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¿Hubo una arquitectura surrealista?

Eduardo Prieto

Más que un estilo, el surrealismo es una actitud. No es sólo forma; es asimismo ideología, y son ambos términos, forma e ideología, los que determinan la pregunta sobre si, en realidad, hay una arquitectura ‘surrealista’. La cuestión está velada, además, por el hecho de que hoy cualquier movimiento artístico, por subversivo que sea, acaba siendo idolatrado por los turistas en las salas de los museos, acaba siendo engullido por el Sistema, y el surrealismo más que ningún otro, habida cuenta de su sintonía con la cultura de masas, lo cual, por otro lado, le granjea una inevitable mala fama.

Con todo, detrás del surrealismo hay mucho más que vulvas cavernosas, relojes flácidos o icónicos bigotes apuntando hacia arriba. ¿No fue en su día el propio Salvador Dalí, alias Avida Dollars, un artista convencido de que el surrealismo, más que un estilo, era un modo transformar el mundo, de erotizarlo para socavar las convenciones sociales y convertir la cabo nuestro entorno en un tan revolucionario como lúdico «espacio mental»?

Que en realidad este ‘espacio mental’ tenía una dimensión más tectónica que pictórica, fue advertido por el propio Dalí, que no sólo fue un gran pintor, sino un sutil crítico de arquitectura. Paranoico, pero dotado de un temperamento geométrico, el pintor catalán fue, de hecho, autor de una serie de edificios surrealistas por derecho propio —el sexuado pabellón para la Feria de Nueva York, el castillo onírico en Púbol, el teatro del inconsciente de Figueres—, obras que no es arriesgado considerar como parte de un ‘programa’ arquitectónico alumbrado muy pronto, durante su época heroica en París.

Dalí no se cansaría después de repetir que el origen de sus ideas sobre la arquitectura se remontaba, en realidad, a una anécdota ocurrida en 1929 con su detestado Le Corbusier, que un día le espetó que Gaudí era la «vergüenza manifiesta de la ciudad de Barcelona», preguntándole a continuación sobre el porvenir del arte. Dalí entonces profetizó que la arquitectura del futuro sería «blanda y peluda» y que su «gran genio era Gaudí, cuyo nombre en catalán significa ‘gozar’, así como Dalí quiere decir ‘deseo’». Le explicó también que el goce y el deseo son «lo propio del catolicismo y del gótico mediterráneo, reinventados y llevados al paroxismo» en el modernismo catalán.

Con ello, Dalí se ponía al margen del espíritu de los tiempos, el de los esprits clairs y los bons géomètres, para oponer el naturalismo sensual, materialista y ‘superpompier’ de la arquitectura modernista a la rigidez idealista y ‘castradora’, purista y puritana, de los edificios ‘corbuprotestantes’. La dialéctica entre el organicismo mediterráneo y el racionalismo nórdico fue también el argumento del ensayo publicado por Dalí en 1933 con un título epatante: ‘Sobre la belleza terrible y comestible de la arquitectura modern style’. En él descubría al público la arquitectura modernista de Barcelona, considerando de manera intempestiva que el Art Nouveau —verdadera encarnación del «mundo de los sueños»— era «el fenómeno más original y extraordinario de la historia del arte». En las líneas sinuosas de una ventana modernista —afirmaba— vemos el gótico metamorfoseado en estilo bizantino, oriental e incluso renacentista, formando un universo proteico que sólo tiene parangón en el lenguaje onírico y que, como este, no es sino la expresión de la libido.

Consideraba además que, cuando los barceloneses se burlaban de los edificios del paseo de Gracia, diciendo que les entraban ganas de ‘comérselos’, estaban dando en la diana, pues la «Pâtisserie Barcelone», toda ella «vulvas, legumbres y crustáceos», daba cuenta del deseo que tenemos de comernos el cuerpo amado antes y después de la cópula. Las fotografías de Man Ray, que presentaban las obras de Gaudí y de Puig i Cadafalch casi como si de masas de pastelero se tratase, y, sobre todo, las de Brassaï, que ilustraban el artículo con detalles de los edificios modernistas de París, confirmaban la sospechas Dalinianas: las rejas retorcidas, las farolas del Metro, descontextualizas por el zoom, ¡se parecían, y mucho, a mantis religiosas!

Con su simbolismo exacerbado, su lujuriante ornamentación y su anacronismo inevitablemente kitsch, este universo onírico y carnal construido por vaginas e insectos, y pastelero al modo turbador de la casita de Hansel y Gretel, era para Dalí la verdadera alternativa a los abortos de los arquitectos modernos «sistemáticamente cretinizados por las máquinas y por la arquitectura del autocastigo», pues daba salida a los temas universales que con la llegada del higienismo y la tecnocracia se habían convertido en tabúes: las formas más inasibles de la naturaleza, la degradación de la materia, el ornamento, la sensualidad vinculada al sentido del tacto, los aspectos lúdicos del habitar y, sosteniéndolos subterráneamente a todos, el irreducible inconsciente humano, con su sueño promisorio de espacios tan cálidos y acogedores como un útero materno.

