Uso y abuso del arte en la arquitectura contemporánea

El
problema de la relación entre la arquitectura y el arte, como casi todos los
problemas modernos, se remonta al intelectualmente abrasivo siglo XVIII. En
1746, el abate Batteaux publicó Las Bellas Artes reducidas a un mismo
principio, un ensayo que, convalidando los tópicos de la época, equiparaba
las disciplinas artísticas por la vía de su asimilación a un impulso
compartido: la mímesis de la naturaleza. No mucho después, el empeño de Batteux
—que no era sino un modo de dar pábulo a las tendencias homogeneizadoras del
neoclasicismo— fue refutado por Gotthold Ephraim Lessing en Laocoonte o los
límites de la pintura y la poesía (1766), volumen tan polémico como
influyente donde el sabio austriaco estudió las diferencias entre las artes
literarias y las plásticas, para acabar desmintiendo una de las más añejas
máximas del clasicismo: el horaciano ‘ut pictura poiesis’, que establecía
paralelismos entre la pintura, la poesía y la retórica en razón de su común
carácter descriptivo. Frente a la presunta unidad artística defendida por los
clásicos, Lessing dictaminó que cada disciplina era el resultado de los límites
que, en cada caso, imponían a la expresión del artista la forma y la materia, y
concluyó que, más que establecer continuidades, el crítico juicioso debía fijar
los límites entre las artes: los límites que hacían posible su autonomía y que,
a la postre, las convertían en disciplinas viables y dotadas de sentido.
La polémica entre Lessing y los autores que, como Batteaux, representaban las aspiraciones normativas de las academias, no solo alentó una nueva controversia sobre la ‘autonomía artística’; también actualizó los debates que, desde el Renacimiento, habían dado vueltas al asunto de la primacía de la razón o de la imaginación en la creación artística. Mientras que los defensores de la razón asumieron en general las tesis objetivistas de Batteaux y la doctrina de la ‘unidad de las artes’, los apologistas de la imaginación fueron más bien proclives a establecer fronteras entre las disciplinas artísticas, como Lessing. Esta polarización, de por sí imperfecta, pasó asimismo a la teoría de la arquitectura, aunque se diera de un modo más imperfecto si cabe, como sugieren los casos de Laugier y Boullée. En su Ensayo sobre la arquitectura (1753), el primero tomó de Batteaux la tesis de la imitación de la naturaleza, pero no quiso asumir la doctrina de la continuidad entre las artes, en tanto que el segundo, en su Arquitectura: ensayo sobre el arte (c. 1790), defendió, a lo Lessing, la autonomía de la arquitectura en cuanto disciplina del concepto, pero reinterpretó creativamente la vieja tesis del ‘ut pictura poesis’ para convertirla en ‘ut pictura architectura’.
Las ideas contradictorias de Laugier y Boullée fueron solo un anticipo de las muchas dificultades de los defensores de la razón y los de la imaginación a la hora de aplicar a la arquitectura las polaridades maximalistas de un Batteaux o un Lessing. Dificultades que explican los modos tan diversos —y al mismo tiempo tan contemporáneos en su confusión— con que se enfrentaron al problema los pensadores del siglo XIX. Unos, como Durand, tendieron a fortalecer el lado autónomo, disciplinar, de la arquitectura, indagando en sus mecanismos de composición. Otros, como Ruskin, vieron la arquitectura como fruto de una tendencia espiritual que abarcaba a todas las artes y superaba el clasicismo. Algunos, como Viollet-le-Duc, reinventaron la vieja mímesis natural de Laugier en una clave aún más racionalista que primó la condición constructiva de la arquitectura. Los hubo, como Semper, que intentaron explicar la singularidad de cada arte en términos a medias materiales y a medias espirituales, a medias históricos y a medias anacrónicos. Y los hubo, como Garnier, que renovaron la vieja tesis de la continuidad de las artes por medio de la nueva idea de la ‘obra de arte total’. Ciertos pensadores heterodoxos, como Schmarsow, entroncaron con Lessing para hacer de la arquitectura una disciplina que, a diferencia del resto de las artes, tenía una esencial espacial, y con ello propiciaron perspectivas inéditas que no dejarían de ensancharse en los tiempos por venir. Y los arquitectos más disciplinares, como Guadet, optaron por un eclecticismo pragmático que, sin desmentir la vieja teoría de la afinidad entre las artes, convalidó la autonomía de la arquitectura más por la vía de los hechos que de las teorías. Con todos ellos —y con sus contradictorias teorías—, tuvieron que medirse pronto los arquitectos de las nuevas generaciones, los arquitectos ‘modernos’.
