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El laberinto de los interiores. Una aproximación ambiental

Eduardo Prieto

Si desde el punto de vista práctico, el interior ha sido como un pariente pobre de la arquitectura reciente, desde el teórico se asimila más a un fantasma. No sólo porque en general parece más fácil definir un continente geométrico y cuantificable que un contenido atmosférico y afectivo (como la del fantasma, la realidad del interior se escapa de las manos), sino también porque los interiores resultan ser también contingentes: no dependen de sí mismos, sino de algo externo a ellos que los precede en jerarquía.  En este caso, lo que precede al interior es la fachada que lo segrega del exterior adoptando dos modos complementarios: por un lado, el de una membrana técnica que separa un ‘fuera’ sometido al albur del clima de un ‘dentro’ confortable; por el otro, el de una piel estética o, al menos, representativa, que suele acaparar todo el protagonismo merced a sus funciones retóricas. De este modo, sojuzgado por la envolvente, el interior se disuelve en su condición fantasmagórica, al convertirse en poco más que un epifenómeno de lo que en verdad se considera importante: la forma, la fachada, la superficie.

El poco crédito de los interiores se debe también a una cuestión lingüística. El interior pertenece a un campo semántico amplio y enrevesado donde convive con términos afines que a lo largo de la modernidad han tenido mayor fortuna, como el espacio, el ambiente o la atmósfera. La estética alemana de finales del siglo XIX supo dar un nuevo prestigio al interior transformándolo en espacio y haciendo de él la razón de ser de la arquitectura. Cuando, a mediados de los años 1950, la versión más rutinaria de la modernidad convirtió al espacio en poco más que extensión cuantitativa, la respuesta fue volcarse en los ‘ambientes’, realidades que dependían del interior pero que, por un lado, introducían un matiz biológico y, por el otro, permitían enfatizar la experiencia humana y su carácter multidimensional, muy en la línea de la fenomenología del momento. Este cambio semántico abrió de paso el camino a las indagaciones climáticas, habida cuenta de que un ambiente, al igual que un espacio interior o un ecosistema, puede considerarse una realidad inestable que hay que mantener en sus límites y controlar con medios naturales y artificiales. La dimensión climática contenida en el concepto de ambiente fue adquiriendo protagonismo por la generalización de otro término planteado por los estetas alemanes fin-de-siècle, la ‘atmósfera’, una palabra de mayor alcance que ‘espacio’ o ‘ambiente’ pero que, a diferencia de estas, tiene que ver con la gran escala de la Tierra y, por este motivo, acaba entrando en sintonía con las preocupaciones ecológicas. Sin embargo, tal ampliación del alcance semántico supone el pago de un nuevo peaje conceptual, pues, por su carácter holístico, el término ‘atmósfera’ implica la ruptura de la escala arquitectónica compartida por el interior y el ambiente, excepto en el sentido anticipado por Gustav Fechner en el siglo XIX, adoptado por los expresionistas alemanes en la década de 1920 y popularizado por Buckminster Fuller en los años del pop: la idea de que la Tierra es, respecto a la humanidad, una “buena vivienda” o una “nave espacial”, es decir, un interior. Lo cierto es que, pese a todas estas connotaciones de tendencia centrífuga, el laberinto de los interiores se acaba siempre cerrando sobre sí mismo, pues en su uso cotidiano e intuitivo la palabra ‘atmósfera’ resulta ser un sinónimo casi perfecto de ‘ambiente’ y ‘clima’, de manera que el campo semántico que ata todos estos conceptos a la idea de interior no ha dejado en ningún momento de circunscribirse a una tan incómoda como fructífera homonimia.

