Hilozoísmo y arquitectura

Apoyándose sobre la noción de idea, forma o sustancia, el pensamiento occidental ha abocado a la materia a un lugar secundario, y de un modo sorprendente algo parecido ha ocurrido en la arquitectura que, pese ser necesariamente una expresión sometida a las leyes de la gravedad, ha preferido siempre el mundo geométrico e higiénico de las formas al imperfecto y sucio de la materia. Pero la primacía de la forma sobre la materia no ha sido absoluta, y es posible detectar en la historia estrategias concebidas para que la médula mecánica o energética de los edificios aflore al ‘exterior’, de manera que la construcción trascienda el carácter de mero “subconsciente de la arquitectura” que muchos aún hoy le adjudican. Sin embargo, desde su origen estas estrategias han estado en mayor o menor grado contaminadas por el prejuicio de que la forma y la materia son dos entidades de diferente substancia y que, por tanto, pasar de un concepto a otro supone por fuerza dar un difícil salto cualitativo. Por ello, han sido pocos lo que han considerado forma y materia como las dos caras de una misma moneda, tratando lo material como un ente dotado de capacidad para adquirir forma y organizarse espontáneamente merced a una suerte de energía interna. Siguiendo la terminología filosófica, a estos creyentes en la vitalidad de la materia podemos llamarlos hilozoístas.
El
vitalismo: de la filosofía a la arquitectura
El origen de la tradición hilozoísta coincide con el de la propia filosofía. De hecho, la palabra que da cuenta de lo material procede todavía de aquel nicho semántico en el que palabras y cosas estaban entrelazadas, antes de que el pensamiento se separarse radicalmente de la naturaleza. En griego, la materia era ύλη, hyle, es decir, ‘bosque’, ‘madera’ o, más propiamente, ‘madera cortada’, ‘material de construcción’ y, más tarde, ‘metal’. Lo mismo era para los latinos la materia: la ‘madera de árbol’ o la ‘madera de construcción’. La primera filosofía jonia nunca descreyó de esta idea originaria de materia como algo animado, en un doble sentido psicológico (la materia está regida por un intelecto) y biológico (la materia está viva, como si se tratase de un organismo).
Esta corriente vitalista enraíza con fuerza en la filosofía aristotélica, a propósito de la célebre distinción entre la forma y la materia. Por supuesto, no es este el lugar para profundizar en los matices de la teoría aristotélica, pero es necesario advertir que, del mismo modo que la dualidad materia-forma puede interpretarse en un sentido ‘conservador’ que primaría lo formal sobre lo material, también puede concebirse de un modo alternativo, ‘progresista’ por decirlo así, que acentuaría el carácter activo de la materia. Desde este último punto de vista, lo material sería tratado en cuanto receptividad, es decir, en relación con sus posibilidades latentes para asumir una forma, como si fuese, póngase por caso, la arcilla de un alfarero. La materia estaría, así, en perpetuo cambio. Ahora bien, para Aristóteles y los aristotélicos este cambio no se regiría por procesos azarosos (como quiere, por ejemplo, el materialismo moderno), sino por “el deseo de la cosa material de encarnar dicha forma en su propia materia” y no en otra. Siempre y en todas partes, por tanto, hay materia en proceso de organizarse de manera inmanente.
En su vocación marxista de redimir a la materia, se debe a Ernst Bloch el haber rastreado esta noción inmanentista en la historia del pensamiento y el arte, insertándola en el contexto de una tradición que el autor define, con un sesgo ideológico, como “izquierda aristotélica”. Anticipada por algunos de los seguidores antiguos de Aristóteles, como Estratón o Alejandro de Afrodisia, esta corriente ‘izquierdista’ que prefiere los rasgos energéticos de la materia a los meramente pasivos tuvo a su principal adalid en el filósofo persa Avicena, para quien la materia es el sujeto de todo lo real, y resultaba, por tanto, tan eterna como la forma, y ontológicamente tan relevante como ella. Desde esta perspectiva, la idea de la forma en cuanto concepto primado se debilitaba, y cedía a la materia parte de su realidad eficiente; de ahí que, en su teoría de los elementos, Avicena llamase a la forma “fuego inmanente” o “verdad ígnea” de la materia. No hay un salto muy grande desde esta concepción a la idea averroísta de la materia, bastante más radical, que propone concebir lo material bajo la noción de una natura naturans, es decir, una única naturaleza dotada de un poder intrínsecamente plástico, una materia viva que, por tanto, no necesita a un Dios o un Intelecto ni fuera ni por encima de ella. Gran admirador de Averroes, Giordano Bruno intentó introducir esta perspectiva en el contexto de la filosofía renacentista, en su concepción de la materia como “una vida total, fecundante y fecundada, e infinita como el antiguo Dios”.