La actitud de los modernos frente al problema de la relación arte-arquitectura fue heredera de la complejísima historia de relatos imperfectos del siglo XIX, y por ello no pudo ser más que ambivalente. Por un lado, asumieron la tradición racionalista para hacer de la función el elemento prioritario de la forma y del espacio la sustancia primordial de los edificios. Por otro lado, buscaron en el arte —sobre todo en la pintura de vanguardia— los fundamentos del lenguaje de la arquitectura. Nótese que, sosteniéndose en la función y el espacio, los arquitectos modernos no hacían sino reivindicar los aspectos específicos de la disciplina, en tanto que, prohijando los modos abstractos de la pintura, reconocían un lenguaje universal que instalaba de nuevo cierta continuidad entre las artes. Esta difícil ambivalencia propició uno de los periodos más creativos de la historia de la arquitectura, pero también uno de los más incoherentes en lo intelectual. Abrió el camino, en cualquier caso, a las fructíferas, pero no resueltas tensiones (o fructíferas tensiones precisamente por no estar resueltas) que siguen definiendo hoy el juego de identidades cruzadas entre el arte y la arquitectura.
‘Artistización’ de la arquitectura
Escribimos
‘identidades cruzadas’ y no ‘continuidades’ o ‘rupturas’ porque, desde hace más
de un siglo, la relación entre la arquitectura y el arte ha consistido en buena
medida en un intercambio de papeles, como si la personalidad de una fuera
contaminada, incluso suplantada, por la otra. El proceso puede examinarse, para
empezar, desde el lado de la arquitectura moderna, que en su afán por dotarse
de una nueva imagen se miró en el espejo del arte. Lo que halló en el reflejo
artístico fue un vocabulario elemental y unos modos compositivos muy genéricos
que, si bien habían sido elaborados por los artistas de vanguardia —sobre todo
por los de la abstracción suprematista y neoplástica—, podían responder con
fortuna a las inquietudes sintéticas de la nueva arquitectura ‘funcional’. Así,
y como es bien conocido, la fluidez espacial se hizo depender del juego entre
los planos, las retículas estructurales se aparejaron al ritmo de las
consonancias visuales, y los volúmenes de los edificios se despojaron de ornamentos
para declinarse en una clave abstracta más afín a las razones visuales de la
pintura que a las tradiciones compositivas de la disciplina. En su propósito de
sintonizar con las vanguardias, la arquitectura no solo fue atraída por la
esfera del arte; en puridad, fue engullida por ella, se ‘artistizó’, y esta
metamorfosis acabó trastocando su naturaleza.
Lo que se trastocó fue de entrada el viejo sistema retórico que, mal que bien, se había mantenido desde los tiempos de Alberti. Los órdenes clásicos y todas las variantes de los ‘estilos históricos’ fueron sustituidos por los elementos y códigos de raíz pictórica, primero a través de los ornamentos vitalistas del Art Nouveau y después —y ya para siempre— por medio de los mecanismos compositivos de la abstracción. El trastoque de la arquitectura por influencia del arte no se limitó a la irrupción del nuevo lenguaje de la abstracción —un lenguaje que se pretendía objetivo—; afectó asimismo a la enseñanza de la arquitectura y a las ideas de los arquitectos sobre su profesión, de suerte que su impacto fue profundo y duradero.
En lo que toca a la pedagogía, la artistización se dio con alcances e intensidades muy diferentes, pero siempre con vocación de radicalidad, según atestiguan experimentos como la Bauhaus. Nacida al calor del debate sobre papel de la arquitectura en el nuevo sistema industrial, la institución fundada por Walter Gropius se sostuvo en la idea del diseño artístico. No tanto —o no solo— porque buena parte de sus profesores más influyentes fueran artistas; sobre todo porque desde el principio planteó una enseñanza basada en el aprendizaje de las leyes de la forma. Este aprendizaje podía tomar el sesgo neorromántico y aun teosófico de un Itten, o consistir en el neoplasticismo de un Van Doesburg, pero en cualquier caso tenía por objeto familiarizar a los alumnos con los principios y métodos de un lenguaje general que se consideraba válido para la pintura, la escultura, el diseño industrial y la arquitectura. Un lenguaje que, en su presunta universalidad, se movía por encima de convenciones y tradiciones, rebasaba las exigencias de la historia, y por ello alentaba el improbable propósito que compartieron, cada una a su manera, las pedagogías radicales de la modernidad: enseñar la arquitectura desde la tabula rasa, empezando desde cero.