El significado vago, casi intuitivo, del interior se compadece, por otro lado, con su carácter de realidad mestiza en la que confluyen diferentes realidades no siempre complementarias entre sí. El interior tiene una razón climática, técnica y estética, pero al mismo tiempo también una social, incluso política, que pertenece de suyo a una tradición bien larga cuyo origen debe buscarse, como tantas cosas en la modernidad, en la Ilustración. Concebido en términos de intimidad, privacidad o confort, el interior puede considerarse de hecho un producto de la ideología burguesa, que emerge cuando se consolida la idea moderna de domesticidad a mediados del siglo XIX: esa misma domesticidad que las vanguardias intentaron socavar con mucha tozudez pero escaso éxito. Construcción social al cabo, el interior resulta ser así una realidad subalterna que depende de una envolvente para subsistir —igual que la mucosa interior del molusco depende de una concha— pero que, más allá de esta dependencia material, se muestra como una membrana extraordinariamente permeable a las ideologías. Se contamina con facilidad de ideas políticas y sociales, hasta el punto de que no hay ideología que no haya tenido su propia concepción del interior, desde la teoría de la ‘esfera pública’ de Habermas (para el que lo público o expuesto es precisamente lo que hace posible lo privado o íntimo) hasta las ‘políticas de la intimidad’ de los Estudios Culturales (que conciben el espacio doméstico como una versión miniaturizada de las estructuras sociales), pasando por la interpretación del interior como un “estuche para el hombre burgués”, de Walter Benjamin, o la fenomenología de Gaston Bachelard (donde el interior es la condición de la creatividad, hasta el punto de que sin hogar no hay poesía). A todo lo anterior se suma la dimensión antropológica del problema, que hace que lo que para unas culturas sea ‘interior’ (el patio de una casa mediterránea, por ejemplo) para otras (las nórdicas) no lo sea en absoluto. Con su complejidad laberíntica, el interior se hilvana así en un lazo hermenéutico de fibras disímiles y enmarañadas muy difícil de deshacer.

Estética y termodinámica

Una manera de cortar este nudo gordiano consiste en reducir el interior a una cuestión de clima o energía, vinculándolo ex hypothesi a una tradición arquitectónica que sería termodinámica en lugar de tectónica, que se ocuparía de flujos de energía y de atmósferas en lugar de formas y ‘estilos’ visuales, y que, por tanto, podría ser capaz de considerar el problema de la relación con el exterior desde un punto de vista distinto y fructífero, sacando al interior de su fantasmagoría. Para justificar esta tradición, los historiadores se han sostenido en referencias que, como los de cualquier tradición en general, son artificiales e incluso tienen cierto carácter mítico, pero que no por ello (o quizá precisamente por ello) resultan menos convenientes. Es el caso de Vitruvio cuando asocia el origen de la arquitectura al fuego mediado por el lenguaje y la sociedad; el de Ledoux cuando concibe su cabaña primitiva como una especie de árbol de microclimas; el de Semper cuando desvela el núcleo ígneo de la tectónica; el de Mumford cuando entiende la historia cultural en términos de gestión de recursos energéticos; el de Giedion cuando sugiere sottovoce una arquitectura termodinámica; y, por supuesto, también el de Banham, cuando, haciéndose eco de Le Corbusier, enuncia la famosa parábola de la tribu que tiene que pasar la noche en el claro de un bosque y duda entre construir un refugio con unas ramas (solución tectónica) o encender una fogata con ellas (solución termodinámica). Sin embargo, y por muchas que sean las fuentes que se quieran utilizar, cualquier distinción entre lo tectónico y lo termodinámico no puede ser más que metodológica, y esto vale también para los interiores: no es sólo que en la arquitectura la construcción del refugio y el mantenimiento de la fogata resulten complementarios; es que construir y mantener un edificio no son acciones menos energéticas que encender y alimentar la llama del hogar. La construcción y la combustión son las dos caras del mismo proceso entrópico, y el concepto de interior está a caballo de una y otra, unido dialécticamente a ambas.

La dialéctica entre el interior y la energía se justifica en la medida en que el interior se concibe como el espacio por antonomasia del confort y, aunque sea difícil definir en qué consiste ‘lo confortable’ (que es a fin de cuentas una medida a medias fisiológica y a medias cultural), el interior siempre puede identificarse, en último término, con ese mínimo de aire artificial que entra en contacto con el cuerpo, ese fluido esencial en el que Herder vio el sustrato de la historia cuando afirmó, con exacta poesía, que los seres humanos son “discípulos del aire”. Además, el interior, precisamente por su condición conceptualmente mestiza, semánticamente vaga y, por tanto, inevitablemente fantasmagórica, resulta ser una realidad tan amplia como para dar cuenta de las categorías convencionales de la forma y la técnica, y asimismo de otras cuestiones de índole energética, como la ventilación, la radiación y su efecto en el cuerpo, el rendimiento calorífero o entrópico de los materiales, y las cualidades perceptivas de las atmósferas. Por eso, cuando se habla de ‘interior’ se termina hablando de ‘termodinámica’.