Lógica como era, esta potencialidad activa de la materia amenazó durante toda la Edad Media al dogma cristiano basado en la primacía de la forma intelectual (espiritual) sobre el informe chaos material. De ahí que, para explicar el movimiento o las transformaciones naturales sin caer en la herejía, pensadores como san Buenaventura optasen por recuperar la vieja noción agustiniana de las rationes seminales (los gérmenes de las cosas que habrían de desarrollarse en el transcurso del tiempo); una noción inspirada, a su vez, en el aún más añejo concepto estoico de los logoi spermatikoi, es decir, las semillas vitales o energeia (energía) fruto de la razón creadora divina que se hallaba en las cosas mismas. La materia era, así, un seminarium Dei, el semillero en el cual creó Dios creó en estado virtual las formas corpóreas que debían ir desarrollándose después según su naturaleza.
Lo relevante para nuestro discurso no estriba, por supuesto, en las conclusiones ontológicas o teológicas que cabe extraer de esta tradición hilozoísta, sino en las estéticas, en particular la noción de la materia como germen artístico. Dotada de un valor inmanente, y concebida como el receptáculo de todo lo posible, la materia puede tener un carácter anticipatorio y, como escribe Bloch, “está preñada de un bullicioso futuro”. En esto estriba precisamente la fecundidad de la materia, su facultad de manifestarse a través de formas siempre nuevas y “que no son sólo siempre nuevas, sino que cada vez son más exactas, por cuanto se adecúan cada vez más al núcleo, todavía no manifestado, de esta existencia”. Concebida de este modo, esta materia ya no es un obstáculo o un estorbo para la forma, ni un mero reducto mecánico sepultado en el corazón del objeto construido, sino un campo abierto de posibilidades figurativas que deben ser sacadas a la luz por el artista. El alumbramiento artístico de la forma puede partir así de una “materia-naturaleza grávida de forma”: no consiste ya en la reproducción mimética y servil de un objeto, ni en su adulteración con ayuda de una forma ya acuñada, sino en la actualización de las potencialidades contenidas en una materia que, más que mera estofa pasiva, debe considerarse un germen, una semilla de la obra de arte.
Pero considerar que la materia juega un papel activo en el arte no implica, ni mucho menos, cederle todo el protagonismo. Aunque la materia esté preñada de forma, necesita de alguien que la alumbre. Esta ‘comadrona’ es el artista, que se concibe como el médium capaz de interpretar los dictados de la naturaleza, dándole a la forma un significado inteligible. Augur de la materia, el artista descree de los razonamientos, pero confía en su intuición, como había advertido ya Miguel Ángel en un célebre dístico: “No tiene el mejor artista ningún concepto / que un mármol solo en sí no circunscriba”. Más tarde, el Romanticismo adoptará algunos de los postulados de esta estética de la materia, pero siempre en el contexto de una exacerbada teoría del genio. Siguiendo la corriente hilozoísta, la materia se concibe por los románticos como una manifestación espiritual; no es otra cosa, en palabras de Schelling, que “el espíritu intuido en el equilibrio de sus actividades”, de manera que ambos —espíritu y materia— pueden considerarse como las dos caras de la misma moneda: la materia, en cuanto “espíritu apagado”; el espíritu, como “materia en devenir”. El artista (el genio) es el canal que expresa esta continuidad entre la materia y el espíritu; es aquel que, en palabras de Schopenhauer, “comprende a la naturaleza con media palabra y expresa netamente lo que la naturaleza sólo balbucea, estampando en el duro mármol la belleza que esta ha malogrado en mil intentos” y colocándola luego “frente a la naturaleza como si le preguntase: ‘¿Era esto lo que querías hacer?”
