de componentes de aluminio difícilmente puede ser ecológico cuando se lo considera desde la perspectiva del coste del ciclo de vida total, no importa lo energéticamente eficiente que pueda ser”. Hasta terminar con  la franca confesión de funcionalismo de Ramón Folch (Vivienda y sostenibilidad en España, 2007): “En arquitectura y en urbanismo, bioclimático y sostenible, hoy en día, significan algo más. Recuperan lo que sabíamos, pero adquieren una nueva dimensión, potenciada por los conocimientos modernos y por el nuevo contexto en que se desenvuelven las cosas. Bioclimatismo y sostenibilidad son ahora ejercicios de sofisticada eficiencia, serios retos de diseño avanzado: las nuevas formas al servicio de las nuevas funciones”.

La ausencia de mediaciones entre lo externo y lo interno, entre las funciones y la forma, que supone el mito de la transparencia, suele implicar, sin embargo, una caprichosa mutación de los términos habitualmente usados en el discurso de la arquitectura, la introducción de neologismos en la disciplina y, finalmente, la creación de lenguajes especializados, metalenguajes, jergas técnicas o artísticas que garanticen la transmisión unívoca de sentidos entre la función y la forma. Este es una de las paradojas de la emergencia de los nuevos paradigmas: para que la transparencia sea posible es necesario un lenguaje especializado cada vez más opaco. El ejemplo anteriormente citado de Buchanan es sintomático al respecto: los antiguos términos que hacían referencia a la tradición disciplinar de la arquitectura o a las preocupaciones estructurales o sociales del paradigma precedente, dejan paso a las tablas y las clasificaciones energéticas, a las descripciones del tinglado energético que prevalecen sobre las preocupaciones formales, a los balances energéticos que oscurecen la antigua importancia de los programas sociales.

Para que sea efectiva, la transparencia exige el aprendizaje de jergas especializadas. La hipertrofia del polo externo del nuevo paradigma, al obviar las cuestiones internas o formales, exige también la hipertrofia de los aspectos técnicos y la sensibilidad medioambiental, de este modo, acaba deviniendo un mero funcionalismo.

Funcionalismo y ‘biokitsch’

Que el paradigma de la sostenibilidad de la arquitectura acabe deviniendo un nuevo tipo de funcionalismo —un funcionalismo medioambiental— no es algo que en sí mismo exija nuestra aprobación ni nuestro rechazo. Todo verdadero cambio de paradigma implica, en sus orígenes, un desarrollo desproporcionado de su dimensión externa, abierta a justificaciones que convierten en necesario algo que, al estar construyéndose,  adolece todavía de confusión y desorden. Esto es aún más evidente en el caso de la sostenibilidad, cuya razón de ser propia consiste precisamente en su transversalidad, en su abrirse a otras disciplinas del conocimiento. Pero el proceso no puede acabar en la cómoda llamada a las justificaciones técnicas. La transparencia entre la función y la forma nunca es completa e, inevitablemente, para que el paradigma sea completo y se consolide, la experimentación acabará haciéndose disciplinar, formal, interna. Que el paradigma quiera desligarse violentamente de los excesos artistizadores de la arquitectura, tildándolos de ‘formalistas’, ‘arbitrarios’ o ‘abstractos’ es intelectualmente tan deshonesto como que los adalides de la vieja academia acusen a la nueva arquitectura de ser ‘lineal’, ‘artísticamente banal’ o, simplemente, ‘fea’. Lo que debe elucidarse no es la pertinencia del nuevo paradigma sino la pregunta sobre su posibilidad de constituirse como tal sobre los cimientos sobre los que actualmente se está levantando.