Si el lenguaje de la abstracción artística propiciaba el adanismo pedagógico, también daba pábulo a una suerte de adanismo ideológico que afectó de raíz a lo que los arquitectos pensaban de su profesión y del papel que debían desempeñar en la sociedad. Tan vertiginosa como atractiva, la idea de ‘empezar desde cero’ tendió a reforzar la sensación de autonomía de los arquitectos, que vieron en los códigos tomados del arte una suerte de herramientas de liberación. En este contexto, ‘liberarse’ no solo significó la ruptura con la tradición; supuso asimismo el desmentido de la ciudad histórica y sus incómodas constricciones formales y culturales. Son muchos los ejemplos que ilustran esta actitud tan típicamente moderna, pero entre ellos resulta muy revelador el famoso dibujo ‘La ville clasée; les villes pêle-mêle’ en el que Le Corbusier compara las tramas de Buenos Aires, Nueva York y el París tradicional con el esquema cuasiplatónico de la Ciudad Radiante que pretendía imponerse a aquellas: una ciudad radical cuya forma era fruto de la orientación al sol y a los vientos tanto como de un impulso geometrizador cuyos lazos con el arte abstracto resultaban imposibles de ocultar.
Pese a la libertad abstracta que hizo posible este esquematismo de raíz artística resultó ineficaz y en muchos contextos lesivo, sobre todo porque propició la incomprensión, primero, y el alejamiento, después, de la arquitectura moderna respecto del gusto general. Fue un fenómeno de consecuencias funestas para la disciplina, que los arquitectos siguen achacando a la ‘falta de educación’ o a la ‘carencia de gusto’ de sus audiencias, pero que se sostiene en el hecho indiscutible de que la arquitectura estetizada y abstracta tuvo, desde el principio, un problema de legibilidad. Aunque se ligaran a un lenguaje universal —y por tanto susceptible de ser entendido por todos—, las formas modernas implicaban una sensibilidad —y, efectivamente, una educación artística— construida por y para las élites intelectuales. De manera que el abuso de abstracción, el abuso de arte, acabó alimentando una de las tensiones no resueltas de la arquitectura moderna: la que se da, y sigue dando, entre su condición funcional y su lenguaje abstracto. Un lenguaje voluntariamente estetizado, elitista, que no es compatible con la aurea mediocritas que exige el decoro urbano, y convierte a todos los arquitectos en potenciales e improbables artistas al tiempo que impide la comunicación adecuada de estos con el público, de suerte y manera que acaba separando a la arquitectura y a los arquitectos de la sociedad.
Los propios arquitectos y apologistas de la modernidad fueron conscientes de las dificultades creadas por el abuso de arte. Ya en 1943, y al calor de la guerra mundial, Sigfried Giedion diagnosticó el problema de legibilidad del lenguaje moderno, advirtió de las cesuras que este abría entre los arquitectos y el público, y propuso recuperar la comunicación por medio de formas que, sin dejar de ser abstractas (abstractas en el sentido de modernas), pudieran ser de nuevo expresivas o, cuando menos, fructíferamente retóricas. En este empeño, apuntó hacia una “nueva monumentalidad” que diera cuenta de los valores sociales —los valores de todos, no solo los de los arquitectos— sin recaer en las fórmulas del monumentalismo de la ciudad burguesa.
El programa de Giedion —que aspiraba a que la arquitectura expresara de algún modo el dramatismo de la época— no tuvo apenas eco durante los años de la guerra y el primer periodo posbélico, con su caos político y sus angustias económicas. Surtió efecto más tarde, en las décadas de la reconstrucción, un momento clave para el desarrollo de la arquitectura del siglo XX en el que la necesidad social de viviendas y ciudades —y por tanto la demanda de arquitectura— coincidió, por un tiempo, con la revisión ideológica de los principios modernos por parte de los arquitectos más jóvenes. La oportunidad social y el relevo generacional fueron fecundos: situaron a la comunicación y la monumentalidad entre las prioridades de la disciplina. Lo interesante, por contradictorio, es que este nuevo programa comunicativo y monumental no se tradujo, salvo excepciones, en una atenuación de las abstracciones del lenguaje moderno, del abuso de arte, sino en nuevo impulso a la artistización. Fue como si los problemas derivados de la intoxicación por el arte se quisieran combatir con aumentos de dosis: inoculando más arte en la arquitectura.