Materia,
forma, energía
Desde esta perspectiva, la arquitectura no sería sino un modo de expresar la actividad energética o interna propia de la materia. Así lo entiende Hegel, que asocia al arte de construir con una función un tanto primitiva en relación con los verdaderos fines espirituales del arte: encauzar la “vulgar materia exterior” bajo la “forma de masas mecánicas y pesadas” según las leyes abstractas de la simetría. Una postula, la de Hegel, que contrasta con la de Schopenhauer, para quien la función de la arquitectura es más compleja y sutil, y consiste en hacer ‘hablar’ a la materia (que, como tal, no puede representar una idea) según una dialéctica producida entre la gravedad que actúa sobre el cuerpo de los edificios, y la solidez, esto es, la resistencia a la gravedad que caracteriza a dicho cuerpo. De este modo, “la lucha entre la gravedad y la solidez es propiamente el único material estético del bello arte arquitectónico” y, como tal, debe expresarse “privando a las indestructibles fuerzas [gravitatorias] del camino más corto hacia su satisfacción y haciéndolas dar un rodeo hacia él, con lo cual prolonga la lucha y hace visible de múltiples modos la inagotable tendencia de ambas fuerzas.” Y esto es así porque “abandonada a su inclinación originaria, la masa total del edificio presentaría un mero amasijo tan firmemente acoplado como le fuera posible al suelo, hacia el cual la gravedad le empuja sin cesar, mientras se resiste a ello la solidez”. Esta lucha entre solidez y gravedad “es justamente aquello a lo que la arquitectura impide una satisfacción inmediata y sólo le consiente una satisfacción mediata por medio de un rodeo. Así por ejemplo, el maderamen sólo puede gravitar sobre la tierra por medio de columnas; la bóveda ha de soportarse a sí misma y sólo por mediación de los pilares puede satisfacer su tendencia hacia la masa terrestre. Pero justamente sobre estos obligados rodeos, por estas trabas, se despliegan del modo más nítido y diverso esas fuerzas inherentes a los toscos bloques de piedra.”
Las ideas románticas del artista como médium de la naturaleza, y de la fecundidad estética de la materia, confluyen en la teoría que señoreará el panorama europeo de finales del siglo xix: la de la Einfühlung o empatía. Para Vischer y Volkelt, para Fechner y Lipps, existe una continuidad entre lo objetivo y lo subjetivo: el artista transfiere al objeto su mundo interior y lo representa instaurando una mediación simbólica entre ambos, es decir, comprende el objeto penetrando emocionalmente en él. Análogamente, e iluminada por la subjetividad del artista, la materia manifiesta su vida interior (antes muda y oculta a la mirada) a través de una “corriente de actividad que parte del objeto” y llega hasta el sujeto. Esta corriente que “conduce a la entraña de la materia” no es sino “una manifestación de la energía vital”. Los materiales, por tanto, en cierto sentido ‘viven’, y compete al artista averiguar cuál deba ser la expresión formal capaz de manifestar la latencia anímica. Pero esta aspiración supone también una renuncia, puesto que puede darse el caso de que el material sea de tal índole “que no pueda reproducir determinados objetos”, es decir, que imponga incondicionalmente una determinada técnica, y asimismo puede ocurrir que sea la técnica la que resulte incompatible con un determinado material. La materia, por tanto, implica siempre una suerte de ‘negación estética’, un destino que, según Lipps, pone de manifiesto, por ejemplo, la comparación entre tres de los materiales más comunes en el arte: el mármol, el bronce y la terracota. Mientras que la plasticidad del mármol permite recoger “la simple alegría de vivir corporal, el sentimiento de tal señorío o el poder biológico», el bronce, más severo, resulta «más adecuado para la expresión severa», y la terracota, que no se puede tallar ni cincelar, es apta para representar bosquejos pues tiene «un carácter de ligereza, de soltura, de cosa poco importante”.