 Que el uso indiscriminado del antiguo mito de la transparencia acabe desembocando en una forma más de funcionalismo no es un fenómeno nuevo en la historia de la arquitectura reciente. El viejo debate entre los ‘funcionalistas’ y los ‘racionalistas’ de mediados de los años veinte puede ser un precedente esclarecedor. En uno de los primeros intentos de definir a los nuevos movimientos, Adolf Behne (La construcción funcional moderna, 1926), distinguía entre los funcionalistas (o propiamente, ‘organicistas’, término con el que elevaba aún más la confusión) y los racionalistas. Mientras que los primeros creaban edificios únicos e irrepetibles cuyas formas se configuraban en torno a las funciones, los segundos buscaban tipos replicables que fuesen capaces de satisfacer unas necesidades ya generalizadas. Fue Van Doesburg, en este mismo contexto, el que atinó a dar con la raíz del problema. Según recoge Alan Colquhoun, el artista holandés acusaba a los funcionalistas, en su afán por conseguir un ajuste preciso entre las formas y las funciones, de desatender la necesidad psicológica de ese "espacio de más" que debe generar la arquitectura. Como sabemos,  el funcionalismo acabó siendo absorbido por el racionalismo purista y tipificador, sin que la fuerza del mito de la transparencia, que seguía abogando por la linealidad entre los requerimientos programáticos o técnicos y las respuestas formales, hubiese perdido un ápice de su fuerza, lo que explica que las reacciones ‘anti-modernas’ de los años sesenta y setenta siguieran considerando como su bestia negra al espíritu ‘funcionalista’ en el sentido literal que había terminado imponiéndose con el llamado Estilo Internacional.

Fenómenos semejantes se produjeron incluso dentro de las mismas filas antimodernas. Especialmente interesante, por su afinidad por las metodologías de diseño que pugnan por imponerse hoy en el debate de la sostenibilidad, fue el debate entre Christopher Alexander y algunos de sus discípulos. Las teorías de Alexander, que oportunamente aunaban el interés contemporáneo por las nuevas herramientas informáticas y matemáticas con la herencia ‘transparentista’ del funcionalismo, postulaban un método de descomposición del problema arquitectónico en un número significativo de variables de ajuste. Esta técnica, inspirada en la teoría de los grafos, permitía controlar las pequeñas variables de desajuste en su conexión con las otras, construyendo eventualmente conjuntos de las mismas, de tal modo que el problema de cada grupo se resolviese por medio de un ‘diagrama’ que diese cuenta geométricamente de sus características esenciales. Luego se reunían, combinaban y modificaban los diagramas para lograr la solución ‘total’ del problema. Que el uso de diagramas no podía eludir el problema final de la expresión de la forma y que, por lo tanto, la teoría de las variables no podía dar ninguna solución ‘total’ del problema de la arquitectura, fue advertido por los propios compañeros de Alexander en Berkeley. Baste al respecto la opinión de A. Rapoport (El informe de Portsmouth, 1969) para quien "el primer peligro radicaba en que, en vista de que algunos factores —tales como la proximidad, los niveles de iluminación, etc.— son mensurables en sentido físico, computables y, además, sustentables en evidencias ‘objetivas’ algunos diseñadores tienden a enfatizarlos y considerarlos como lo más importante" como, si de hecho, "al apreciar que una cosa no era mensurable, era mejor no preocuparse de ella". Añádanse en la cita precedente a los términos ‘proximidad’ o ‘niveles de iluminación’ otros como ‘ahorro energético’ o ‘emisiones de GEI’ y tendremos perfectamente actualizado el problema esencial a todo funcionalismo, que no es sino el de su infructífera y banal neutralidad estética.

Que el funcionalismo medioambiental, que es la forma que, de momento, está adoptando la arquitectura del nuevo paradigma, sigue dependiendo del mito de la transparencia y que, por lo tanto, se manifiesta indiferente desde el punto de vista de la expresión formal es algo que una simple ojeada a algunos de los ejemplos más conspicuos de la arquitectura "sostenible" nos muestra. ¿Qué tienen en común las formas del Commerzbank de Foster, el edificio Götz de Webler y Geisler, las sofisticadas investigaciones de Thomas Herzog, la arquitectura delicadamente doméstica de Murcutt o las arquitecturas inspiradas en el mundo vernáculo de Tombasis? Podrá argumentarse que, al tratarse de ejemplos muy dispares, situados en climas a veces opuestos y programas distintos, no es posible establecer fáciles analogías formales. Sin embargo, estoy seguro de que se aplicasen unos factores de clasificación más rigurosos, los resultados seguirían siendo absolutamente dispares. ¿Acaso en estos ejemplos paradigmáticos no sigue advirtiéndose el ‘estilo’, ese rasgo particular y pretendidamente inimitable de cada uno de sus autores? Si esto es así, ¿podemos seguir hablando de algún modo de funcionalismo? La cosa es aún más evidente si bajamos un peldaño en el nivel de los ejemplos y ojeamos algún catálogo de la llamada ‘arquitectura sostenible’. Enseguida comprobaremos que en ellos no predomina el estilo determinado de sus autores sino ‘el estilo’, en general, heredado del Movimiento Moderno. Todos tienen un común aire de familia: las formas —conocidas, contrastadas, tranquilizadoras— del antiguo paradigma, en las que han sido educados estos arquitectos conviven con las justificaciones, en algunos casos, técnicamente muy rigurosas, de los planteamientos del proyecto. Se produce así una especie de cortocircuito en el proceso de diseño que separa a los conceptos teóricos iniciales de las formas finalmente adoptadas. La conclusión es que, en el debate crítico, el funcionalismo medioambiental se contenta con hipertrofiar los aspectos técnicos de la sostenibilidad, eludiendo el problema —esencial— de dar, en la medida en que sea esto posible, una nueva respuesta estética a los requerimientos medioambientales. Dado que unos mismos planteamientos conceptuales y técnicos pueden convivir sin problemas con las soluciones formales del antiguo paradigma, es fácil concluir que el nuevo modelo es, de momento, indiferente a la forma, estéticamente neutral.