La metáfora de la inoculación resulta probablemente exagerada; sobre todo porque, en las décadas de 1950 y 1960, la artistización de la arquitectura no se convirtió en un fenómeno generalizado solo por razones cuantitativas, digamos que por un ‘aumento de dosis’. Lo fue porque las relaciones entre la arquitectura y las artes se definieron en un sentido nuevo, fundamentalmente cualitativo, que consistió menos en la asimilación del los lenguajes y códigos compositivos del arte de vanguardia por parte de los arquitectos, que en la colaboración de estos con los artistas. Con ello, se reelaboró el principio clásico de la ‘continuidad entre las artes’, al mismo tiempo que se recuperó, si bien de manera imperfecta, la Gesamtkunstwerk romántica, un proyecto que habían acometido sin demasiado éxito los expresionistas alemanes durante el periodo de las vanguardias y que se volvieron a tomar en serio los arquitectos de la ‘segunda modernidad’.
Al nuevo empeño artistizador coadyuvaron fenómenos diversos pero que, durante un tiempo, tendieron a converger. En primer lugar, la irrupción en el debate arquitectónico de la semiótica, menos preocupada por la función que por la comunicación. Este cambio de perspectiva dio crédito a la idea de que la arquitectura debía ser de nuevo legible y convincente —retórica en el mejor de los sentidos— y que, para conseguir este propósito, resultaba lícito no solo volverla de algún modo ‘parlante’, sino también combinarla con la pintura y la escultura, artes presuntamente más intuitivas. En segundo lugar, la importancia que los arquitectos, inspirados por la fenomenología pero también por la psicología conductista, comenzaron a dar a la noción de ‘ambiente’ como totalidad en el que podían integrarse las manifestaciones artísticas, desde la música hasta la tipografía, todo ello sin salirse del seno de la arquitectura, que de este modo podía ser de nuevo —como lo había sido en parte durante el clasicismo— la “madre de las artes”. En tercer lugar, el hecho complejo, y de gran relevancia para la segunda mitad del siglo XX, de que las artes asumieran, se contaminaran, se intoxicaran, de los temas, herramientas y métodos de la arquitectura, como si a la ‘artistización de la arquitectura hubiera seguido un proceso paralelo, pero en sentido opuesto, de ‘arquitecturización del arte’. Con tal proceso se enriqueció, y hasta cierto punto completó, el entrecruzamiento de identidades entre las artes que se había iniciado a raíz de los primeros empeños vanguardistas.
‘Arquitecturizacion’ del arte
El
proceso de ‘arquitecturización del arte’ se pueble explicar de modos diversos,
pero en lo sustancial es fruto de la asunción, por parte de los artistas, del
concepto de espacio y de la prospección de las posibilidades derivadas de él.
Aunque dichas posibilidades fueran muchas y de muy diversa condición, es
posible intuirlas de una tacada cuando se interpretan a la luz del concepto
que, con fortuna terminológica, Rosalind Krauss denominó “campo ampliado” (expanded
field). Lo que el espacio permitió ampliar fue todo el territorio del arte:
se liberó a los artistas de las limitaciones del ilusionismo perspectivo del
Renacimiento; se dio la vuelta al lienzo para transfigurar el espacio fingido
en uno físico; se bajó a las esculturas de sus pedestales para situarlas como
un objeto más en los ambientes; y se quebró, en fin, el territorio virtual en
el que habían trabajado la pintura y la escultura, para infiltrar en él un
nuevo campo abierto, experimentable, cualitativo y efectivamente ‘ampliado’.
