Historia natural de la arquitectura. RCR en Punta Aldea

Hechos volcánicos
Toda arquitectura ha sido antes naturaleza, y toda historia de la
arquitectura se ha dado previamente como historia natural. Esta doble tesis,
que no es inmediata, admite varias interpretaciones. Puede entenderse de un
modo metafórico, si consideramos que los edificios son de algún modo organismos
que nacen, crecen y mueren. También de un modo metonímico, si pensamos que nuestras
construcciones reproducen en pequeño la naturaleza. Puede abordarse de un modo
alegórico, si convertimos los edificios en representaciones de los intrincados
mecanismos de la realidad. O bien contemplarse de un modo materialista, si
interpretamos la arquitectura como metamorfosis de los suministros del mundo.
Puede caracterizarse asimismo de un modo funcional, si hacemos de los edificios
microcosmos para nuestro bienestar físico. Y al cabo puede concebirse de un
modo literal, si creemos que la arquitectura no es más que un fragmento
humanizado de naturaleza: un paisaje con sus escalas y mecanismos propios, pero
a fin de cuentas un paisaje.
La arquitectura es paisaje: llegar a esta tesis puede constituir el trabajo de una vida o ser la hipótesis que, desde el principio, dé sentido a una carrera. Lo fue, desde luego, para la de Rafael Aranda, Carme Pigem y Ramon Vilalta, autores de una obra arquitectónica cuya impronta personalísima es fruto, precisamente, de la ambición geométrica de disolverse en el paisaje. Hay muchas maneras de explicar esta voluntad de disolución tan paradójica en un arquitecto, pero la fundamental de ellas es acaso la más sencilla de entender: la propia presencia del paisaje en el lugar donde Aranda, Pigem y Vilalta han decidido vivir y trabajar, Olot.
Definido por una topografía en la que conviven las quebradas secas y los valles húmedos, la verde arboleda y la oscura lava, las colinas erosionadas por el viento y los conos eruptivos de precisa geometría, y el informe y antiguo suelo prepirinaico y el nuevo y riguroso sustrato de las coladas, el paisaje de Olot y de su comarca, la Garrotxa, constituye una realidad tan opulenta que resulta difícil salirse de ella. Es una realidad que se impone como “hecho volcánico” y que invoca en quien la experimenta el campo semántico de la fluidez, la violencia, la feracidad, la materia, el contraste, el devenir, la entropía, el lleno y el vacío. En la Garrotxa, la realidad del paisaje que fue de lava, los hechos volcánicos que resultan indiscutibles pues desde el principio han estado ahí, alientan, cuando no directamente imponen, cierta mirada: aquella que, lejos de abarcar la naturaleza para dominarla, prefiere contemplarla, entenderla, revelarla. No otra sino esta es la mirada con la rcr arquitectes se aproximan al paisaje, a sus paisajes.
¿Dónde está el edificio?
Pero el paisaje no solo es un hecho que
necesita ser contemplado, sino un valor que requiere exégesis: es un artificio
cultural tanto como una realidad natural. Esta doble condición viene sugerida
por la propia etimología del concepto, pues paysage significaba la
extensión visible de un pays: el campo, el territorio productivo en el
que, a lo largo de siglos, han colaborado o se han enfrentado el sustrato
natural y el quehacer humano. En cuanto campos agrarios, ganaderos o
industriales, los paisajes garantizan nuestra subsistencia, son medios
materiales. Pero en cuanto campos de la sensibilidad y la memoria, los paisajes
nos abren e iluminan los ojos, favorecen ciertas maneras de experimentar el
mundo, al mismo tiempo que invocan, como si fueran monumentos en tono menor
—monumentos modestos y callados—, las relaciones que hemos establecido con el
medio y el modo colectivo con que se ha ido construyendo nuestra cultura: una
cultura que no ha dejado de ser, en el fondo, agricultura.