Ahora bien, si los materiales pueden tener ‘señorío’, ser ‘severos’ o resultar ‘sueltos’ es porque, de algún modo, son como las personas. Bajo la perspectiva de la Einfühlung, nada impide llevar la antropomorfización de la materia hasta la propia arquitectura en su conjunto, siempre que se mantenga un principio mediador entre ambos. Este principio es el de la identificación del cuerpo de los edificios con el de los seres humanos. Nuestra experiencia corporal (Körpergefühl) sería así el baremo con el que juzgaríamos todos los cuerpos organizados, incluida la arquitectura. Esta noción le permite a Wilhelm Worringer, por ejemplo, hablar de la arquitectura gótica como de “una matemática vitalizada” que hubiese surgido de un movimiento corporal compulsivo, de una “mano desbocada” como consecuencia de la “inquietud interior del hombre” ante los fenómenos de la naturaleza. Por su parte, para Wölfflin esta identificación corporal va incluso más allá: se convierte en un principio hermenéutico de gran calado, pues, según él, “damos un sentido al mundo exterior según los esquemas expresivos que hemos aprendido de nuestro cuerpo. Traspasamos a todo cuerpo la experiencia adquirida con el nuestro propio cuando expresa una vigorosa gravidez, un riguroso control de sí o, por el contrario, una pesada atonía”. Y continúa preguntándose: “¿Y la arquitectura, no tomaría parte en esta animación inconsciente de la materia? Toma, por el contrario, la mayor parte. Y ahora aparece claro que como arte de masas corporales, sólo puede referirse al hombre como ser corporal. Es la expresión de una época que hace aparecer la existencia corporal de los hombres, su aspecto y su aire, su actitud ligera y festiva o seria y grave, su naturaleza febril o apacible, en una palabra, el sentimiento vital de una época, en las proporciones corporales monumentales de su arte. Pero en tanto que arte, la arquitectura elevará e idealizará este sentimiento vital, intentará proporcionar lo que el hombre querría ser.”
El efecto estético de la arquitectura no descansa, empero, sólo en esta “animación inconsciente de la materia” mentada por Wölfflin, sino en la intuición de que dicha materia es también el canal de una energía que se transmite a través de los edificios y que de algún modo determina su forma aparente. La forma expresa la materia, y esta la energía; la disposición de la materia contrarresta la acción de las fuerzas, y les obliga, como quería Schopenhauer, a hacer ese circunloquio o rodeo en el que estriba la artisticidad de la arquitectura.
Hilozoísmo
y ‘Einfühlung’
‘Antropomorfizada’ por un lado, por el otro ‘energizada’, la materia se
convierte a finales del siglo xix
en un tema estéticamente relevante para la arquitectura. Es entonces cuando la
tradición hilozoísta alcanza, al menos durante un tiempo, cierto predominio
sobre la formal. Uno de los artífices de este cambio fue Henri Bergson, cuyo
pensamiento vitalista hizo las veces de elixir para los artífices de la
protovanguardia, pronto obnubilados por las teorías de Albert Einstein sobre la
convertibilidad de la materia y la energía. Con esta nueva sensibilidad, todo
parecía devenir energía, incluso la materia que, como defendía Bergson,
consistía en “modificaciones, perturbaciones, cambios de tensión o de energía,
y de nada más”.
Será al hilo de estas ideas que Henry van de Velde (sin duda el teórico de mayor influjo en esos años) desarrollará una interesante teoría arquitectónica hilozoísta, a duras penas acrisolada con materiales diversos que van desde los principios de la Einfühlung hasta las ideas estéticas de Schopenhauer y Nietzsche, pasando por la estética psicologista de Gustav Fechner y Charles Henry. Lejos de tener un valor práctico o mecánico, para Van de Velde la materia presenta una disposición activa más profunda, una capacidad de entrar en diálogo con el sensorio humano para despertar en él la impresión de belleza. Sin embargo, esta disposición permanecerá inoperante a menos que sea el artista quien la suscite, quien toque la tecla adecuada para hacerla sonar. Se trata de una idea que recuerda la teoría del genio romántica, pero que anticipa también la creencia de Ernst Bloch en el papel del artista como dator formarum de las posibilidades expresivas contenidas en las entrañas de la materia. Desde este punto de vista, ningún material es en sí bello: son las “manipulaciones, la traza de las herramientas, las diversas maneras de expresar la pasión frenética o de la sensibilidad de quienes los trabajan” las que lo hacen vivir para transformar en una verdadera expresión artística lo que de otro modo no sería sino un simple trabajo mecánico. Es precisamente esta mutación la que define el principio fundamental de la estética de Van de Velde: “La más esencial, la belleza más indispensable de una obra de arte consiste en la vida que manifiestan los materiales con los que está conformada”.