Esta ampliación a través del concepto de espacio —uno de los procesos más relevantes de la historia del arte moderno— dio pie a una miscelánea de corrientes que, si bien blasonaban de su singularidad, no podían ocultar sus deudas con el fenómeno de la arquitecturización. Entre ellas destaca, por su riqueza y temprano nacimiento, el ecosistema de las ‘instalaciones’, en las que la ‘obra’ no son los ‘objetos’, sino precisamente el ‘campo’ que estos crean. Instalaciones en todas sus variedades: instalaciones cinéticas a la manera de Moholy-Nagy, fruto de los experimentos de la Bauhaus; instalaciones minimalistas a partir de repeticiones inquietantemente arquitectónicas, como las de Sol Lewitt; instalaciones materiales donde la naturaleza se presenta por medio de una suerte de bodegones tridimensionales, como las de Carl Andre; instalaciones ambientales inducidas por series formales y efectos luminosos, como las de Donald Judd y Dan Flavin; o instalaciones conceptuales donde en ocasiones —valgan aquí ciertas obras de Isidoro Valcárcel Medina— resulta difícil distinguir si la obra es arte que quiere ser arquitectura o arquitectura que ha devenido en arte.
Pero el ímpetu propiciado por asimilación del espacio no se agotó en este tipo de arte arquitecturizado. Inspiró asimismo las performances, una suerte de instalaciones ‘ampliadas’ y teatrales en las que el protagonista no es tanto el objeto como el cuerpo que actúa en y sobre el espacio, como en las acciones de Yves Klein o Marina Abramovic. Y por otro lado dio pie a esa otra suerte de performances ampliadas al espacio y al público de la ciudad que son los happenings, rituales estéticos que se representan asimismo en el espacio y en los que la intervención desdibuja los límites entre el actor y el espectador, tal y como ocurre en las ‘obras’ de Merce Cunningham, Allan Kaprow y tantos otros.
Lampliación del campo del arte ‘arquitecturizado’ no solo fue cualitativa, como sugieren las instalaciones, performances y happenings; sugirió también ampliaciones literalmente cuantitativas, donde más que una metamorfosis artística lo que se produjo fue una apropiación literal de espacios cada vez más vastos. Fue el caso de la llamada ‘escultura pública’ —de Henry Moore y Mathias Goeritz a Eduardo Chillida y Richard Sierra—, dispuesta al aire libre y que pretendió desempeñar, por la vía de la abstracción figurativa, las funciones cívicas de la antigua iconografía de fuentes, bustos y estatuas ecuestres. Y fue el caso, sobre todo, del land art, un nuevo género nacido al calor de la crisis de las posvanguardias que encontró sus versiones más arquitectónicas en los dispositivos de Robert Smithson, James Turrell y Christo&Jeanne-Claude. Con su escala que trascendía para siempre lo objetual para insertar el ‘concepto’ artístico en los territorios ambientales y entrópicos, el land art dejó patente que el nuevo campo del arte no solo se había ‘ampliado’ de facto, sino que, de iure, resultaba ser ‘infinitamente ampliable’.
El singular contexto en el que, por un lado, la arquitectura aspiraba a recuperar sus poderes semióticos y su monumentalidad por medio de su colaboración con lar artes, y en el que, por el otro, las artes se enriquecían a través de su apropiación del espacio, dio pie, durante las décadas de los cincuenta y sesenta, a singulares edificios que dieron pábulo a una nueva continuidad artística. Los ejemplos son tantos que el mérito está en no resultar prolijo; de ahí que baste con citar algunos representativos. Le Corbusier, que durante la década de los veinte había elaborado un lenguaje sostenido en buena parte en los mecanismos artísticos de la abstracción, exploró durante sus últimos años las posibilidades de la, por entonces llamada, ‘síntesis de las artes’, con resultados tan extravagantes como el Pabellón Philips para la exposición de Bruselas de 1967, una suerte de autoproclamada Gesamtkunstwerk de los mass media. En Estados Unidos, al hilo de los afanes renovadores de la iglesia católica, Jean Labatut indagó en ambientes sagrados que se experimentaban de una manera inmersiva, casi sinestésica, poniendo en concierto arquitectura, pintura, escultura y música de una manera que evocaba el teatrum sacrum de Bernini. Entretanto, en España, arquitectos como Francisco Javier Sáenz de Oiza y Jorge Oteiza trabajaban en proyectos de integración tan ambiciosos y representativos de la época como la Basílica de Aránzazu, al mismo tiempo que en Latinoamérica la nueva y excelente generación de arquitectos modernos completaba obras como la ciudad universitaria de Caracas, de Raúl Villanueva en colaboración con Alexander Calder, o como la biblioteca de la UNAM en Ciudad de México, del arquitecto-muralista Juan O'Gorman.