Aranda, Pigem y Vilalta aprendieron estas lecciones poco a poco, acaso inadvertidamente, a través de su crianza en Olot y su poderoso paisaje. Una crianza que dejó una huella imperecedera, aunque por un tiempo tuviera que conformarse con ser huella inconsciente pues, para revelarse —para ser alumbrada en una vocación diurna—, necesitó del concurso de esa mayéutica que fue para ellos el paso por la Escuela Técnica Superior de Arquitectura del Vallés, de cuya primera promoción de arquitectos paisajistas formaron parte. Fundada en 1973, la ETSAV se sostuvo desde el principio sobre un plan de estudios que, en la medida en que dotaba a los arquitectos de una formación paisajística, puede considerarse innovador, pese a que no hizo sino entroncar con dos tradiciones de paisaje anteriores y hermanadas: la de la mejor arquitectura catalana moderna, desde Josep Lluís Sert hasta José Antonio Coderch; y la de la mejor arquitectura popular, esto es, la sostenida en el seny paisajístico.
Concebir el proyecto desde el seny del paisaje, plantear la arquitectura como una continuación del territorio, como un elemento revelador pero que muchas veces queda abocado al silencio —cuando no a la disolución—, fue una premisa creativa que Aranda, Pigem y Vilalta ya sabían antes de convertirse en rcr arquitectes. La sabían porque la habían interiorizado en la Garrotxa y la habían sacado a la luz en la Escuela del Vallès para dar pie a un modo de entender la arquitectura que no solo produjo incomprensiones en el mundo profesional donde pronto habrían de instalarse, sino que las suscitó ya en la propia Escuela. Rafael, Carmen y Ramon recuerdan todavía el momento en que, después de exponer un proyecto paisajístico, el catedrático, tal vez chapado a la antigua o acaso solo convencional, les preguntó con acritud: “Pero, ¿dónde está el edificio?”.
De la Garrotxa a Japón
Tras concluir sus estudios en 1987, Aranda,
Pigem y Vilalta tomaron una decisión que determinó su vida y carrera y resulta
por tanto imprescindible para entender su arquitectura: trabajar desde Olot.
Supieron resistirse a los cantos de sirena de la Barcelona preolímpica, tan
vibrante, para volver a su pequeña ciudad y convertir el paisaje y paisanaje en
el desencadenante primario de su trabajo. Fueron tiempos apasionantes pero
difíciles: las obras escaseaban y el compromiso con la esencialidad —podría decirse
que con la radicalidad—, del que por entonces ya hacían gala rcr probablemente
no era la mejor manera de hacerse con una clientela convencional a la que, por
otro lado, tal vez nunca habían aspirado. No dejaron de surgir oportunidades,
en cualquier caso, y una de las fundamentales fue el encargo de participar como
asesores del recién creado Parque Natural de la Zona Volcánica de la Garrotxa.
Fue un trabajo complejo, entusiasta y sobre todo fructífero para unos
arquitectos recién egresados y a los que caracterizaba el amor por las
geometrías rotundas tanto como por el paisaje.