No obstante, según de qué materiales se trate, no todas las herramientas serán igualmente válidas para suscitar vida en ellos. Para Van de Velde, el metal y la piedra “sólo viven cuando la acción de la luz lucha con la de la sombra, y cuando tal combate hace vibrar la superficie” de dichos materiales. Las telas y los tejidos se activan estéticamente cuando los juegos variables de luz “dotan de una tercera dimensión” a paños y cortinajes. El vidrio vive cuando su superficie parece “estirarse o plegarse”, multiplicando así los acentos de la luz incidente o sus reflejos; la madera, cuando la herramienta adecuada revela la superficie del material del mismo modo en que un “arado levanta la tierra dormida”. Es como si las materias aspirasen a liberarse, a aflorar de acuerdo a sus propias leyes internas, o como si, en palabras de Henri Focillon, “tuviesen un destino propio” o, si se quiere, cierta “vocación formal” pues, a fin de cuentas, presentan una consistencia, un color, un grano específico, una forma, en definitiva, que inevitablemente “invocan, limitan o desarrollan la vida de las formas artísticas”.
Desde este punto de vista, el reto del arte y de la arquitectura es revelar la vida de los materiales, y abrir gracias a ello una cantera de significados simbólicos inéditos. Esta sensibilidad es compartida por otras filosofías materiales, como la de Gaston Bachelard, y su noción de ‘intimidad material’ (aquella que se da entre el artista y la naturaleza a través de la imaginación del primero), o también en la teoría del arte esbozada por Martin Heidegger que, con su acostumbrada prestidigitación etimológica, propone recuperar los viejos lazos perdidos entre el arte, la técnica y el conocimiento, es decir, entre las antiguas acepciones de la τέχνη (tekne) griega. Para Heidegger la obra de arte no es sino un modo de decir la verdad a través de la materia o, mejor, de hacer aflorar la verdad latente que se ‘oculta’ en ella y que resuena con la de todo lo que la rodea, sea natural o humano. Y para ello recurre a un ejemplo que, desde Hegel o Schopenhauer, resulta querido a la filosofía alemana: el del templo. “El edificio en pie”, escribe Heidegger, “descansa sobre el fondo rocoso. Este reposo de la obra extrae de la roca lo oscuro de su soportar tan tosco y pujante para nada (…) El brillo y la luminosidad de la piedra, aparentemente debidas a la gracia del sol, sin embargo, hacen que se muestre la luz del día, la amplitud del cielo, lo sombrío de la noche. Su firme prominencia hace visible el espacio invisible del aire.” En puridad, lo que el templo congrega en torno de sí no sólo son las aspiraciones de los hombres (su ‘temor de Dios’, dice Heidegger), sino los fenómenos mudables de la naturaleza, y todo ello precisamente gracias a la materia, habida cuenta de que el edificio, al establecer su mundo propio, “no hace que la materia se consuma, sino que ante todo sobresalga”, que cobre vida. Y así, “la roca llega a soportar y reposar, y de este modo llega a ser por primera vez roca; el metal llega a brilla y a centellar; los colores, a lucir, y el sonido, a sonar”, precisamente cuando la construcción se retrae a lo macizo y pesado de la piedra, a lo firme y flexible de la madera, a lo duro y resplandeciente del bronce.