Variada, intensa y atestiguada en ocasiones por obras extraordinarias, la colaboración entre arquitectos, escultores, pintores y músicos al calor de la ‘síntesis de las artes’ supuso una renovación de los afanes modernos y contribuyó a la revisión crítica de la ideología de las vanguardias. Pero no tuvo éxito a la hora de echar abajo las murallas que la abstracción había erigido entre la arquitectura y su público, ni a enriquecer mediante una nueva monumentalidad las ciudades anónimas que por entonces levantaba sin remordimiento el desarrollismo. Esto explica la sensación de fracaso, o cuando menos de malestar, que experimentaron los arquitectos que, a finales de los años sesenta, seguía buscando alternativas a los modelos modernos. Sus respuestas fueron diversas, pero tuvieron en común la actitud ambivalente respecto del arte. Mientras que el Aldo Rossi de la Tendenza descreyó de la presunta continuidad entre las artes para centrarse en la dimensión artística que, en sí misma, tenía la “arquitectura de la ciudad”, el Robert Venturi de Complejidad y contradicción en la arquitectura convalidó este vuelco hacia la autonomía disciplinar investigando de manera desprejuiciada y anacrónica la historia de la arquitectura, antes de volver de nuevo su mirada al arte —en este caso, el arte popular del capitalismo— en el manifiesto que firmó junto a Denise Scott-Brown, Aprendiendo de Las Vegas. Por su parte, artífices de raíz organicista como Jorn Utzon contribuyeron a quebrar lo poco que quedaba aún del canon del Movimiento Moderno en obras como la Ópera de Sídney, experimento que es difícil de asimilar a un proceso de artistización en sentido estricto, pero que, en su libertad formal y en las intuiciones estéticas que la desencadenaron, demuestra ser un fruto extraordinario de la interiorización de la doctrina del arquitecto como artista.
Ya fuera a la manera cívica y culturalista de Rossi, a la pragmática y desenfadada de Venturi, o a la poéticamente formalista de Utzon, la posmodernidad ensayó sus propias maneras de artistización. Unas maneras que, durante los convulsos años setenta, tendieron menos a valorar la aproximación de la arquitectura a las artes, que a ponderar la componente artística —formal— que en sí misma posee la arquitectura. Los resultados de esta actitud, en buena medida confusa, fueron dispares. Es cierto que propició una beneficiosa inversión de los valores estéticos con los que habían trabajado hasta el momento los arquitectos del siglo XX. Pero no es menos cierto que el énfasis en la artisticidad interna, disciplinar, de la arquitectura, lejos de mantenerse en el rigorismo de un Rossi o un Grassi, o de inspirarse en la creatividad del mejor Venturi, o de aspirar al talento de Utzon, pronto demostró poseer una vena formalista, tan arbitraria como cínica, y comercial en su sentido más huero —la vena, por ejemplo, del peor Michael Graves o el peor Venturi—, que acabó engulléndose a sí misma. El profundo vacío que dejó, a finales de los ochenta, este proceso de autofagocitación fue el campo abonado del mentís absoluto al posmodernismo que, desde el lado de la crítica ideológica, ensayaron filósofos tan poco conocedores de la arquitectura, pero aun así tan idolatrados por los arquitectos, como Fredric Jameson. Y fue también el humus para que, desde la propia arquitectura, fructificara una suerte de ‘retorno al orden’. Un retorno que sacó de los cajones las cartillas funcionalistas y tecnocráticas, pero que no pudo evitar el surgimiento de nuevas corrientes artistizadoras. Valgan como ejemplos de ellas los primeros proyectos de Rem Koolhaas, Daniel Liebeskind o Zaha Hadid, obras maestras de la arquitectura dibujada que sugerían une autre discipline tanto como evocaban a las vanguardias del siglo XX más artistizadas y radicales, el suprematismo y el constructivismo.