El de asesores del Parque Natural fue un trabajo fructífero porque les introdujo en la lógica imprescindible que rige la gestión de los territorios: el trabajo en equipo, la relación entre disciplinas complementarias, desde la geografía y la geología hasta la botánica, la ingeniería y la arquitectura. Fructífero asimismo porque les procuró una visión que no solo desbordaba la arquitectura, sino también el paisaje, para extenderse por las escalas —a priori remotas para un arquitecto— del territorio. Esta visión confirmó a rcr arquitectes no tanto en su vocación por el paisaje —que ya estaba ahí—, sino en una mirada ecológica en la que lo relevante no es tanto el objeto cuanto las relaciones que se establecen entre los objetos. Fue un trabajo fructífero, por otro lado, porque sirvió para que aquellos jóvenes arquitectos profundizaran en la historia de su comarca, reconocieran las tradiciones artísticas y culturales de la que, en el siglo XIX, comenzó a ser llamada “la Suiza catalana”. Esta profundización trajo consigo la conciencia de que un paisaje no es una naturaleza simplemente contemplada, sino un artefacto cultural que se construye con acciones, proyectos e ideologías de condición muy diversa, y que es necesario desvelar. Y el trabajo como asesores del Parque Natural fue fructífero, a la postre, porque acentuó el interés de Aranda, Pigem y Vilalta por la arquitectura popular. Un interés nacido al calor del encargo de un estudio de las relaciones entre arquitectura y paisaje en la zona volcánica, y que con el tiempo dio pie a Les cases que no criden (las casas silenciosas), un bello libro que, de algún modo, constituye una declaración implícita de la arquitectura que estaba por llegar: una arquitectura que, como las viejas masías y casas payesas que toman tierra siguiendo las corrientes de agua, al pie de las colinas y jalonando con su orgullosa presencia pétrea los feraces valles de la comarca, está construido por dos elementos poderosos que dialogan tanto por continuidad como por contraste: de un lado, la masa cúbica, rigurosamente geométrica, de los edificios y las terrazas donde se asientan; del otro lado, el paisaje orgánico en el que, paradójicamente, las geometrías arquitectónicas acaban disolviéndose. Para rcr, la lección estaba clara: para dialogar y confundirse con la naturaleza no hace falta parecerse a ella: basta con mirarla con tino, escucharla, revelarla. Basta con hacerle sitio.
Pero los extremos se tocan, de suerte que la lección de la comarca volcánica y su arquitectura del seny acabó pareciéndose a la que los arquitectos sacarían tras su primer viaje a Japón, un viaje iniciático. Por las mismas fechas en que acometían sus primeras obras locales, y participaban como asesores del Parque volcánicos y acometían sus primeros proyectos fuera de la Garrtoxa, Aranda, Pigem y Vilalta conocieron de primera mano el paisaje japonés y su arquitectura tradicional, tan inextricablemente ligada al lugar y tan rica en sugerencias sensitivas, estéticas. Descubrieron que lo más vacío podía llegar a ser lleno; que no siempre es necesario definir con precisión los límites entre el dentro y el fuera; que el edificio no es solo el objeto, sino también el recorrido que conduce a él; que la profundidad puede ser impresionista, construirse con capas; que la vegetación y el agua son elementos tan esenciales para la arquitectura como la piedra y la madera; que el tiempo también construye; y que el contraste geométrico puede ser más eficaz que la simple mímesis a la hora de fundir arquitectura y paisaje.
Allende la realidad volcánica de Olot y la
admiración por la arquitectura popular y el descubrimiento de Japón, un hecho
que resultó importante en la educación sentimental de Aranda, Pigem y Vilalta
fue el interés por arte. El interés por la acuarela japonesa y sus caligrafía
brumosa tan afín a los bellos diagramas pincelados que son pronto serían seña
de rcr arquitectes. Pero también el interés por el matérico arte abstracto de
un Soulages o un Tàpies, por las repeticiones minimalistas de un Judd, por el vacío
y la materia a la manera de Oteiza y Serra, y asimismo por el landart de autores como Heizer y Long,
cuyo eco cabe encontrar en los proyectos en los que geometrías de materialidad
descarnada se integran con naturalidad en el paisaje, para contrastar con él
tanto como para revelarlo.
Como escribiera Harold Bloom, la influencia de los precedentes, de los maestros, si es muy poderosa y directa, puede provocar un tipo especial de ansiedad creativa, “la ansiedad de las influencias”. No hay tal cosa en rcr arquitectes, ni siquiera en los inicios de su trabajo, titubeantes en general para los arquitectos. Diversas y relevantes pero en buena medida impersonales, las referencias de Aranda, Pigem y Vilalta —Olot, la arquitectura popular, Japón, el arte contemporáneo— se dieron de un modo más llevadero, acaso también más fructífero, de manera que las suyas son “influencias sin ansiedad”. Esta falta de congoja o angustia de los procedentes se explica también porque, en el caso de Aranda, Pigem, y Vilalta, ninguna influencia predomina sobre otra, y estas quedan, si no sometidas, sí metabolizadas en la poderosa impronta del trabajo de los arquitectos: en su lenguaje de formas y su manera de trabajar con el paisaje.