Ahora bien, si le paradigma apuesta por la neutralidad estética, el funcionalismo medioambiental inevitablemente será kitsch y el paradigma, que dará cuenta exclusiva de los aspectos externos o técnicos, estará incompleto.

Que el funcionalismo medioambiental acabe deviniendo un kitsch bioclimático, —un biokitsch— es algo que se concluye con facilidad si asumimos las consecuencias de la neutralidad estética y las comparamos con lo que el propio concepto de kitsch significa. Lo kitsch, en la que, a mi juicio, es la definición más temprana y sugerente que se ha dado del término (ver Clement Greenberg, Vanguardia y kitsch, 1939), es un fenómeno esencial a la modernidad que consiste en la parasitación de una tradición cultural asentada, rica y compleja, tomando prestada de ella "trucos, estratagemas, rutinas, temas, que convierte en sistema, rechazando el resto”. Extrae la sangre que le es vital, por así decirlo, de esta reserva de experiencia acumulada, para transformarla, presentando un producto caricaturizado susceptible de ser consumido inmediatamente por las masas alfabetizadas. El kitsch es, por lo tanto, el mecanismo que permite una aceleración de la experiencia estética tan desmesurada que propiamente deja de ser una "experiencia" para convertirse en un mero disfrute efímero e irreflexivo de un nuevo tipo de producto. Pero para que lo kitsch predigiera el arte para el espectador y le ahorre esfuerzos, abriéndole un atajo al placer artístico "que sortea la dificultad que siempre comporta todo arte genuino", lo kitsch debe transformar toda la complejidad de este arte en un mero reflejo del mismo. Como afirma Greenberg, si la vanguardia imita los procesos del arte, el kitsch imita sus efectos. En un contexto análogo, la neutralidad estética del funcionalismo,  al ser incapaz de proponer formas genuinas, termina nutriéndose del catálogo formal de la tradición moderna o vernacular con las que convive sin dificultad, adoptando de este modo la estrategia típica del kitsch: imitar los efectos —las formas o estilemas— de una tradición cultural consolidada (la modernidad del antiguo paradigma) para justificarse después desde fuera a través de un discurso técnico-social-económico que sigue explicándose desde un nivel siempre ajeno al debate estético o disciplinar.

Del funcionalismo medioambiental a la estética de la energía

Si la debilidad de las sociedades se mide por su falta de capacidad para justificar la naturaleza ‘inevitable’ de sus formas propias, a cualquier paradigma que pretendiese superar esta decadencia debería exigírsele un compromiso estético. Sin embargo, pese a su triunfo mediático, el modelo de la sostenibilidad no cumple esta exigencia: si por un lado, sabe con qué justificar teórica o técnicamente sus formas —el discurso medioambiental—, por el otro necesita parasitar los estilemas característicos de los paradigmas precedentes, pues ignora aún cómo producir sus formas propias. Es entonces el propio modelo de ‘paradigma’ el que se pone en crisis y la disyunción resulta clara: o bien no ha habido nunca tal paradigma, y entonces, como hemos visto, tendríamos con conformarnos con una versión kitsch del funcionalismo o bien dicho paradigma está incompleto, y sería necesario construir con nuevos criterios el polo interno o disciplinar que permite dar cuenta de los procesos creativos. Ahora bien, si hemos desenmascarado el mito de la transparencia y sabemos que entre las funciones y las formas existen inevitablemente otras mediaciones distintas de las técnicas —mediaciones artísticas, culturales, personales o irracionales—, ¿cómo decidir que mediaciones son las adecuadas para que la ruptura estética entre la función y la forma no sea tal ruptura sino que se establezca una continuidad tal que el paradigma de la sostenibilidad sea, por fin, algo completo?