Arte-arquitectura-arte:
críticas y crisis contemporáneas
Contemplada
desde esta perspectiva, la llamada ‘arquitectura deconstructivista’ de la
primera Hadid o de un autor tan convencido de su condición artística como
Libeskind, puede entenderse como un modo contemporáneo de ‘artistización’,
igual que lo es el fenómeno hermano de los ‘edificios-escultura’ a la que
aquella, en buena medida, dio pie en la década de los noventa. Planteados como
entidades autónomas, formas de laboratorio ampliables de escala a voluntad, los
edificios-escultura representan bien cómo los afanes retóricos de la mejor
posmodernidad se pervirtieron por la vía de un formalismo que esta vez sí supo
romper con la abstracción moderna, aunque fuera a costa de caer en el populismo
visual. Un populismo —un kitsch sostenido en la caricaturización— que en
efecto consigue el favor del público, pero que a cambio tiene que pagar el
precio de propiciar una arquitectura consumida a golpe de vista, difundida a
golpe de clic digital y explicada mediante adventicios, postizos relatos que no
suelen destacar precisamente por su sofisticación intelectual.
Vista la influencia de este formato, no es descabellado concluir que, en la pugna entre artistizaciones contemporáneas de la arquitectura, la vencedora ha sido el formalismo intuitivo que inició Utzon con sus lucubraciones poéticas y continuó Frank Gehry con su genial informalismo, antes de extenderse —en soluciones cada vez más improbables— por todos los escenarios de la globalización. Nótese que este programa artistizador no solo ha triunfado a través del indeseado e indeseable linaje de los edificios-escultura; lo ha hecho asimismo en lo ideológico, sobre todo con la idea del arquitecto que trae aparejada: el arquitecto devenido en artista, en estrella que se significa por una firma que es también su marca comercial. El arquitecto, en fin, que no debe rendir cuentas más que a su arte.
Pero la de los edificios-escultura y los arquitectos-artistas no es la única versión contemporánea de la artistización de la arquitectura. Las variedades del fenómeno son tantas, al menos, como las que se dieron hace lustros, y reproducen en buena medida las contradicciones de antaño. Como hace cuarenta años, también hoy hay arquitectos que, lejos de entregarse a la mera contaminación con las artes, practican la artisticidad ínsita a la propia arquitectura. Unos, como Álvaro Siza, lo hacen reelaborando los códigos racionalistas y organicistas con un poderoso lenguaje personal que, si raya en lo escultórico, lo hace sin salirse de las leyes de la forma arquitectónica. Otros, como Alberto Campo Baeza, Valerio Olgiati, Christian Kerez y de, una manera más claramente pictórica, Pezzo von Ellrichshausen, lo procuran mediante la acentuación radical de lo formal y, aunque defiendan su empeño como un compromiso con la autonomía de la disciplina, no dejan de advertirse en su trabajo las huellas de la abstracción artística, sobre todo las del minimalismo.
Por otro lado, y también como hace cuarenta años, sigue habiendo hoy muchos arquitectos que se interesan por los mecanismos del arte contemporáneo, ya sea por la vía de la colaboración con escultores, pintores y, cada vez más, fotógrafos, o bien por la de la reinterpretación y apropiación de los mecanismos de las vanguardias y las posvanguardias, como muestra bien el trabajo de Herzog & de Meuron y en buena medida el de Peter Zumthor. Más allá de estas referencias, entre las apropiaciones han destacado estas dos últimas décadas otras menos más novedosas y que tienen que ver con la instalación minimalista, para dar pie a ciertas subversiones. De igual modo que los artistas de la instalación se apoderaron del espacio arquitectónico para declinarlo en versiones despojadas de función, algunos arquitectos contemporáneos se han enseñoreado del espacio desfuncionalizado de la instalación para devolverlo a la arquitectura. Es el caso de Sanaa, cuya arquitectura evanescente y frágil, orgánica y geométrica, reinterpreta los códigos del arte de las posvanguardias al tiempo que se incardina en la tradición japonesa, tan sensible al paisaje. Es el caso, por otro lado, de los arquitectos que, como Philippe Rahm, han encontrado en la abstracción de las instalaciones un modo de sacar a la luz las dimensiones invisibles, medioambientales, de la arquitectura. Y es el caso, asimismo, de autores que a priori no parecen encajar en la clasificación, como Jean Nouvel, arquitecto-artista por antonomasia y heredero último de la tradición de las Beaux-Arts francesa, cuyos interiores atmosféricos y escenográficos tienen tantas deudas con el minimalismo como con el Barroco.