Para dar cuenta de ello, basta con acudir a una de sus primeras obras en Olot, el Estadio de atletismo Tossol Basil (1991), una intervención de sorprendente madurez no solo por la coherencia de su planteamiento y la evidencia de su lenguaje, sino por el modo en que las referencias, las citas, se disuelven con naturalidad en el proyecto sin dejar por ello de ser menos evidentes. Si en la geometría quebrada y la materialidad cortén de la puerta del estadio se advierten los ecos de un Oteiza, su condición de umbral paisajístico evoca la sensibilidad landart. Franqueando el umbral, se llega a un mirador elevado y extendido sobre el paisaje, que permite entender el todo antes de sumergirse en las partes, y que es imposible no relacionar con la tradición de las ventanas: la de Alberti, en cierto sentido, pero sobre todo la ventana del Romanticismo alemán en la que el contemplador se funde visual y espiritualmente con el entorno. Desde el mirador se baja por una suerte de trinchera quebrada hasta la pista por medio de un descenso que, sin dejar de aludir al Belvedere de Bramante y la promenade architecturale de Le Corbusier, puede leerse como una cita de los recorridos escultóricos de Richard Serra. Ya en terreno horizontal, la pista de deporte se funde con el paisaje o, mejor dicho, se convierte en sí misma en paisaje sin dejar de hacer las veces de espacio público, de ágora verde que recuerda a los territorios cívicos construidos por Asplund y Lewerentz en el Cementerio del bosque de Estocolmo. Por su parte, mientras que los inclinados y bellísimos postes de iluminación resuenan con las visiones diagonales del constructivismo ruso, el pequeño quiosco de cortén es una suerte de pabellón de te que se disuelve en el paisaje sin renunciar a su marcada abstracción; eco japonés que se refuerza con la profundidad visual del conjunto, conformado a fuerza de superponer capas y dar valor al recorrido, y asimismo con la idea, presente por doquier, de que el terreno, los árboles y el cielo son elementos tan esenciales para la arquitectura como el acero o el vidrio. Con esto y con todo, el estadio es mucho más que una suma de citas, pues todas ellas quedan integradas, disueltas, en una operación donde la diversidad construye la identidad, como ocurre en los paisajes.
Pero el Estadio Tossol Basil no solo resulta representativo de la obra posterior de rcr arquitectes por su manera de construir un paisaje; lo es también por su sentido territorial. Un sentido por el que la crítica ha pasado muchas veces de puntillas y que en este caso se hace evidente de dos maneras complementarias. La primera es el hecho de que el Estadio formaba parte del proyecto más amplio de dotar a Olot de nuevas infraestructuras en el marco exigente del Parque Natural de la Garrotxa. Aquí los arquitectos dieron cuenta de la necesidad de establecer espacios-umbral que matizaran el tránsito entre el casco de Olot y el paisaje volcánico, y propusieron que tales espacios se destinaran a usos híbridos —pistas, piscinas, pabellones, parques— y tomaran la forma de arquitecturas también híbridas en las que los edificios se confundieran con el paisaje. La segunda razón territorial es que el estadio, lejos de ser una operación aislada, queda inscrito en un itinerario: el de la hoy bellísima Ruta del Carrilet, recorrido verde asentado sobre el trazado y entre las trincheras del ferrocarril de vía estrecha que antaño conectara Olot con Girona. Para rcr arquitectes, la visión territorial que procuran los itinerarios es una manera de ligar las escalas diversas de la arquitectura y la geografía, pero también de aproximar el paisaje a la cultura, el tiempo lento de la naturaleza al rápido de la vida humana. Son ideas que, desde el estadio, no han dejado de estar presentes en su trabajo y que también se evidencian en otro proyecto temprano y fundamental y que parece también destinado a convertirse en asimismo en itinerario: la intervención en el paisaje volcánico de Punta Aldea, Gran Canaria.
