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Ideologías ambientales

Eduardo Prieto

“La historia se escribe en las alcantarillas”. Enunciada por Victor Hugo en Les Miserábles, la sentencia alude a las cloacas de París —al “intestino de Leviatán”, como las llamó el escritor francés— pero sirve también para dar cuenta de la preocupación contemporánea por el entorno. Con su concreción casi grosera, la imagen de la alcantarilla impele a explorar el lado turbio de nuestras ciudades, el subsuelo sucio y su no menos sucia memoria, la infraestructura física pero también mental que determina cualquier relación con el medioambiente.

Felipe Fernández-Armesto ha escrito que toda historia es, en el fondo, una historia ecológica. Y tiene razón siempre que se entienda que tal historia tiene dos facetas. Es la historia heroica de los modos con que el ser humano ha ido construyendo la ‘naturaleza’; y es asimismo la historia prosaica de las herramientas de todo tipo con que la civilización ha llevado a cabo tal empeño. La palabra ‘alcantarilla’ sugiere así dos connotaciones entrelazadas: significa el mundo oculto de las infraestructuras que modelan las ciudades y los territorios; y significa asimismo el mundo, no menos oculto, de las ideologías con que las sociedades y culturas han concebido su medio. Uno y otro mundo —la alcantarilla física y la intelectual— se pertenecen, aunque las relaciones entre ambos se den menos a la manera previsible de Marx —la infraestructura como sostén de la superestructura— que a la manera, más inquietante, de Freud: la infraestructura como lo soterrado, lo reprimido, lo inconsciente. 

En lo que toca a nuestras ciudades y territorios, sacar a la luz ese inconsciente reprimido significa, entre otras cosas, desvelar las ideologías con las que las sociedades vienen abordando el medioambiente desde principios del siglo XX. Ideologías que no siempre se han reconocido como tales y que se han mezclado para aumentar la confusión, pero que resultan indispensables a la hora de formular ciertas preguntas: ¿Cómo ligar factores tan diversos como los recursos materiales, el confort, la experiencia estética, la sanidad o las políticas ambientales? ¿Qué papel tiene la arquitectura en ello? ¿Con qué herramientas intelectuales pueden contar el arquitecto, el urbanista, el tecnócrata, el político o el simple ciudadano para entender y construir su Umwelt? ¿Qué principios determinan nuestras expectativas medioambientales?

Es posible ensayar una brevísima historia de estas ideologías medioambientales; una historia que comenzaría con la más influyente de todas ellas: el higienismo. Sostenida en las tecnologías del siglo XIX —y, sobre todo, en el poder financiero que hizo posible que las administraciones públicas intervinieran en las ciudades a una escala sin precedentes—, la ideología higienista consiguió llevar a cabo el proyecto reformista que se venía planteando desde la Ilustración. Y lo hizo por medio de dos herramientas complementarias: la higienización y la monumentalización. La higienización merced a las grandes infraestructuras de alcantarillado y agua potable que se construyeron en ciudades como el París de Haussmann y el Londres de Bazalgette. Y la monumentalización del espacio resultante de tales operaciones de limpieza; un espacio limpio, isótropo, disciplinado, que se enriqueció con innumerables dispositivos simbólicos y coercitivos: desde los grandes edificios del poder hasta las plazas, avenidas y calles de ese artefacto admirable que llamamos ‘ciudad moderna’. La gran virtud del higienismo fue que, sin dejar de ser un movimiento reformista —es decir, impulsado de ‘arriba abajo’—, supo incardinarse con naturalidad en el imaginario de unas clases medias que concibieron la higiene —y su hermano conceptual el confort— menos como una construcción técnica que como un conjunto de prácticas civilizatorias. Es decir: como un modo de vida.

El impacto de la ideología higienista del siglo XIX fue tan grande como para que sus ecos siguieran resonando en la siguiente centuria a través de una serie de pertinaces lugares comunes. El primero, darwinista y eugenésico, proclamaba que el entorno podía determinar al individuo, es decir, que los ambientes sanos y equilibrados producían individuos equilibrados y sanos, y los ambientes decrépitos individuos decrépitos. El segundo, derivado del anterior, postulaba que el higienismo debía ser un instrumento de mejora no solo del individuo sino de la sociedad. El tercero —corolario arquitectónico— dictaminaba que los edificios y las ciudades, en cuanto ambientes habitados, podían contribuir no solo a la salud de los individuos sino también a algo más difícil de lograr: su felicidad. Pese a su simplismo cientificista —o quizá precisamente por él—, los tres lugares comunes consiguieron reinterpretar el higienismo decimonónico en un tono menor que encontró su gran tema en el culto al cuerpo y su gran coartada en el miedo a las enfermedades infecciosas. Sobre esta base higienista crecieron las nuevas teorías urbanísticas y terapias ‘naturalistas’ del Movimiento Moderno, que postularon el retorno a la luz natural y el aire libre, esto es, el retorno a las “verdades esenciales de la arquitectura”, como escribió Le Corbusier.