Pero,
también como hace cuarenta años, el juego de identidades cruzadas no se ha dado
solo desde el lado de la arquitectura. En las últimas décadas, la apropiación
por parte de los artistas de mecanismos arquitectónicos, lejos de atenuarse, se
ha acentuado conforme iban agotándose los modelos del arte conceptual. Así, ha
habido artistas que han convertido las atmósferas en material de trabajo, como
Olafur Eliasson, un autor tan personal como, en el fondo, enciclopédico, habida
cuenta de la crestomatía que conforman sus referencias —el trampantojo barroco,
lo sublime romántico, el color expresionista, la síntesis de las artes
moderna—, todas ellas asimiladas a objetos que se dicen ‘arte’ pero tienen
escala y naturaleza de arquitecturas. Semejante al empeño de Eliasson es el de
otros artistas que, sin abandonar el tema del ambiente o la atmósfera, han
querido entroncar con la tradición moderna de la escultura pública, el arte
cívico al aire libre. Un buen ejemplo sería Anish Kapoor, cuyas instalaciones
de formas orgánicas desbordan el ámbito de los museos para colocarse en la
ciudad y envolver al público en una experiencia inmersiva que se asemeja a la
que producen ciertos edificios.
Así y todo, el creador que mejor representa las ya consuetudinarias aspiraciones de ‘arquitecturización’ del arte, y encarna ejemplarmente al artífice que se debe solo a su arte, resulta ser acaso Thomas Heatherwick. Diseñador talentoso y artista mediocre, Heatherwick ha sabido leer con maestría las posibilidades que se abrían para el arte en los campos abandonados por la arquitectura. Fundamentalmente, en el campo del monumento: del edificio en el que se proyectan las inquietudes de la sociedad para representarlas simbólicamente. Como si hubiera hecho una lectura tardía, tergiversada y eficaz de las tesis del Giedion de 1943 preocupado por la falta de legibilidad de la arquitectura moderna y por su incapacidad a la hora de construir símbolos, Heatherwick ha sabido responder a las inquietudes de la globalización con piezas de condición aparentemente híbrida, que superan desde luego la escala del arte, pero que no terminan de ser del todo arquitecturas, aunque se precien de su condición pública.
Este carácter híbrido y esta busca de carácter cívico no son taras; son rasgos que se compadecen bien con el fecundo juego de identidades cruzadas que ha definido la relación entre el arte y la arquitectura a lo largo del siglo XX. El problema de los artefactos de Heatherwick no es el género ni la vocación, sino el hecho de que reproduzcan, sin aparente remordimiento, los mecanismos retóricos, las ideologías acríticas y los compromisos políticos de la peor tradición de los edificios-escultura. Valgan para sugerirlo sus dos obras más conocidas, ambas en Nueva York: The Vessel y Little Island. Escalera a ninguna parte, la primera es fruto de una operación inmobiliaria que ha agotado el espacio público de los Hudson Yards, a la que sirve al modo de presunta corona simbólica. Una corona simbólica que, sin embargo, no consigue ser cívica, pues ni la escalera guarda con el contexto más relación que el hecho de posarse sobre el suelo, ni aporta al espacio público otra experiencia que la de enredar a los visitantes en un recorrido cuya atmósfera es menos la de un espacio piranesiano que la de una atracción de parque de atracciones, consumida tan rápidamente como se devuelve al olvido. Diferente por su forma, pero muy semejante por su naturaleza, es la llamada Little Island, palafítico parque flotante que no alude al contexto más que con el relato de sus pilares hincados en el agua —como los del muelle que allí se levantó—, y que prohíja los mecanismos del land art para ofrecer a la ciudad un oasis mantenido in vitro: puro objeto artístico que no puede disfrutarse más que en ciertas condiciones y en ciertos momentos. Un objeto acotado, vedado.
Por supuesto, tanto Little Island como The Vessel han sido un éxito de público, lo cual pone de manifiesto tres hechos distintos pero complementarios. Por un lado, la intuición de Heatherwick y otros autores de sensibilidad semejante a la hora de entender las claves del populismo visual. Por el otro, la fragilidad de las estructuras cívicas que sostienen nuestras sociedades contemporáneas. Y finalmente, el riesgo de que, cuando se entregan a la deriva populista, los procesos de identidades cruzadas entre el arte y la arquitectura acaben resultando, simplemente, banales.