Metamorfosis de la materia
La tradición hilozoísta presenta, por tanto, una rama principal, de la que
parten innumerables brazos secundarios que se corresponden con las
sensibilidades variadas que, especialmente en los dos últimos siglos, han ido
dando cuenta de la idea de una materia viva y preñada de potencialidades
formales que compete al artista, al artesano o al arquitecto interpretar, sacar
a la luz, animar. Ahora bien, esta interpretación no agota el campo de la
estética energética de la materia, pues hay quienes prefieren incidir en el
carácter espontáneo con que la materia se transforma para postular una suerte
de ‘autopoiesis’ de lo material, muy cara a románticos y expresionistas. Para
todos ellos, la posibilidad de esta estética energética estriba en el asombro
ante el hecho de que naturaleza puede actuar como una productora inconsciente
de objetos bellos, de mirabilia como ciertas piedras preciosas o
cristales cuyas formas parecen ser el resultado de una voluntad creadora y que,
como tales, hacen las veces de jeroglíficos de la energía natural. Lo que
resultaba maravilloso para Kant, Schelling o, pongamos por caso, Taut, era en
particular la capacidad que estos objetos naturales tenían de pasar del caos
amorfo a texturas ordenadas, y de mutar de un estado a otro y a otros nuevos
imprevistos. Y toda esta constante metamorfosis alimentada por una fuerza que
no era externa (la de un demiurgo creador o un artista), sino por las
propiedades intrínsecas de una materia siempre dispuesta a mutar.
Fundada sobre la base singularmente inestable de los procesos, de los cambios de estado, de las proteicas mutaciones del aspecto de los objetos, esta estética de la materia es más química o molecular que física o macroscópica, pues no aspira a una forma perfecta o acabada, sino a convertir en material estético el proceso de cambio en sí mismo o, al menos, aludir a él de forma analógica o simbólica. Dar cuenta de un modo a la vez científico y artístico de las metamorfosis naturales fue precisamente la ambición mayor de la Naturphilosophie alemana; una ambición improbable que alentó el trabajo de muchos filósofos y artistas. Entre ellos, el más influyente fue, sin duda, Goethe, con su noción de la Urpflanze, con la que pretendía explicar los cambios sucesivos de las plantas en su conjunto a partir de un esquema ideal susceptible de aplicarse con mayor o menor fortuna en los dominios del arte. Tal fue asimismo la aspiración de los estudios decimonónicos sobre el gótico, que pretendían adjudicar al viejo estilo una coherencia y objetividad semejantes a las que resultan de los principios creadores de la naturaleza, patentes en las plantas y en los organismos en general.
Pero donde estas analogías entre las metamorfosis naturales y las arquitectónicas resultaron más claras fue en el expresionismo alemán de la década de 1920, especialmente en casos como el Goetheanum que Rudolf Steiner concibió como una suerte de ilustración tectónica del poema en el que Goethe expuso sus ideas sobre las mutaciones naturales, Die Metamorphose der Pflanzen. Construido con madera, el primer Goetheanum contaba con grupos de columnas cuyas basas estaban tratadas al modo de ilustraciones de cada una de las fases del desarrollo del vegetal recogidas en los versos del sabio de Weimar, desde la germinación hasta la fructificación, pasando por la creación del sépalo, el estambre y el pistilo. Es la misma pulsión orgánica y cósmica que se evidencia en otras obras contemporáneas, como el libro dibujado por Bruno Taut en 1919, Die Weltbaumeister, una suerte de espectáculo cinematográfico que dramatiza el devenir de un compuesto de materia-energía que va adoptando configuraciones varias que, sucesiva y espontáneamente, devienen naturales o artificiales, estructuradas o amorfas.
Considerada en cuanto desarrollo espontáneo de la materia, la estética energética de la materia ejemplificada por las columnas del Goetheanum o por el drama cósmico de Taut presentaba además un sesgo inédito con respecto a la tradicional estética de la forma. Si ésta pretendía imitar por semejanza las figuras de la naturaleza, el aspecto de los materiales considerados macroscópicamente, aquélla (interesada en las cualidades de lo mudable) descreía de las formas para convertir los procesos de las que estas surgen en nuevos materiales estéticos.