Punta Aldea: el faro
En 1988, el Ministerio de Transportes
convocó un concurso de un faro sobre una de los acantilados más bellos de la
costa occidental de Gran Canaria, en Punta Aldea. De los 300 participantes, 299
no hicieron sino replicar el tipo o el arquetipo del ‘faro’, es decir, el de un
poste vertical que esgrime una luminaria en su parte superior. Aranda, Pigem y
Vilalta plantearon algo muy distinto, literalmente inédito, y su propuesta da
cuenta de la precocidad y ambición de unos arquitectos que por entonces acababan
de salir de la universidad, así como de la madurez con que concebían su
proyecto creativo. “Por esas fechas contábamos ya con una suerte de método de
proyecto, que consistía en ‘atarnos la mano a la espalda’ para no dejarnos
llevar por facilidades y prejuicios”, explican. “Contener la mano diestra con
el lápiz era una manera de darle protagonismo al concepto, a la idea radical
que debía sostener el proceso y que nos llevaba a replantearnos todo, a
construir la intervención paso a paso, sobre una especie de tabula rasa”.
Así, como aquel John Locke que se dispuso a reconstruir la filosofía sobre cimientos firmes más allá de los prejuicios, rcr arquitectes establecieron su propia tabla rasa a partir de preguntas esenciales: ¿por qué un faro vertical? ¿Qué es un faro en realidad? ¿Cuál es en última instancia su función? Y sobre todo: ¿hasta qué punto el entorno determina su forma? Se trata de preguntas necesarias pero que tienen aún más sentido en Punta Aldea, un enclave bellísimo y apenas poblado que está compuesto por profundas quebradas y amplios horizontes, y en el que, de un modo muy poderoso, el paisaje se presenta como ese “hecho volcánico” que tan bien conocían Aranda, Pigem y Vilalta por su crianza y trabajo en Olot.
Los faros son verticales porque alzan sus luminarias sobre la línea horizontal de la costa para guiar los rumbos marítimos. Pero, cuando es la costa la que se levanta con violencia del mar —las quebradas de Punta Aldea crecen cientos de metros sin apenas desarrollo horizontal—, el modelo deja de estar claro y pueden plantearse alternativas. Una es replicar, sin más, el esquema del faro para insertarlo en la cota alta de modo que se produzca una redundancia visual: la de la verticalidad del faro con la verticalidad del paisaje. La otra, más radical por más adecuada, consiste en evitar la redundancia combinando el objeto con el paisaje de modo que este funcione como una suerte de inmenso mástil vertical y aquel solo como una luminaria colocada en la cota exacta. En el primer caso, predomina el objeto y su tradición formal; en el segundo, el protagonismo es para el entorno, y lo relevante no son los objetos, sino las relaciones entre ellos. En Punta Aldea, el interés de rcr arquitectes no estuvo en el tipo, sino en el lugar: en la personalidad del paisaje.
Fue de esta manera como el “faro vertical de Punta Aldea” descrito en el título del concurso, devino en un —casi único en su género— “faro horizontal” que, si bien mantenía la cota absoluta de la señal luminosa tal y como se exigía en las bases, no dejaba por ello de romper con los tipos establecidos para convertirse al cabo en un objeto híbrido que por un lado se afirmaba en su condición de poderoso artefacto escultórico y por el otro se disolvía en el paisaje o, dicho con mayor precisión, se convertía en una referencia que, haciendo hablar al paisaje, lo revelaba.
Punta Aldea: el paisaje
Pese al interés no exento de extrañeza que
suscitó la propuesta para Punta Aldea, los caminos de la Administración son
inescrutables, y debido a cambios en la titularidad de las competencias y a los
problemas de accesibilidad que comportaba el entorno, el proyecto del faro
horizontal quedó arrumbado. Con todo, en 2021 el Gobierno canario decidió
retomar la utopía horizontal de Punta Aldea con el argumento técnico de que la
construcción de una autopista por el flanco occidental de Gran Canaria haría de
la vieja carretera que serpentea entre desfiladeros un acceso inmejorable al
faro y dotaría a la intervención de una escala más amplia, de territorio. Cabe
pensar sin embargo que, más allá de la oportunidad funcional, ha latido en esta
decisión política una inquietud social y económica, cuando no directamente
ideológica: la de buscar alternativas a un modo de turismo que a estas alturas
parece agotado. Más aún en lugares tan vulnerables como Canarias, que recibe
cada año trece millones de turistas.