El útero materno era precisamente la imagen que Sigmund Freud había utilizado en relación con su teoría de la lucha cultural entre el Principio de realidad y el de placer, y constituía un potente símbolo que, asociado al motivo de la cueva, no era desconocido por la vanguardia. De hecho, por la misma época en que Dalí abogaba por ‘lo comestible’, Tristan Tzara hablaba de ‘lo uterino’, distinguiendo entre una arquitectura onírica, orgánica y vital —vinculada al Principio de placer—, y una arquitectura consciente, rígida y castradora, que correspondería al de realidad. En ello se advertía el tema surrealista de los edificios como cuerpos y también la obsesión burguesa de la casa como madriguera: ese espacio sin ventanas en el que, en una época «soñadora y de mal gusto»,  uno podía dejar sus huellas —como había escrito Benjamin—, y que al igual que la mansión de Des Esseintes —el célebre personaje de G. K. Huysmans— se sustraía de la vida práctica y desamparada del mundo exterior, confiándose, cual cueva submarina, a los poderes obsesivos de la psique.

Arquitecturas trogloditas y uterinas

Todo había comenzado mucho antes, con las folies renacentistas y barrocas, que precedieron a las primeras arquitecturas oníricas de suyo —las Carceri de Piranesi; las utopías masónicas de Lequeu—, que habían sido pergeñadas por los poderes más oscuros e insondables de la imaginación, un concepto cuya potencia negativa no previeron los cabales ilustrados que lo habían ‘inventado’. A estas visiones siguieron poco después los sueños románticos vinculados al ‘inconsciente’ —palabra introducida por Schelling en la filosofía y el arte antes que en la psicología—, que se hicieron materia en los decorados arquitectónicos de Schinkel para La flauta mágica —una de cuyas escenas representaba un templo egipcio como el umbral a una inmensa cueva uterina— o en las visiones de las catedrales góticas inspiradas en la metáfora del cristal, una suerte de premonición de aquellos delirios geológicos en los que Dalí buscaría más tarde el origen de su obra.

Pero serían los instintos desenfrenados del capitalismo industrial, más que los sueños románticos (el palacio de Luis II de Baviera no es una obra delirante, sino la obra de un loco), los que, en puridad, construirían la primera arquitectura surrealista, el Crystal Palace de 1851, aquella vitrina nacida del cruce de un jardinero con un ingeniero de ferrocarriles en la que, como en una pesadilla, se mezclaban abigarrados los innúmeros especímenes del bestiario capitalista: una máquina de vapor junto a la Venus de Milo, un cañón frente a un pabellón bizantino, un gran dinosaurio de cartón al lado de una réplica de la Esfinge de Guiza, y todos cobijados en un gran invernadero sin plantas, formando una imagen que, en realidad, nunca lograría superar ningún surrealista ‘de verdad’.

Bajo la influencia de Freud la arquitectura onírica tendió de nuevo a lo cavernoso y a lo  ya abiertamente sexual —las estalagtitas de la Grossesschauspielhaus de Poelzig; las casas uterinas de Finsterlin; los falos y las vulvas de la Alpine Architektur de Taut—, formando un imaginario al que Dalí incorporaría toda la pâtisserie modernista, y que sería el sustrato de su plan para una ‘arquitectura del futuro’ de sesgo orgullosamente kitsch. Dalí no tendría ningún seguidor confeso entre los arquitectos, pero la posibilidad de una tectónica orgánica, sensual, acaso también femenina y susceptible de «solidificar los deseos», ha formado parte desde entonces del programa de muchos de los que han combatido o se han resistido a la modernidad funcionalista.

La primera oleada de la resistencia ‘surrealista’ vino de la mano de dos modernos arrepentidos: Frederick Kiesler y André Bloc, autor de la Cité dans l’Espace el primero, y director de L’Architecture d’Aujourd’hui el segundo. Tras colaborar con surrealistas afamados como Ernst, Miró o Tanguy, Kiesler buscó resolver las aporías del funcionalismo moderno merced a una ‘arquitectura mágica’: espiritual, subjetiva y «opuesta al misticismo de la higiene». Para ello recurrió a motivos surrealistas como el tubérculo, el diente o la piedra, y a una espacialidad intimista donde se primaba lo interior sobre lo exterior, como se advierte, por ejemplo, en su Endless House, una especie de huevo a caballo entre lo geológico y lo carnal. Todo este vocabulario organicista sería compartido por André Bloc, autor de hábitats trogloditas de ladrillo o tierra vagamente inspirados en la construcción vernácula, y cuyos interiores evocan tanto los pliegues uterinos como las circunvoluciones del cerebro.

