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Iannis Xenakis, la tradición pitagórica

Eduardo Prieto

¿Es la arquitectura un arte musical? Los historiadores modernos, por lo general mucho más interesados en profundizar en las rupturas que en apuntalar las continuidades entre la tradición y los estilos del siglo XX, convirtieron esta pregunta en una cuestión problemática. 

En rigor, el tema venía de lejos: con el fin del clasicismo, la idea pitagórica de que la arquitectura y la música eran disciplinas afines (en cuanto composiciones basadas en la proporción y la consonancia) perdió su condición de lugar común, para ir cayendo en un discreto olvido. Ni siquiera la apuesta romántica por la fusión entre las artes consiguió recuperar del todo la relación íntima que desde siempre habían tenido ambas disciplinas. Por su parte, las vanguardias modernas, pese a su tendencia a quebrar las fronteras entre disciplinas, y pese a que tendieron a acercar la pintura todo lo que se pudiera a la abstracción sensual que es intrínseca al arte de los sonidos, no vieron en la relación entre la arquitectura y la música más que una periclitada curiosidad histórica, cuando no una simple rémora burguesa de raíz wagneriana que el objetivismo maquinista debía combatir. Confinada en los márgenes, la música pareció desaparecer del discurso de la arquitectura.

Lejos, sin embargo, de perderse definitivamente en el limbo, la frágil tradición pitagórica consiguió pervivir —si bien amenazada por prejuicios de toda laya— en la obra de una serie de artistas que hicieron de la relación entre la arquitectura y la música algo de nuevo provechoso. De entre ellos, la figura del matemático, ingeniero, arquitecto y músico Iannis Xenakis (1922-2001) se ha ido acrecentando con el tiempo.

Resulta inevitable que la mitomanía contemporánea tienda a reducir el atractivo de Xenakis a la sucesión de sus sorprendentes peripecias vitales. Vinculado con la resistencia griega durante la II Guerra Mundial, Xenakis no sólo combatió a los alemanes sino también a los británicos que, una vez ocupado el país, habían hecho causa común con los fascistas locales para evitar la insurrección comunista. Un obús impactó en el edificio en el que se encontraba escondido el músico en ciernes, que, al recuperar el sentido, comprobó que su ojo izquierdo y parte de su rostro habían como desaparecido. Condenado a muerte en 1946, el joven desfigurado logró huir a Francia, donde, por casualidad, entró en contacto con otro ilustre tuerto, Le Corbusier, en cuyo estudio acabó trabajando durante diez años. Asumiendo todo el protagonismo que cedió a regañadientes el maestro, Xenakis trabajó en obras como el convento de la Tourette o el Pabellón Philips, hasta que, en 1956, alentado por los grandes músicos Oliver Messiaen y Hermann Scherchen, decidió consagrarse por completo a la música. Tal fue, en efecto, su profesión hasta su fallecimiento en París en 2001, aclamado ya como uno de los compositores más innovadores del siglo que acababa de terminar.

Aunque el interés por Xenakis trasciende cualquier anécdota biográfica, hay razones para afirmar que sin este decurso vital no podría explicarse ni la música ni la arquitectura de este singular artífice. Formado como ingeniero civil, apasionado siempre de la matemática y de la tradición filosófica clásica, Xenakis responde más al canon humanístico de artista integral que a los modelos contemporáneos fundados en la especialización. Ahora bien, en Xenakis el cultivo de distintas artes se concibe menos como la simple simultaneidad de su ejercicio que como un trabajo orientado a trasvasar los métodos e ideas de unas disciplinas a otras, para enriquecerlas, y sus investigaciones en torno a la espacialización de la música y la musicalización del espacio no son sino el ejemplo más genuino de esta rara perspectiva.

Para los compositores de la edad de Xenakis —como también para los pintores y los arquitectos—, el reto que debía afrontar la música era atender a la exigencia hegeliana de ‘estar a la altura de los tiempos’. A mediados del siglo xx, eso significaba, fundamentalmente, una cosa: superar el experimentalismo de la Segunda Escuela de Viena, la por entonces ya ‘clásica’ de Schönberg, Berg y Weber. El serialismo había impuesto el dogma de que la música, como el lenguaje hablado, debía surgir de la combinación rigurosa de un conjunto de unidades mínimas —notas, tonos, eventos o átomos sonoros— cuya elección, sin embargo, implicaba una dosis cada vez más insoportable de arbitrariedad. Xenakis propuso una especie de antídoto contra tal arbitrariedad: la recuperación de la dimensión espacial de la música, que quiso entender como el flujo temporal de unidades de una escala mayor, macroscópicas si se quiere: masas sonoras en movimiento semejantes a una nube de gas o de electrones, cuyo comportamiento pudiera, sin embargo, predecirse recurriendo a los nuevos modelos estadísticos de la ciencia.