Desde 1988 han pasado treinta años que reflejan bien el tránsito hacia los modelos o ideales que hoy orientan nuestra relación con el paisaje, la arquitectura y el turismo Si los tres primeros lustros correspondieron a la época optimista en que España se estaba rehaciendo al calor de los fondos europeos, y los arquitectos, los políticos y la ciudadanía confiaban en la fuerza narrativa y publicitaria de los ‘iconos’ —el faro en Punta Aldea no dejaba de serlo a su manera—, los últimos quince e ‘interesantes’ años, tomando como fecha simbólica 2008, han estado marcados por una visión más realista, si es que no sin ambages pesimista, que ha tendido a revisarlo casi todo. Se ha puesto en entredicho el ‘modelo Guggenheim’ al mismo tiempo que se deshacía el sistema de concursos públicos del que aquel había dependido. A la falta de alegría inversora se han sumado la conciencia de crisis climática y la creciente sensibilidad medioambiental. Y los esquemas administrativos han virado hacia la descentralización y los procesos participativos en un movimiento que, fuera de los evidentes beneficios que pueda comportar, ha vuelto más compleja y también más precaria la gestión de los proyectos públicos. Las consecuencias de estos cambios son muchas y, aunque algunas apenas se atisben por el horizonte, una de ellas parece evidente: hemos aprendido a recelar de los modelos de crecimiento rápido —la star architecture fue también fast architecture—, y en la medida en que aprendemos a tratar con lo lento estamos aprendiendo también a trabajar con lo complejo, con lo cambiante. Es decir, con la incertidumbre.
En nuestra cultura tecnocrática, la incertidumbre tiene mala fama, pues sugiere indefinición, pérdida de control, parálisis. De ahí que tienda a ser menospreciada en favor de soluciones que ofrecen respuestas eficaces a problemas concretos: unas respuestas que serán más precisas cuanto más acotado esté el problema de partida y menos agentes intervengan en él. Ocurre, sin embargo, que el mundo donde vivimos no se define precisamente por los problemas acotados, ‘limpios’, sino por una hibridación o incluso una ‘suciedad’ fáctica y conceptual que exige perspectivas amplias y aspira menos a la precisión del detalle que a la verosimilitud del todo, es decir, a la capacidad de dar cuenta de una realidad especialmente compleja y cambiante, aunque esto suponga mermas de cálculo e inexactitudes, y exija incómodos tiempos largos. Afines desde el inicio de su carrera a las visiones amplias y complejas —entre el diseño del objeto y el del territorio—, rcr arquitectes son, sin duda, buenos candidatos a la hora de convertir la incertidumbre no tanto en un hecho cuanto en un valor de proyecto. Y esto vale en verdad para un lugar tan complejo y delicado como Gran Canaria.
Una manera de incorporar la incertidumbre en el proyecto de Punta Aldea es cambiar la escala: pasar de los objetos a las relaciones entre objetos. Desde este punto de vista, el faro no solo es un artefacto que se posa sobe un lugar; es una suerte de “caja de resonancia” —la expresión es de Juan Navarro Baldeweg— que amplifica los ecos del paisaje. Unos son los del océano, aquí ceñido por Gran Canaria y Tenerife y que toma la forma de un inmenso lago. Otros ecos son los de la extraordinario geología del enclave, con sus escarpados derrumbaderos que a Unamuno le sugerían la imagen de una “tempestad petrificada” que evidencia tanto la belleza que puede producir espontáneamente la naturaleza cuanto los abismos del tiempo profundo, pues Punta Aldea pertenece al sustrato volcánico más antiguo de las islas. Y ello sin mencionar los ecos humanos del cercano paisaje cultural de Risco Caído, sustrato en el que los aborígenes guanches excavaron cuevas que grabaron con extraños símbolos y abrieron a la luz del sol con propósitos rituales cuyo sentido preciso ignoramos pero que manifiestan la vocación de construir un lugar sagrado.