La segunda ideología medioambiental del siglo XX —la tecnocrática— fue otro producto tardío de la modernidad disciplinaria. Lo fue, sobre todo, porque prolongó el viejo ideal del progreso como domesticación de la naturaleza. Si a mediados del siglo XIX, Fourier había creído en necesidad de habitar los polos y en la posibilidad de cambiar el clima terrestre por medios artificiales, un siglo más tarde tanto los cosmistas soviéticos cuanto los tecnócratas del capitalismo a la manera de Richard Buckminster Fuller anunciaron el comienzo de una nueva época de colonización global que habría de sostenerse en los poderes de la tecnología y en la inteligencia de los ingenieros. Poco importó que tal perspectiva propiciara la imagen protosostenible de la Tierra como una nave espacial cuyo destino debía guiarse con prudencia: en rigor, la ideología de la tecnocracia no se salió del paradigma ciencia-progreso que los grandes optimistas del siglo XX habían heredado de los grandes optimistas de la Ilustración, con las consecuencias conocidas.

No deja de ser interesante que la gran época de la tecnocracia coincidiera con la de una ideología de condición más crítica pero que nunca llegó a amenazar el sistema: el ‘bioclimatismo’. El término, acuñado por el arquitecto y tecnólogo Victor Olgyay en 1963, sugería dos propuestas en parte contradictorias: el aprendizaje de ‘lo distinto’ mediante la indagación en las culturas materiales con que cada sociedad se había relacionado con el medioambiente; y la asimilación de tales culturas a lo universal mediante un lenguaje amplio y cosmopolita, el moderno. Planteada desde una difícil ecuanimidad y un no menos difícil ecumenismo, la perspectiva bioclimática fue una solución de compromiso que resultó valiosa en la medida en que alentó el ‘regionalismo crítico’: el mismo, por cierto, que hoy sostiene parte de las corrientes antiglobalización.

La antiglobalización también se nutrió de una ideología afín a la bioclimática pero mucho más crítica que ella: la ecológica. Crecida en los tiempos del descontento de la abundancia —los tiempos del jipismo—, y sostenida por una poderosa panoplia de conceptos y herramientas de origen científico y por la no menos poderosa jerga de los filósofos antisistema, la ideología ecológica intentó reemplazar los lugares comunes del higienismo y la tecnocracia. El cuidado frente a la domesticación de la naturaleza, lo local-artesanal-cultural frente a lo cosmopolita-industrial-civilizatorio, la complejidad orgánica frente al simplismo mecanicista y la tecnología pasiva o low frente a la activa o high fueron polaridades que no dudaron en asumir los jóvenes desencantados a los que, durante la crisis energética de 1973, la coyuntura pareció dar la razón. Fue un espejismo, claro: los tiempos energética y políticamente atribulados de la década de 1970 dejaron pronto paso a los de un capitalismo aggiornado y sin prejuicios cuya existencia volvió a depender del uso indiscriminado de energía barata.

Por supuesto, este retour à l’ordre fue otro espejismo. El complaciente fin de la historia proclamado por Francis Fukuyama en 1991 y la tesis subsiguiente sobre el ‘último hombre’ adquirieron tintes sombríos cuando los primeros datos del impacto antropocénico hicieron que lo del last man se convirtiera en una imprevista e inquietante profecía. El agujero de la capa de ozono primero, las emisiones de gases de efecto invernadero después y el aumento de la temperatura más tarde enturbiaron la mirada sobre el globo. A partir de ese momento, la Tierra —la Blue Marble— ya no pudo contemplarse con los cándidos ojos con que lo hicieron los astronautas en 1972, sino con implicación, con desasosiego, con alarma.

El sentirse concernido por el planeta se ha convertido en un lugar común, acaso el fundamental de la ideología que, acompañando al viejo ecologismo, ha ido creciendo estos últimos veinte años: la de la sostenibilidad. ¿Qué aporta respecto a las anteriores? Aporta un aparato conceptual poderoso y con una doble raíz energética —exergía, entropía, termodinámica— y medioambiental —ciclo de vida, reciclaje, desarrollo limitado—; y aporta asimismo un aparato moral, incluso político o cuasi religioso, que se ha dotado de sus propios tótems, tabúes, sacerdotes, tablas de la ley y milenarismos. Si el aparato técnico convierte a la ideología sostenible en una disciplina contable cuyo objeto es determinar los impactos cuantitativos en el medioambiente, el aparato moralista hace de ella un discurso suasorio cuyo objeto último es la conversión: la conversión a otro modo de vida. No se trata ni de candidez ni de ironía: si algo nos ha enseñado la complejidad de los problemas medioambientales es que las soluciones no dependen tanto de decisiones técnicas cuanto de decisiones éticas y políticas que afectan a sociedades enteras.

En 1930, Sigmund Freud postuló en El malestar de la cultura que el progreso de la sociedad dependía de la represión de las pulsiones sexuales y agresivas de los individuos, y que este proceso creaba un inconsciente que afloraba como sentimiento de culpa, de manera que cuanta más represión —cuanta más cultura— mayor resultaba ser la culpabilidad. Algo semejante cabe aplicar a nuestra relación con el medioambiente: hemos ido reprimiendo nuestro impulso atávico a servirnos violentamente de los recursos naturales, y lo hemos hecho por medio de ideologías que en el fondo no hacen sino dar forma a nuestro sentimiento de culpa. Examinar la compleja historia de esa culpabilidad es uno de los retos del Homo Antropocenicus.