Por supuesto, la vindicación de lo orgánico, de lo material y de lo táctil no fue un asunto exclusivamente surrealista, pues de un modo u otro estos temas habían ido poco a poco injertándose en casi todas las propuestas que, conforme iba avanzando la segunda mitad del siglo xx, pretendían reformar los principios racionalistas del Movimiento Moderno. Con todo, buena parte de la iconografía de las corrientes contraculturales de la época tiene una deuda evidente con el surrealismo, desde el tecnopop temprano de Alison y Peter Smithson —la Casa del Futuro no es sino una ensimismada madriguera tecnológica— hasta los edículos fenomenológicos y delirantes de Charles Moore, pasando por las inevitables instalaciones psicodélicas de los años 1960, que fueron mucho más allá de la previsible iconografía de falos, vulvas y demás formas orgánicas para transformar la paranoia analítica del surrealismo en un frenesí farmacológico que cumplía con otros medios la promesa daliniana de «solidificar el deseo» y construir verdaderos «espacios mentales».

Más tarde, con la eclosión de las corrientes pop y la generalización del kitsch, buena parte de la iconografía y, en cierto sentido, también de la ideología surrealista, encontraron cauces insospechados. El propio Dalí había advertido el inevitable carácter hiperconsumista y populista de la ‘arquitectura pastelera’, haciendo hincapié en que el efecto de las obras surrealistas no dependía, como el de otras corrientes más sofisticadas, de una preparación intelectual previa, sino sólo de la receptividad del espectador ingenuo, una constatación que entraba en resonancia con los principios de la incipiente cultura de masas. Pues bien, semejante confianza en la ingenuidad perceptiva, asociada al desprecio del elitismo moderno del bon gôut, sería compartido tanto por aquellos que, como Claes Oldenburg, Ass Jones y Frank Gehry, ‘solidificaban’ el imaginario consumista —el donut, los prismáticos, el cucurucho de helado, la ruina artificial—, cuanto por quienes, desde una postura neorromántica, abogaban por una arquitectura intuitiva y naíf, basada en el uso de colores, espirales y formas blandas o geológicas a la manera de los edificios de Friedensreich Hundertwasser, no en vano inspirados en los biomorfos gaudianos y en los principios del llamado ‘transautomatismo’, una suerte de escritura automática.

Ha sido, empero, en la arquitectura de sesgo paramétrico donde el núcleo duro de la iconografía surrealista ha encontrado un nuevo acomodo. En efecto, no es difícil encontrar relojes de camembert dibujados entre los pliegues de los edificios de Zaha Hadid, de Frank Gehry o de Coop Himmelb(l)au y, a poco que se busque con cuidado, será fácil toparse incluso con arquitecturas peludas. Lo son, por ejemplo, la Soft and Hairy House, de Ushida Findlay, o el Hairy Building de Thomas Heatherwick, así como su Pabellón del Reino Unido para la Exposición de Shanghái, que es un tubérculo poblado de encrespado vello digital, cuyo interior uterino, mirado frontalmente, sugiere un rostro humano al modo de una imagen doble daliniana. También es muy piloso el Dustyrelief F/B-mu, cuyo vello descontaminante se eriza por efecto electrostático, y que ha sido proyectado por R&Sie(n), un equipo que no oculta su deuda con la incomprensible psicología de Lacan.

El principio de ‘collage’

Pero la influencia del surrealismo en la arquitectura no ha sido sólo ideológica —la resistencia a la modernidad funcionalista— e iconográfica —las formas blandas, cavernosas, uterinas o velludas—, sino también metodológica. En sus collages, frottages, assemblages y otras técnicas inspiradas en el automatismo inconsciente, los surrealistas habían descubierto que la aproximación de dos o más elementos aparentemente extraños entre sí, situados en un plano ajeno a todos ellos, provocaba un impacto poético intenso. El modelo lo había establecido el Conde de Lautréamont quien, en sus Cantos de Maldoror, había descrito la belleza de un adolescente como el «encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas sobre una mesa de disección».