Las sintonías entre tales ecos explican el modo en que rcr arquitectes han matizado su propuesta para Punta Aldea: pasados treinta años y puesta en crisis su función original, el faro es menos una señal marítima que un artefacto cultural que revela el paisaje. Lo revela por su posición en el extremo del llamado ‘andén verde’ que serpentea por los desfiladeros occidentales de Gran Canaria, pues el faro puede funcionar como guía tanto de los rumbos del mar como de los de la tierra. Y lo revela asimismo por su complejidad, habida cuenta de que el faro quiere ser ahora una construcción en el que convivan dos mundos: el telúrico de la tierra excavada por el que se cuela la luz natural a través de un óculo, como ocurre en las cuevas de Risco Caído; y el celeste de la plataforma o mirador desde donde se divisa la inmensidad del mar y la atmósfera. Como las construcciones primigenias, como los dólmenes y otros artefactos rituales, el faro de Punta Vieja aspira a funcionar como un hito que hace hablar al genius loci a través de la moderación, del gesto mínimo que pone de manifiesto la presencia humana. Pertenece por ello a la categoría paradójica de los artefactos que, callando, hablan: a la estirpe que Carlos Martí asoció con los “silencios elocuentes”
Punta Aldea: el itinerario
El transito desde el objeto hacia las
relaciones entre los objetos, la asunción creativa de la incertidumbre, se
manifiestan en esta voluntad de conectar el faro con el paisaje y convertirlo
en una suerte de portal que ligue tierra, agua y cielo. Pero se manifiesta
asimismo en el empeño de ampliar el alcance de la intervención hasta el
territorio, estableciendo un vínculo lineal entre situaciones paisajísticas
diversas. El vínculo es el itinerario que, haciendo suya la machadiana
expresión “se hace camino al andar”, no deja de tener ventajas respecto a los
iconos y los monumentos. La primera es su ‘tono menor’, su baja intensidad
simbólica, pues el itinerario depende menos de la puesta en escena de
singularidades que de la contemplación serena del paisaje continuo que han
modelado la naturaleza y la agricultura; de ahí que resulte menos comprometido
que los monumentos tradicionales —un palacio, una iglesia, una estatua—, que
están ceñidos a personajes y momentos concretos de la historia y resultan
susceptibles de ser engullidos por la cultura de la cancelación. La segunda
ventaja es su ‘amplitud semiótica’, pues los itinerarios paisajísticos,
apelando a un sencillo imaginario estético y a un pasado agrario compartido,
llegan a públicos amplios. La tercera ventaja es su conectividad, pues los
itinerarios crean lazos que trascienden los objetos y los iconos, y por ello
son capaces de celebrar vastos territorios. La última ventaja es que los
itinerarios —dinámicos, antirretóricos, amplios y conectivos— tienen un innegable
potencial narrativo: pueden crear relatos que doten de identidad a paisajes que
habían resultado anónimos o no había tenido la atención que merecían.
Estas ventajas resultan evidentes en ese itinerario cultural que quiere ser el proyecto de Punta Aldea. El itinerario aprovecharía, por un lado, la doble infraestructura natural y viaria del ‘andén verde’, ahora liberado de tráfico, y se conectaría por el otro con la red de caminos y sendas que, hacia el levante, se infiltran en el área arqueológica de Risco Caído, de suerte que quedasen ligados dos de los enclaves más importantes de Gran Canaria. En este sistema de recorridos, susceptible de indagarse de maneras muy diversas, el faro funcionaría no solo como un referente humano en el sublime “hecho volcánico”, sino como un artefacto cultural que, a través de la contemplación —como si fuera una ventana romántica al paisaje—, revelaría el sentido del entorno: de algún modo lo haría hablar.
