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Hans Hollein, la urna y el orinal

Eduardo Prieto

Tras la muerte de su último gran arquitecto, Viena se puso el luto. En su próspera decadencia, la ciudad hacía tiempo que había dejado muy atrás su época de metrópolis cultural —los tiempos que un vienés de adopción, Karl Kraus, definió como «los últimos días de la Humanidad»—, pero siguió recordando la importancia que había tenido la arquitectura en aquel horno a presión de principios del siglo xx; una importancia muy bien descrita por Kraus al referirse a sí mismo y su mayor hermano espiritual: «Adolf Loos y yo no hemos hecho otra cosa sino mostrar que entre una urna y un orinal existe una diferencia, y que es en esta diferencia donde la cultura tiene su espacio».

Hans Hollein era de aquellos que sabían distinguir entre una urna y un orinal. Nacido en 1934, su ethos sintonizaba, en realidad, con aquel ‘mundo de ayer’ glosado por Stefan Zweig y caracterizado por un nihilismo a caballo de la filosofía moral y el refinamiento plástico. Hollein no sólo era el arquitecto de Viena; era propiamente Viena. Como escribió Luis Fernández-Galiano en una semblanza donde evocaba la sensualidad firme de sus «manos delicadas y gruesas» y el simbolismo de su «jersey lleno de agujeros», Hollein representaba la «sensibilidad ante el diseño de interiores y de objetos» de acuerdo a una tradición que, remontándose a Josef Hoffmann y Adolf Loos, había quedado interrumpida por la modernidad.

Por las fechas en que se le describía así, el arquitecto acababa de recibir el Premio Pritzker precisamente por el polifacético inconformismo vienés que había demostrado en una trayectoria ecléctica, amplia, que abarcaba desde el diseño de teteras, joyas y gafas, hasta pequeños edificios formalmente provocadores pero sensualmente materiales, como la tienda de velas Retti (1966) —una suerte de arco de triunfo forrado con aluminio anodizado— y también la Joyería Schullin (1974), en cuya fachada hendida por una irónica grieta un primoroso aplacado de granito sabía convivir con marcos de latón exquisitamente dorados.

Desde los inicios de su carrera, Hollein sorprendió por la libertad con que aludía sin prejuicios a la historia de la arquitectura y por su capacidad para dar valor simbólico —en la mejor tradición de Loos— a los materiales más humildes: el latón, el aluminio, los plásticos. Hollein también sorprendía, más bien escandalizaba, por la violencia de sus desmentidos al funcionalismo moderno («la arquitectura no surge de la función; es la función la que se adapta a la arquitectura» de manera que “todo es arquitectura”), y por su confianza mesiánica en que la disciplina volvería ser, como antaño, un arte formal puro. Fueron ideas apuntaladas con edificios rotundos como el Museo de Arte Moderno de Frankfurt o el Museo Abteiberg, puestos en marcha poco antes de que se le otorgase el Pritzker en 1985, y a los que seguiría su obra más emblemática en Viena, la Haas Haus, heredera probable de los cercanos almacenes Goldman & Salatsch de Loos, pero cuyo barroquismo y carácter ciclópeo la hicieron merecedora de críticas que derivaron incluso en amenazas de muerte para el arquitecto (Hollein, como en su momento Loos, recibió cartas anónimas que, con una impecable cortesía vienesa, le invitaban a arrojarse desde el ático de su recién terminado edificio).

A partir de entonces, la carrera de Hollein como enfant terrible ganó en cantidad y alcance geográfico lo que perdió en fuelle creativo. El mimo al detalle y la sabiduría formal que en el Graben vienés habían dado pie a edificios deslumbrantes no servían en Teherán o Lima más que para producir construcciones anémicas. Parecía como si, para Hollein —como antes para Loos y Kraus—, Viena no fuera sólo un contexto vital, sino el verdadera y único centro de gravedad de su obra. Es probable que, muy lejos del Ring, trabajando para la globalización icónica en la que todos los gatos son pardos, Hollein sintiera añoranza de una cultura apasionadamente local y decadente, pero que todavía seguía siendo capaz de distinguir entre urnas y orinales.


Publicado originalmente con el título “La urna y el orinal. Hans Hollein, 1934-2014”, en Arquitectura Viva 163 (2014).