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Juan Navarro Baldweg, el mundo alrededor

Eduardo Prieto

Hay artistas que se definen por el estilo; otros, por la sensibilidad. Los primeros imponen su lenguaje al mundo; los segundos se dejan llevar por su fascinación por el mundo. Unos ‘crean de la nada’; otros se contentan con indagar en la riqueza inagotable de lo que ya existe. Aquellos buscan; estos encuentran. Juan Navarro Baldeweg pertenece a la nómina de los últimos: los artistas dotados de una sensibilidad personal y al tiempo extrovertida que abre sus poros a la naturaleza que nos rodea.

Navarro Baldeweg es, además, una rara avis: tanto en el mundo del arte como en el de la arquitectura. En el arte porque, resistiéndose a caer en el conceptualismo banal o en la plácida recurrencia del estilo, ha preferido seguir los caminos amplios por los que le lleva su sensibilidad orientada a desvelar la riqueza inagotable del mundo físico. Y en la arquitectura porque, desbordando los límites —por lo demás, cada vez menos nítidos— de la disciplina, se ha entregado a una suerte de fructífero eclecticismo no siempre bien entendido —y no siempre igual de intenso—, por cuanto necesita verse a la luz de una actitud artística más general y que le da sentido.

Extendida desde la pintura al óleo hasta las instalaciones, desde el garabato manual hasta los grandes edificios culturales, su obra se refracta en múltiples facetas que pudieran parecer acaso el fruto del albur asociado al interés momentáneo o las exigencias del género, más aún en un artista con una trayectoria tan amplia. Pero no es el caso: en el trabajo de Navarro Baldeweg, los géneros se desbordan, los signos se activan y los lazos entre el sujeto y el objeto se reanudan para suscitar emociones estéticas que se sostienen al cabo en un núcleo compartido de temas recurrentes y obsesivamente investigados: la energía, la materia, la percepción, la gestualidad, el ornamento.

Son estos temas los que dan a la obra de Navarro Baldeweg su coherencia fundamental, y los que justifican que su obra variopinta puede agruparse, como ha propuesto su propio autor, en una suerte de ‘constelaciones’ donde las pinturas, las esculturas, las instalaciones y los edificios orbitan, formando grupos en razón de su afinidad con un fundamental: la gravedad, la luz, el cuerpo, la entropía. Así agrupadas, las obras sugieren relaciones imprevistas, tienden puentes estéticos y pierden, al cabo, su condición de objetos autónomos, para verse a la luz de un interés compartido. Tal ocurre, por ejemplo, con lo que Navarro denomina el ‘anillo de la gravedad’, que el autor suele ilustrar con una rosca de seis fotografías cuya contemplación suscita el tipo de preguntas difíciles que interesan al artista: ¿es posible evocar la experiencia de la gravedad a través de medios tan disímiles como la arquitectura, la instalación, la escultura de pequeño formato o incluso la pintura?

Por supuesto, la respuesta implícita es que sí: para Navarro Baldeweg, el arte es una cuestión de hibridación, de trabajar en el ‘entre’ que comparten las disciplinas. Todo ello con un objetivo primordial: volver sensibles las fuerzas físicas que rodean nuestro cuerpo y que nuestro cuerpo se apropia en la percepción. Es decir, hacer visible lo invisible, que diría Klee. El arte de Navarro Baldeweg es un arte de la investigación poética del entorno, un arte del merodeo y la mediación.

Fruto de esa obsesión por indagar en estructuras mediadoras —que es a la vez fruto de la admiración del autor por un libro singular, The Ornament as Mediation, de Oleg Grabar— son los ensayos que Navarro ha ido escribiendo a lo largo de su carrera. Ejemplificaciones o glosas de su propia poética, y siempre escritos con elegancia, estos ensayos son casi todos escritos de circunstancias; pero es precisamente su carácter ocasional lo que los vuelve valiosos, porque explicitan la concienzuda y filosófica poética de Navarro Baldeweg —inusual en estos lares— y su férrea, tozuda adhesión a unos mismos temas. Una adhesión que, pese a todo lo que deja fuera, es quizá signo del artista de raza, y que está ya presente en uno de los textos más reveladores, ‘Génesis de un zodiaco artístico’, donde el autor cuenta que el nacimiento de su vocación tuvo lugar a sus cuatro años, cuando, jugando solo en un robledal cántabro, sintió que entraba en comunión con la naturaleza. Tal vez el arte no sea más que eso: una epifanía, una siempre postergada fusión con el medio, un retorno a la casa más primordial. Navarro Baldeweg, arquitecto fenomenólogo, lo cree al menos así.