Para rcr arquitectes, este desvelamiento no se plantearía para dar respuesta inmediata a las necesidades del turismo tradicional, sino que partiría de la decisión radical de desvelar el paisaje a través de la emoción estética: sería, dicho con las palabras de los arquitectos, “un itinerario de belleza”. De nuevo en la mejor tradición romántica, Aranda, Pigem y Vilalta creen que la belleza es la mejor herramienta para dotar al territorio de esa identidad, de ese carácter espiritual que, con el tiempo, hacen de los territorios realidades valiosas y al margen de los procesos extractivos y cortoplacistas del turismo tradicional. Para nuestros arquitectos, desvelar la belleza del paisaje, hacerla hablar, es el mejor antídoto para las enfermedades económicas, sociales y estéticas que estos últimos cuarenta años han baldado a la llamada “España fea”.
Hacer del flanco occidental de Gran Canaria un santuario estético e identitario en torno al faro de Punta Aldea no deja de ser una utopía. Una utopía a la que amenazan lados oscuros, pues a nadie se le oculta que el esteticismo puede acabar siendo el campo abonado de los egos artísticos, de igual modo que la cultura de la identidad puede devenir en cultura de la segregación. Conscientes de ello, los arquitectos se enfrentan al proyecto de Punta Aldea con la mayor de las prevenciones: como ya hicieran en su primera propuesta para el faro, han decidido “atarse la mano a la espalda’ y no dejarse llevar por los apriorismos, por esas soluciones que parten de la facilidad que los arquitectos tienen de dar respuestas formales rápidas pero que no siempre son —de hecho, casi nunca son— las que necesitan los lugares. En Punta Aldea, la tabula rasa, la voluntad de construir el proyecto paso a paso —de nuevo, la incertidumbre creativa—, está llevando a rcr arquitectes ha replantearse casi todo en un empeño que responde a la mayor de las ambiciones. “Perdida la condición del faro como señal marítima, no creemos que el proyecto deba consistir en un objeto sin función: nuestro propósito es hacer del faro un catalizador que active el paisaje al mismo tiempo que lo revela y propicia nuevos modos de explorar el territorio”, declaran convencidos.
“Repensarlo todo” es tal vez una expresión exagerada. Pero tiene sentido desde el momento en que Aranda, Pigem y Vilalta, acaso para evitar el esteticismo extremo en que podría caer su ‘santuario de belleza’, ponen en entredicho la condición más básica del trabajo del arquitecto: la autoría. Consideran que, por su escala y alcance, un proyecto de reprogramación del territorio como el de Punta Aldea no puede quedar solo en manos de unos autores, por muy brillantes que estos sean, sino que debe abrirse a la comunidad. La comunidad en sentido técnico: los geógrafos, los ecólogos, los paisajistas, los arqueólogos, los historiadores, los políticos. Pero sobre todo la comunidad en sentido social: las personas que se identifican con ese territorio y, una vez transformado, volverán a hacerlo suyo.
En el fondo, el miedo de rcr arquitectes está en convalidar, otra vez, la cultura de la imposición: la imposición de las instancias políticas y técnicas que siguen pensando la gestión de ‘arriba abajo’, y también la imposición formalista de los arquitectos que pueden llegar a convertir su sello, su ‘estilo’, en una tiranía. De ahí que el proyecto en Gran Canaria se haga depender de un proceso de escucha que exige tiempos más largos en su afán de hacer de Punta Aldea un laboratorio para explorar la noción de itinerario cultural y, con él, nuestras ideas sobre el territorio, el turismo, la gestión y la comunidad. Para conseguir este empeño, rcr arquitectes fabulan con la arquitectura y la naturaleza, buscan la belleza precaria que aflora en el espacio que ambas comparten, conscientes como son de que toda arquitectura ha sido antes naturaleza, y toda historia de la arquitectura se ha dado previamente como historia natural. Punta Aldea constituye una ocasión excelente para volver a demostrarlo.