En la arquitectura, el principio de collage o el ‘cadáver exquisito’ han consistido más bien en la mezcla indiscriminada de lenguajes, formas y materiales heteróclitos buscando un efecto inmediato y epatante, un método que han seguido corrientes muy diversas cuyo único rasgo compartido es tal vez su rechazo al canónico principio moderno de continuidad. Para Aldo Rossi, por ejemplo, el collage es una herramienta a la vez hermenéutica y compositiva: por un lado, permite explicar el desarrollo de la ciudad histórica; por el otro, actualiza el principio clásico de composición por partes, si bien los remedos posmodernos de buena parte de sus obras, como el Bonnefantenmuseum de Maastrich, no logren superar la condición de lo simplemente kitsch. En otros casos, el principio de mezcla heteróclita se aplica con una intención material —como en el assemblage de la casa en California de Gehry o en las cabañas literalmente oníricas de Fujimori—, con un propósito de sesgo tipológico —el caso del Urban Collage construido por Édouard François en el extrarradio de París— o en cuanto herramienta intelectual, como en algunas obras de Rem Koolhaas: desde la Casa en Burdeos —un mecanismo de ingeniería irónica—, hasta el Educatorium de Utrech —superposiciones de referencias dispares, incluido un guiño al pliegue surrealista y deleuziano—, pasando por la tienda de Prada en Nueva York, con su tan teatral como fantasmagórica presentación  benjaminiana de mercancías.

Entre tantas mezclas heterogéneas merecen atención las que funden la arquitectura con la naturaleza con la misma lógica con que Dalí injertaba de pelos las piedras o con que se producían algunos objetos surrealistas como el Plato, taza y cuchara recubiertos de piel, de Merét Oppenheim, o el césped sobre la losa de hormigón del Apartamento Beistegui, de Le Corbusier. El efecto estético depende aquí del contraste entre lo artificial y lo natural según una dialéctica exagerada que harían suya arquitectos tan diferentes como Lina Bo Bardi —su Casa Chame-chame es un hormigonado bulbo tropical—, el ya citado Hundertwasser —las azoteas colonizadas de lujuriante vegetación— o incluso Emilio Ambasz, en cuya obra lo verde tiene un efecto tan onírico como kitsch. Asociar a la naturaleza con lo primordial y lo inconsciente, oponiéndola a la técnica, es también la premisa de obras como el jardín en Xilitla construido por Edward James —el mecenas de Dalí— o el Cementerio de Tulcan, de Azael Franco, cuya iconografía está a caballo entre la blanda y lujuriante del surrealismo y la de otros precedentes que, como el jardín de Bomarzo, hicieron del contraste onírico entre la naturaleza y el artificio su razón de ser.

La ciudad paranoica

Pero el mayor descubrimiento del surrealismo no han sido las formas blandas ni los collages, sino la ciudad paranoica. En el periodo que medió entre el Dalí inspirado en las piazze de Chirico y un Aldo Rossi evocando los cuadros de su compatriota como metáforas de la ciudad intemporal, el ritmo del mundo se aceleró con una pulsión esquizofrénica que condujo a las ilusiones modernas y posmodernas hacia un limbo anacrónico. Koolhaas descubriría pronto el manhattanismo y, desvelando que su desarrollo no seguía más lógica que la del delirio capitalista, encontraría en el método paranoico-crítico una herramienta consistente con el nuevo orden.

Nueva York era ‘otra cosa’. Lo habían comprobado, en sus respectivos viajes, Le Corbusier —a quien los rascacielos le parecieron demasiado pequeños— y el mismísimo Dalí, que, al bajar del barco que le había llevado desde París con una barra de pan de dos metros y medio bajo el brazo, notó, acaso escandalizado, que ningún periodista se sorprendía de ello, comprobando que en Nueva York su surrealismo premeditado resultaba invisible, pues la ciudad era toda ella un inmenso e ingenuo mecanismo onírico.

Dalí soñó entonces que los rascacielos, como los protagonistas de El Ángelus de Millet, se apareaban por las noches, y constató que tras la congestión indiscriminada de la urbe latía un inconsciente creativo. Koolhaas daría buena cuenta de ello. En las acuarelas que acompañan a Delirious New York, los rascacielos, muy Daliesqueamente, se muestran desnudos en el lecho, ya consumada la petite mort. Es un síntoma de que la «Venecia paranoica» había devenido ya un manifiesto retroactivo de la arquitectura por venir: la del inconsciente corregido por el entendimiento, la de las formas flácidas sujetas por la muleta rigurosa.

El tiempo le daría la razón, pero sólo en parte. La hipertrofia de las ciudades genéricas y compuestas como collages anacrónicos —al modo del viejo Manhattan en el que metafóricamente se «desmontaba piedra a piedra la Alhambra, el Kremlin o el Louvre, para reconstruirlos de nuevo a orillas del Hudson»— ha sido, en verdad, el producto del delirio global, pero si bien este resultado es indiscutiblemente paranoico, en ningún sentido es crítico. Por decirlo así: responde al Principio de realidad, aunque no al de placer. Y es que el surrealismo ya no es más una actitud; es, simplemente, el estilo del mundo.


Publicado originalmente con el título “Blanda, peluda, comestible. ¿Hay una arquitectura surrealista?” en Arquitectura Viva 152 (2013).