Lo cierto es que, bajo esta óptica, los límites entre lo natural y lo artificial se desdibujan, y la mirada del arquitecto o el artista se vuelve más pragmática y atenta a las mutaciones sensibles antes que a las sustancias ideales de la geometría. El pragmatismo respecto a los materiales es evidente, por ejemplo, en el modo en que los maestros de la modernidad comenzaron a tratar el hormigón armado, una sustancia artificial con las ventajas de la piedra, pero sin sus inconvenientes mecánicos. Así, en la Torre Einstein de Erich Mendelsohn (concebida, aunque no construida, con el nuevo material) las formas aspiran a ser una “expresión del movimiento” y puede también que a dar cuenta metafóricamente de la simbiosis entre la materia y la energía postulada por las teorías relativistas. Por su parte, en el segundo Goetheanum de Rudolf Steiner, terminado en 1925, el hormigón reemplaza a la madera no sólo para evitar que el edificio pudiera volver a ser destruido por el fuego, sino porque el nuevo material garantiza la buscada continuidad entre estructura y forma propia de los organismos vivos. Por su parte, para el Le Corbusier tardío, el hormigón armado (no en vano denominado béton brut, ‘hormigón crudo’) dejaba de ser simplemente el material de los eficientes pórticos estructurales, para pasar a convertirse en un continuo formal y la vez mecánico, orgánico si se quiere, cuya textura determinada por irregularidades surgidas en la obra, por marcas o huellas provocadas por su manipulación, era susceptible de mostrar su propia y artificial historia ‘geológica’.
El ejemplo del hormigón armado muestra cómo ciertos materiales, considerados a través del prisma de la estética de la energía, pueden presentar un potencial formal inédito. Isótropo, continuo, fluido, resistente al paso del tiempo y también apto para cubrirse con marcas humanas (moldeados, impresiones), mecánicas (desgarros) o meteorológicas (pátinas), el hormigón posee también una valencia conceptual derivada de su carácter autoportante; un carácter que anula la vieja jerarquía entre lo que soporta y lo que es soportado (el modelo de la estructura en ‘clave de bóveda’ que tanto gustaba a Kant), y que estriba en la posibilidad efectiva de dar cuenta de las tensiones internas merced a su plasticidad, al hecho de que su composición pueda adaptarse a requerimientos de diversa condición. En el caso del hormigón armado parece demostrarse, así, la vieja hipótesis estética de que la forma debe seguir a la función, pero en una clave promisoria y hasta contracultural que lleva a autores como Deleuze y Guattari a escribir cosas como ésta: “Materias como el hormigón armado han proporcionado al conjunto arquitectónico la posibilidad de liberarse de los modelos arborescentes, que procedían por pilares-árboles, vigas-ramas, bóveda-follaje. No sólo el hormigón es una materia heterogénea cuyo grado de consistencia varía con los elementos de la mezcla, sino que el hierro se intercala en él según un ritmo, es más, forma en las superficies autoportadoras un personaje rítmico complejo en el que los ‘tallos’ tienen secciones diferentes e intervalos variables según la intensidad y la dirección de la fuerza a captar (armadura y no estructura).” Desde esta perspectiva, la cuestión no está en imponer una forma a la materia, sino en “elaborar un material cada vez más rico, capaz vez más consistente” y capaz de “captar fuerzas de otro orden”. El material visual debe, de este modo, “captar fuerzas no visibles. Hacer visible, decía Klee, y no hacer o reproducir lo visible”.
Desde esta perspectiva, las materias de expresión son sustituidas por un ‘material de captura’ que no está sometida a la mano del creador, sino que es una especie de ‘sintonizador’ espontáneo de energías de diversa índole. Con este propósito, el material se vuelve sutilísimo, como si fuese una red que se tensionase con los campos de fuerzas invisibles que la atraviesan. Se comporta, por así decirlo, como una “materia molecularizada” que condensa lo esencial y que “ya no depende de las formas y las materias, sino de las fuerzas, las densidades, las intensidades”.
Que la materia se retraiga a una condición molecular o invisible con el objeto de dar cuenta de los campos de fuerzas que la rodean es, desde luego, algo difícil no sólo de explicar, sino también de aplicar en el ámbito de la arquitectura. Así y todo, es innegable que la tendencia hacia la desmaterialización y la búsqueda paralela de una estética atmosférica son hoy vías de investigación relevantes para los arquitectos y artistas que exploran la dialéctica entre lo continuo (la energía) y lo discreto (materia). En este sentido, ya Van de Velde había advertido del hecho de que “toda la materia evoluciona hacia su expresión más inmaterial”, poniendo como ejemplos de este proceso el uso cada vez más generalizado del vidrio y el acero en la construcción. El tiempo dirá, sin embargo, si los frutos tardíos del hilozoísmo merecen o no la pena, y si la estética de la energía resulta ser en verdad una alternativa a la tradición formal e idealista que desde siempre ha predominado en la arquitectura de Occidente.