Es cierto que esta idea del interior es fruto de una simplificación, pero con ella se evita recaer en otras simplificaciones peores, como las de esa ‘sostenibilidad’ que todavía amenaza con hacer de la arquitectura una especie de cálculo neutral desde el punto de vista estético. Sin embargo, la simplificación de tratar el interior sobre todo como una cuestión termodinámica no sería viable sin otra simplificación: la de tratar la termodinámica sobre todo como una cuestión estética que evita que la energía se aborde como una mera cuestión técnica cuya base de cálculo serían ciertas cantidades y no otras: el calor y la electricidad que consumen los edificios; los megajulios por metro cúbico embebidos en los materiales a lo largo de su ciclo de vida;  las toneladas de petróleo equivalentes gastadas en los procesos de combustión; la entropía, la emergía, la exergía. Considerar el interior como un problema termodinámico y la termodinámica como un problema estético permite poner en su sitio a la tecnocracia del funcionalismo medioambiental y a los especialistas de la sostenibilidad cuyas herramientas son las tablas de cálculo o los algoritmos más que los tableros de dibujo.

Cuestiones taxonómicas

Un modo de escapar de la fascinación tirana por los megajulios, las unidades equivalentes de petróleo o, sin más, los dólares embebidos en los edificios, consiste en explorar la estética de la energía. No son muchos los que han acometido esta tarea ambigua, pero podrían citarse, para empezar, los maestros del high-tech, ahora reconvertidos en gurús del environmental-tech gracias a una inteligente adaptación a los tiempos. Si en la década de 1970 Norman Foster, Richard Rogers o Renzo Piano fueron los adalides de una estética de la máquina puesta al día por mor de las teorías de Reyner Banham y de las visiones de Archigram (aunque en realidad el maquinismo heroico resultaba por entonces cuando menos anacrónico), hoy resultan ser artífices de la sostenibilidad en la medida en que sus edificios ya no tienen que ver sólo con articulaciones hipertróficas y no menos hipertróficos conductos de aire acondicionado, sino con sutiles pieles de lamas y exquisitos volúmenes cuyos materiales cumplen escrupulosamente los dictados de las mejores certificaciones medioambientales. Confundida con el estilo sus autores, la estética del environmental-tech tiene la ventaja de ser compatible con las exigencias de la sostenibilidad capitalista; su inconveniente es que, en lo fundamental, trabaja con productos de catálogo concebidos casi en exclusiva para la envolvente y aplicados sin que el diseño cuestione en ningún momento la noción convencional del interior moderno, con sus formas y funciones heredadas. Esto explica que otros exploradores de la estética de la energía, más arriesgados, hayan intentado atacar de frente el problema, centrándose en la forma y no en las pieles, y aprovechando la potencia de los programas informáticos para tener en cuenta la termodinámica desde el origen del proyecto de acuerdo a un parametricismo que tiene varias caras.

La más aprovechable de ellas sería tal vez la que busca en la naturaleza nuevas canteras estéticas asociadas menos con las formas en sí mismas que con los procesos que las producen, y que admira los vínculos frágiles y complejos entre la forma y la energía presentes, por ejemplo, en una pompa de jabón, una célula o un radioalario. A otra rama más disciplinar pertenecen exploraciones como las de Iñaki Ábalos, para quien los nuevos programas informáticos no son más que la herramienta de un proceso de diseño en el que la energía, pasada por el tamiz de la cultura material y las convenciones inexcusables de la arquitectura (el dibujo, la construcción, la tipología), podría tal vez generar cierta “belleza termodinámica”. Una belleza que, más que sostenerse en sus tradicionales contenidos retóricos (los contenidos de la envolvente), debería traducirse en efectos somáticos muy variados cuyo campo privilegiado sería el interior.

En este contexto confuso e intrincado, otra estética de la energía que parece tener un proyecto para el interior es la de la ‘atmósfera’, término que ha hecho fortuna entre los arquitectos porque sugiere muchas cosas atractivas a la vez: un ambiente háptico; un campo de flujos de energía; un espacio de límites desdibujados; una entidad cuasi metafísica a medio camino entre el sujeto y el objeto; un ecosistema global. Con su carácter polisémico, la atmósfera podría ser una herramienta eficaz para tratar el interior como un tema termodinámico y la termodinámica como un tema estético si no fuera porque sus manifestaciones construidas no logran tocar el meollo del interior arquitectónico: concebidas como construcciones puramente estéticas, las atmósferas se debate entre la condición de un ambiente traspuesto sin más en forma (la membrana atomizada al modo del Blur Pavilion de Diller + Scofidio, póngase por caso) y el del ambiente en extremo vulnerable que sólo puede mantenerse en los límites apacibles de las salas de los museos y las bienales, como ocurre en las por otro lado siempre sugerentes instalaciones de Philippe Rahm. En tales ambientes, el interior se hace depender de una termodinámica bien primaria por cuanto, para darse como tal, tiene primero que liberarse de la molesta complejidad tectónica de los edificios y de su inevitable lucha con el clima real, y escapar también de las no menas molestas contaminaciones culturales o sociales que definen la arquitectura pero perturban la coherencia estética de las burbujas de aire.