Para buscar esta mediación, puede indagarse, de nuevo, en el sentido de la ‘sostenibilidad’ y recuperar la que, en el fondo, es su versión más sintética y eficaz: el  ‘imperativo energético’ que, según vimos más arriba, había sido proclamado por Ostwald en 1912. Ahora bien, la energía es un concepto que tiene múltiples acepciones y es esta riqueza la que permite considerar a lo energético como un término mediador. La energía da cuenta, por un lado, de los aspectos mecánicos, termodinámicos y medioambientales —todos fundamentalmente cuantitativos— que determinan al nuevo paradigma. Pero, por otro lado, lo energético puede también asociarse a aspectos más cualitativos, que tienen un sentido que acerca a la arquitectura a algunas de las indagaciones artísticas contemporáneas más sobresalientes: las experiencias sobre lo informe, lo fluido, las atmósferas, el dinamismo de los procesos o la propia experiencia cinética de la percepción, que lo vinculan a la tradición fenomenológica. Véanse al respecto ejemplos tan sobresalientes como el trabajo de Olafur Eliasson, Anish Kapoor o, ya en la arquitectura, la escuela japonesa del minimalismo ambiental, con SANAA a la cabeza. Con un pie en lo cuantitativo y otro en lo cualitativo, entre la técnica y el arte, la energía puede ser entonces un concepto fructífero para mediar entre el polo técnico o funcional de paradigma y el polo estético necesario para construir un universo de formas original.

En este contexto, el uso del término ‘estético’ no es casual. El paradigma de la modernidad construyó un mundo de formas que, pese a los intentos más o menos fructíferos del funcionalismo o el racionalismo, ha estado alimentándose continuamente de la abstracción artística. Esto se demuestra incluso por el hecho de que el canto de cisne de la modernidad esté suponiendo una hipertrofia formalista sin precedentes. La historiografía de la modernidad, además, ha tendido a minusvalorar o directamente ningunear a lo estético del debate arquitectónico, un hecho sorprendente y atroz en una disciplina que debe trabajar necesariamente en ese campo perceptivo y atmosférico que es el espacio. Ni siquiera el éxito de la fenomenología durante muchas décadas del pasado siglo, consiguió introducir los términos estéticos en la crítica contemporánea. Por supuesto, no empleamos aquí el sentido banal del término, sino que usamos el kantiano: la ‘estética’ como ciencia de la percepción, a medio camino entre el entendimiento y la imaginación. Aquí aparece otra posibilidad de mediación fructífera entre los dos polos del paradigma: los aspectos cuantitativos energéticos pueden así relacionarse con la percepción cualitativa de las formas, del espacio o los ambientes. La estética acaba convirtiéndose, así en una ‘estética de la energía’.

Las crisis son recurrentes; son periodos de confusión en el que caben dos actitudes: el repliegue a la tradición esperando la llegada de mejores tiempos o bien la expansión creativa que proponga nuevos modelos. Si queremos que el paradigma de la sostenibilidad tenga futuro o que, al menos, sea propiamente un paradigma —o incluso una vanguardia— los polos funcionales y estéticos deben relacionarse a través de nuevas instancias mediadoras. El manido y pragmático recurso a los principios del mito de la transparencia debe evitarse, pues éste, como hemos visto, se muestra incapaz de generar nada más que un funcionalismo especializado que, por su inanidad para construir formas nuevas, acaba convirtiéndose en un epifenómeno más de lo kistch. Volvamos, por un momento, la mirada al arte, busquemos en la arquitectura contemporánea ejemplos que trasciendan las formas tradicionales o que, incluso las nieguen, experiencias que den cuenta de las posibilidades estéticas del espacio en relación a la luz, al aire, a la energía. Busquemos, en el nuevo paradigma, las ‘verdades’ de la arquitectura.


Publicado originalmente como capítulo del libro La arquitectura de la ciudad global: redes, no-lugares, naturaleza (Biblioteca Nueva, 2011).