La música que Xenakis elaboró con estos principios, la llamada ‘música estocástica’ (es decir, controlada mediante herramientas probabilísticas), implicaba un paso de lo microscópico a lo macroscópico, del punto a la masa, y contenía implícito asimismo un cambio sustancial en los métodos de presentación musical. El tradicional papel pautado, que el serialismo no había abandonado, o los arbitrarios ideogramas pictóricos de las nuevas escuelas informales (Cage, Stockhausen) podían ser sustituidos por representaciones en las que las leyes estadísticas se proyectaran en geometrías sencillas, afines a las de la arquitectura. De este modo, las partituras pasaban a convertirse en una suerte de en maquetas musicales de tres dimensiones, modelos espaciales en los que podía ordenarse el movimiento de las masas sonoras en su despliegue temporal. Con ello se recuperaba, en un sentido contemporáneo, la vieja afinidad entre la arquitectura y la música, y de un modo sorprendentemente literal: así, los glissandi pulsantes de partituras tempranas como Metastaseis se delinean según geometrías semejantes a las que configuran el Pabellón Philips o a las que, posteriormente, Xenakis usó en sus Politopos.

Musicalizar el espacio

Trasladar provechosamente a la música las herramientas geométricas propias de la arquitectura constituyó, sin duda, el quehacer más perdurable de la actividad de Xenakis como compositor. El camino inverso —musicalizar el espacio— tenía, por su parte, una larga prosapia que, remontándose al Timeo de Platón o las elucubraciones pitagóricas de los arquitectos renacentistas, llegaba hasta la célebre metáfora de la arquitectura como ‘música petrificada’ o ‘cristalizada’, acuñada al alimón por pensadores románticos como Goethe, Schlegel y Novalis. Xenakis entroncó con esta tradición, haciéndola pasar por el tamiz de las ideas de Le Corbusier, para proponer la conversión del sistema métrico del Modulor en esa escala de índole musical y probabilística —también estocástica—, que aplicó a la arquitectura tanto en los paneles ondulatorios de vidrio de la Tourette como en los esqueletos masivos de Chandigarh.

La investigación de Xenakis, sin embargo, fue capaz de trascender estas analogías. En el Pabellón Philips la forma arquitectónica tendió a perder la bidimensionalidad propia de la tradición óptica plana para asumir una espacialidad plena, como si de un objeto musical o matemático se tratase. Anticipando mecanismos hoy desgraciadamente banalizados (los espectáculos de ‘luz y sonido’ dan buena cuenta de ellos), en sus Politopos el artista griego enriqueció los espacios con inéditos montajes de luces y sonido; performances cada vez más totalizadoras que, en los ejemplos de Micenas y Persépolis, alcanzaron incluso el carácter de un verdadero ‘landart acústico’. En otros proyectos, como el sistema UPIC (software que permitía generar música a partir de un cualquier dibujo realizado con un lápiz óptico), Xenakis actualizó, en una clave interactiva completamente contemporánea, las potencialidades implícitas a la espacialización de la música. La ambición de Xenakis alcanzó incluso a los modelos de ocupación del territorio: en su utópica Ciudad cósmica, de1964, la crítica al urbanismo disperso se materializó en la propuesta de una red de inmensas estructuras verticales que permitirían, merced a su planteamiento estocástico, una mezcla estadísticamente perfecta de funciones y programas que sería compatible con el previsible nomadismo creciente de nuestras sociedades, lo cual no dejaba de ser una alternativa, un tanto tecnocrática, a las propuestas del Situacionismo en la línea de la New Babylon.

El tránsito de Xenakis de unas artes a otras nos remite, finalmente, a otra tradición de la que cabe hoy esperar nuevos frutos: la que, tomando como referencia lejana las Gesamtkunstwerke románticas, entiende el arte no sólo como un quehacer multidisciplinar sino también como una paideia, es decir, una especie de cultura educativa orientada a reconstruir los lazos entre el hombre y la naturaleza. Para Xenakis, el artista debe ser un teórico, un manipulador y un creador de formas en movimiento, capaz tanto de aunar música y arquitectura cuanto de acometer otras tareas más elevadas: la imitación creativa los ruidos del mundo, la reproducción de los fenómenos atmosféricos o incluso la recreación a pequeña escala del curso de las galaxias; tareas que entroncan con la parte más visionaria de las vanguardias modernas. Pero, ¿no comparten acaso esta desmesurada ambición arquitectónica artistas tan complejos como Anish Kapoor, James Turrell u Olafur Eliasson? En cierto sentido, Iannis Xenakis es el precursor de todos ellos.


Publicado originalmente con el título “Composición y construcción. Iannis Xenakis, la tradición pitagórica” en Arquitectura Viva 133 (2010).