Forma y profundidad

Cuando se ensaya por la vía de las atmósferas, la estética de la energía recae en una aporía. Buscando un ‘estilo nuevo’, el proyecto intenta distinguirse de la herencia moderna de las geometrías rotundas y bien definidas, y opta por desmaterializarse, asemejándose al aire, esa realidad trivial pero que, desde mediados del siglo XIX al menos resulta fascinante por ser la mejor metáfora del invernadero global e interconectado, así como de esa condición ‘interior’ que Sloterdijk asocia a los espacios genéricos del capitalismo tardío. El problema es que el aire, la atmósfera, no tiene aspecto, carece de otras cualidades que no sean las térmicas y, salvo como motivo pintoresco, apenas sirve como materia prima estética. De ahí que para construir el ‘estilo de la energía’ o el ‘estilo de los interiores’ la solución más fácil sea acudir a ciertas imágenes accesorias pero reconocibles —las escuetas flechas de los gráficos bioclimáticos, las simulaciones a todo color de los programas informáticos, los ambientes coloreados por los flashes de luz—, que de este modo pasan de ser medios útiles a convertirse en fines ilusorios. Estas simplificaciones hacen del interior arquitectónico poco más que una caricatura.

Una respuesta alternativa consistiría en trabajar el interior menos como un extremo o un vacío que como una realidad a medio camino entre el continente y el contenido, la tectónica y la termodinámica, y lo público y lo privado; una realidad que, por fuerza, tiene que manifestarse como forma.  En este contexto la forma no es sólo el plano de fachada que se muestra al espacio perspectivo (sentido clásico), ni la envolvente plástica que empaqueta programas y cubre estructuras (sentido moderno), ni la membrana autónoma dotada de significado (sentido posmoderno), ni siquiera el volumen esculpido en función de requerimientos diversos (sentido paramétrico). La forma es aquí más que una geometría, una fachada o un mensaje, es decir, más que una realidad asociada con la superficie que define contornos, envuelve habitáculos y convierte un objeto en algo visualmente acotado. La forma es un material de densidad variable y dotado de un inevitable espesor termodinámico y simbólico que, por un lado, pone entre paréntesis nuestra tradición geométrico-visualista y contradice, por el otro, la corriente predominante respecto al confort, según la cual el interior no es más que una realidad segregada del exterior mediante paredes estancas, una especie de versión climatizada del “estuche para el hombre burgués” de Benjamin.

Desde este punto de vista, la forma se explica menos en términos de superficie que de profundidad. Por supuesto, el paso de la ‘superficie’ a la ‘profundidad’ no sería más que un truco terminológico más bien abracadabrante si no apuntase a un modo de pensar que descoyunta nuestra mirada convencional sobre el interior y el exterior y que, por tanto, resulta fructífera. La superficie habla de planos y de vacíos: los planos construidos con muros o membranas aislantes, y los vacíos que quedan entre ellos (un modelo, por decirlo así, newtoniano); la profundidad habla de gradaciones en un continuo: diferentes niveles de densidad que conducen a diferentes condiciones cualitativas (un modelo, por decirlo así, leibniziano). La superficie implica una tectónica en la que los materiales son unidades inertes, casi sin masa y sometidos a la geometría; la profundidad hace de los materiales objetos con propiedades activas, como si fueran una especie de unidades termodinámicas muy densas pero cuyo valor está en su eficacia, en su capacidad para crear un efecto y construir un ambiente con ciertas cualidades.

Conseguir tal profundidad vinculando forma, materia y energía —y no delinear sin más un improbable ‘nuevo estilo’ visual— es el sentido final de una estética de la energía que, en lugar de percibirse sólo con los ojos, se vería, como escribió Emerson, a través de cada poro de la piel. Si la forma es menos superficie que profundidad, la oposición entre el interior y el exterior se desvanece, y, en lugar de saltos tajantes entre ambos, se podría hablar de un todo con diferentes niveles de permeabilidad definidos en función del lugar, el clima, la cultura material, el tipo o la escala. En este modelo, el ‘fuera’ y el ‘dentro’ no serían ya realidades antagónicas sino diferencias de grado de un mismo continuo, y el interior, transformado en el momento profundo de la forma, dejaría de ser ese pariente pobre, ese hijo ilegítimo de cuya existencia los arquitectos saben, pero que todavía no se atreven a reconocer.